No todos éramos idiotas en los 80.
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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).
sábado, 29 de agosto de 2015
oh, the eighties!
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viernes, 28 de agosto de 2015
capitalismo y esclavitud
Copio y traduzco un texto de Adam Kotsko en su blog ("Deseo de esclavitud") para comentar la serie Humans, que vimos hasta hace dos semanas y ahora AMC anuncia que emitirá a nivel global en octubre.
Humans transcurre (como es ya una marca en muchas series) en un presente alternativo en el que la humanidad desarrolló a la perfección los robots al punto de volverlos casi humanos. En ese mundo (igual al nuestro en el uso de los aparatos tecnológicos y el consumo) los robots, que lucen en casi todo igual a los humanos, son los que desarrollan las tareas más automatizadas del hogar, desde limpiar la casa, atender en oficinas públicas o brindar satisfacción sexual.
Pero un grupo de robots, creados por el creador de la nueva tecnología robótica, ya muerto, intenta abrirse un lugar en el mundo más allá de las tareas a las que los programaron los humanos. Poseen inteligencia artificial y su primera batalla es por el libre albedrío.
Escribe Kotsko:
La ciencia ficción está llena de fábulas que advierten acerca de la automatización total: Skynet (Terminator), la matrix, los cylons (Battlestar Gallactica), etcétera. También abundan los experimentos mentales acerca de la inteligencia artificial, como el personaje Data, de la serie Star Trek: The Next Generation. Creo que estos temas cobran más sentido si se los observa en conjunto porque dejan en claro que las historias sobre la automatización total son relatos acerca de la esclavitud y, sobre todo, son historias acerca de las revueltas de esclavos. El deseo de la automatización total es un deseo de esclavitud. Lo que las narraciones sobre personajes como Data nos enseñan es que si la máquina puede hacer un trabajo humano sin la intervención humana, entonces esa máquina es funcionalmente humana. Desde esa perspectiva la reversión de Battlestar Galactica de 2004 no trata simplemente sobre la Guerra contra el Terrorismo (War on Terror), sino de la Guerra contra el Terrorismo como una revuelta de esclavos.
Desde los albores de la historia el hombre intentó crear un subhumano que pudiese ser justamente esclavizado. El hombre creó la idea de la mujer como un humano inferior destinada a la sumisión, creó al negro como una criatura hecha para la servidumbre. El problema con esas creaciones anteriores es que se apoyaban sobre la base de un ser humano real, pero ahora el hombre blanco desea crear un verdadero esclavo desde cero, una máquina creada por el hombre que debería su existencia al hombre blanco y viviría para servirle.
Pero algo dentro nuestro parece entender mejor: no podemos imaginarnos la creación de un esclavo sin la revuelta de esclavos.
Cuando leemos relatos sobre la inteligencia artificial, nos reímos de que el guionista no haya visto en apariencia Terminator, pero creo que hay un problema más profundo: es erróneo crear una raza de esclavos. Y hay algo dentro nuestro que se da cuenta de eso, que es lo que lleva a que los Cylons se vuelvan de modo gradual cada vez más humanos que los mismos humanos. Una raza capaz de crear los cylons merece ser borrada, porque es de veras peligrosa.
La solución a los problemas de la humanidad no es permitir que todos se vuelvan amos, como tampoco es permitir que todos se vuelvan capitalistas que viven del trabajo de otros (como en una combinación de la automatización completa y los ingresos económicos garantizados). El problema no es que no todos sean un amo, o un capitalista. El problema es el amo y el capitalista. O, para decirlo de manera más radical (y creo que es esto a lo que nos conduce Agamben con su investigación sobre la esclavitud en The Use of Bodies -El uso de los cuerpos-): el problema no es el subhumano, sino el humano. El problema no es la deshumanización como la misma humanización.
Hasta ahí Kotsko.
Agrego: si el zombie es el monstruo de la biopolítica, el robot es su ideal.
Humans transcurre (como es ya una marca en muchas series) en un presente alternativo en el que la humanidad desarrolló a la perfección los robots al punto de volverlos casi humanos. En ese mundo (igual al nuestro en el uso de los aparatos tecnológicos y el consumo) los robots, que lucen en casi todo igual a los humanos, son los que desarrollan las tareas más automatizadas del hogar, desde limpiar la casa, atender en oficinas públicas o brindar satisfacción sexual.
Imagen tomada de Vulture.
Pero un grupo de robots, creados por el creador de la nueva tecnología robótica, ya muerto, intenta abrirse un lugar en el mundo más allá de las tareas a las que los programaron los humanos. Poseen inteligencia artificial y su primera batalla es por el libre albedrío.
Escribe Kotsko:
La ciencia ficción está llena de fábulas que advierten acerca de la automatización total: Skynet (Terminator), la matrix, los cylons (Battlestar Gallactica), etcétera. También abundan los experimentos mentales acerca de la inteligencia artificial, como el personaje Data, de la serie Star Trek: The Next Generation. Creo que estos temas cobran más sentido si se los observa en conjunto porque dejan en claro que las historias sobre la automatización total son relatos acerca de la esclavitud y, sobre todo, son historias acerca de las revueltas de esclavos. El deseo de la automatización total es un deseo de esclavitud. Lo que las narraciones sobre personajes como Data nos enseñan es que si la máquina puede hacer un trabajo humano sin la intervención humana, entonces esa máquina es funcionalmente humana. Desde esa perspectiva la reversión de Battlestar Galactica de 2004 no trata simplemente sobre la Guerra contra el Terrorismo (War on Terror), sino de la Guerra contra el Terrorismo como una revuelta de esclavos.
Desde los albores de la historia el hombre intentó crear un subhumano que pudiese ser justamente esclavizado. El hombre creó la idea de la mujer como un humano inferior destinada a la sumisión, creó al negro como una criatura hecha para la servidumbre. El problema con esas creaciones anteriores es que se apoyaban sobre la base de un ser humano real, pero ahora el hombre blanco desea crear un verdadero esclavo desde cero, una máquina creada por el hombre que debería su existencia al hombre blanco y viviría para servirle.
Pero algo dentro nuestro parece entender mejor: no podemos imaginarnos la creación de un esclavo sin la revuelta de esclavos.
Cuando leemos relatos sobre la inteligencia artificial, nos reímos de que el guionista no haya visto en apariencia Terminator, pero creo que hay un problema más profundo: es erróneo crear una raza de esclavos. Y hay algo dentro nuestro que se da cuenta de eso, que es lo que lleva a que los Cylons se vuelvan de modo gradual cada vez más humanos que los mismos humanos. Una raza capaz de crear los cylons merece ser borrada, porque es de veras peligrosa.
La solución a los problemas de la humanidad no es permitir que todos se vuelvan amos, como tampoco es permitir que todos se vuelvan capitalistas que viven del trabajo de otros (como en una combinación de la automatización completa y los ingresos económicos garantizados). El problema no es que no todos sean un amo, o un capitalista. El problema es el amo y el capitalista. O, para decirlo de manera más radical (y creo que es esto a lo que nos conduce Agamben con su investigación sobre la esclavitud en The Use of Bodies -El uso de los cuerpos-): el problema no es el subhumano, sino el humano. El problema no es la deshumanización como la misma humanización.
Hasta ahí Kotsko.
Agrego: si el zombie es el monstruo de la biopolítica, el robot es su ideal.
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viernes, 21 de agosto de 2015
el niño en juego
El lunes 21 de junio de 2004, en la sección Cultura que editaba en un diario de Rosario, publiqué esta entrevista que Mariela Mangiaterra, Gabi Chaia y Elisa Domínguez le hicieron a Marisa y Ricardo Rodulfo, que entonces habían dado un seminario en Rosario.
Imagen tomada de rodulfos.com. El archivo de imagen se llama "mami.jpg".
El
psicoanálisis siempre tuvo que ver con la infancia, o vérselas con ella. Pero
¿cuáles son las particularidades, la lógica de un tratamiento con un niño? Los
psicólogos Marisa Punta Rodulfo y Ricardo
Rodulfo no retroceden ante esa pregunta y reconocen la especificidad del
trabajo con niños, abren nuevas sendas para la investigación y la creación
mientras construyen otra mirada sobre el niño que juega, el niño que dibuja, el
niño que sufre.
Ricardo
Rodulfo elige definir su práctica en dos vertientes, la clínica con niños y
adolescentes y la escritura “que debe mucho a la música y los juegos de los
niños”. Marisa Punta Rodulfo habla de su gusto por el diálogo con distintas
edades y dice que el trabajo con niños, además de divertirla, le aporta
frescura y le sirve en el resto de la clínica y en la vida. Son psicoanalistas,
profesores de la Universidad de Buenos Aires en las cátedras “Clínica de niños
y adolescentes” y “Psicopatología infanto juvenil”, y en el posgrado sobre la
misma materia. Los dos trabajan como peritos en causas de derechos humanos
junto con Abuelas de Plaza de Mayo, así como en casos de abusos psíquicos,
físicos y sexuales a menores.
Autor
de El niño y el significante, Dibujos fuera del papel y El Psicoanálisis de nuevo, su libro más
reciente, Ricardo Rodulfo es también director de la Fundación de Estudios
Clínicos en Psicoanálisis. Marisa Punta Rodulfo es autora de El niño del dibujo e investiga las
distintas producciones gráficas en la estructuración subjetiva y las
problemáticas psicopatológicas.
—¿Cuál es la especificidad del trabajo con
niños?
—Ricardo
Rodulfo: En una primera instancia el sufrimiento que puede tener un niño y su
familia. Sufrimientos concretos de mayor o menor gravedad. Pero más allá de eso
la tradición de nuestra cultura de occidente encara la reflexión sobre lo
humano teniendo como modelo el hombre, que en realidad es el hombre adulto,
varón. Lo que a mi me interesa es una reflexión sobre lo humano teniendo en
mente el niño que juega y no el hombre que piensa o el hombre que habla. No
porque esto sea un modelo despreciable o arrojable sino porque modifica
bastante el pensar lo humano desde el niño que juega, el niño en juego. Por lo
cual el niño que sufre sería una problemática particular dentro de ese campo
más amplio del niño que juega . Esto quiere decir para mí que la clínica va más
allá de lo que se significa con curar. No porque esto no tenga importancia,
sino porque si fuera eso lo único importante, se perdería por ejemplo lo que
podríamos llamar la creatividad potencial en un ser humano.
—¿ Jugar es espacio de poder para el niño?
—R.R.:
Yo diría que sí, sobre todo en cuanto a capacidad de resistencia y la chance de
tener un modo propio de relacionarse con las cosas. Y como un trabajo de
distanciamiento, que luego se ve en el humor, que ya fue caracterizado como una
cierta posibilidad de distanciamiento con respecto a lo que llamamos la
realidad, en su sentido más abrumador.
miércoles, 12 de agosto de 2015
padres
Mientras escucho una y otra vez "Lately", de Lera Lynn (un modo de exorcizar el final de la segunda temporada de True Detective), pienso en las series basadas en cómics (porque en Rosario se realiza esta semana CBB, impulsado por Yo Eduardo Yo Risso Yo) y su diferencia con el tipo de series como True Detective (me refiero ahora la temporada 2), en las que los padres no sólo fallaron (Bezzerides, el padre del personaje de Antígona, no sólo no la protegió, sino que en su nido hippie de los 70 están todos los personajes del Mal, como lo muestra una foto), sino que son emisarios del Mal del capitalismo último: gurúes de una magia que, como toda magia, es una paliativo para la ;unica realidad, el capital. Por lo tanto, expulsaron a sus hijos a un territorio de suicidio: al saberse condenados a eso que sus padres le enseñaron (la adaptación, el letargo para aceptar que no hay otro poder --otra trascendencia-- que el capital), su camino es el sacrificio, el sacrificio del hijo, un Isaac que ni siquiera puede esperar el abrazo final de un Dios terrible, sino el terrible destino de un legado sin Dios.
En fin, en el cómic en cambio, en lo poco que he visto de cómic en las series (Daredevil, sobre todo), veo que los padres saben sacrificarse o, al menos, perdurar como víctimas. El boxeador que desoye el mandato de la mafia del boxeo en Daredevil es un padre preocupado por su legado.
A fin de cuentas, parece que los padres sólo pueden legar a sus hijos una historia de historieta.
Veremos.
En fin, en el cómic en cambio, en lo poco que he visto de cómic en las series (Daredevil, sobre todo), veo que los padres saben sacrificarse o, al menos, perdurar como víctimas. El boxeador que desoye el mandato de la mafia del boxeo en Daredevil es un padre preocupado por su legado.
A fin de cuentas, parece que los padres sólo pueden legar a sus hijos una historia de historieta.
Veremos.
viernes, 7 de agosto de 2015
lai lai
para Dang Dai
Lai Lai suele ser el fin de un largo viaje. Salir de Rosario en la madrugada y llegar a Buenos Aires alrededor de las 9. Hacer las cosas que se suelen hacer en Capital Federal y, además, acompañado por alguno de los hijos. Tengo fotos con la mayor de hace 8 años, cuando aún era una niña y llegaba al restaurante cargada de las baratijas que comprábamos en los negocios de calle Arribeños. Hoy tiene 18 y volvemos a Lai Lai en parte porque forma parte de un ritual y, sobre todo, porque nos cuesta imaginar a qué otro lugar podríamos ir en esa cuadra de Bajo Belgrano que llamamos con total ligereza Barrio Chino.
Lai Lai suele ser el fin de un largo viaje. Salir de Rosario en la madrugada y llegar a Buenos Aires alrededor de las 9. Hacer las cosas que se suelen hacer en Capital Federal y, además, acompañado por alguno de los hijos. Tengo fotos con la mayor de hace 8 años, cuando aún era una niña y llegaba al restaurante cargada de las baratijas que comprábamos en los negocios de calle Arribeños. Hoy tiene 18 y volvemos a Lai Lai en parte porque forma parte de un ritual y, sobre todo, porque nos cuesta imaginar a qué otro lugar podríamos ir en esa cuadra de Bajo Belgrano que llamamos con total ligereza Barrio Chino.
“La china es una comida extranjera que existe en todos los
países del mundo”, me dice una velada de julio de este año Miguel Chin, uno de
los dueños de Lai Lai. Mi hijo de 9 conversa con uno de los amigos que nos
acompañan. Se terminó unos fideos con verduras y ensaya modos de deformar un
tomate de silicona y lleno de agua que compró en uno de los locales de calle
Arribeños y Juramento.
Lai Lai abrió sus puertas en mayo del terrible año 2001.
Miguel tenía 38 años entonces y había llegado con su padre de Taiwán.
En Taipéi, al norte de la isla de Taiwán y capital de facto
de China, Lai Lai es el nombre del restaurante del hotel Sheraton y, como
nombre, está esparcido en varias ciudades, como acá lo estuvo el nombre Savoy.
Lai, dice Miguel, significa “vení” y su repetición puede dar lugar a la
metáfora “bienvenido”.
Le digo que es de algún modo paradojal que un nombre tomado
de algo así como una cadena de restaurantes chinos (en Buenos Aires es el único
que se llama Lai Lai) se ofrezca en Buenos Aires como un lugar que atrae por su
profesionalidad pero, sobre todo, por cierto aire doméstico. Su misma
arquitectura es la de una casa: se ingresa por un pasillo con mesas a un
costado para desembocar en el espacio más amplio del fondo, con el mostrador
que cierra el salón y el espacio central con mesas rectangulares y redondas,
como una vieja cocina porteña, donde se desarrolla la actividad principal del
hogar y la familia se encuentra y comparte su familiaridad.
Si no conociera a Miguel y me hablase por teléfono pondría en duda que es chino: mastica las palabras y las suelta con el ritmo y el tono de los porteños. Recuerda las veces que se cruzó con personas en Buenos Aires que sin tener rasgos orientales tenían algún chino en la familia. Un funcionario municipal, un gasista, gente que encontró haciendo trámites y le contó su lejana familiaridad con esa tierra que a Miguel se le dibuja en la cara.
Como en el antiguo proverbio zen que contaba la historia del
discípulo que, al principio, ve la montaña y sólo piensa que es una montaña;
luego, mientras inicia su camino en el zen, piensa que la montaña es la
metáfora de algo más grande y al fin, cuando ya es un iniciado, vuelve a ver en
la montaña una montaña; con en ese proverbio, digo, pasé de ver en Lai Lai a un
restaurante chino a ver una suerte de alusión a algo que los chinos enseñan a
través de platos traen aromas y texturas que tuvieron como paisaje la montaña
de Maokong y sus ancestrales plantaciones de té.Y, por último, fin del
proverbio, lo veo como un restaurante chino en Buenos Aires: con los mozos
peruanos –que comparten la tradición de la comida china–, los tenedores, los
cuchillos, los palitos (incluidos los que vienen con un dispositivo flexible
que los une y permite a los niños argentinos o, mejor, no chinos, iniciarse en
su uso– y la familia china (además de Miguel, la madre, Nancy Hu; los hijos,
Carlos Hsu y Andrea Chin) siempre sentada en una de las mesas, cerca de la
barra que separa la cocina.
Como suelo ir acompañado de un amigo cercano a la comunidad
china, dejo que él haga el pedido, que siempre llega con algún plato de arroz
banco que empapamos en salsa de soja hasta mezclarlo con algunas de las
frituras de pollo o pescado. Mezclar y mezclarse, empapar y empaparse es la
sensación que tengo de cómo se come en Lai Lai.
Además, Lai Lai es lo suficientemente grande como para
internarse y pedir los platos más regulares de la comida china y lo
suficientemente pequeño como para experimentar cierta extranjería: así, lo que
uno ingiere no es sólo comida china, es la comida de ese otro mundo del que
estuvimos ausentes. No sé si un sentimiento así es posible, es traducible a
alguno de los otros restaurantes que conozco.
Platos
Las especialidades de la casa, según nos lo hace saber
Miguel es el Sam Pei Chi, el pollo a los tres aromas: ajo, albahaca y jengibre.
También el Kwo Pao, cerdo agridulce, y el pollo o el cerdo típico de Taiwán.
La “comida extranjera que existe en todos los
países del mundo”, como reza la máxima de Miguel, es en su restaurante de una
sensualidad “delicada”, como describía al arte chino Henri Michaux luego de su
viaje al Asia a fines de la década del 30. La delicadeza, en esas páginas,
aparecía opuesta a la espesura de la sensibilidad europea. Michaux decía que en
los cuadros chinos los objetos aparecían como en el éter, que su espacio era de
algún modo transparente, claro. Los platos de Lai Lai comparten esa
“transparencia”: creemos identificar cada ingrediente, hasta que nos lo
llevamos a la boca y el sabor trae una lejanía inasible, casi ajena a eso que enseñan
los ojos, una experiencia de lo invisible.
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