socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 15 de enero de 2010

all you need is love


reseñé este libro hace como cinco años, tal vez más. ahora que edito unas páginas de historia un tanto áridas recuerdo con placer los desvíos del manualcito sobre el que se expiden estas líneas. como el título de cohen, también quisiera declarar yo una nueva piel para la antigua ceremonia.


“En busca de un abrazo verdadero muchas veces yo mismo quedé en un segundo plano”

Iggy Pop, “Cry for love”

Hace dos mil años el mensaje de Jesús –que sólo pudo esparcir la Cruz y la historia– traía la buena nueva del amor antes que la ley del Antiguo Testamento. Interpretado por el neoplatonismo alucinado de Juan, “el más amado de los discípulos”, y por el radicalismo de Saulo de Tarso, aquel mensaje asumió las formas mortificadas, sublimes, redentoras, torturadas y prohibidas “según pasan los años”, para hacer perfecta la historia de aquellos amantes que al separarse echaban sobre un público conmovido el fantasma del amor puro y eterno. Amar no fue siempre lo mismo. Y de tener sexo, ni hablamos.

Pese al título un tanto melifluo, para el lector menos informado, el que ignora, como dice Jacques Solé, que el Renacimiento fue “una vasta empresa de moralización”, La más bella historia del amor trae algunas revelaciones que borran la imagen distorsionada del arte, la literatura y el cine, como que los romanos eran unos fiesteros empedernidos, o que los hippies de los 60 y 70 eran unos barbudos suaves y despreocupados que se habían desentendido de todo autoritarismo.

En La más bella historia del amor, la periodista parisina Dominique Simonnet, redactora de L’Express, entrevista a siete de los más destacados historiadores franceses, Jean Courtin, especialista en Prehistoria; Paul Veyne, especialista en el mundo antiguo; Jacques Le Goff, exhaustivo conocedor del medioevo; Jacques Solé, especialista en la Modernidad; Mona Ozouf, especialista en mujeres y en la Revolución Francesa; Alain Corbin, lo que se dice un historiador de las mentalidades, escrutador de los sentimientos y las sensaciones; y Anne-Marie Sohn, profesora de historia contemporánea. El libro convoca también las lúcidas voces del escritor y ensayista Pascal Bruckner y la novelista Alice Ferney. Todos se explayan sobre la idea y la práctica del amor en su período específico. Ninguno olvida que, en su signo ambivalente, el amor es una especie de chimenea cuyas bocas comunican el cielo y el infierno.

En una de las páginas del libelo filosófico que escribe contra Swedenborg, Immanuel Kant pronuncia: “Un hombre y una mujer son ya la humanidad”. Sin declararlo, Bruckner –compañero de ruta de la generación de Mayo del 68 y autor de El nuevo desorden amoroso (1977), recoge la frase y agrega: “Se creyó que se podía domesticar la sexualidad. El amor está sobrevalorizado. En cuanto al sexo, se ha convertido en nuestra nueva teología. No se habla más que de eso y se habla mal, con vulgaridad y complecencia. La única arma que tenemos contra eso es la risa”.

Pero el descubrimiento más asombroso de este librito medido y magnífico acaso sobreviene en sus páginas iniciales, en las que Courtin cuenta que son los cuidadosos modos de inhumación de los hombres de Cro-Magnon, de hace entre 100 y 35 mil años, los que delatan la presencia de esos sutiles sentimientos que la humanidad conocería como el amor. Incluso, la entrevista con Courtin señala que “la revolución del arte, en esa época, acaso sea también el nacimiento del amor”. Esa pre-civilización nómade, dedicada a la caza, cuyas tribus erraban por un mundo cuyo nombre ignoramos, al historiador le recuerda el Edén (al punto que, según señala, fue la llegada de los agricultores, con sus tierras y su idea primitiva de la propiedad lo que ocasionó las primeras muertes violentas de la historia y, como la guinda del postre: el arte realista) y apunta una interpretación del arte rupestre, hallado entre otros lugares en las cuevas de Lascaux, que suele olvidarse: “El arte parietal –dice– sólo muestra algunos animales (el reno, que era la caza de base, es minoritario; las aves, los conejos, también; mientras que el caballo, el bisonte, el mamut, no tan presentes en la alimentación, están muy presentes). Porque representan no la vida cotidiana, sino símbolos. El caballo pudo simbolizar la fuerza; el ciervo, la virilidad. Por tanto, es inútil tratar de leer en ellos la realidad de la época”. Courtin, también novelista, buceó los 175 metros de largo del túnel submarino que lleva a las grutas de Cosquer para ver los grabados y pinturas creados por la sensibilidad de hombres que vivieron hace 27 mil años.

La misma observación sobre el arte, que suele distorsionar la escena romana y medieval, hacen en sus entrevistas Veyne y Le Goff. En el mundo esclavista y militarizado de Roma la esposa es “una herramienta más del oficio del ciudadano” y en la lectura que hace Veyne del encuentro amoroso resuena el pacto burgués del matrimonio como relación contractual. Le Goff, que trabajó junto con Michel Foucault muchos aspectos del mundo medieval, sacude un poco el polvillo de oscurantismo que el Iluminismo echó sobre el medioevo. Con la difusión y el gobierno del cristianismo, el matrimonio reclama ahora el consentimiento de los esposos que incluye, a diferencia del mundo antiguo, el de la mujer. Pero es el año 1215 la fecha que marcó la psicología y la cultura de Occidente, al hacerse obligatoria la confesión a partir de los 14 años. Un papel que en la modernidad cumpliría la ciencia y la medicina higienista, que colaboraría muchas veces con la política anti-placer de los más moralistas con ablaciones de clítoris. Hasta entrado el siglo XIX, salvo excepciones, la sexualidad fue condenada desde los romanos en adelante, aunque en todas las épocas, hasta la más reciente contemporaneidad, la sexualidad fue la tarea del cuarto del fondo, con esclavas, con brujas, con la mujer de vida ligera del burdel, el sexo fue la escena antagónica del matrimonio.

El amor es también “la otra patria”, según lo define Mona Ozouf a propósito de la Revolución Francesa, período en que la moral revolucionaria invade la vida privada. Es este período también contradictorio en su ataque a la mujer, que encarnaba las prácticas políticas cortesanas “de alcoba”, contra la política viril y pública de los revolucionarios. Sin embargo, los nuevos aires de libertad traen la idea fresca y casi desconocida de la libertad, que asola a los amantes al hacerlos responsables de sus desdichas, una dicotomía que se acentuará aún más según pasan los años y las sombras se tragan la figura del Absoluto y el amor y la sexualidad se cruzan y entreveran.

Habrá que esperar hasta el desacato de los años 20, cuando los hombres despertaban de la pesadilla de la Gran Guerra y se encaminaban hacia la hecatombe financiera liberal de los 30, para conocer el beso en la boca, para que los amantes se desnuden y descubran el placer.

Contra el rigor de la Iglesia y, sobre todo, la moralina burguesa decimonónica, los jóvenes hippies habían interpretado la teoría desopilante de Wilhelm Reich según la cual –como explica Bruckner–: la ausencia de orgasmo explicaba el fascismo y el stalinismo: “precisamente –dice– porque la gente no gozaba elegía a un Hitler o un Stalin”. El escritor también señala al movimiento trotskista Sexpol: la gran noche de la Revolución debía apurarse y actualizarse, como un Apocalipsis profano, cada noche en la cama por el obrero y la obrera, “de no ser así –cuenta Bruckner entre risas–, quedaba un peligros residuo de energía del cual los patrones podían apropiarse por la fuerza, lo que podía acentuar la regresión social”. El asunto, lejos de liberar la práctica sexual, impuso lo que el entrevistado llama en sus libros “la dictadura del orgasmo”, que lejos estaba de desatar del sentimiento amoroso las leyes de la selección y la preferencia y arrojaba cada noche, en las comunidades que intercambiaban parejas, a la menos deseada a un rincón aislado y despreciado. Las últimas palabras de Bruckner son algo alarmantes: “Si, desde la Edad Media, el individuo se liberó lentamente de las tutelas feudales, administrativas, religiosas, sociales, morales y sexuales que lo obstaculizan, ahora descubrimos en Occidente, con estupor que esa libertad tiene un precio, un peso, que su contraparte es la responsabilidad y la soledad. El individuo moderno está obligado permanentemente a inventarse y evaluarse”.

En Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq (1958) trazaba un diagnóstico de tono profético y desangelado sobre el futuro de las relaciones amorosas: “Definitivamente no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como éste. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la «ley del mercado». En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el desempleo y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. A nivel económico, Raphaël Tisserand está en el campo de los vencedores; a nivel sexual, en el de los vencidos.”

En su entrevista, Jacques Solé cita: “El problema del historiador es que se guardan los libros de cuentas y se queman las cartas de amor”. Queda entonces la pregunta por lo que depararán a la historia estos años, en los que los ideales paulinos de la carne y los más fraternos de Juan parecen olvidados, así como los amantes sepultados son cuerpos anónimos por un mismo trámite funerario; años en los que todo se registra, desde la vida privada en televisión hasta la maquinaria mortífera de Auschwitz; años en los que el amor, apuntalado por elecciones y erecciones de todo tipo, sigue siendo una pregunta y, en el mejor de los casos, un misterio.

viernes, 8 de enero de 2010

monstruos

Versión de Francis Bacon del retrato de Inocencio X de Velázquez.

De los monstruos puede afirmarse lo mismo que de las brujas: “No existen, pero que las hay, las hay”. Ya la gramática redundante de la frase anticipa eso que refiere: nombra sin nombrar y reitera la existencia desde otro lugar: el haber. El monstruo espanta primero porque existe, pero esto no es nada comparado con la segunda revelación: ¿qué es lo que permitió engendrar eso? Esto pone al horror en el lugar del haber. Algo hay que genera monstruos.

Exceso. El monstruo también puede definirse por el exceso y el desborde. El monstruo es, en realidad, un exceso que desborda a la mirada, algo que, una vez que acontece, exhibe con exageración los anuncios que ya estaban presentes de antes y la misma mirada, que ahora contempla horrorizada la criatura, había preferido ignorar.

Los romanos crearon la palabra monstruo: monstrum, o monstri en la forma clásica. Monstruum, en el latín vulgar. Su verbo correspondiente: monstro, monstrare, monstravi, monstratum, que significa mostrar, como sus palabras parientes: móneo, mónitum (de donde proviene monitor), que significan aconsejar, advertir, dar a entender. Con el término los romanos designaban un hecho prodigioso, una maravilla en la que intervenía la voluntad de los dioses. Pero esos hechos eran usados por los dioses como advertencia. La exégesis cristiana rescataría luego estas tradiciones y, como Juana de Arco, reconocería en las apariciones angélicas datos sobre un futuro terrible. Sí, también lo angélico y lo profético está emparentado con lo monstruoso.

Miradas. En el monstruo confluyen, al fin y al cabo, la mirada histórica y la mirada mítica y esa confluencia las desborda. La histórica nota que algo de esa horrenda criatura que ahora pavonea su fealdad en la escena ya había sido advertida, monitoreada. Y la mítica sintetiza las contradicciones. Allí se abisma el mismo hecho de mirar, la mirada al vacío, tan propensa a extasiarse en el foso que la devora y la ciega. También, mirada siniestra, donde algo de eso que aterroriza e hipnotiza se cumple, se materializa sin que pueda hacerse otra cosa que mirar y, en todo caso, caer en el abismo. El ataque a las Torres Gemelas del último 11 de septiembre es un ejemplo de esta monstruosidad. Y, más próximo, también lo es el estallido social de la última semana.

La verdadera monstruosidad no es el monstruo, sino su manifestación en este mundo. Su aparición como ser “único en su especie” (tal como rezaba la definición ofrecida en este mismo espacio hace una semana), en resumen, como la especie de un solo individuo que no halla un lugar en la trama simbólica y biológica, algo sin nombre (hay que recordar que el engendro del doctor Frankenstein nunca recibió un nombre, pese al habitual desplazamiento entre del nombre de su creador al del monstruo). Así, el monstruo revela sus atributos cuando es arrancado de su ambiente de origen, que suele ser un lugar privado, oculto y oscuro (el nacimiento de Asterión –el minotauro– se mantiene en secreto, el de “Frankenstein” quiere destruirse luego de su despertar en una suerte de catacumba científica) y aparece de modo abrupto en medio de la ciudad, en el día.

Órdenes. Siempre hubo algún tipo de monstruo. Pero lo monstruoso se revela en ciertos momentos en los que el escenario cotidiano transparenta la materia prima de la que está hecho, deja entrever los hilos y la armadura que sostienen su simulacro. Es, tal como el filósofo Slavoj Zizek definió con la frase del film Matrix, la percepción del “desierto de lo real”. Un desierto en el que toda la pantomima que normalmente se acepta por realidad ya no puede sostener las palabras, los discursos, los nombres que la definen. Ya no existe nada que separe esos dos órdenes que antes habían quedado separados y vigilados por el discurso político, por los pactos entre los gobernantes, por todo eso que hace a las identidades comunales y nacionales. Los saqueos, el estallido, en fin, el desborde, son esa monstruosidad en la que se percibe “el desierto de lo real”.

El desborde se traslada también a los géneros discursivos y, sobre todo, a aquellos que deben abordarlo desde clasificaciones que desbordaron sus mismos parámetros: en la redacción del diario la noticia policial se transforma en política y la política trafica con datos policiales. La profesionalización de la prensa, que pretende el trato cada vez más depurado con lo informativo, se contamina nuevamente con la matriz más antigua del periodismo: la de ser la voz de ciertas consignas, los datos se reducen cada vez más y esa única noticia que permanece sobrevolando el aire turbio de las mesas de trabajo, retorna con un goce extraño en el que también se percibe la atracción del abismo: la gente colma la plaza, algo que no es exactamente un recuerdo se percibe con ánimos reiterados y cristaliza al fin como una esperanza.

pequeño zizek ilustrado

Zizek en Rosario fotografiado por Marcelo Manera.

en mayo de 2005 slavoj zizek estuvo en rosario y fui invitado a su conferencia de prensa en el salón de la sede de la unr. como no me animé a hacer muchas preguntas y, a la vez, me incomodaba la idea de empezar a preguntar en inglés (dado que la traductora sólo sonreía y no parecía capaz de otra cosa), como esos tipos que reclaman atención, me encontré en la redacción del desaparecido diario
el ciudadano & la región sin saber qué hacer con la hora de material grabado y mis anotaciones. a la vez, no tenía otra nota para meter en la edición de cultura del lunes, a menos que quisiera poner algún cable de télam. así que se me ocurrió armar una serie de entradas, al modo de un fragmento de diccionario, con las que dar cuenta de la larga charla de zizek aquella tarde.



Después de presentar en la Feria del Libro, el 3 de mayo de 2005, su libro El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo (Paidós), el filósofo esloveno Slavoj Zizek estuvo unas horas en Rosario, donde dialogó con la prensa y dio una conferencia para unas cuatrocientas personas en el salón central de la sede de la universidad. Locuaz y campechano, Zizek se extendió durante más de una hora a un auditorio que se apuraba a festejar los chistes con los que suele desentrañar la lógica de la ideología en la modernidad tardía antes de que la traductora los volcara al castellano.

Mientras Zizek se refería a los últimos avatares del capitalismo, el primer viernes de mayo de aquel año, desde las paredes del salón de la sede de la UNR (en Maipú al 1000) las intervenciones del publicista y artista plástico Niño Rodríguez (cuya obra estaba expuesta allí) sobre una serie de iconos de célebres marcas multinacionales parecían guiñar el ojo con socarronería a la concurrencia.

Zizek –quien reside parte del año en Buenos Aires desde que se casara en el 2004 con una ex novia de Andrés Calamaro– abundó en los tópicos conocidos para cualquier lector del autor adicto a bajar sus artículos de Internet y, a modo de plus, aportó algunos datos sobre su pasión argentina y, según pudo inferirse de sus dichos, sus seguidores pueden estar tranquilos, Zizek no se convertirá al peronismo, aunque no hay seguridad alguna con respecto a sus preferencias futbolísticas. Por lo pronto, ninguna comisión canalla se acercó a la sede de la UNR a entregarle al pensador la camiseta del cuadro de Arroyito.


Agamben, Giorgio: Sobre el minuto 55 del encuentro con la prensa, Zizek se declaró amigo de Alain Badiou y se alejó del filósofo italiano Giorgio Agamben (autor de Homo Sacer) cuando se le preguntó por la “biopolítica”: “Creo que la noción de biopolítica de Agamben –dijo Zizek– es muy útil, pero hay que entender primero que su concepto no es simplemente algo que tiene que ver con el control policial totalitario, sino que es crucial la experiencia del campo de concentración y de los campos de ayuda humanitaria, son dos caras de la misma moneda. Pero mi problema con Agamben es que creo que cae en una suerte de utopía negativa, como si la lógica de la biopolítica del Homo sacer, fuera una suerte de punto final teológico del desarrollo de Occidente. Como si los campos de concentración fueran la verdad de la democracia. Así que básicamente no podemos hacer nada, sino esperar algún evento mitológico-mesiánico. Tal como refiere Agamben a Walter Benjamin cuando éste habla de violencia divina. Y esto me suena a una posición confortable, los intelectuales muchas veces pretendemos que nos satisfagan demandas muy extremas porque sabemos bien que no se puede hacer, entonces nos sentamos y no hacemos nada pero nos sentimos muy radicales. Creo que Agamben se acerca mucho a eso.


Cinismo: “El problema de cómo construir una colectividad –disparó Zizek ante otra de las preguntas– es crucial hoy en día. Pienso que por eso Agamben, Alain Badiou y yo estamos tan interesados en San Pablo, y somos todos ateos, lo que vemos allí es, precisamente, un modelo de colectividad nueva. Ni el colectivo fundamentalista tradicional ni este capitalismo individualista indiscriminado. Pero lo que me fascina en la ideología de hoy es que hay se ha puesto el objetivo en objetivar las instituciones en las que no creemos, somos cínicos, pero las ideologías están institucionalizadas en lo que hacemos: por ejemplo, no tenés que amar a tu mujer, estás casado y el casamiento garantiza que la amás. Tu amor está objetivamente ahí”.


Distancia mínima: Durante la conferencia de prensa un periodista recordó que justo el día que Zizek había elegido para venir a Rosario era el cumpleaños de Sigmund Freud, contingencia curiosa que lo llevó a otras, como asociar la escritura del esloveno con la del polaco-argentino Witold Gombrowicz o pensar en la obra de Oscar Massotta, quien introdujo a Lacan en el país. “Aunque Eslovenia es un país más chico que Argentina, estamos aquí en la misma posición –respondió Zizek–: somos capaces de leer a Lacan desde esta distancia mínima y externa. Por esto mismo, en mi problemático libro sobre Lenin, enfatizo que Lenin era ruso desde afuera, no era del círculo interno, lo mismo que san Pablo, que no era parte del círculo íntimo de los apóstoles. Es sólo desde este lugar de distancia mínima que se puede alzar una interpretación creativa. Por supuesto que los puristas del centro, reclaman que se está haciendo la lectura equivocada. Muchas veces la mala lectura de un autor puede llegar a la que el autor mismo hace. Y aquí podemos referirnos a Alfred Hitchcock: un inglés que como tal pudo ver la patología de los Estados Unidos mejor que los americanos. En la novela policial podría decirse lo mismo de Raymond Chandler: él descubrió la dimensión poética de los Ángeles, aunque se formó en Inglaterra y leía a T.S. Eliot cuando era joven. Pienso que nosotros, desde Argentina, desde Eslovenia, no deberíamos tener ninguna clase de complejo cuando hablamos con Paris, el hecho de estar afuera es una ventaja, lo mismo va para ustedes, aquí en Rosario”.


Heidegger: El editor de la revista rosarina de cultura Nadja requirió a Zizek que diera algunos detalles en torno al Dassein según Martin Heidegger, su relación con el sujeto de Jacques Lacan y algo que el filósofo esloveno había trabajado en su libro El espinoso sujeto. “Paradójicamente –dijo Zizek–, los días en que Heidegger estuvo cerca de la tentación fascista, fueron sus años más intensos y creativos. No el último, el más poético y pasivo. Hay como una ironía trágica: el Heidegger que estuvo políticamente cerca del fascismo es el más interesante filosóficamente”.


Martel, Lucrecia: “Estoy enamorado de estas atmósferas depresivas del film La Ciénaga donde no pasa nada, es como si Lucrecia Martel –dijo Zizek–, y esto puede sonar a melomanía ridícula, fuera para mi como el Robert Altman argentino”.


Once de septiembre, el: “Creo que el 11/9 es el símbolo de algo –le dijo Zizek a una periodista que buscaba una máxima para un título–, pero, ¿de qué? Pienso que es crucial entender el 11/9 como el contrapunto de la caída del muro de Berlín. Con la caída del muro entramos en los «gloriosos» 90. Esta, creo, fue la verdadera era de la utopía, la de la democracia liberal, aquello del fin de la historia de Fukuyama: las ideologías están muertas y encontramos el sistema que funciona a nivel global y gradualmente las cosas se pondrán mejor, y todo el mundo se unirá al imperio capitalista, democrático y liberal. Creo que el 11/9 señala el fin de esta utopía. En lugar de eso es que se levantan nuevas paredes. Cuanto más unida aparece la economía mundial, a medida que mayor cantidad de productos básicos circulan libremente, es más difícil circular para la gente. Se alzan muros administrativos y de seguridad: entre Estados Unidos y México, entre Europa y Europa del Este. Hoy estamos en el medio de la pesadilla de la utopía de los 90. Pero pienso que no tenemos una buena respuesta desde el lugar en el que estamos hoy. Liberales y marxistas tradicionales suelen pensar que se trata del mismo viejo capitalismo y tenemos una serie entera de post teorías, pero no creo que estas teorías realmente expresen lo que pasa hoy. Por ejemplo, tomemos a China, la paradoja del país con el capitalismo más dinámico bajo un partido comunista. Creo, modestamente, que debemos aprender qué esta pasando. Admito que estoy perplejo”.


Periodismo: Después de que la traductora de la conferencia de prensa tradujera “comodities” (productos primarios) como “comodidades” y escuchara algo así como “Hay que ver” por Heidegger, la periodista preguntó en inglés para hablar de su oficio. “Algunas personas que aprecio, como Noam Chomsky –respondió Zizek–, piensan que tienen que contarle a la gente todo lo que pasa. No creo en eso, pienso que en los tiempos cínicos en que vivimos, aunque las personas supieran todo lo que pasa, les darían, como se dice en Estados Unidos, una vuelta para neutralizarlos. Entonces, es mucho más que sólo el reporte, la noticia. Uno debe comprometerse más, los hechos en sí no son suficientes. Por ejemplo, uno puede informar sobre todo lo que sucede en las favelas, pero colocado en una forma en que aparece como una filantropía neutral sobre el asunto. Recuerdo que cuando era joven, en los últimos años del socialismo real estaba permitido criticar al marxismo, incluso se podía decir que toda la historia del socialismo era un gran crimen. Lo que no se podía era criticar al conjunto de jefes comunistas. Si uno interpretaba a un comunista ingenuo y decía que uno creía en el comunismo, pero que estos jefes locales traicionaban al comunismo podía ser arrestado, entonces hay que saber cómo golpear en lo local, antes que atacar lo general. Hace poco hablé con un periodista de Polonia, un disidente, que me dijo que hace 30 años era fácil: uno escribía un texto y se lo llevaba al censor que había en el edificio, estaba ahí, atrás de un escritorio, y uno iba y negociaba: algunas cosas se permitía y otras no. Estaba todo claro. Ahora uno es formalmente libre, pero nunca se sabe a quién se va a herir y todo aparece más cargado de ansiedad. El periodista polaco reconoció que sentía nostalgia de aquellos tiempos en los que estaba el censor en el diario”.


Pizarnik, Alejandra: “Pizarnik es para mí un poco demasiado intensa –dijo Zizek– y eso se relaciona con mi rasgo racial esloveno, porque desde nuestro pasado político en los 90, la guerra en Yugoslavia –como sabrán–, tengo un gran descreimiento contra estos poetas. Pienso que en Estados Unidos tienen un complejo industrial-militar, así como en los Balcanes tenemos un complejo poético-militar. Poetas que piensan sobre la nación, se juntan con los soldados y se juntan las etnias clásicas, creo que esto no tiene nada que ver con la poesía de Pizarnik, sólo quiero explicar mi miedo a la poesía. Pero adoro tremendamente algunos de sus poemas mínimos. Pienso que la literatura argentina fue casi ensombrecida por el realismo mágico. Precisamente, me interesa descubrir Argentina como extranjero. Porque creo que en países como éstos, que todavía no están ultradesarrollados pero tampoco son exactamente el tercer mundo, algo nuevo puede emerger. Pienso que el primer mundo de los Estados Unidos puede muy fácilmente colonizar el tercer mundo. Nosotros, el segundo mundo, somos los problemáticos, somos los que podemos resistir. Puedo ser muy ingenuo en creer en el Mercosur o la Unión Europea, no deposito ninguna ilusión en ello, creo sólo esto: de la forma en que se mire hay dos centros de poderes globales, los Estados Unidos y la costa del pacífico, China y Japón, que tienen una forma de vida muy distinta, y sólo sé lo siguiente: no me gusta vivir en un mundo donde las dos únicas opciones son Estados Unidos o China. Es por esto que estos centros regionales son tan importantes”.


Saer, Juan José: “Tengo mis autores argentinos preferidos –dijo Zizek–, por ejemplo, Juan José Saer, pero no sus novelas más conocidas. Hay una que transcurre precisamente en un paisaje de provincia, en el río Paraná. Nadie, nada nunca. Lo que me gusta mucho de esa novela es cómo el mismo evento se describe dos veces, primero objetivamente y la segunda, desde un punto de vista. Pero no es sólo que se toma primero desde afuera y luego psicológicamente. Algunas veces, cuando es en primera persona, es más objetivo, y lo que describe por lo general es nada, no pasa nada... No sólo Lacan o Alain Badiou hablan de sustracción, de diferencias minimales, pienso que Nadie nada nunca es una de las grandes novelas de la diferencia mínima”.


Utopía: “¿Dónde está la utopía? Habrán notado que usé un raro ejemplo de utopía –inquirió casi dialécticamente Zizek–, no hablé de comunismo, sino, precisamente del capitalismo de los 90, que se presenta como algo muy realista. Y, segundo, creo que deberíamos distinguir tres niveles de utopía: uno, la de los libros de sociedades imposibles, como en Platón o Thomas More; luego, los aspectos utópicos de la misma dinámica capitalista: el surgimiento de nuevos productos y nuevos deseos, donde somos puestos frente a lo que imaginamos de imposible acceso. En este nivel podemos ver la consumación de la dinámica capitalista como una utopía. Pero para mí, una verdadera utopía política no es el sueño de una sociedad perfecta, sino que, como se dice en América, cuando uno es puesto en una posición de mierda, debe inventar una nueva forma de vida para sobrevivir, utopía en el sentido de algo que surge en una momento de emergencia. Si entendemos por utopía las cosas que son imposibles, entonces creo que la verdadera utopía es que el capitalismo global de estos días va a seguir para siempre”.

palabras del edén que abrieron las puertas del infierno


Maurice Olender

tras mi encuentro con edgardo, me puse a buscar cosas de reinhart koselleck en la red y, al leer sobre las relaciones que estableció el autor entre la lengua y la historia, recordé aquél librito de maurice olender, las lenguas del paraíso, que leí y reseñé en 2005.


Según una de las prolíficas observaciones de Michel Foucault, el nacimiento de la Filología atrajo menos atención en el pensamiento occidental que el de la Biología o la Economía Política. Sin embargo, las indagaciones filológicas en los albores del siglo XIX legaron a la historia contemporánea pesadillas interminables: el nazismo, el colonialismo, la globalización tuvieron su nacimiento en las teorías de los orígenes lingüísticos y mitológicos que formularan alrededor del 1800 figuras como Ernest Renan, F. Max Müller y J. G. Herder, a las que habría que oponer la de Ferdinand de Saussure, ampliamente conocida en los claustros iniciales de la academia. En los tres primeros casos citados la profundización de los estudios del sánscrito, a principios del XIX, inspiró un viejo anhelo occidental y cristiano: despegar el hebreo, la mácula judía, del idioma que Adán y Eva hablaron en el Paraíso.
Con suspicacia, humor y mucha erudición, Maurice Olender aborda en Las lenguas del Paraíso cuestiones que no carecen de misterio, de maravilla y, según una retrospectiva histórica del siglo veinte, de espanto. Porque entre las muchas fábulas creadas en torno al origen de la lengua aparecen los “aryos”, portadores de esta lengua originaria pero “felizmente” ajenos al hebreo por su vínculo con el sánscrito y el indoeuropeo. En lo tales “aryos” –arrien, tal como en el francés se señala a los herejes arrianos– es fácil reconocer a los arios de la fábula nazi.
En un trabajo posterior, Olender, un filólogo exquisito y reconocido en la academia francesa, cita con ironía las posturas de Louis de Laboreur, un escolástico que en 1667 sostuvo que el español, el italiano y el francés habían estado presentes en la Creación. La impronta metafórica que parece inferir la observación se desvanece cuando monsieur Laboureur acota que Dios prohibió a Adam tocar los frutos fatales en la lengua de Cervantes, que el demonio usó la lengua de Dante para persuadir a la primera dama de la Creación y que ella y Adán se disculparon ante Dios padre en la lengua de Molière, acaso más propensa a la jerga leguleya. Como nota el mismo autor en “From the language of Adam to the pluralism of Babel”, el interés por los orígenes lingüísiticos anunciados en el Génesis y por la lengua del primer hombre no aparece entre los estudios hebreos, sino mucho más tarde, entre los Padres de la Iglesia.
De acuerdo al paradigma mitológico popularizado por Mircea Eliade, el mito de Babel, el de Adán dándole nombre a todas las cosas del Paraíso, explica menos un origen oscuro que una condición presente: la de un “lenguaje caído” (como le gustaba decir a H.A. Murena), en falta; un eco nostálgico y débil de unas palabras poderosas cuyo sonido arrasaría la tierra.
Olender, si bien no esquiva el bulto a la documentación, procede también como un novelista clásico y encuentra ese filoso equilibrio entre la interpretación y la simetría estética. Así, en su capítulo “Las lenguas de la Providencia” se remonta a una noticia del año 1707: unos jesuitas hallan en la provincia china de Honan un templo judío fundado antes del nacimiento de Jesús y de la destrucción de Jerusalén. Allí esperan encontrar “el Texto fundador del monoteísmo cristiano”. Esta Biblia, no corrompida por las sectas que protegían su secreto, contendría entonces un texto íntegro que incluiría las vocales que el hebreo no tiene. La novedad y la expectativa tardó veinte años en caerse: la versión de Honan era la misma que la de Amsterdam. Pero estos desaires de la providencia le permiten al autor indagar en Spinoza y cita: “”En hebreo las vocales no son letras. Por eso los hebreos dicen que «las vocales son el alma de las letras» y que sin ellas las letras son «cuerpos sin alma» (dos imágenes extrahídas del Zohar). En rigor de verdad, para que esta diferencia entre letras y vocales se comprenda más claramente, podemos explicarla muy bien con el ejemplo de la flauta que los dedos manipulan para tocarla; las vocales son el sonido de la música; las letras, los agujeros tocados por los dedos”. La pista, de larga tradición en la cultura cristiana y paulina, sobre la letra, el cuerpo y el alma de las palabras, lleva a Olender, en uno de los últimos capítulos, a Adolphe Pictet, quien publicó Lor orígenes indoeuropeos de los arios primitivos –el libro que estableció de modo definitivo la gran fábula aria– en 1859, el mismo año en que Charles Darwin publicara El origen de las especies. La “belleza de la sangre”, dice Pictet de sus arios, “los dones de la inteligencia” y su legado lingüístico predestinaron a esta raza a la conquista del mundo. Casi al final, Olender no olvida que los efectos de esta teoría tuvieron su consecuencia directa en los cuerpos de millones de personas y reflexiona como el aventurero de Leonardo Sciascia en Los archivos de Egipto: “La patria aria podía representar el papel de nuevo ancestro para una humanidad occidental en procura de legitimidad. Entre muchas otras funciones (...) las investigaciones indoeuropeas pudieron brindar respuestas inéditas a interrogantes que cobraron urgencia en el siglo XIX y tocan a la filiación y la vocación de un Occidente en crisis de identidad nacional, política y religiosa”. Así, la fábula racial y lingüística se hace contemporánea en tiempo y espíritu, de la de Fausto, la de Frankenstein, la de Drácula y enseña con ellos sus entrañas monstruosas.
Las lenguas del Paraíso, entre otras cosas, cuenta lo que sucedió una vez que “el fruto del conocimiento” –según el Génesis– se esparció entre hombres que no se contentaron en conducir la nostalgia de sus palabras a la poesía, como recomendaba un poeta alemán, sino que las nutrieron de un ejército, las hicieron menos palabras y más objetos: de una presunta ciencia, de una ideología, de una contienda.

el dobry agente

Edgardo Dobry fotografiado por Yvette Moya-Angeler en abril de 2007. Estuve esta tarde con él en Rosario, en un bar de Italia y Córdoba, me habló de su libro sobre Lugones, de las cosas que separa el océano y, por suerte para mí, de Reinhardt Koselleck.

poeta, traductor y ensayista, el rosarino edgardo dobry trazó desde barcelona, en orfeo en el quiosco de diario (adriana hidalgo, 2007), una línea que busca correspondencias y oposiciones entre las distintas experiencias poéticas de la modernidad, de mallarmé a cavafis, apollinaire, ricardo molinari, alejandra pizarnik, arturo carrera, alejandro rubio, daniel samoilovich, garcía helder, o su amigo juan josé saer. esta nota iba a publicarse en ñ en ese año de 2007, pero los buenos oficios de fernando garcía parecen haber sido insuficinetes. estuve el miércoles pasado a la tarde con dobry en rosario, en un bar de italia y córdoba, donde hablamos de series de televisión, de películas, de la teoría del tiempo de reinhardt koselleck (que dobry descubrió para mí) y del libro sobre leopoldo lugones que reúne los postulados de la tesis doctoral de dobry y que el fce publicará este año, alentado entre otras cosas por los festejos del bicentenario.

Mythos
es uno de los nombres griegos para la poesía. El mito es la forma de poner el mundo en palabras y llevarlo de boca en boca. Así el extranjero, el exiliado lleva su patria en palabras. Es un mito y un símbolo, una oración que se reza en la lejanía, un lugar al que ya no se vuelve sino en espíritu. Si la patria es un símbolo más real que lo simbolizado, ¿cuánto importa su tamaño y su ubicación? Se está en casa tanto en una inmensa llanura, como en una pieza, una página o una calle.
Así, la “zona” de Juan José Saer es más y es otra cosa que el río Colastiné, que las calles de Rosario o Santa Fe. Así, la calle Putget o Putxet, es más que una arteria de Barcelona, con su plaza y su reducto de argentinos expatriados. Y en esa misma ambigüedad de lo que es y no es reside una clave de lectura de la poesía y la literatura contemporánea. Por eso, que Trabajos, el libro de ensayos publicado póstumamente de Saer, esté dedicado al intrigante “clan Putget” no es un dato menor. El poeta, traductor y ensayista Edgardo Dobry, autor del libro de ensayos Orfeo en el quisco de diarios, es parte de ese clan que completan otros rosarinos como él: la ensayista Nora Catelli y el psicoanalista Jorge Belinsky; los tres, el círculo más próximo del autor de La Mayor en Barcelona. Ciudad que, como el mismo Dobry lee en los viajes de Sarmiento, está “
en una España que al mismo tiempo no lo es”.
En cuatro partes o dominios, Orfeo en el quiosco de diarios reúne ensayos inéditos que nacieron como tema de ponencias académicas, junto con textos que aparecieron en publicaciones de España y Argentina, como Cuadernos Hispanoamericanos, Diario de Poesía, Sibila, Ínsula, entre otras. Beatriz Sarlo señala en la contratapa: “El «dominio ibérico», que incluye poemas y traducciones españolas y catalanas, no es la menor cualidad de este libro inusual. Y su perspicacia no se muestra sólo en las observaciones sobre el desencantamiento poético del siglo XX. La lectura de poetas argentinos (Molinari, Pizarnik, Saer, Carrera, Samoilovich, García Helder) integra un cuaderno de notas, donde Dobry se nos muestra leyendo a sus contemporáneos con experiencia y destreza. Las austeras, casi distantes páginas sobre Pizarnik son, entre otras de este libro, decididamente originales”.

En su libro de poemas El lago de los botes y, concretamente en los versos que le dan título al volumen, Dobry halló en ese lago artificial de un parque de Rosario el hilo de una mitología personal, urbana, comunitaria: el lago de los primeros besos, de los recién casados, de los juegos de la adolescencia. Un lago que se multiplica en fotos y relatos, un Colastiné saeriano, pero doméstico, como quien dice en alpargatas. En Orfeo en el quisco de diarios Dobry explora estos procesos en algunos de sus más cercanos contemporáneos. De Arturo Carrera dice: “
El poeta es un mitologizador de la memoria colectiva, aquel que busca en el acontecimiento individual la proyección de algo inherente a la historia, a la especie, a la nacionalidad”. Y de su amigo Saer: “Si el mito comporta el relato, en Saer el poema va hacia el mito para convertirse en «arte de narrar»”.
Desde su pequeña patria de la calle Putget, Dobry habla de los interrogantes con los que fue construyendo estos ensayos.

—El libro
Orfeo en el quisco de diarios tiene un tono muy argentino.
—Sí, un sesgo en la lectura, digamos.

—Una operación también. La de configurar una genealogía, la de leer a Mallarmé, a Bécquer y Cavafis, junto con Daniel García Helder, Daniel Samoilovich, Martín Gambarotta, más allá de que esto suceda en distintas secciones del libro, sobre todo hay como el peregrinaje de un poeta en el extranjero.

—Puede ser, creo que hay una perspectiva en la mirada, quizás no tengo el atajo de ciertos guiños y tengo que entrar en materia y buscar las respuestas. Todos estos ensayos parten de preguntas, de interrogantes, no de certezas. Por ejemplo, el ensayo sobre poesía argentina de los noventa parte de la pregunta acerca de cómo formular una poética de mi generación porque en determinado momento me di cuenta que, desde el extranjero, estaba siguiendo algunos caminos muy semejantes a gente que vivía en Buenos Aires o Rosario. De todas formas, yo soy admirador de los poetas críticos, creo que en la poesía moderna muchos de los poetas importantes han sido “pensadores” de su lugar dentro de su tradición y de la genealogía que ellos mismos se construyen. Eliot dice que un poeta debe ser contemporáneo de Dante y del diario de hoy. Y creo que muchas veces la crítica de poesía es vaga, floja, “literaria”. Cuando en realidad lo interesante es ponerse a contestar en serio el interrogante que un poema te plantea. Un enigma tiene una solución, y la solución desactiva el enigma. Pero el poema es símbolo, y tiene interpretaciones. Y cada interpretación, en lugar de desactivar el poema, lo vuelve a cargar de significado. Un clásico es un símbolo que no caduca. Y por eso me gustan los cruces que se producen en las lecturas. Me desafío a contestarme cómo funciona eso.

—Tu libro viene a aumentar esa suerte de “tradición” de poetas que son a la vez ensayistas.

—Para mí el ensayo es un acto creativo. No creo en la idea de que el ensayo es un producto “de segunda mano”. O que es literatura en segundo grado, o metaliteratura, nada de eso. Creo que un poema es un motor de escritura. Creo que hay una aventura en buscar los derroteros por los que un poema se conecta con otro y en ese cortocircuito generan un sentido. Porque un sujeto que lee no es nunca inocente, está ya tejido de otras lecturas y entonces surgen concesiones raras. Y uno inventa, uno “historia” esos cruces.

—Es lo que viene a señalar en
Orfeo el ensayo sobre Bécquer leído por Cernuda, Guillén y Juan Ramón Jiménez, que quieren ver en él un puente con el romanticismo.
—Sí, o el de Cavafis, de dónde viene la anécdota del poema. Cómo pasa por Cicerón, Plutarco, Shakespeare, Montaigne. Cómo le llega a Cavafis y lo que hace él con eso. Es la manera en que el mito se vale de los poetas para avanzar, para mantenerse vivo. La historia de un mito vivo, rehistoriado, es un caso de vampirismo.

—Esto haría pensar que en el libro hay una tensión fuerte que atraviesa todos los textos; entre el mito y la historia. Desde Saer mitologizando el litoral hasta García Helder haciendo poesía como quien maneja una cámara. O Mallarmé y Pizarnik mirándose en el espejo como Narciso.

— Claro, además están las estéticas. La relación entre historia y forma. Una buena parte de este libro intenta contestar a la pregunta acerca de por qué la poesía se retira del mundo, se vuelve asunto gremial, para iniciados. Esa es una cuestión de estética y de historia.

—¿Cómo sería esto de la estética y la historia?

—Tiene que ver con Dante por un lado y con el diario de hoy por otro. Por ejemplo, Mallarmé es el primer poeta que se asusta del lector masivo, y que se siente obligado a defender el ámbito de la poesía del lector vulgar, del lector de periódicos. Entonces crea una estética de resistencia, en él el hermetismo es una forma de alejar al lector no iniciado.

—En estos ensayos tuyos hay un peregrinaje, una cosa de extranjera. ¿Sería esa extranjería una suerte de “lugar”?

Puede ser, no lo había pensado.
—Es fuerte esa imagen en tu poesía, en
El lago de los botes, por ejemplo. Pero también en el ensayo sobre los viajes de Sarmiento.
Yo creo que a veces la literatura argentina se lee en una clave demasiado argentina y en realidad no se puede negar el ámbito europeo, norteamericano. Sí, en particular me interesa cómo se define Sarmiento en relación con lo extranjero. Porque no hay que olvidar que la generación romántica es la que “inventa” argentina. Eso es un fenómeno muy americano. Las nuestras son culturas que se piensan hacia adelante, porque hacia atrás no hay más que un gran vacío, la argentina en particular. Y ese invento se hace por oposiciones: por aquello a lo que querían parecerse y aquello a lo que rechazaban parecerse. España era lo que menos querían imitar. Pero tenían el problema de que la lengua era la misma. En esa operación de escribir en castellano sin ser españoles creo que hay algo fundacional de la literatura argentina.
—En
El lago de los botes escribiste que el lago era toda una “mitología en una ciudad sin más historia que una decrépita promesa de futuro”. En Orfeo hay mucho de historia y de poesía, ¿puede ser que la forma de abordar esa historia sea justamente con ese movimiento temporal que señala el poema?
Sí, puede ser. En realidad esos versos del Lago salen de una cosa que escribe Martínez Estrada en Radiografía de la pampa donde dice que como la Argentina no tenía pasado sólo podía tener futuro y por eso la posesión de la tierra se convirtió en el bien más precisado de la pampa. Lo de “decrépita” ya es mío.
—En la última parte del libro, donde abordás a los que serían tus contemporáneos en el sentido más llano del término, mencionás esta operación nacida en torno al Diario de Poesía, esto de sacarse de encima a Borges apelando a Leónidas Lamborghini. ¿Cómo sería esa operación y cuál es su puente con los poetas de los 90, Alejandro Rubio, Martín Gambarotta?

—C
reo que la poesía de los noventa y buena parte de la poesía actual en la Argentina tiene una fuerte impronta política, en eso también se parece a la de los sesenta. Y a cierta poesía “realista” que se escribió en España también allá por los cincuenta, sesenta. Lo que pasa es que ahora la política no aparece como consigna, como doctrina, sino como violencia ejercida directamente sobre la forma y sobre la lengua.
—Como en el primer verso de Alejandro Rubio en
Metal pesado: “Me recontracago en la rechota democracia...”
—Sí, e
n uno de los últimos capítulos del libro intento historiar esa tendencia de la poesía argentina a expresarse en la lengua coloquial, incluyendo la parte más vulgar de ese decir. Pero también intento mostrar cómo la instancia formal funciona siempre. Por eso hago el intento de decir que hay que leer ese verso de Rubio que citás literalmente, porque en la lengua vulgar también hay multitud de imágenes galvanizadas, “cagarse” por ejemplo como metáfora de rechazar algo fuertemente. Pero ¿qué pasa si le devolvemos el sentido literal a esa palabra? ¿No es precisamente la poesía el espejo donde lo metafórico puede volverse literal y viceversa? ¿No son las oclusivas de Rubio una serie de pequeños estallidos de violencia contenida?


>>> Edgardo Dobry
, Rosario, 1962, poeta, traductor
Tras hacer su licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Rosario, Santa Fe, se doctoró en Filología por la Universidad de Barcelona con la tesis “Lugones y la «invención» de la lengua nacional argentina”. Es crítico habitual de Babelia, el suplemento cultural del diario El País de Madrid y miembro del consejo editor del Diario de Poesía. Publicó los libros de poesía Cinética (Buenos Aires, Tierra Firme, 1999; y Madrid, Dilema, 2004) y El lago de los botes (Barcelona, Lumen, 2005). Tradujo, entre otros, a Giorgio Agamben, Roberto Calasso y Sandro Penna. En la actualidad reside en Barcelona.