Este artículo fue publicado en el diario británico The Guardian el jueves 14 de marzo pasado bajo el título: “The Zone of Interest is about the danger of ignoring atrocities – including in Gaza” (“‘La zona de interés’ trata sobre el peligro de ignorar las atrocidades, Gaza incluida”). Naomi Klein, quien la firma, es a esta altura una de las autoras más deslumbrantes de la contemporaneidad. Su obra incluye desde la siempre vigente La doctrina del shock (2007) hasta la reciente Doppelganger: A Trip into the Mirror World (2023). Estuvo a principios de los 2000 en Argentina, donde escribió el guión del documental La toma (2004), que narra la toma de una fábrica por sus trabajadores tras el Cacerolazo y el estallido de diciembre de 2001. Traducción de P.M.
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por Naomi Klein
Ya es una tradición de los Oscar: alguien lanza un discurso político serio que perfora la burbuja del glamour y la autocomplacencia. A lo que sobrevienen respuestas enfrentadas. Algunos censuran el discurso como el ejemplo de artistas en la cima de un cambio cultural; otros, como la usurpación egoísta de una noche que sería de celebración. Y así todos siguen adelante.
Sin embargo, sospecho que el impacto del discurso Jonathan Glazer que detuvo el tiempo en los Premios de la Academia del domingo 10 de marzo pasado será significativamente más duradero, y su significado e importancia se analizarán durante los años por venir.
Glazer aceptaba el premio a la mejor película internacional por La zona de interés, inspirada en la vida real de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración de Auschwitz. La película sigue la idílica vida doméstica de Höss con su esposa e hijos, que se desarrolla en una casa señorial y un jardín inmediatamente adyacente al campo de concentración. Glazer ha descrito a sus personajes no como monstruos sino como “horrores arribistas, burgueses y aspiracionales”, personas que logran convertir el mal profundo en ruido blanco.
Antes de la ceremonia del domingo, la relevancia de La zona ya había sido anunciada por varias deidades del mundo del cine. Alfonso Cuarón, el director ganador del Oscar por Roma, la llamó “probablemente la película más importante de este siglo”. Steven Spielberg la declaró “la mejor película sobre el Holocausto que he presenciado desde la mía”, en referencia a La lista de Schindler, que arrasó en los Oscar hace 30 años.
Pero si bien el triunfo de la Lista de Schindler representó un momento de profunda validación y unidad para la comunidad judía mayoritaria, La zona llega en una coyuntura muy diferente. Hay debates acalorados sobre cómo se deben recordar las atrocidades nazis: ¿debería verse el Holocausto exclusivamente como una catástrofe judía, o algo más universal, con mayor reconocimiento para todos los grupos que fueron objetivo del exterminio? ¿Fue el Holocausto una ruptura única en la historia europea, o una vuelta a casa de los genocidios coloniales anteriores, junto con un regreso de las técnicas, lógicas y fraudulentas teorías raciales que desarrollaron y desplegaron? ¿“Nunca más” significa nunca más para cualquiera, o nunca más para los judíos, una promesa por la que se imagina a Israel como una especie de garantía intocable?
Estas batallas por el universalismo, por la apropiación del trauma, el excepcionalismo y la comparación son el corazón del señero caso de genocidio que presentó Sudáfrica contra Israel ante la corte internacional de justicia, que también agrieta a las comunidades, congregaciones y familias judías de todo el mundo. En un minuto de acción concentrada, y en nuestro momento de autocensura bochornosa, Glazer adoptó sin miedo posiciones claras sobre cada una de estas controversias.“Todas nuestras decisiones fueron tomadas para reflexionar y confrontarnos en el presente, no para decir: 'Mira lo que hicieron entonces'; más bien, 'Mira lo que hacemos ahora'”, dijo Glazer, despachando rápidamente la noción de que comparar los horrores actuales con los crímenes nazis es inherentemente minimizar o relativizar, y no dejando dudas de que su intención explícita era trazar continuidades entre el monstruoso pasado y nuestro presente monstruoso.
Y fue más allá: “Estamos aquí como hombres que refutan su judaísmo y el Holocausto [en tanto ha sido] secuestrado por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantas personas inocentes, ya sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o del ataque en curso contra Gaza”. Para Glazer, Israel no tiene ningún salvoconducto, ni es ético utilizar el trauma intergeneracional judío del Holocausto como justificación o cobertura de las atrocidades cometidas por el Estado israelí en la actualidad.
Por supuesto que otros ya señalaron antes estos puntos, y muchos pagaron un alto precio, especialmente si eran palestinos, árabes o musulmanes. Curiosamente, Glazer lanzó sus bombas retóricas protegido por el equivalente identitario de una armadura, de pie ante la brillante multitud como un judío blanco y exitoso –flanqueado por otros dos judíos blancos exitosos– que acababan de hacer juntos una película sobre el Holocausto. Pero incluso esa falange de privilegios no lo salvó de la avalancha de difamaciones y distorsiones que tergiversaron sus palabras para afirmar erróneamente que había repudiado su judaísmo, lo que sólo sirvió para subrayar el punto de vista de Glazer sobre aquellos que convierten el victimismo en un arma.
Igualmente significativo fue lo que podríamos considerar el metacontexto del discurso: lo que lo precedió y lo que siguió inmediatamente. Quienes sólo hayan visto clips online se perdieron ese costado de la experiencia, y es una pena. Porque tan pronto como Glazer concluyó su discurso –dedicando el premio a Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, una mujer polaca que alimentó en secreto a los prisioneros de Auschwitz y luchó contra los nazis como miembro del ejército clandestino polaco–, salieron los actores Ryan Gosling y Emily Blunt. Sin siquiera una pausa comercial que nos permitiera recuperarnos emocionalmente, fuimos arrojados de inmediato en un recorte de "Barbenheimer", con Gosling diciéndole a Blunt que la película sobre la invención de un arma de destrucción masiva que ella protagonizó había cubierto con las solapas del abrigo rosa de Barbie un éxito de taquilla, y Blunt acusando a Gosling de pintarse los abdominales.
Al principio, temí que esta yuxtaposición imposible socavara la intervención de Glazer: ¿cómo podrían coexistir las tristes y desgarradoras realidades que acababa de invocar con ese tipo de energía de fiesta de graduación de secundaria californiana? Entonces me llegó el sopapo: al igual que los furiosos defensores del “derecho a defenderse” de Israel, el brillante artificio que envolvía el discurso también estaba ayudando a exponer su punto.
“El genocidio se vuelve el ambiente de sus vidas”: así es como Glazer describió la atmósfera que intentó capturar en su película, en la que sus personajes atienden sus dramas cotidianos –niños sin dormir, una madre difícil de complacer, infidelidades ocasionales– en la sombra de las chimeneas que arrojan los restos humanos. No es que estas personas no sepan que una máquina asesina a escala industrial zumba justo detrás del muro de su jardín. Simplemente han aprendido a llevar vidas satisfechas con el genocidio en el ambiente.
Ésto es lo que parece más contemporáneo, la mayor parte de este terrible momento, en la asombrosa película de Glazer. Más de cinco meses después de la matanza diaria en Gaza, con Israel ignorando descaradamente las órdenes de la corte internacional de justicia, mientras los gobiernos occidentales regañan gentilmente a Israel y le envían más armas, el genocidio está volviendo a ser parte del ambiente una vez más, al menos para aquellos de nosotros que tenemos la suerte de vivir en los lados seguros de los muchos muros que dividen nuestro mundo. Corremos el riesgo de que continúe y se convierta en la banda sonora de la vida moderna. Ni siquiera en el evento principal.
Glazer destacó más de una vez que el tema de su película no es el Holocausto, con sus conocidos horrores y particularidades históricas, sino algo más duradero y omnipresente: la capacidad humana de vivir con holocaustos y otras atrocidades, de hacer las paces con ellos, de beneficiarse de a ellos.
Cuando la película se estrenó en mayo pasado, antes del ataque de Hamás del 7 de octubre y antes del interminable asalto de Israel a Gaza, se trataba de un experimento mental que podía contemplarse con cierto grado de distancia intelectual. Los miembros del público del festival de cine de Cannes que dieron a La zona de interés una entusiasta ovación de pie de seis minutos probablemente se sintieron seguros al juguetear con el desafío de Glazer. Quizás algunos contemplaron el azul del Mediterráneo y consideraron cómo ellos mismos se habían sentido cómodos, e incluso desinteresados, con las noticias de barcos llenos de gente desesperada a la que dejaban que se ahogara cerca de la costa. O tal vez pensaron en los jets privados que habían tomado para ir a Francia y en la forma en que las emisiones de los vuelos están vinculadas con la desaparición de fuentes de alimentos para personas empobrecidas en sitios lejanos, o con la extinción de especies, o con la posible desaparición de naciones enteras.
Glazer quería que su película provocara este tipo de pensamientos incómodos. Dijo lo que vio: “El mundo cada vez más oscuro a nuestro alrededor y tuve la sensación de que tenía que hacer algo con respecto a nuestras similitudes con los perpetradores antes que con las víctimas”. Quería recordarnos que la aniquilación nunca está tan lejos como podríamos pensar.
Pero cuando La zone llegó a los cines en diciembre, el sutil desafío de Glazer para que el público contemplara su Höss interior estaba mucho más pegado al hueso. La mayoría de los artistas intentan desesperadamente aprovechar el espíritu de la época, pero La zone, cuyo estreno en cines ha sido silenciado dada la respuesta inicial, bien puede haber sufrido algo raro en la historia del cine: un exceso de relevancia, una oferta excesiva de minuciosidad.
Una de las escenas más memorables de la película ocurre cuando llega a la casa de los Höss un paquete lleno de ropa y lencería robadas a los prisioneros del campo. La esposa del comandante, Hedwig (interpretada de un modo más que convincente por Sandra Hüller), indica a todos, incluidos los sirvientes, que pueden elegir algo. Se guarda un abrigo de piel e incluso se prueba el lápiz labial que encuentra en un bolsillo.
Es la intimidad con los enseres de los muertos lo que resulta tan escalofriante. Y no imagino cómo alguien puede ver esa escena y no pensar en los soldados israelíes que se filmaron rebuscando en la lencería de los palestinos cuyas casas ocupan en Gaza, o alardeando de robar zapatos y joyas para sus prometidos y novias, o tomándose selfies grupales con los escombros de Gaza como telón de fondo. (Una de esas fotos se volvió viral después de que el escritor Benjamin Kunkel agregara la leyenda “La zona de Pinterest”.)
Hay tantos ecos de este tipo que, hoy, la obra maestra de Glazer parece más un documental que una metáfora. Es casi como si, al filmar La zona al estilo de un reality show, con cámaras ocultas por toda la casa y el jardín (Glazer se ha referido a esto como “El Gran Hermano en la Casa Nazi”), la película anticipara el primer genocidio transmitido en vivo, la versión filmada por sus perpetradores.La zona ofrece un retrato extremo de una familia cuya vida plácida y bonita fluye directamente de la maquinaria que devora la vida humana al lado. Este no es, en absoluto, un retrato de personas que lo niegan: saben lo que está sucediendo al otro lado del muro, e incluso los niños juegan con dientes humanos recogidos de la basura. El campo de concentración y la casa familiar no son entidades separadas; están unidas. El muro del jardín de la familia, que crea un espacio cerrado para que jueguen los niños y da sombra a la piscina, es el mismo muro que, del otro lado, encierra el campo.
Todos los que conozco que han visto la película sólo pueden pensar en Gaza. Decir esto no es pretender una ecuación uno a uno o una comparación con Auschwitz. No hay dos genocidios idénticos: Gaza no es una fábrica diseñada deliberadamente para asesinatos en masa, ni estamos cerca de la estadística de muertos de los nazis. Pero la única razón por la que se erigió el edificio del derecho internacional humanitario de posguerra fue para que tuviéramos las herramientas para identificar colectivamente patrones antes de que la historia se repita a gran escala. Y algunos de los patrones –el muro, el gueto, las matanzas en masa, el intento de eliminación declarado repetidamente, la hambruna masiva, el saqueo, la alegre deshumanización y la humillación deliberada– se están repitiendo.
Y se repiten también las formas en que el genocidio se vuelve un ambiente, la forma en que aquellos de nosotros que estamos un poco más lejos de las paredes podemos bloquear las imágenes, desconectarnos de los gritos y simplemente... seguir adelante. Es por eso que la Academia destacó el punto de vista de Glazer cuando hizo ese corte abrupto a Barbenheimer –en sí una trivialización de la matanza en masa– sin perder el ritmo. La atrocidad vuelve a ser un ambiente. (Se podría ver todo el espectáculo de los Oscar como una especie de extensión en vivo de La zona de interés, una especie de Negacionismo sobre hielo.)
¿Qué hacemos para interrumpir ese ímpetu de trivialización y normalización? Ésa es la pregunta con la que muchos de nosotros estamos luchando en este momento. Me preguntan mis alumnos. Les pregunto a mis amigos y camaradas. Muchos descargan sus respuestas con reclamos implacables, desobediencia civil, votos “no comprometidos”, interrupciones de eventos, caravanas de ayuda a Gaza, recaudación de fondos para refugiados y obras de arte radical. Pero no es suficiente.
Y a medida que el genocidio va fundiéndose con el trasfondo de nuestra cultura, algunas personas se desesperan demasiado por cualquiera de estos esfuerzos. Al ver los Oscar el domingo, donde Glazer estaba solo entre el desfile de oradores ricos y poderosos que subieron al podio sin siquiera mencionar a Gaza, recordé que habían pasado exactamente dos semanas desde que Aaron Bushnell, un miembro de la Fuerza Aérea estadounidense de 25 años, se autoinmoló frente a la embajada de Israel en Washington.
No quiero que nadie más despliegue esa horrible táctica de protesta; ya hubo demasiadas muertes. Pero deberíamos dedicar un tiempo a reflexionar sobre la declaración que dejó Bushnell, palabras que he llegado a considerar como una coda inquietante y contemporánea de la película de Glazer:
“A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué haría si fuera contemporáneo de la esclavitud? ¿O de las leyes raciales del sur de Estados Unidos? ¿O del apartheid? ¿Qué haría yo si mi país estuviera cometiendo genocidio? La respuesta es: somos contemporáneos. Ahora mismo’.”