Para RosarioPlus
El galpón es una jaula blanca y pintarrajeada que se mantiene en pie
desde principios del siglo XX, cuando allí, en lo que hoy es el paseo peatonal
de la Costa Central, funcionaba la estación de ferrocarriles Rosario Central.
Como una suerte de circo reducido y cúbico, los caminantes se detienen contra
la reja del portón abierto y se quedan a mirar a unos tipos que vuelan en
bicicleta sobre rampas de madera. Los domingos a las 11, cuando Calle Recreativa empuja al exterior a todo aquél
que pueda meterse dentro de unas calzas, los que ruedan sobre las rampas son
niños de 7 a 13 años, cada uno con su casco y las ruedas de las bicis bien
infladas, se ejercitan en transfers (saltar de una rampa a otra), foot jam
(girar el cuadro mientras se sostiene la bici en equilibrio sobre la rueda
delantera mediante la presión de un pie), bunny hop (salto de conejo: saltar
levantando el manubrio y doblando las piernas) o, sencillamente, ruedan sobre
las olas de madera según los llevan las ruedas. Es el día en que funciona la
escuelita de BMX.
El BMX (siglas de bycicle moto cross) nació en
California entre fines de los 60 y principios de los 70, de ahí que los nombres
de la mayoría de sus trucos sean en inglés. Desde 2008 la modalidad BMX “race”
(carrera) es un deporte olímpico. Pero en los próximos Juegos
Olímpicos de verano de Tokio, en 2020 todas las categorías de
BMX serán olímpicas, lo que significa que los “riders” de cada país competirán
en las grandes ligas. Eso y, sobre todo, que habrá dinero para la organización
de torneos que siempre se hicieron a pulmón y sorteando la anarquía particular
de quienes practican la disciplina. La modalidad que se practica en el galpón
frente al río se llama “free style” (estilo libre): un tipo de práctica que
surgió de pruebas y ejercicios en rampas y que suma, además de la destreza, el
estilo, es decir, la calidad para caer, saltar, deslizarse y sujetar la
bicicleta con el cuerpo.
Un domingo de noviembre pasado, pasado el mediodía,
unos doce ó trece niños salen del galpón en sus bicicletas. El galpón, en
Schiffner 1522 (es la calle peatonal frente a la Isla de los Inventos) se llama Hell Track (Pista del Infierno, yeah!) y es
único en su tipo en el país: techado, rampas de madera que construyeron y
diseñaron sus propios usuarios, sede de una competencia internacional –el Classic Contest– que suma ya unos 18 años y de la que participan
desde niños y jóvenes que se inician en la disciplina hasta profesionales
capaces de piruetas que desafían las leyes de la física, como el ecuatoriano Jonathan Camacho.
Pero este domingo los niños, que participan de la escuelita
de BMX, sólo van a tomarse una foto en la explanada junto al río junto con
Luciano Aguilar, Lucho, el profe: 32 años. Más tarde, cuando los padres de los
niños se apoltronan en unos bancos sacados de debajo de las rampas –el galpón
es infinito, debajo de su estructura de madera oculta mundos enteros, desde
piscinas inflables para zambullirse con una bicicleta tras una caída de cinco
metros hasta sillas, carpas y rampas para sacar al exterior– para comer unas
hamburguesas, ofrecen a Luciano unas latas de cervezas que él declina. Lo suyo
es la gaseosa con azúcar, única ingesta que le permite elevarse dos o tres
metros sobre una rampa, caer y volver a levantar la bicicleta hasta hacerla
aterrizar con un “nollie hop” (hacer que la rueda trasera quede en el aire
mientras se retrocede sobre la rueda delantera). Cada movimiento de BMX implica
levantar el cuerpo con la bicicleta, como si se tratara de un miembro más: no
hay un solo truco del que no participe todo el cuerpo del “rider”.