Bajo el título: “…which begs the question: ‘What is political theology’”, Adam Kotsko escribió este resumen sobre su objeto de estudio, que podría ser también el nuestro:
A veces
siento que estoy del lado equivocado de una disputa terminológica. El término
en cuestión es uno que se ha vuelto totalmente central en mi investigación
académica: teología política. Hay que admitir que es un terreno embarrado y,
por eso, su definición está embarrada. La yuxtaposición de los dos términos y
la conexión entre el sustantivo y el adjetivo hace pensar inicialmente en una
teología comprometida políticamente
(es decir, “política” es la clase de diferencia que distingue a la “teología
política” como especie dentro del género “teología”). Si tuviéramos que aventurar
una conjetura adicional, podríamos dar con la idea de que se refiere a tratar
la política como si fuera teológica: la teología política opuesta a la política teológica.
Aunque seguramente ningún lector ingenuo de la frase acertaría con la definición
que prefiero: o sea, el estudio de la
relación misma entre política y teología, centrado en homologías
estructurales e intercambios conceptuales entre los dos campos. En cambio,
mientras nos mantenemos en el espacio de “mi” versión, el campo parece converger
en significado más obvio, el primero, como hilo conductor.
¿Por qué
insisto en la definición menos intuitiva? No es porque refleje mejor los
orígenes del campo, aunque lo hace. La Teología
Política de Schmitt mezcla hasta cierto punto las tres versiones, pero la
tercera versión, contraria a la intuición, es la verdadera innovación y
contribución. Sin embargo, y obviamente, Schmitt no se gana nuestra lealtad.
Tampoco es simplemente porque he escrito libros usando ese paradigma y no
quiero tener que desechar todo ese trabajo, cosa que no tengo que hacer, ya que
“mi” enfoque, por cierto, todavía se ve como parte válida de la gran cobertura
de la teología política.
Mi
insistencia proviene, en cambio, de la creencia de que la tercera definición,
contraria a la intuición, brinda la mayor posibilidad de aportar algo
distintivo. Esta convicción proviene de dos observaciones. La primera es que la
“teología política” no es una especie distintiva del género teológico. Toda la teología es intrínsecamente política.
Toda la teología tiene que ver con nuestra vida en común: establece normas de
conducta, define a las comunidades en términos de internos y externos, y
presenta ciertos reclamos de legitimidad y autoridad. Son solo las
idiosincrasias culturales del secularismo europeo post-Westfalia las que nos
impiden ver eso al establecer la “religión” como algo separado que debe
mantenerse lo más lejos posible de la “política”. Esto no quiere decir que
defienda o apoye cualquier forma de política declarada “teológica” en
particular; la gran mayoría me parece enormemente destructiva. Pero me opongo a
ellos no por la razón formalista de que son “teológicos” y, por lo tanto, no
pertenecen a la política, sino por la razón de que son destructivos.
Al final, no
existe una posible distinción consistente
entre formas religiosas y no religiosas de comunidad y vida política. Dadas las
normas culturales que oscurecen este hecho obvio, ciertamente hay un beneficio
pedagógico en resaltar el elemento político de la teología. Pero
sustancialmente, toda la teología es política y siempre lo ha sido. La “teología
política” en ese sentido está aportando solo un nuevo énfasis o un nuevo nivel
de transparencia, sin que establezca un campo nuevo o distintivo.
Por el
contrario, “mi” versión, que explora los paralelos sincrónicos entre los
sistemas políticos y teológicos y el proceso diacrónico por el cual los
conceptos “migran” entre los dos, fue una innovación genuina en el momento de
su formulación. No surgió de la nada, ya que Schmitt se basó en el enfoque de
Weber, pero fue un paso adelante genuino. Y en este rincón del campo los
académicos continúan haciendo avances metodológicos y arrojando nueva luz sobre
los fenómenos históricos de formas que probablemente proporcionen mojones
intelectuales más duraderos que cualquier intento dado de, por ejemplo,
imaginar cómo entre los Padres de la Iglesia habrían respondido a un debate
político contemporáneo.
Pero ese
mismo ejemplo muestra uno de los inconvenientes percibidos de “mi” versión: su
calidad puramente crítica o diagnóstica, que no parece tener ningún beneficio
político real. Admito que esta crítica, en la medida en que insistimos en
tomarla como una crítica, se aplica a mi propio trabajo en teología política,
que ha sido casi enteramente de carácter crítico hasta ahora. Sin embargo, creo
que haríamos bien en mantener cierta distancia de su aplicación o de las
soluciones hasta que comprendamos el alcance total del problema, y eso es
algo para lo que se nos plantean muchos problemas si insistimos en encontrar soluciones
“teológicas” a los problemas “políticas”. La razón de esto es que tales
actividades –ya sea que las lleven a cabo tradicionalistas o liberacionistas–
están destinadas a buscar la “buena versión” del cristianismo (o cualquier
tradición religiosa en la que estén trabajando, aunque el cristianismo sigue
predominando). De hecho, existe una persistente tentación de ver las “malas
versiones” del cristianismo como algo diferente al cristianismo “real” y, por
lo tanto, irrelevantes.
Al
contrario, insisto en que las “malas versiones” del cristianismo son realmente versiones del cristianismo.
Que realmente responden a temas y
tensiones dentro de la tradición. A veces, muy a menudo, lo hacen de manera
oportunista y de mala fe, pero no están simplemente inventando cosas. Son parte
de la tradición cristiana y los teólogos cristianos deben responsabilizarse por
ello. Pero en su mayoría se niegan a hacerlo, por lo que necesitamos teólogos
políticos como yo para tomar el relevo.
El hecho
abrumador de la era moderna es que la Europa cristiana conquistó y explotó sin
piedad casi todos los rincones del mundo, cometiendo crímenes históricos sin
precedentes y casi inimaginables en el camino. Los cristianos establecieron la
trata transantlántica de esclavos, secuestrando seres humanos, enviándolos a
grandes distancias y trabajándolos hasta la muerte a escala industrial durante siglos. No solo creían que esta
actividad era compatible con su fe cristiana, sino que a menudo desarrollaban
justificaciones teológicas explícitas para ello. Se podrían presentar historias
similares en ámbitos como el colonialismo, el establecimiento del capitalismo
industrial, la devastación del medio ambiente y, para ser franco, casi todos
los demás problemas sociales, políticos y económicos graves que enfrentamos.
Esto no
puede ser simplemente un error o un malentendido. No dudo que hay elementos
redentores, subversivos e incluso revolucionarios en el cristianismo, ni creo
que podamos simplemente deshacernos de una parte tan importante de nuestra
tradición cultural y “empezar de cero”. Sin embargo, hasta que no tomemos cabal
medida de la contribución cristiana al desastre rodante que llamamos con ironía
el mundo moderno, los intentos de reapropiación de la herencia cristiana serán
increíblemente arriesgados. Ese riesgo es sin dudas mucho menor entre las
comunidades cristianas no blancas y no occidentales –y destacar tales enfoques
de la teología es el mayor beneficio particular de la hegemonía del modelo de
una “teología comprometida políticamente” dentro del campo–, pero incluso en
tales casos sigue siendo real.
Al final,
tal vez nos decidamos de una vez por todas por la versión “buena” del
cristianismo, así como podríamos descubrir cómo desechar todo el “bagaje teológico”
para llegar a un mundo verdaderamente secular. Pero me parece más probable que
encontremos que el gesto de separar la buena versión del cristianismo de la
mala es parte integral de la supremacía cristiana que suscribió el colonialismo
y la esclavitud o que el deseo de purificar la secularidad de la escoria
teológica es algo profundamente religioso. En otras palabras, asumo que, si
somos verdaderamente honestos acerca de nuestros sistemas políticos y
teológicos, nuestro alboroto será erradicado, así la teología política, en el
sentido puramente diagnóstico y crítico, está en su mejor momento cuando se
apronta para matar a todos los alborotos sin piedad.
Nota bene: se respetaron todas las itálicas del original.