La primera imagen que recuerdo de Celia es una que dibujó su
hijo Gustavo a partir de una fotografía tomada en el lavadero de la casa de
calle León Guruciaga casi Álvarez, en San Nicolás. Un medio perfil de ella,
agachada sobre la pileta de cemento donde lavaba ropa y mantenía una
conversación que, siempre imaginé, mantenía con su hijo. Gustavo había tomado
nota de varios detalles: el cable de lo que podría ser un lavarropas enchufado
en el tomacorriente de la pared y, sobre todo, la actitud de Celia, que hablaba
y a la vez despertaba la voz del otro. En ese dibujo, además de admirar el
genio de Gustavo (esto de copiar una escena doméstica de una fotografía y
cargarla de intriga a través del artificio del dibujo, porque recién ahí entendí que el dibujo es una escritura), veía en Celia una mujer
relajada en su tarea cotidiana: conversaba, refregaba la ropa; su esposo estaba
muy lejos (era una toma de fines de los 70), en Estados Unidos, mientras ella
le hablaba a su hijo en San Nicolás, Buenos Aires, en la intimidad de un
lavadero a 7 mil kilómetros de distancia de su padre. Celia ofrecía para mí, en
ese dibujo, la imagen de alguien plantado en su lugar, sí. Pero, también, la
imagen de alguien que conversaba con eso que su lugar tenía para dar.
Gustavo, Ana y Celia. Fotografía de Elena Makovsky.
La segunda imagen de Celia es la de una tarde-noche de
primavera de hace unos cinco años, en la cocina de su casa de calle Alurralde
entre Savio y Don Bosco, donde nos llamó al orden (a Gustavo y a mí) porque
despotricábamos sobre San Nicolás. Fumaba unos cigarrillos de filtro blanco y
nos dijo que no perdiéramos tiempo hablando mal de San Nicolás: acaso no era el
dechado de virtudes de la ciudad lo que la impulsaba a defenderla, sino el
hecho de que allí habían crecido y muerto sus seres más queridos. Ella era eso,
un territorio. Esmirriada y entusiasta, nada de todo ese territorio le era
ajeno.
La vez que presentamos con Osvaldo Aguirre nuestros libritos
sobre Oratorio Morante y San Nicolás, sólo había tres personas. Celia era una
de ellas. Sentada hasta el final en una silla en el patio de la librería, no
abundó en preguntas que no sé si hubiese podido responder. En cambio, nos hizo
saber que con su presencia estábamos en un territorio amigo, que en ella había
un hogar y podíamos hablar con ella mientras ella refregaba la ropa.
Uno siempre se distrae de la muerte y piensa que los
territorios están ahí por siempre. ¿Hubiese podido capturar algo de todo esto
el domingo pasado cuando nos vimos? Quién sabe. Ahora son todos gestos sobre el
vacío.
Su muerte es también la pérdida enorme de un lugar.
Pensada como una historia de cómic
para adultos, con personajes que llevan su madurez hasta la alcoba, Alias,
que protagoniza la heroína Jessica Jones, fue publicada por primera vez en
Marvel en 2001 dentro de la línea Max. Cuando Netflix se hizo cargo del
proyecto de llevar Jessica Jones a una serie de televisión no sólo cuidó la
complejidad de los personajes, también mezcló en la trama otros héroes de
Marvel que, aunque no están del todo presentes, comparten la escenografía –el
barrio Hell’s Kitchen, en Manhattan– y figuras secundarias, como la enfermera
Claire Temple, interpretada por Rosario Dawson.
Imagen tomada de AVClub.com.
Netflix alojó los 13 episodios de la
primera temporada de Jessica Jones el viernes 20 de noviembre pasado y al
poco tiempo anunció que habría una segunda en 2016. La serie está protagonizada
por Krysten Ritter (la vimos en el segunda temporada de Breaking Bad como
Jane Margolis, la novia de Jesse Pinkman), quien da cuerpo a una detective
privada –Alias es el nombre de su agencia– que se dedica a investigar casos en
los que hay implicadas personas que tienen poderes, como ella –su fuerza le
permite derribar forzudos, levantar autos, caer desde una gran altura o saltar
algunos pisos, pero no tiene, como se bromea en una escena, vista de rayos
láser ni la capacidad de repeler las balas.
El 2 de abril de 1982 se concretó un
plan llevado adelante por un Estado terrorista que estaba en decadencia: un
ejército comandado por militares que se habían formado en la tortura y el
asesinato de civiles desarmados y mujeres embarazadas desembarcó en Puerto
Stanley (Puerto Argentino) con el fin de tomar las Islas Malvinas. La orden
para el desembarco era no causar víctimas entre la tropa inglesa que fue tomada
por sorpresa. Y así fue, murieron sólo dos militares argentinos. Durante la
guerra, que duró dos meses y doce días, la gran mayoría de los jefes militares
argentinos llevaron adelante la tarea para la que habían sido formados: estaquearon
y torturaron a los soldados conscriptos y huyeron como ratas cuando se acercaba
el enemigo. Sin embargo, los soldados fueron valientes, pelearon solos, se
repusieron de la hambruna a la que los sometieron sus jefes –tan estúpidos que
llevaron cocinas de campaña para alimentar a leña en un territorio donde no hay
árboles ni madera– y, a su vuelta, fueron silenciados y ninguneados por las
autoridades y también por una sociedad que no quería saber del fracaso
estrepitoso de esa guerra y esa dictadura que había sido aclamada por la mayor
parte de la prensa y la ciudadanía.
Si se quisiera contar esa historia,
¿cómo hacerlo? ¿Hay algo para decir de semejante atrocidad? 650 soldados
argentinos murieron en esa guerra y otros 450 se suicidaron más tarde, solos,
tildados de locos. La guerra de Malvinas es aún, pese a las pensiones y
reivindicaciones de los últimos años, un agujero negro en la historia. Pensar
en su perversidad lleva al desquicio.
En “Hedor”, el primer relato de Herodes, Pablo
Bilsky de algún modo atenta la resolución de ese interrogante: ¿cómo narrar
la atrocidad?
La anécdota de ese relato inaugural y
capital es más o menos así: un periodista va a cubrir el descubrimiento de un
cadáver en un bosque de eucaliptos de Capitán Bermúdez. Es un hombre, pero está
vestido de mujer, lleva las prendas chillonas de una mujer y yace bajo los
árboles, el cuerpo está descomponiéndose y despide un olor que inunda el
bosque. El hombre es un ex combatiente de Malvinas, es un soldado que
sobrevivió a la guerra y yace allí con un vestido de mujer raído. Los vecinos le
dicen al periodista que no era un travesti, que sencillamente se disfrazaba de
mujer y se ponía un almohadón bajo la ropa para parecer embarazada. Como aquél
psicótico de Freud, que se decía “la novia de Dios”.
Pero el relato no es la anécdota,
sino un festín casi orgiástico de palabras e imágenes que reactualiza esa
guerra, esas batallas ahora recuperadas y ganadas gracias a unas municiones
hechas de lencería pobre y baratijas. Allí desfila la guerra por Rosario, por
el bosque de eucaliptos; desfila con todos sus protagonistas, desde el
intendente adepto a la última dictadura, Alberto Natale, al director de la UNR,
Humberto Riccomi, pasando por jefes militares y policiales, por los programas
de cine –encabezados por Olmedo y Porcel– y televisión –donde se emitía
Calabromas; hasta el Topo Gigio desfila en esas páginas. Una procesión que se
desprende como un vaho de una libreta de periodista que se humedece con la
bruma allá en Capitán Bermúdez. Pero no sólo Malvinas, los comandantes de las
guerras imperiales y coloniales británicas también flotan en esa bruma e
impregnan con sus nombres una escritura que, cuando parece volcarse hacia el
delirio muestra su verdadero nervio: la furia, una furia arrasadora como
aquella que leímos en LèonBloy cuando vomitaba su rabia sobre los ricos
parisinos que habían muerto quemados en el Bazar de la Caridad.
Con el tono de los ácratas y los
blasfemos, Bislky ensaya un relato de ese desquicio en un hallazgo tan macabro
como el plan de aquella contienda: el cadáver de un ex combatiente –el hecho es
real y fue cubierto por Bilsky mientras era periodista de un diario de Rosario.
El plan recuerda aquél de El corazón de las tinieblas,
en la que el capitán Marlowe descubre en un rincón del África profunda, en
medio de una orgía de sangre y desenfreno, que en la otra punta de esa
expedición había unas tiernas viejitas que tejían calcetines en la oficina de
la compañía naviera en Amsterdam.
Un plan que sólo la literatura puede
llevar a cabo, un plan que no acepta la comunicación –por eso su protagonista
es un periodista, no un comunicador; por eso lo que narra es algo que parece
desprenderse de una libreta empapada y escapa al hecho duro que tiene enfrente
y se disuelve en la bruma– y deja todo en ese magma de palabras con las que
descender al fondo más oscuro del gran agujero de la Historia.
Horacio Çaró y Pablo Bilsky presentan Herodes este miércoles a las 19.30 en Ricchieri 452.
Como se verá, en el comienzo de su alocución González
recuerda sus intentos de vincularse con Halperin, su invitación para escribir
en la revista de la Biblioteca y las sutiles y no tan sutiles negativas del
historiador, entre ellas la última carta en la que afirma que no quiere
“participar de una experiencia que me recuerda tan fervorosamente los pasos
decididos que da un país hacia su necesaria decadencia”.
Ese breve pasaje me recordó que hacia el 2006 [en realidad fue en octubre de 2004, año del III Congreso internacional de la Lengua Española] la cátedra de
Literatura Argentina de la Facultad de Humanidades y artes de Rosario, a cargo
de Martín Prieto, organizó un
ciclo en Biblioteca Argentina. En una de las jornadas expusieron Horacio
González, el mismo Halperin y el escritor Sergi Raimondi de bahía Blanca quien
a la sazón resultó la revelación de la noche. Después el grupo fue a cenar a la
vuelta, por calle Roca. Y allí fuimos testigos del momento en que González se
retiraba a medianoche para pegarse la vuelta en ómnibus a Buenos Aires, como
tantas otras veces. Pero antes se acercó a Halperin y a Adolfo Prieto que lo
acompañaba y los invitó a hablar en Biblioteca Nacional. El gesto de González
era de respeto, el de un alumno que saluda a sus viejos profesores, a dos
bronces, y su invitación no era un formalismo para cerrar la conversación sino
que se la advertía muy seria e insistente. Tanto uno como el otro se mostraron
sorprendidos por la invitación y sus La respuestas fueron amablemente evasivas,
Halperin respondió que ya regresaba a Estados Unidos, que quizás podría ser en
el futuro. Apenas retirado Horacio, Halperin, irónico, agregó que ese futuro no
llegaría nunca porque si algo era seguro era que González no duraría mucho en
su cargo, y cualquier otro lo ocuparía al año siguiente.
Hace muy poco un amigo volvió de un viaje de dos meses por China y me decía
que es notable la ausencia de la cultura del rock, que no sólo se manifiesta en
la música (loas pop al Partido Comunista, entre otras cosas), sino en la
vestimenta (entre la etnia dominante, la han, casi no existe la posibilidad de
ver a alguien con la remera o la camisa fuera del pantalón) y en los distintos
gestos sociales.
Definido como cultura, el rock viene a ser un modo de apropiarse
de ciertos bienes inmateriales, de hacerlos circular; la matriz de un relato,
el marco de un retrato que tiene a la calle como paisaje y a la ciudad como
escenario.
En “La vuelta a la
manzana”, un proyecto transmedia –puede verse, escucharse y recorrerse en
la web en vueltaalamanzana.net– que se difundió también radio Universidad,
Federico Fritschi invita a un músico a recorrer las calles de Rosario en las
que creció, o las que lo vieron trasnochar en los años explosivos de la
juventud, o las que dibujan un mapa creativo sentimental: salas de ensayo, de
concierto, bares y fondas. En ese trayecto Fritschi –acaso uno de los
periodistas que mejor encarna en la ciudad eso que, a falta de un término
mejor, llamamos cultura del rock– conversa con César Coki Debernardi, Pablo
Pino (Cielo Razzo), Juani Favre o Carlo Seminara entre otros que suman hasta
ahora treinta y cinco invitados.
Este jueves a partir de las 21 en McNamara (Tucumán 1016), Fritschi y
su equipo harán una intervención para “visibilizar el proyecto”: se podrán ver
piezas audiovisuales, habrá música en vivo de Pablo Pino y Tato Vega (de Los
Schoklender), que son dos de los invitados a dar la vuelta a la manzana.
“Rosario es el rockanroll”, dice Diego Popono Romero (cantante
de Los Vándalos) mientras recorre calle Arribeños al 1200, en barrio Luz y
Fuerza (Rondeau y Circunvalación). La gente lo saluda a los gritos a veces.
Fritschi cede el micrófono al sonido ambiente.
En 16 minutos y chirolas Pablo Pino recorre Carriego, San
Luis, Gutenberg y San Juan, las calles de su infancia. La corneta del churrero
es la música de fondo mientras Pino habla de su pasión por el dibujo, que dejó
por la música (también la intervención en McNamara reivindicará ese oficio de
dibujante). Las fotografías de Maximiliano Conforti en cada vuelta a la manzana
son otro de los aciertos que pueden apreciarse en el sitio: imágenes que
retratan detalles, un ángulo de un edificio, una postal anacrónica, el
entrevistado a veces a contraluz, dibujan otra trama en la superficie de la
entrevista.
“Gente que habla un mismo idioma”, dice Pino. No se refiere
necesariamente al español, sino a algo, acaso un tono en el que está Rosario,
está el rock, el barrio, una visión del mundo y, en definitiva, una percepción
de la “calle”, ese espacio que hay que desandar para volverlo privado, único,
barrial, para al fin hallarse en un camino menos público que comunitario.
Debernardi en cambio elige una vuelta por las calles del
bajo rosarino de los 80: Tucumán, avenida Belgrano, Urquiza, San Martín; adonde
aterrizó a principios de esa década desde su Cañada de Gómez natal para hacer
Bellas Artes antes de convertirse en el líder de Punto G. Del cabaret Las Vegas
a los ya desaparecidos Luna y El Barrilito (en Tucumán y Belgrano), una
mitología antes que una topografía.
“La vuelta a la
manzana” es también una arqueología de la ciudad: es su pasado el que se
escucha en las voces y la música que trae, pero es un pasado que la
reconstruye, la celebra y le señala un destino con héroes a veces pequeños y
desencantados que lo llevan a cabo. Con otro formato, no dudaríamos en llamar a
esto literatura.
Bien, para los que buscan en la pantalla chica algo que, más
allá de su calidad, traiga el sello de calidad europeo, la televisión inglesa
estrenó dos series, a falta de una, con unos preciosos temas decimonónicos.
1827
La serie se estrenó en la televisión privada de Reino Unido
el 11 de noviembre y marca el retorno de Sean Bean (Eddard Stark en la primera
temporada de “Game of Thrones”) a la tevé. Se llama “The Frankenstein
Chronicles” y se emitirá también en Estados Unidos pero en 2016. Por supuesto,
se consigue en internet.
Ambientada en la Londres de 1827, “The Frankenstein
Chronicles” recrea el mito del monstruo del doctor Frankenstein –la novela de
Mary Shelley transcurre en una villa y el monstruo ataca en los bosques que la
rodean– en una época en que Inglaterra se asentó ya sobre la modernidad que
trajo la revolución industrial y el capitalismo global. En otras palabras,
Londres es la cabeza de un imperio que crea monstruos y se enfrenta a un
monstruo propio.
Cuando leí que José Emilio Burucúa estaba en la lista de intelectuales que apoyaban a Mauricio Macri presidente le escribí a un amigo que vive en Estados Unidos y con quien habíamos compartido la lectura de la Cartas norteamericanas. Sí, debí imaginármelo cuando lo entrevisté para la presentación en Rosario de Cómo sucedieron estas cosas, un libro del todo innecesario, una colección de lugares comunes de la academia que incluso se traslucieron cuando Burucúa (que se hace llamar "Gastón" en la intimidad académica) y Nicolás Kwiatkowski presentaron el libro: comentarios de gente que se la pasa bien estudiando las tragedias ajenas con dinero de fundaciones y universidades del primer mundo. Incluso cuando lo entrevisté por teléfono, "Gastón" apuró el final de la entrevista porque tenía una reunión de consorcio en su edificio: un pequeño propietario urgido por la necesidad de resolver los problemas del palier y el ascensor. Desde Estados Unidos, mi amigo me responde la respuesta más lapidaria: "Querrá inaugurar la versión macrista de carta abierta. Te confieso, no me sorprende del todo. En sus Cartas norteamericanas, muy gratas por otras razones, se le nota un ansia de ser fino, y de «pertenecer». No otra cosa alimenta las fantasías de una parte de la mersa macrista."
Viendo Cromo en CDA. De los hermanos Lucía y Nicolás Puenzo y Pablo Fendrik (con la colaboración del escritor y realizador Sergio Bizzio). Doce episodios tendrá (en CDA sólo hay cinco hasta ahora). La historia más evidente nos cuenta el derrotero de dos hombres, el esposo y el amante de Valentina (Emilia Attías), una bióloga que muere en los Esteros del Iberá, Corrientes, en lo que la policía primero califica como accidente y la investigación que lleva adelante su amante (Germán Palacios) comienza a delinear como un asesinato. Valentina envía unas muestras de agua de los esteros a sus colegas del Conicet en Buenos Aires y allí descubren que esas muestras tienen un alto contenido en cromo, letales cantidades de cromo. Sospechamos que su investigación compromete a la curtiembre que, desde Capital Federal, administra el padre (interpretado por Daniel Veronese) de su tesista y amiga (Malena Sánchez). Entonces, al principio la intriga es quién mató a Valentina.
La serie se filmó en Corrientes, la base Marambio de la Antártida (donde están el esposo --Guillermo Pfenning-- y el amante de Valentina cuando ella muere), el Calafate y Buenos Aires, centro neurálgico de todo el film y de la investigación que se desarrolla dentro de la ficción. En Télam, leemos: “Creada a partir de cuentos del periodista Martín Jáuregui,
productor asociado, Cromo cuenta con
el asesoramiento del biólogo Fernando Meijide del Conicet, ya que las
cuestiones relacionadas con la ecología y los daños causados al medio ambiente
se basan en hechos y datos reales.
“’Se intenta mostrar esa faceta ardua de las geografías
elegidas, por eso cuando alguien destaca la belleza de postal que caracteriza a
ciertos paisajes no representa del todo un elogio, la intención es que se vea
algo más, la fuerza de los lugares, sus secretos’, detalla Nicolás Puenzo.” (La serie ganó el concurso Prime Time 2015 de Fomento TDA
(Televisión Digital Abierta), organizado por el INCAA y el Ministerio de
Planificación Federal. Según Lucía Puenzo, que descree a esta altura del ráiting y apuesta a la difusión de la serie en plataformas digitales, ya hubo llamados de Netflix para comercializarla).
Lo que nos entusiasma de Cromo es que hay en su puesta en escena una escritura, a diferencia de muchas otras series hechas en Argentina, donde la falta de industria impide pensar en series en términos fílmicos o escriturarios.
Es decir, hay acá una lectura del pasado que incluye a los personajes (les relaciones de Valentina con su esposo --el insoportable actor Guillermo Pfenning, que nos recuerda siempre al quejumbroso Miguel Ángel Solá: actores hechos para el cuerpo a cuerpo del teatro e inútiles para la pantalla-- y Palacios) y a la trama (el pasado de un paisaje humano de los Esteros del Iberá a la Base Marambio, de un paisaje social y geográfico). Y es de esa lectura que surge una intriga, un misterio que excede al whodunnit, el quién mató a quién: nos introducimos en esa intriga como si se tratara, a nivel genérico, de un drama nacional (como lo fue el Martín Fierro, por ejemplo), que excede las controversias personales y, a la vez, las reclama.
El modo en que Veronese se perfila como villano (con todo lo que a la ficción argentina le cuesta generar villanos) es acaso el "punctum" de esta magnífica serie.
Desde hace un tiempo está de novio con la misma chica con la
que bailó el vals de los 15 en el club Español de San Nicolás, hace 35
años. Por eso viene seguido a Rosario. Durante la semana vive en Córdoba, donde
escribió algunas de las novelas más vendidas entre las que se publican en
Argentina. Su trilogía de África, que comenzó con África, hombres como dioses,
agotó seis ediciones en la cordobesa Ediciones del Boulevard hasta que la
publicó Plaza y Janés en Buenos Aires, en 2003.
Hernán
Lanvers (o H. Lanvers, como firma sus novelas) se autodefine como un
mercenario de la literatura. “El día que dejen de pagarme –dice– me dedico a
otra cosa”. Sin embargo, permanecemos 45 minutos de charla en la que me
cuenta las penurias por las que pasó en su vida familiar –la de sus padres
y su hermano mormón que vive en Canadá y al que casi no ve. Le
pregunto si no va a escribir eso, me responde: “¿No será que ya lo escribí?”
Entonces toma un bolígrafo y garabatea en un papel una línea de tiempo
que atraviesa la vida de su personaje Tom Grant: “Es huérfano. Sabemos
de su vida hasta los 14 años, que es la edad a la que yo llegué a San
Nicolás –dice–, y después arranca desde los 24, que es la edad que tenía yo
cuando empecé a ganarme la vida”.
Hernán se recibió de médico cirujano en la Universidad de Córdoba a
principios de los 90. Pero antes ya había logrado mantenerse (con cierto
respaldo económico como para viajar a África) dando clases para los cursillos
de ingreso a la carrera de Medicina. Una sobremesa, en Rosario, me contó que el
día que finalmente rindió su última materia, la que le dio el título, llegó muy
temprano al examen y a las 9 de la mañana estaba al frente de su clase, como
cualquier otro día.
El primer libro de Hernán me llegó hace casi quince años. Por correo.
Contenía una carta escrita a mano sobre papel resma de 80 miligramos en la que
celebraba de algún modo el reencuentro y su Kilimanjaro. Guía médica para su ascenso, un tomo breve en el que me enteré, por
el relato y las fotos, que Hernán había ascendido a la montaña más alta de
África: un monte en el Ecuador con nieves eternas en la cima.
Nos conocemos desde que cursamos juntos la secundaria. Hablamos de la
familia el viernes pasado. De la madre, que murió hace poco más de tres años.
De su única herencia familiar: su padre médico, hoy hemipléjico en un
geriátrico de Córdoba. La casa de San Nicolás está alquilada. Cuando murió la
madre un representante de su hermano, que es abogado, llegó para disponer de
los bienes. Arregló, entre otras cuestiones, cosas pendientes con personas que
habían hecho trabajos en esa casa: desde el plomero hasta una empleada
doméstica, todos mormones.
Caminamos, hablamos de África: un continente que expulsa al hombre
blanco, aunque el hombre blanco siempre vuelve. A treinta kilómetros de Johannesburgo,
que todos vemos como una ciudad moderna, donde se hizo el mundial de rugby
(Hernán practicó rugby en San Nicolás, durante la adolescencia, y en Córdoba,
cuando estudiaba medicina), me cuenta, la gente en los pueblos tiene que
encerrarse durante la noche porque merodean leones. O Tanzania, donde la
población vive pendiente de “La gran migración”: el movimiento de dos millones
de cebras y antílopes que en determinado momento del año se trasladan en masa
en busca de pasturas y arrasan las villas que encuentran a su paso. Hablamos de
la poligamia: las mujeres africanas no son celosas y no entienden por qué las
blancas se empecinan en tener un hombre en la casa de manera permanente. Desde
que lo conozco, Hernán es un curioso casi infinito, capaz de memorizar detalles
y desparramarlos en un relato al modo del “¿Sabía usted?” o de los grandes
reportajes del periodismo norteamericano. No es un fabulador, porque su
formación enciclopedista no le permitiría la hipérbole. Sus historias se
construyen con cierto saber, con datos, con laboriosidad. Son la contabilidad
de historias e información recogidas con meticulosidad de lector que sus
novelas visualizan con un orden casi imperativo. La frase que oficia de
advertencia, al principio de “África, hombres como dioses”, ambientada en los
años 20 del siglo XIX, reza: “Sólo las partes más increíbles de este relato
están basadas en hechos que ocurrieron en la realidad”.
Volvemos a hablar de la familia. “Dicen –dice– que el miembro más
perverso de una familia es el que la domina”.
El 26 de septiembre de 2003, en Córdoba, Hernán fechó una carta escrita
a máquina (sí, a máquina de escribir) que corrigió con liquid paper en algunos
renglones en la que me decía: “Apreciado Pablo: Habida cuenta del regocijo con
que has recibido mi anterior libro ‘Kilimanjaro’ y de en cuánto has ampliado tu
vocabulario con el aquí injustamente poco usado idioma swahili, te envío esta
novela que he escrito y así aumentes tu conocimiento del idioma y estilo de
vida zulú.
“Es una novela sólo concebida para el entretenimiento, que me gustaría
que leyeras y luego me contestaras, teniendo en cuenta que apunta a entretener,
al igual que una película de Spielberg.”
No lo leí. Una desatención grosera de mi parte. Incluso Hernán lo
sospechaba porque en la dedicatoria que me hizo de su libro me escribía: “No te
solicito hagas una reseña en el suplemento literario que vos dirigís, ya que se
que este tipo de narraciones no están dentro de lo que se espera leer en esas
secciones”.
Pasaron unos años hasta que me metí en la historia de Tom Grant entre
los zulúes. Por qué no me interesan este tipo de novelas se lo dije a
Hernán, creo, hace mucho. Pero no es este el lugar para explayarme sobre eso.
Pasa el tiempo y el territorio más extraño que descubro en los libros que
leo es el Río de la Plata. En fin. Pero la conversación de Hernán ya es
buena literatura. Si sus libros son el eco de Wilbur Smith, sus
charlas –con sus anécdotas de África y sus idas y venidas familiares– son
como el discurso de César Aira sobre los chinos en El
mármol.
El viernes último, cuando lo escuché en el programa “Los dueños del
circo”, que conducen Marcelo Tapia y Maru Pezzoto en Sí
98.9, lo llamé por teléfono y allí me esperó hasta que nos encontramos.
Además, Hernán entendió algo del discurso público y mediático que lo
vuelve fascinante: no ya concitar la atención a partir de la historia del
escritor que más libros vende en el país y se ve a sí mismo como un perdedor o
un antihéroe (como lo declara y como lo puso en la dedicatoria y la carta que
me envió hace 12 años), un desplazado de los círculos literarios; sino el
sustrato lúdico de ese discurso, en el que se pone a girar una rueda que le
reclama anécdotas y un personaje que supo construir con el mismo esmero con el
que redactó sus novelas.
Dice que su fascinación por África le viene de cuando era niño y vivía
con sus padres en Comodoro Rivadavia, donde se habían asentado a
principios del siglo XX bóeres
holandeses que participaron de las guerras bóeres en Sudáfrica. Las
novelas de Lanvers son esa infancia recuperada, una infancia hecha de relatos y
de voces extrañas que Hernán tradujo y despierta en su conversación con un
humor enrarecido, cargado de ironía y de juego.
Otra vez una película es la fuente de una serie. “Ash vs. Evil Dead”,
que el canal de cable Starz estrenará el próximo sábado 31 de octubre, a modo
de celebración de Halloween, es de algún modo la continuación de la saga “Evil Dead”,
las cuatro películas que Sam Raimi (director de “El hombre araña”) dirigió
entre 1981 y 1992 y que tuvo como protagonista a Bruce Campbell como el cazador
de monstruos Ash Williams, un muchacho atrapado en una cabaña junto con su
novia y cinco amigos en un bosque en el que un libro de los muertos sumerio
despertó demonios espantosos.
Bien, pasaron 30 años, Ash es un cincuentón manco (debió
cortarse la mano posesa y adaptó al muñón una motosierra en la segunda película
de la saga, en 1987) que se pasó tres décadas escondiéndose de sus propios
demonios; un macho denso, torpe, infantil, renegado, lo que en inglés suele
caber en el término “badass”.
La serie recrea el clima de terror y diversión de la película,
aunque el personaje mismo del envejecido Ash le agrega más aire de comedia que
incluye detalles “gore” (chorros de sangre oscura y violencia insensata), acaso
continuando el camino abierto por la remake que hizo en 2013 el director
uruguayo Fede Álvarez de la película de 1981.
En una entrevista publicada por Entertainment
Weekly Campbell describió su personaje: “Ash padece la culpa del sobreviviente.
Es un veterano de guerra. Continúa siendo un sabelotodo con una conversación
chatarra aunque no sabe nada. Es el último antihéroe. Es la clase de idiota que
desearías tener al lado si vas a una batalla porque va a entregarse si debe
hacerlo”.
La serie tendrá en cuenta las historias de “Evil Dead” y “Evil
Dead II” (1987), pero acaso ignora los sucesos desarrollados en “Army of
Darkness” (“Ejército de las tinieblas”, 1992). En la historia para televisión, Ash
Williams vive en un parque de casas rodantes, tiene un empleo en un
supermercado y bebe para mitigar el dolor tras la experiencia de la muerte de
su novia –a quien, posesa, debió matar a hachazos en la primera película– y sus
amigos en la cabaña del bosque. También conserva en un casillero de su casa
rodante el libro de los muertos que reviviera los demonios en el pasado. No
hacen falta más que un par de palabras al azar para que los muertos vuelvan a
levantarse y para que Ash tenga que calzarse otra vez la motosierra en el brazo
manco.
Con los posesos ya deambulando por la calle, Ash debe
asociarse con su compañero de trabajo Pablo Simón Bolívar (interpretado por Ray
Santiago), en apariencia un hondureño inocente cuyo tío chamán parece haberlo
preparado para estas circunstancias. También es de la partida la joven Kelly (que
protagoniza Dana Delorenzo), quien es el gran metejón de Pablo.
Parte de las novedades de la serie –que tendrá diez
episodios en 2015– con respecto a la película es la presencia de Lucy Lawless,
quien interpreta a la misteriosa y vengadora Ruby, quien quiere saber por qué
los muertos vivientes retornan y qué tiene que ver con ello Ash, que estuvo
largos años fuera del radar.
En diciembre
de 2004 Edgardo
Zotto le contaba a Osvaldo Aguirre, en una entrevista publicada en el
suplemento Señales, que había dejado al política, en 1989, para dedicarse a la
escritura y para apartarse del menemismo, que había copado la escena. Hasta
entonces había pasado por varios cargos en el gobierno de Víctor Reviglio:
subsecretario de gobierno, de Seguridad Social, secretario de Seguridad Pública
y ministro de Gobierno. Fue el funcionario que puso la cara ante la prensa
cuando Rosario vivió los saqueos de 1989.
“Escribo
desde muy chico, pero como una cosa secreta, clandestina”, decía en esa
entrevista. Su primer libro, Memoria de Funes, apareció en 1998: el título es
un juego para lectores en el que se mezcla aquél conocido cuento, “Funes el
memorioso”, y los recuerdos de la quinta que Zotto tenía en Funes. Desde
entonces y hasta su muerte publicó media docena de libros, todos de una poesía
breve, alusiva e introspectiva, en la que un detalle íntimo es capaz de
iluminar una esquina, una calle, una ciudad.
Edgardo murió
a fines de 2014. El año anterior una dolencia que apareció súbitamente le quitó
días de su memoria y a partir de entonces se abocó a la tarea de completar sus
libros de poesía. Culminó Lo que sé del fuego, que en 2014 salió publicado en
Mansalva y Mayo del 68 y Diario del regreso, que la editorial Iván Rosado
publicó de forma póstuma este año y en los que colaboraron, respectivamente,
Osvaldo Aguirre y Sonia Scarabelli.
“Tengo veinte
años,/ mi padre está muriéndose”, comienza el poema “Mayo del 68”, que a su vez
da título al último libro que Zotto concluyó en vida. No es una casualidad que
un hombre que tuvo una vida pública vinculada a la política titule su libro con
esa ambigüedad: el descomunal acontecimiento que llamamos Mayo del 68 –con su
epicentro en Francia y ecos occidentales– se disuelve en esa escena íntima en
la que el joven del poema acompaña a su padre en su lecho de muerte.
Los poemas de Mayo del 68 recuperan la memoria personal de la familia, desde el abuelo que
lee las cartas que llegan de Italia a los paisanos analfabetos a los juegos de
juventud en las calles del barrio en la zona sur de Rosario. Mezclado con
lecturas e influencias que llegarían con la madurez, como la del poeta Aldo
Oliva, a partir de cuyo encuentro rememora a un tío y, a partir de allí, anota
una línea que podría leerse como el ars poetica de Zotto: “Una infancia
ardua/ que sólo el tiempo fue capaz de embellecer”.
Diario del
regreso, en cambio, es un libro que Zotto escribió en paralelo a Mayo, según
lo relata Sonia Scarabelli, quien ordenó los poemas del volumen. Muchos de esos
poemas fueron escritos en un cuaderno espiral de tapas azules que una de las
hijas le llevó a Zotto durante su primera internación. Por eso el poeta había
agrupado esos textos bajo el título Diario del colapso.
Cierto, la
circunstancia ominosa que trae el título –es el regreso de la internación, es
el intermezzo entre una vuelta y la partida sin regreso– ilumina estos textos
con una luz cenital, así los poemas se leen también en la sombra que proyectan.
El texto que
acompaña la contratapa está firmado por Diana Bellessi y recuerda el único
encuentro con Zotto, al que abrazó con la amistad que ahora perdura en la
poesía. Tampoco es casualidad: Bellessi es quien nos enseñó a rezar junto a un
lecho de muerte en La edad dorada. Hay un esbozo de gracia y piedad que Zotto
ensaya con recursos mínimos y totales. Leemos en “Gloria”: “La noche laica,/
devota de la Virgen de Fátima,/ que Viene del Fisherton pobre,/ lee y, muy alta
la madrugada,/ me dice: ‘Duerma, Edgardo,/ sólo tiene/ que cerrar los ojos y
dormir’./ Le digo: ‘Lo hago,/ pero no me duermo’./ ‘Pídale a Dios’, me dice./
‘No me contesta’, digo./ ‘Él no habla, obra’, dice./ Y me duermo.”
En el poema
final que da título a su libro “Lo que sé del fuego”, Zotto anotaba: “y acá
estamos otra vez/ asombrados de esta proximidad”. La poesía de Zotto explora
esa sabiduría: la del permanecer cercano.
Diario
del regreso y Mayo del 68 se presentan este sábado (24 de octubre) a las 19
en Club Editorial Río Paraná, en Catamarca 1427 local 9.
Supongamos una inclinación casi patológica por las series de televisión
que de repente quisiera extender sus intereses al terreno del arte. ¿Qué
artista elegiría? Debería ser un artista “total”, como lo fueron los artistas
del cine de los años 30 y 40, un artista que no solo ofreciera una obra serial,
sino que su desborde se notara en las música, en los relatos, en cierto
movimiento, es decir, un artista que trabajara con el tiempo.
Ese artista existe en Rosario y se llama Daniel García. No sólo es uno de los principales
artistas de la ciudad, también es uno de los más prominentes del país.
García trabaja en eso que llamamos “arte”, también es autor de un libro
formidable que tiene como punto de partida el gato Félix (Un gato que camina solo, editorial Iván Rosado, Rosario, 2013); de
cuatro discos que pueden escucharse en dgmusica.bandcamp.com (de cuyos temas a
su vez hizo videos que pueden verse en su canal de Vimeo);
de tapas de libros de ficción, de ensayo, de crítica, de teoría, de la
editorial Beatriz Viterbo y de una obra
que despliega en dibujos, acrílicos, óleos, videos, y tiene como punto de
partida figuras de la cultura pop (Betty Boop, el Pac Man, el realismo
socialista) y de la alta pintura del siglo XX (Max Beckmann, Luc Tuymans,
etcétera).
Para el trabajo “Sirenas”, que aparece en este video y fue mostrado hace
dos años en Rosario, Daniel García utilizó, “alterándolas, fotos de rostros
femeninos. Fotos de arrestos policiales de Estados Unidos que se publican en
Internet (mugshots), seleccionadas por la calidad de imagen y por el pathos
sobreimpreso en el rostro. Son claramente la presencia de una ausencia, y, con
una angustia similar a aquella de Ulises ante la sombra de su madre, nos llevan
a reclamar el cuerpo”, escribe García, y sigue: “En las fotos, en el video,
solo podemos ver los rostros, pero en ellos mismos ya está la “monstruosidad”,
la hibridez: para que no fueran identificables utilicé partes de distintos
registros fotográficos para componerlos. Aunque probablemente la monstruosidad preexistiese,
tal vez todo rostro que nos fascina es una cabeza de Medusa”.
Este sábado 3 de septiembre a las 19 en Embrujo, el local
de la artista Virginia Negri en galería Dominicis, de Corrientes y Catamarca,
García presenta “Bandido”, un libro que reúne textos suyos y ajenos a propósito
de muestras que realizó entre 2009 y 2013.
El título del libro (un maravilloso volumen que realizaron Ana Wandzik y
Maximiliano Masuelli, el matrimonio editor de la editorial Iván Rosado), refiere a una pintura que
Daniel García hizo en 2002, cuando Argentina vivía aún los ecos del cimbronazo
de la devastación de 2001. Según el mismo artista: “Esta figura, con su rostro
parcialmente cubierto por un pañuelo, era el resultado del ‘robo’ de una imagen
representada en un dibujito del artista japonés Yoshitomo Nara fusionada con
las imágenes cotidianas de los piqueteros”. Imperio from Daniel García on Vimeo.
Video realizado con imágenes de libre acceso en Google Images para el
tema “Imperio” del álbum “Imperio”, que García, sin ser músico, realizó con el
programa Adobe Audition y tras recopilar bases, sonidos de catálogos y
materiales recogidos de internet.
Esa figura viene a sintetizar también algunas de las preocupaciones
éticas y estéticas más recurrentes de García: desde su mirada más política
sobre la exclusión y los excluidos hasta su opción por un arte figurativo en
momentos en que en la pintura y el arte se glorifican la conceptualidad, lo
abstracto y la instalación; incluso, la elección del término “bandido” –que
proviene del bando emitido por la autoridad que ponía precio a la cabeza de un
fugitivo–, como nota la curadora Lara Marmor en el texto que funciona como
prólogo del libro, es un anacronismo.
Si hace falta aclararlo, García es un artista
de renombre internacional (ver acá
su CV), este nuevo libro suyo es, según él mismo lo dice con cierta
humildad, la oportunidad de recuperar textos e imágenes de catálogos que los
amantes del arte y los coleccionistas extrañan pero, para el vulgo, como los
que escribimos estas líneas, es también la oportunidad de mirar por el ojo de
la cerradura ese mundo inquietante en el que una imagen nos enseña un sendero
que la siguiente bifurca.
Decíamos que García puede apreciarse como un
artista serial. Claro, su estilo (y “estilo” es un motivo frecuente entre sus
reflexiones escritas en el libro “Bandido”) es una trampa: cuando nos enseña un
viejo póster chino con la imagen de un robot que conquistaría la luna, o una
chica ligera que posa exhibiendo sus curvas; cuando nos muestra la figura
geométrica de un piquetero de pelo negro y rostro semioculto tras el pañuelo
triangular, nos está mostrando las distintas formas con las que el tiempo nos
hace saber la caducidad de los horizontes y las utopías con las que habitamos
cada época.
Como en “Sirenas”, García creó “Fantasmas”, un video compuesto por una
secuencia de fotografías de rostros provenientes de archivos policiales. Entre
ellos hay grandes criminales, ladrones de poca monta, simples infractores y
también víctimas. Incluso, el rostro del mismo artista.
El día después de la noche que Gustavo comió asado de ostras en China, en la otra faz de la Tierra, de este lado vimos un eclipse de luna. En Rosario, la gente concurrió al observatorio municipal para ver el fenómeno. Desde Buenos Aires, Irina, la hija de Gustavo, le escribió por WhatsApp: “Desde el patio vemos tu sombra, pa”. Captó la idea de que este viaje, para los que lo seguimos, tiene dimensiones astrales. Para decirlo, con el título de una obra de Daniel Gracía: “Ad astra per aspera” (Hacia lo más alto por el camino más difícil). Saludos moonwalker.
Las dos de arriba son fotos de Guillermo Turin Bootello. La de abajo, de Gustavo Ng.
Si bien había escuchado superficialmente a la banda, conocí a Cake gracias a Fernandito, que hace unos cuatro años puso una de sus canciones de ringtone. Los significados de uno de sus temas más conocidos, "Friend is a four-letter word" (literalmente: "Amigo es una palabra de cuatro letras") se multiplicaron en la red hace más de una década. Obvio: "Friend", lo mismo que "amigo", son palabras de cinco letras. Pero "four-letter word" no quiere decir necesariamente cuatro letras, sino, como enseña Wikipedia, una palabra escatológica. La contracara de lo que declara esa canción acaso pueda escucharse en la frase de Dylan en "Shooting star": "Creo que es demasiado tarde para decirte las cosas que necesitabas escuchar que te dijera". De modo que ensayamos esta modesta traducción:
To me, coming from you, Para mí, cuando vos lo decís
Friend is a
four letter word. Amigo es una
palabra obscena
End is the
only part of the word “(H)igo” es
la única parte de esa palabra
That I
heard. Que escucho
Call me
morbid or absurd. Decime
que soy morboso o absurdo
But to me, coming from you, Pero para mí, cuando vos lo decís
Friend is a
four letter word. Amigo
es una palabra obscena
To me, coming from you, Pero para mí, cuando vos lo decís
Friend is a
four letter word. Amigo es
una palabra obscena
End is the only part of the word “(H)igo” es la única parte de esa
palabra
That I
heard. Que escucho
Call me
morbid or absurd. Decime
que soy morboso o absurdo
But to me, coming from you, Pero para mí, cuando vos lo decís
Friend is a
four letter word. Amigo
es una palabra obscena
When I go fishing for the words Cuando salgo a pescar entre las
palabras
I am
wishing you would say to me, Que
deseo que me hubieras dicho
I'm really
only praying Sinceramente ruego
That the words you'll soon be saying Que las palabras que estás a punto de
decirme
Might betray
the way you feel about me. Puedan
traicionar lo que sentís por mí.
But to me, coming from you, Pero para mí, cuando vos lo decís
Friend is a
four letter word. Amigo es
una palabra obscena.
Mi amigo Gustavo Ng está en Taishan, Jiangmen, provincia de Cantón, China, donde nació su padre hace como ochenta años, quien emigró a Argentina, vivió en San Nicolás y se mudó a Nueva York. Este lunes, a las 18:58 hora local (once horas más en China), Gustavo me envió este mensaje por WhatsApp: "Ayer, en mi tercer día en China, conocí la casa donde nació mi papá. Estoy temblando. Es en el campo, pero no es la casita aislada que imaginé sobre el relato de mi papá, sino un conjunto de unas 40 casas encarados en el siglo XIX o antes como proyecto arquitectónico. Son cuatro filas paralelas de casas todas iguales, que dejan tres pasillos intermedios. Las filas son de unos 100 metros. Cada casa es pequeña, diseñada para albergar dos familias. En los costados que dan a los pasillos, hay un ambiente con sobrepiso: arriba se dormía, abajo se guardaban las herramientas de trabajo, se stockeaba y almacenaba. Junto a uno de esos ambientes estaba la cocina común, y era común un espacio central, también con semipiso y con salida a una terraza. Dentro de ese ambiente había un bombeador de agua y una pileta en el piso. No había baño -calculo que serían comunales y estarían afuera. También era comunal un solar, unos árboles que daban mucha sombra, con bancos en el medio, un enorme estanque artificial, en el que se criaban además carpas como alimento, y los campos de alrededor. Todas las familias que vivían en el complejo eran de trabajadores campesinos. Quien me mostró la casa es la última Ng que vive en Taishan, prima hermana de mi papá. Mi papá le paga para que ella limpie el lugar y así mantenga la honra a los antepasados. Mi papá también se hizo cargo de los arreglos de la casa, cuando hace algunos años se estaba viniendo abajo. Ahora podría uno mudarse ahí tal como está. La mujer me mostró otra casa y luego otra. Ella sólo habla taishanés, no había modo de entenderla, pero para recibirme mi papá le encargó a la hija de un amigo que me consiguiera un intérprete, quien me explicó que la mujer cuidaba aquellas casas porque eran de otros hermanos de mi abuelo, sus tíos. Fueron cuatro hermanos. Sus casas están mantenidas por sus descendientes, quienes mandan recursos desde Estados Unidos, Canadá u otros lugares de China. A veces tuve que obligar al intérprete a que tradujera (la mujer hablaba sin parar, y el intérprete -dé Guilin- no comprendía bien el taishanés), y fue así que supe que fue la familia Ng la que empezó la villa. Luego fueron vendiendo propiedades. La prima de mi padre me esperó con una serie de ritos de veneración a los antepasados (dijo que ella los hace siempre), mediante ofrendas, incienso, quema de dinero y reverencias. Hice las reverencias con tenazas en la garganta, puse incienso en los varios altares de la casa de mi abuelo Liu Ko y comí una gallina hecha entera al vapor. No sé qué pensé. Aún no pienso. Vine a conocer mis orígenes para saber quién soy. Tengo más preguntas, tengo tantas preguntas más ahora, pero creo sentir que alguna cosa se encajó adentro mío. Este tipo de cosas cambian a la gente."
Temporada y estación (en el sentido de estación del año) se
dicen del mismo modo en inglés: “season”. Así, esa organización milenaria del
tiempo que organizó cosechas y festividades, se aplica también a la televisión.
Las series suelen lanzarse por estaciones: marzo, julio, septiembre y diciembre
son los meses más importantes del calendario televisivo, único patrón, quizás,
que aún mantiene unido a la tevé a ese producto casi fílmico que llamamos
series.
Del mismo modo que acá en el sur encaramos la primavera,
allá en el norte se avecina el otoño (el mes que “cae” del calendario: “fall”
es el otro término para “autumn”), y con el otoño llegan nuevas series, acaso
deslizando la idea de que con los primeros fríos conviene encerrarse en casa a
mirar la caja lúcida.
De las series que conoceremos esta primavera seleccionamos
algunas cuyos pilotos ya pueden conseguirse vía internet pero, vale aclararlo,
remarcamos aquellas que no pertenecen al
género comedia. No porque la comedia no tenga grandes obras, sino porque
nuestro interés se guía por aquellas producciones que más descaradamente
ensayan una teoría acerca de por qué “Es más fácil imaginar el fin del mundo
que el fin del capitalismo” (la frase es de Mark
Fisher), antes que por la puesta en escena de los fracasos de la comunión
en la era de la comunicación, que suele ser el tema preferido de muchas
comedias.
Por ejemplo, Blindspot
y Minority Report, cuyos pilotos
están hace un largo mes en la web,
estrenan este lunes 21 de septiembre.
Blindspot, como Quantico (que se estrena el domingo 27
de septiembre), tienen como protagonistas (además de mujeres hermosas) al FBI,
que con el antecedente de Los expedientes
secretos X y a medida que se suceden las ficciones, se ha convertido en el
organismo más omnisciente de las series televisivas. El FBI como la
materialización de un Dios americano que todo lo sabe, todo lo escruta y todo
lo planifica. Una deidad estatal, policíaca y conspirativa, del tamaño de los
miedos estadounidenses.
La primera (Blindspot)
trata sobre una chica que aparece desnuda dentro de un bolso enorme en Times
Square (la famosa plaza seca de Nueva York). Bueno, en realidad no está del
todo desnuda. Siguiendo la máxima de Marylin Monroe, lleva puestos unos
hermosos tatuajes. El más visible, donde la espalda se une al cuello, es el del
nombre del agente del FBI al que llaman de inmediato. El personaje de Jamie Alexander, la
actriz que protagoniza la serie, tiene la memoria borrada. Si bien no sabe
quién es y qué le sucede, es una experta en el manejo de armas, sabe pelear
como un ninja y se pregunta si acaso no ha sido programada para ver o
desencadenar algo. A partir de allí comienza una investigación que lleva a
descifrar en los tatuajes una suerte de mapa de atentados que han de cometerse
en Nueva York. Mezcla de Prison Break
y Blacklist,
cada episodio descifra el enigma de uno de los tatuajes. Habrá que ver cuántas
temporadas permiten los tatuajes en un cuerpo humano. En 1952 el genial Ray
Bradbury había logrado cuentos fascinantes con esta idea en su libro El hombre ilustrado.
Quantico, en
cambio, transcurre en los mismos cuarteles de entrenamiento del FBI que se
llaman Quantico, en Virginia. Hay un atentado y romances entre reclutas. Las
chicas son hermosas y los muchachos no se quedan atrás. Las imágenes
promocionales nos muestran a cadetes mujeres que usan pañuelos en la cabeza, lo
que da la idea de que el FBI (como ya habíamos visto en Homeland) es no sólo una usina de saber criminal, también es el
limbo de todas las religiones y culturas. Bien, a pesar de todo esto, los
personajes se toman muy en serio todo lo que ocurre y se entretienen con acción
y explosiones que suman testosterona y feromona para el siguiente encuentro
amoroso. Y así.
Pero volvamos a Minority
Report: basada en la película de Steven Spielberg de 2002 (que se basaba en
un cuento de uno de los escritores más prolíficos de la ciencia ficción
contemporánea, el finado Philip K. Dick), transcurre 11 años después del 2050 y
pico, cuando sucedía la película. Los tres hermanos que predecían el crimen
fueron separados y disuelta la unidad de Precrimen. Sin embargo Dash, uno de
los tres fenómenos, tiene incompletas visiones sobre asesinatos que van a
suceder y, mientras busca a su hermano gemelo perdido, ayuda a una voluptuosa
detective a resolver sus casos.
Otra serie basada en una película
(Sin límites, Neil Burger, 2011) es Limitless,
que se estrena el martes 22 de septiembre. La protagoniza Jake McDermont e
investiga, como en la película, una poderosa droga que convierte a sus usuarios
en una suerte de súper héroes, capaces de retener lecturas complejísimas y ver
en detalle la delicada y engañosa trama del capitalismo (eso, por lo menos, nos
enseñaba la película), pero dado que la productora es la televisión abierta
estadounidense, la CBS, conviene no hacerse demasiadas ilusiones e ir por dosis
pequeñas.
También el martes 22, pero esta vez por Fox, conoceremos Scream Queens, definida como una comedia
de terror y creada por los responsables de American
Horror Story, lo que ya la vuelve atractiva. Al estilo de los diez
indiecitos de Agatha Christie, diez jóvenes mujeres de una prestigiosa
fraternidad femenina de una universidad van son asesinadas, una por episodio,
lo que trae a flote un crimen cometido hace veinte años en la antigua casona
universitaria, un horrible asesinato en el que estuvo involucrado el mismísimo
demonio. Como sabemos, el cine de terror (en este caso, las series) es uno de
los terrenos más fértiles para la crítica política. Así lo hizo en sus mejores
episodios American Horror Story,
sobre todo en la primera temporada, en la que asistíamos, a través de una
gótica casa de Los Ángeles, a la historia de la ciudad a través de sus élites. Veremos.
Retorno
Entre los retornos, el otoño norteño trae las segundas
temporadas de algunas de las mejores series estrenadas el año pasado.
La maravillosa Fargo(que el
año pasado recreaba en diez episodios el universo de los hermanos Coen o,
mejor, la cosmovisión de los Coen sobre el mal, aprovechando los cabos sueltos
de la película de 1996) tendrá una precuela que se estrena el 12 de octubre en
FX.
En la serie del año pasado vimos que el personaje de Billy Bob Thornton
le recordaba al padre de la sheriff del pueblo de Bemidji episodios
de su pasado. Esa presencia anterior, ese recuerdo de un mal que parece
alimentarse de los más nimios defectos humanos es lo que promete desarrollar
esta segunda temporada al modo de una precuela. Porque sabemos que las series
están abocada en este último lustro a hurgar en su propia historia.
Restos
El 4 de octubre se estrena en HBO la segunda temporada de The Leftovers,
una de las mejores y más inquietantes series que conocimos el año pasado. La
acción tiene lugar en un pequeño pueblo de la costa Este tres años después de
que 140 millones de personas del mundo entero desaparecieran súbitamente y sin
explicación (la serie, creada por Damon Lindelof, una de
las cabezas de Lost, tampoco intenta
expedirse sobre ello) en lo que es llamado con el eufemismo “Sudden departure”
(la “partida súbita”). The Leftovers
es “apocalíptica” en un sentido bastante novedoso: muestra menos la desolación
de un mundo que debe acarrear con semejante pérdida que la desolación de un
mundo que estaba a la intemperie, sin recurso alguno para afrontar esa pérdida.