socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 29 de junio de 2012

salir de las estrellas


A fines de 2006, las primeras Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria, organizadas en el Centro Cultural Parque de España, trajeron a Rosario a Lorna Shaughnessy, poeta y traductora irlandesa nacida en Belfast. El encuentro fue también el punto de reunión de Shaughnessy, la poeta mexicana Pura López Colomé (a quien Shaughnessy tradujo al inglés) y la rosarina Sonia Scarabelli, quien traduce la primera colección de poemas de la irlandesa, Torching the Brown River (Encendiendo el río pardo).
Lorna Shaughnessy vive en County Galway, donde es profesora en el Departamento de Español de la National University of Ireland. Tradujo y publicó en 2006 dos libros de poesía mexicana contemporánea: Mother Tongue, selección de poemas de Pura López Colomé y If We Have Lost our Oldest Tales, de María Baranda. El encuentro entre Shaughnessy y Scarabelli, del que da cuenta la traducción que se publica aquí del poema “Coming out of the stars”, es también la concurrencia de dos poéticas. “Esta sólida colección –escribe Noel Monahan al referirse a los poemas de Shaughnessy–, con su arduo sentido de la pregunta, atraviesa los límites de tiempo y espacio, palabra y silencio, delineando el viaje creativo de la poeta, que avanza con la mirada firme en el espejo retrovisor”.


Salir de las estrellas
por Lorna Shaughnessy

Una vez vi cielos migrantes
que tomaban la forma de criaturas,
no leones, carneros o escorpiones
sino peces de oro y turquesa
nadando en las alturas insondables. .

Había olvidado cuántos colores tienen las estrellas.
La otra noche alzaron vuelo
fugaces y súbitas como estorninos
pero silenciosas, silenciosas como la plata.
Se elevaron en un arco brillante, la cresta de una ola,
bajaron a pique hacia la tierra
y se abrieron como abanico
para formar tronco, ramas y follaje
de un árbol de estorninos siderales
que llamaba con su luz palpitante.

Absorta como una flor nocturna
que hace mucho ha olvidado el sol,
cierro mis ojos y aún lo veo,
aún espero ser llevada
para cantar como un pájaro en una de sus ramas.

Traducción de Sonia Scarabelli (Rosario, 1968).

miércoles, 27 de junio de 2012

un llamado del "spiritu"

El lunes que viene inaugura la muestra Historia de una desobediencia. Descubriendo el fuerte Sancti Spiritus, en el museo Julio Marc (el del parque Independencia, el de la pulpería). Raúl D'Amelio, flamante director, me mostró hace unos días algunas vitrinas de la exposición, recién instalada y con los hallazgos más recientes, que se realizaron en 2011. Vi unos dados, pequeñísimos, hechos en hueso (¿o marfil?), con los puntos negros diminutos sobre las caras blancas, desenterrados de ese primer asentamiento español en Sudamérica (1526-1528) hace muy poco. Fue como ver unos dados traídos de Marte: entre los restos de ese pasado que menta la conquista, lo inexplorado, el exterminio indígena y todo el rollo que ya conocemos, esos dados como de juguete en el juguete: ¿quién los llevó, desde dónde y cómo era arrojarlos ahí, acaso sobre la tierra apisonada, mientras el aire se cargaba de los trinos y los ruidos que atrae el río Carcarañá?




Acá el episodio Carta desde Sancti Spiritus, realizado por Señal Santa Fe:

biometrización

Hace casi un año el blog Golosina Caníbal publicaba esta cita de Giorgio Agamben que desconocía. En momentos en que peligra mi biometrización elijo solazarme con estas palabras. 


«La reducción del hombre a la vida desnuda es hoy a tal punto un hecho consumado, que esta ya se encuentra en la base de la identidad que el Estado les reconoce a sus ciudadanos. Así como el deportado a Auschwitz ya no tenía nombre ni nacionalidad y era sólo ese número que se le tatuaba en el brazo, del mismo modo el ciudadano contemporáneo, perdido en la masa anónima, equiparado a un criminal en potencia, se define sólo a partir de sus datos biométricos y, en última instancia, a través de una especie de antiguo destino aún más opaco e incomprensible: su ADN. Y, sin embargo, si el hombre es aquel que sobrevive indefinidamente a lo humano, si siempre hay humanidad más allá de lo inhumano, entonces una ética debe ser posible incluso en el extremo umbral posthistórico en el que la humanidad occidental parece estar atascada, a la vez satisfecha y estupefacta. Como todo dispositivo, la identificación biométrica captura también, de hecho, un deseo más o menos inconfesado de felicidad. En este caso, se trata de la voluntad de liberarse del peso de la persona, de la responsabilidad tanto moral como jurídica que ella comporta. La persona (tanto en su aspecto trágico como cómico) es también la portadora de la culpa; y la ética que ella implica es necesariamente ascética, porque está fundada en una escisión (del individuo en relación a su máscara, de la persona ética en relación a la jurídica). Es contra esta escisión que la nueva identidad sin persona hace valer la ilusión, no de una unidad, sino de una multiplicación de máscaras. En el punto en que enclava al individuo en una identidad puramente biológica y asocial, le promete dejarlo asumir en internet todas las máscaras y todas las segundas y terceras vidas posibles, ninguna de las cuales podrá pertenecerle jamás en sentido propio. A ello se suma el placer, rápido y casi insolente, de ser reconocidos por una máquina, sin la carga de las implicaciones afectivas que son inseparables del reconocimiento operado por otro ser humano. Cuanto más ha perdido el ciudadano metropolitano la intimidad con los otros, cuanto más incapaz se ha vuelto de mirar a sus semejantes a los ojos, tanto más consoladora es la intimidad virtual con el dispositivo, que ha aprendido a escrutar su retina tan en profundidad. Cuanto más ha perdido toda identidad y toda pertenencia real, tanto más gratificante es ser reconocido por la Gran Máquina, en infinitas y minuciosas variantes: desde la barra giratoria en la entrada del metro hasta el cajero automático, desde la cámara que lo observa benévola mientras entra en el banco o camina por la calle, el dispositivo que abre la puerta de su cochera, hasta el futuro carnet de identidad obligatorio que lo reconocerá inexorablemente siempre y en todo lugar por lo que es. Yo estoy ahí si la Máquina me reconoce o, al menos, me ve; estoy vivo si la Máquina, que no conoce sueño ni vigilia, sino que está eternamente despierta, garantiza que vivo; y no soy olvidado, si la Gran Memoria ha registrado mis datos numéricos o digitales.»
Agamben, Giorgio: “Identidad sin persona”, en Desnudez, Buenos Aires (2011), Adriana Hidalgo, pp. 76-77. Citado acá

viernes, 22 de junio de 2012

la lección de historia [falling skies]



Alguien en la producción de Falling Skies notó que hacía rato que el profesor Tom Mason (Noah Wyle), nuestro héroe en la serie de la que este viernes TNT comenzará a emitir su segunda temporada (como la seguimos por la web la vemos una semana antes, a decir verdad), no hablaba de Historia y su personaje, delineado más en los avances publicitarios que en el desarrollo narrativo de la tira, se diluía un poco entre los otros valientes que enfrentan a un ejército alienígena que copó la Tierra (o los Estados Unidos, que sabemos que es casi lo mismo). De modo que acaso un guionista fue hasta Wikipedia y puso en boca de Mason esta frase: “Me cuidaría de buscar lecciones en el pasado, porque nuestra historia está aún por escribirse”.
La escena, en el minuto 15 del primer episodio de la segunda temporada de Falling Skies (“Worlds Apart”) es más o menos así: Mason recuerda su cautiverio en la nave extraterrestre. Es llevado frente a uno de los nuevos conquistadores, un ser altísimo, con rostro de pescado en una oficina bio-psicodélica. Sucede algo así como una discusión. El extraterrestre habla a través de una prisionera esclavizada y lobotomizada con esos aparatos que, como ya contamos acá, se parecen mucho al teledirector que los Ellos de El Eternauta usaban para dominar a los “hombres-robot”. El alien le dice: “Profesor, le hemos estudiado detalladamente y vamos a hacerle una propuesta que terminará con las hostilidades entre nosotros. A cambio del derecho de asilo, estableceremos un área protegida donde los humanos serán reubicados”. Mason toma nota, dice: “Una especie de campo de refugiados”. El conquistador corrige: “Un lugar donde se les permitirá vivir en paz. Fue sacado directamente de vuestra propia historia”. A lo que nuestro héroe retruca que eso es “lo peor” de esa “nuestra” historia como “Camboya o los nazis”. A lo que el alien agrega: “O Nankín, My Lai, el Sendero de Lágrimas. Podemos recordar docenas de ejemplos, profesor Mason. Honestamente, la opresión está en vuestra naturaleza”.








Lo que aún no entendemos muy bien de esta súper serie de Steven Spielberg para TNT, una de sus producciones audiovisuales más aburridas, en la que incluso la bella Moon Bloodgood (nuestra rebelde en Terminator Salvation) se desluce, es por qué hacer de Mason un profesor de historia y, a la vez, un olvidadizo de la historia (ya antes había recordado ejemplos de ejércitos poderosos devastados por nativos pero se cuidó de citar Vietnam). Lo que sí entendemos es que, en la lógica de la serie, la Historia es sólo un tema de conversación. Mejor, un tema de conversación entre las víctimas y sus opresores, como si lo histórico (que es más que el pasado*) se diluyera ante la irrupción de los extraterrestres pero fuera el único terreno de circulación de la palabra cuando aparece la posibilidad del diálogo. Es decir, hablar con el Otro es hacer historia, pero de forma totalmente banal y fútil. El resto se supone que debe ser la acción, que en estos dos capítulos iniciales con los que se presenta la nueva temporada, viene en dosis mayores que en toda la primera. Otra observación que debe haber hecho un guionista: “Che, ya que tenemos una invasión alienígena y diezmaron a media humanidad, ¿y si pasara algo?”


* "Articular el pasado históricamente no significa reconocerlo «tal y como ha sido» [en palabras de Ranke]. Significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro". Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia.

martes, 19 de junio de 2012

bandera

Mañana es el día.




muerte en playa albina


Desde el 1 de junio pasado, cuando empezaron a morir celebridades como Carlos Fuentes o el local Mario Trejo, además de otros finados ilustres que ya olvidé, no dejé de pensar en Lorenzo García Vega, al que habíamos invitado al festival de poesía de 2009 y se excusó por la edad, el cansancio. Como la mayoría de los cubanos que he leído, no vivía en la isla y, como todos estos, la isla es siempre el lugar del regreso secreto: así florecen esas escrituras, que sólo pueden enemistarse con el discurso afirmativo y "positivo" del castrismo. Para horror de los cagatintas de siempre, vivía en Miami, a la que llamaba "Playa Albina". Leí de él Devastación del Hotel San Luis (un regalo de Francisco Garamona, quien también me contó muchas cosas de las visitas de García Vega a Buenos Aires) y No mueras sin laberinto (publicado por Bajo la Luna y recomendado por Mirta Rosenberg, quien también agregó detalles, en varias charlas, sobre el autor, su esposa, su obsesión con el Río de la Plata), cuyo prólogo (a cargo de Liliana García Carril) revisé para precisar los términos de una necrológica que nunca escribí. Por suerte no lo hice, jamás hubiese podido estar a la par de esta que escribió Rafael Cippolini y puede hallarse en su página:

Imagen tomada de Cippoplasma.

La pluma torrencial
por Rafael Cippolini

Dicen que fue uno de los integrantes de Jefferson Airplane, quizá Marty Balin, quien sentenció “si recordás algo de la década del sesenta es que no la viviste y si la viviste estás mintiendo descaradamente”. El pasado viernes primero de junio falleció en ese lugar tan improbable llamado Playa Albina (en el estado de Florida, Estados Unidos) un escritor fundamental para la literatura del Siglo XX, especialmente para la latinoamericana: Lorenzo García Vega. Tenía 85 años, había nacido en Jagüey Grande, en Cuba, y su visión del mundo fue el exacto negativo de la aseveración que inicia esta nota: jamás conocí a un hombre tan memorioso y que odiara tanto la década en cuestión.
No somos pocos los que llegamos, en nuestra adolescencia, a Lezama Lima de la mano de Cortázar. No fue difícil, aunque tardamos unos años, descubrir a Lorenzo como el secreto mejor guardado del grupo Orígenes, comandado por el autor de Paradiso. Desde la primera lectura (en mi caso fue Los rostros del reverso, publicada en Caracas en el 77) fuimos legión los que supimos que, al igual que con su amado Macedonio, el nombre de pila ya bastaba para señalar toda una literatura. Lorenzo conectaba con aquel Lezama Lima lector de Raymond Roussel y no demasiado con el transitado Lezama gongorino. Fue un vanguardista ensimismado y anómalo hasta sus últimas líneas. En él, la neurosis era ante todo un don divino. En sus primeros libros, a mediados del siglo pasado (Suite para la espera o Ritmos acribillados) su voz se impone como una marca irrevocable: sus signos de interrogación delinearon un paisaje en el cual los sueños, el delirio y lo inmediato se entremezclaron con su mitología.
Durante años, ya encarnando una leyenda, se ganó la vida como cargador de bolsas en un supermercado, el Públix.
Amaba la literatura argentina y enseguida fue cómplice de varios escritores locales. Héctor Libertella –tuve el honor de presentarlos– le dedicó su testamento estético, Arquitectura del fantasma, convirtiéndolo en una de sus presencias. También corrigió y de alguna manera fue productor de una de las obras capitales de Lorenzo, Devastación del Hotel San Luis, editada por Mansalva. Se cerraba así el círculo: había sido Libertella quien me recomendó la lectura de Los años de Orígenes, quince años antes de que se reeditara también en Buenos Aires (por el sello Bajo La Luna, que ya tenía una miscelánea suya en catálogo). Con este muy polémico ensayo biográfico, Lorenzo cerró una etapa y comenzó a delinear sus mejores páginas.
La nota completa en Cippoplasma.

lunes, 18 de junio de 2012

tres días de furia (goodbye rodney king)


El domingo, en San Nicolás, un mensaje de la NPR por correo electrónico me anotició de la muerte de Rodney King, quien fue hallado muerto ese día en la pileta de su casa, en Rialto, California. Caramba, era un año más joven que yo. Recordé que en abril de 1992 2002, cuando se cumplían diez años de los disturbios de Los Ángeles, tras la liberación de los policías que apalearon a King un año antes, le mostré a Luciano Couso todo lo que había en internet sobre el tema y le pregunté si no quería escribir una nota para el suplemento de Cultura que editaba entonces.
En algo así como una semana Luciano me pasó esta nota que se publicó bajo el título Tres días de película el 29 de abril de 2002 y ahora vuelvo a leer con mucho placer.

Rodney King cuando presentó el libro The Riot Within, escrito con Lawrence J. Spagnola. Imagen de la NPR.

por Luciano Couso

Tiene algo de Policía corrupto y nada de Arma Mortal (en cualquiera de sus numerosas versiones). Tiene huellas de Sérpico, un poco de Haz lo correcto de Spike Lee y hasta circunvala colateralmente a la más abyecta de las pornos holandesas. La historia de la televisada golpiza al afroamericano Rodney King a manos de la fílmica policía de Los Ángeles, y el levantamiento aderezado de feroces saqueos que protagonizó la comunidad argelina en LA cuando la Justicia liberó a los robocops, un año después, bien puede ser contada como un gran film condimentado con los mejores ingredientes. A saber: coreanos armados hasta los dientes disparando a ciegas para salvar sus negocios; una turba de argelinos descontrolados chamuscando y lacerando cuanto comercio y propiedad privada encuentra a su paso; muertos por decenas, golpizas policíacas, incendios masivos, un jurado cómplice de oficiales corruptos, motines y agentes que se quiebran y delatan a sus compañeros. A 10 años del levantamiento multiétnico en Los Ángeles por “el caso” Rodney King, que en tres días dejó 54 muertos, 2 mil heridos, 13 mil detenidos y unos mil millones de dólares de pérdidas, no se pierda esta historia de película.

Los policías robocops
Desde hacía ya algunos años asolaban las calles de LA. Se habían convertido en los dueños de la situación, del terreno, de la vida. Patrullaban bajo el método luego extendido en New York por el alcalde Giuliani, montado sobre la idea de la “mano dura” para combatir al crimen y, a su manera, no les iba mal. Gozaban de una vasta impunidad para ello. He aquí su foja de servicios: tráfico de drogas, palizas, arrestos ilegales, matanzas a tiros, intimidación de testigos, pruebas falsificadas, acusaciones fraudulentas y perjurio (Policía Corrupto). Una lista de antecedentes que más vale excluir del currículum vitae a la hora de buscar empleo, y que los policías se empecinan en llamar “frondoso prontuario”. Esos eran los buenos muchachos que el Departamento de Policía de Los Ángeles anidaba entre sus filas.
De entrada, el nombre de la brigada era, a fuer de carente de metáfora, directamente tremendo: C.R.A.S.H. (que en inglés significa quebrar, partir). Así se denominaba la unidad del distrito de Rampart que en teoría era un “programa antipandillero”. La sigla correspondía al nombre Community Resources Against Street Hoodlums, lo que podría traducirse como Comunidad Contra Rufianes Callejeros. Evidentemente, y a pesar del escándalo que se desató tras la paliza a Rodney King en medio de la calle, los policías no se guardaban nada. No porque su fuerte fuera la obviedad, sino porque gozaban de la legitimidad que los ciudadanos de LA otorgaban a sus métodos, que habían hecho del racismo una política de seguridad. Al fin y al cabo, quién iba a oponerse al brazo duro de la ley aplicado contra grupos de pandilleros que, en casi todos los casos, estaban integrados, encima, por negros.
Rodney King no lo sabía pero estaba en la mira. Estaba condenado a ser el protagonista de su película. Su existencia no discurría al margen de la ley pero sin embargo llevaba todas las de perder: era negro, africano y vivía en un barrio obrero. Aunque en un primer momento los mismos habitantes de LA juraron que el caso King había cambiado para siempre la historia de brutalidad policial contra los inmigrantes, Abner Louima, un negro haitiano, puede testificar lo contrario. En agosto de 1997 fue sodomizado en una comisaría. “Se le introdujo un bate de baseball en el ano –dice un informe posterior del Senado de EE.UU– hasta destruirle la vejiga y los intestinos”.

La escenografía
La LA de aquellos días, marzo de 1991, yacía “castigada” por la falta de empleo, según detallaban las crónicas de la época. Sin embargo, esos índices no asustarían a nadie acá. Menos del 10 por ciento de la población estaba desocupada, aunque la pobreza se había extendido entre la juventud hasta rondar el 35 por ciento. Para las tomas del 3 de marzo no hicieron falta los recursos de Hollywood: se filmó en “teatros naturales”.
LA recibió un gran flujo inmigratorio de africanos, latinos (muchísimos mexicanos) y coreanos que fueron los primeros en recibir el pasaporte de marginados del mercado laboral. Mientras tanto, funcionarios del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) junto a agentes del FBI y de la unidad CRASH cargaban con paciencia una base de datos sobre 15 mil personas que, según ellos, tenían cierta relación con la pandilla de la “Calle 18” de Rampart. Esa cifra tan ridícula equivalía a tratar a la gran mayoría de la población adolescente masculina como criminales.

Los hechos
Holliday, George Holliday, jugueteaba con su cámara de video desde el balcón de su departamento, en la zona noreste de Los Ángeles. Ese mismo 3 de marzo del 91, cerca de allí, Rodney manejaba su coche en compañía de Bryant Allen, que viajaba en el asiento trasero. Una patrulla de CRASH lo interceptó en Sunland Bulevar haciéndole señas para que detuviera la marcha. Rodney, según las crónicas de aquellos días, aceleró y, tras una breve persecución que culminó en Foothill Bulevar, detuvo el automóvil. Esa decisión haría viajar, unos días después, la cinta de video de Holliday por todo el mundo y lanzaría a la fama –muy a pesar suyo– a King, quien pagó su celebridad con una feroz paliza.
Rodney había cometido graves errores, irreconciliables con la ideología del grupo CRASH. No sólo desobedeció durante un rato una orden policial sino que cuando bajó del coche le mostró a los cuatro agentes que, además de irreverente, era negro y afroamericano. Apenas dos minutos les bastaron a los capacitados oficiales Stacey Koon, Laurence Powell (Larry Powell), Theodore Briseno y Timothy Wind para propinarle 56 bastonazos seguidos de seis duros golpes, que le causarían al protagonista de la primera parte de esta historia 11 fracturas, conmoción cerebral y daños renales. Todo quedó registrado en la cinta de Holliday.


El juicio
También el proceso judicial siguió los cánones de ese género cinematográfico que cruza el policial con los tribunales de Justicia. El 15 de marzo Koon, Powell, Briseno y Wind, los cuatro policías blancos, fueron arrestados bajo diferentes cargos. Once días después consiguieron la libertad provisoria y al poco tiempo fueron reubicados con destinos disímiles en la misma fuerza, mientras aguardaban el proceso judicial. Los policías corruptos triunfaban. Más de un año después de la golpiza que el mundo entero vio en la TV, el 29 de abril de 1992, el jurado que instruía el proceso penal contra los robocops californianos –conformado también por carapálidas– entendió que los agentes de CRASH eran inocentes, que no habían hecho nada tan malo como para quedar alojados en una mazmorra. Los jueces cómplices no podían faltar ni fallar. Su determinación aceleró la segunda parte de la película.

La furia
(Escenas ideales para filmar con cámara en mano.) El mismo 29 se desató lo que, para algunos analistas, fue la mayor tragedia americana entre la guerra civil y el derrumbe de las Torres Gemelas. Los periódicos de entonces relataban que “extraños jaloneaban a extraños de sus coches. Los negros atacaban a los blancos”, los latinos cargaban electrodomésticos extraídos de comercios derruidos por la ira irrefrenable y los negros, cientos de miles de negros, quemaban todo.
En un comienzo, para algunos era una película ya vista, otro Detroit, otro Harlem, otro Watts, una historia cuyo hilo narrativo conocían de memoria. Lo que nadie alcanzó a captar en aquellas primeras horas fue el problema de tener un motín de negros en una ciudad de negros. Desde el sur de LA –zona liberada de blancos– comenzaron a subir las hordas morenas alumbrando su paso con fuego, saqueándolo todo, todo lo de los blancos. Y los coreanos (comerciantes) se plantaron en las azoteas con pistolas y escopetas en mano. Y tiraron. Y el tumulto de negros confundía a los vietnamitas con los coreanos. Y jóvenes salvadoreños andaban por el centro vociferando consignas revolucionarias en español.
Las calles, además de albergar hogueras, se revistieron de policías de todas las fuerzas mientras llegaban refuerzos de otros puntos del estado. El caos fue designado rey. Durante tres jornadas seguidas Los Ángeles echó humo y no provenía justamente de las chimeneas de sus fábricas. El gigantesco motín encabezado principalmente por argelinos marginados sumado a los incendios masivos hicieron pensar a muchos habitantes de LA que era hora de buscar reparo en una ciudad vecina. Así fue como se congestionó la autopista a San Diego y el pánico se cotizó aún más en medio del embotellamiento. 54 muertos, 2 mil heridos, 13 mil detenidos. La furia se había aplacado.


El fin
Para Rodney King el final de su papel protagónico no fue feliz. Los bravos policías de CRASH le contaron las costillas a cachiporrazos, su cabeza emuló a un globo durante días y los malos quedaron impunes. Pero como en tantas películas americanas, cuando todo parecía perdido y el Mal se imponía sobre el Bien, apareció en escena un salvador –no necesariamente un galán–, un Sérpico tardío que para reafirmación de los prejuicios raciales instalados en los robocops californianos, era latino. Rafael Pérez se quebró. El agente del Departamento de Policía de Los Ángeles habló de todo y de todos, y lo que el cop tenía para contar no era poco. Rompió el pacto de silencio y habló. No fue el único, una larga lista de agentes lo siguió, lo cual permitió conocer en detalle el intestino de una fuerza brutal que operaba bajo el ala protectora del Estado.

Sinopsis
Lo prometido. Una historia digna de Hollywood, y por allí anduvo. Muertos, tiros, coreanos francotiradores, argelinos piromaníacos, policías muy malos, jueces cómplices. Todos los ingredientes. Lo triste de esta película es lo mismo que descubre el villano de la película que se ve dentro de El último gran héroe (un film en el que los personajes saltan el límite de la pantalla e ingresan al mundo real) cuando le dice a un secuaz: “En la ficción siempre estamos condenados a perder, pero allá afuera podemos triunfar”.

domingo, 17 de junio de 2012

rulos

El sábado, con 2 grados de sensación térmica a las 9.30, fuimos con Vicente al "torneo" que organiza la escuelita de fútbol en Roldán. La noche anterior nos visitó Gaby y hablamos del disco de Alexander Panizza con las sonatas de Beethoven y del film que hizo Pablo Romano sobre la ejecución integral de las sonatas durante 2011 en el CCPE. Cuando los partidos habían terminado ya y hacíamos tiempo con Silvio, el papá de Máximo, en el bar, me lo encuentro a Romano, que me dice que la noche anterior había estado hablando de mí con su esposa y con Sonia Scarabelli. La esposa de Pablo, Adriana Troglio, es del barrio de Somisa y había leído San Nicolás de la Frontera, y de ahí la charla. Nuestros hijos habían estado jungando fútbol y ahora, mientras hablábamos, se revolcaban en el pasto.
De vuelta, el clima no daba para hacer una parada como las habituales del verano en heladería Catania, así que le ofrecí a Vicente ir a comer algo a algún lugar, mientras su madre y hermana estaban en el centro. Pensé que se empeñaría en ir a un macdonalds, pero no, dijo "bar". Le ofrecí un barcito pequeño, con un calefactor aéreo en la vereda, en Avellaneda entre San Luis y San Juan, un lugar encantador al que hemos ido con Elena a la salida de Tae Kwon-Do. No, quiso Roma, donde antes estaba ese reducto mugriento de barrio e ilusión llamado La Capilla (Roma no es mejor, pero está mejor presentado: el café es intomable y tiene esas mozas jóvenes que creen que un café es un cortado y que el café-cortado se sirve en jarrita, invento rosarino de más por menos y café aguado).
Ahí, en una suerte de sótano que han inventado sobre el flanco Este del salón, Vicente me pidió papel y bolígrafo. Le di mi libreta y una microfibra y él me deslumbró con letras y dibujos.
Primero hizo esta suerte de microbio. Lo que me asombró (por hace rato que no lo veía dibujar) es cómo desarrolló ese no sé qué de darle forma a lo que es, sospecho, una suerte de "escritura gráfica": hace esos rulitos, como si desenmarañara algo deslizando la punta de la microfibra sobre el papel. Una vez concluido ese trabajo de "enrulamiento" viene el momento de los palitos que le dan una forma con la que salir de ese laberinto. ¿Es un microbio? Algo así, un virus, una cosa que también se desliza por los intrincados caminos de un cuerpo cuya escritura es también un rollo.
Luego ensayó esto que me pareció un hallazgo excepcional: ¿Es un robot?, le pregunté. Sí, claro. Los rulitos aparecen de nuevo en los brazos. Lo que no puedo dilucidar es hasta qué punto la figura del robot es un descubrimiento del niño en el mismo trazo (lo que es muy probable). Si así fuera, me resulta muy sugestivo que las forma reconocible vuelva a encontrarla en las líneas más rectas (las de la cabeza y las horizontales del cuerpo). ¿Cómo se llama?, le dije. "Robofijo". Pregunté: Robot-fijo o Robo-fijo. Claramente: "Robofijo".
Por último, pasamos a la escritura, a las letras, asunto en el que no parece urgido y en el que también halla cierto rollo, como lo demuestra el rulito de la "e" a la que llama "impresiva". Cosa en la que también hay que notar una suerte de "adelantamiento", porque en lugar de concentrarse en las mayúsculas de imprenta, con las que escribe su nombre, se preocupa por esa "e" en la que tiene, digamos, la posibilidad de enroscarse. Y así. 

viernes, 15 de junio de 2012

deseo de justicia


Hasta el 19 de junio del año pasado, cuando la cadena HBO emitió Fire and Blood, el último episodio de la primera temporada de la exitosísima serie Game of Thrones, la ficción televisiva norteamericana se manejaba en el terreno de la “representación”. Las cosas, se tratara de una aventura disparatada en el reino de Muy Muy Lejano o de los conflictos de una pareja gay para adoptar un bebé en Los Ángeles, nos eran presentadas en una segunda instancia en la que contemplábamos el presente, la historia y los modos de ver, de apreciar, estas cuestiones (por eso, las cosas son re-presentadas: presentadas de nuevo). Pero entonces esa noche, en ese episodio, el recién coronado rey Joffrey Lannister lleva a su futura esposa (el matrimonio se acordó cuando los padres de los dos vivían y aún eran amigos), Sansa Stark, a observar las cabezas de los decapitados, puestas en una pica. Entre esas cabezas está la de Robert Stark (Sean Ben), padre de Sansa, ajusticiado el capítulo anterior. Joffrey, que es perverso, maligno y cobarde, le muestra a la joven las cabezas como si estuviera en una galería de arte: allá la de Robert, y acá la de un fulano de la familia, y allá la de una dama con una toca blanca en la frente y un manto ensangrentado. Y más allá, de medio perfil y pelo largo, ¡la cabeza del ex presidente George W. Bush! Esto, que apenas pudo verse durante la emisión del programa, se constató cuando salieron los devedés de la primera temporada y abandona el terreno de la “representación” para constituir, lisa y llanamente, una “presentación”: ahí entre esas picas de los ejecutados tras la caída de un rey, alguien puso en juego su deseo y creyó en hacer un guiño a la justicia, la de este lado de la pantalla.
Con la posibilidad del devedé de avanzar cuadro por cuadro y pausar el episodio, imaginad que los republicanos tomaron nota del asunto, dejaron de solazarse con sus lecturas de la biblia Giddeon y los videos de la prisión de Abu Ghraib y, como señala Sean O’Neal en AVClub, saltaron a los gritos con que HBO (el canal que produce y emite la serie) apoya el “Hail Barack Obama” y llamaron a boicotear la tira, como es el caso de Craig Eaton, presidente del partido en Brooklyn, quien se apuró a decir que no ve el programa.
Claro que desde HBO, desde David Benioff y D.B. Weiss (creadores de la serie) hasta los ejecutivos del canal, de inmediato lanzaron disculpas por todos los medios. Los productores dijeron que las cabezas se compran por lotes en una casa de prótesis, y que ni siquiera las revisaron, y que acaso se haya colado entre las picas de los decapitados debido a lo populares que son las máscaras del ex presidente. También dijeron que no, que cómo se les ocurre, que no hay nada político en una serie que trata sobre reyes y reinos perdidos en el tiempo y el espacio, sobre sangrientas luchas de poder, sobre líderes cobardes e invasiones incesantes.
La serie, el canal o los comités de censura pueden retirar ahora los devedés de Game of Thrones de las bateas (por cierto, está desde mucho antes en la web), pero por siempre tendremos desde ahora esa estampita.





jueves, 14 de junio de 2012

vacunación


Otra vez en el Carrasco para la H1N1. El discreto encanto de la salud pública: lugares donde la gente sabe más o menos de qué se trata y espera con paciencia. "Por qué número va?", pregunto a un hombre en la cola. Ni idea, me dice. Y así otros para preguntas similares.
En el televisor, Jorge el curioso. Y los niños de entre año y medio y dos, con madres jovencísimas, cargadas de abrigos, que dos por tres deben salir a correrlos por el pasillo menos recomendable. And they all survive at last.
Mientras tanto, recibo un correo de prensa de la municipalidad con este mensaje: «En el marco de la conmemoración del Día Mundial del Donante Voluntario de Sangre, la secretaria de Salud Pública municipal, Adela Armando, participará de una producción video-fotográfica en la que se simbolizará una gran gota de sangre bajo el lema “ROSARIO GOTA HUMANA 2012”. La actividad, organizada por el Ministerio de Salud Provincial y la cartera sanitaria local, tendrá lugar hoy (jueves 14), a las 10, en el Patio Cívico del Monumento Nacional a la Bandera.»



Y mucho más temprano esta mañana, de vuelta de la caminata por la costa, mojado por la nube de neblina.

martes, 12 de junio de 2012

blues de doctor house



Ni siquiera había pensado en ir a verlo y, en cambio, había escuchado la cantinela del deseo de mi hija: Hugh Laurie venía a Rosario a presentar Let Them Talk, su disco con blues del año de ñaupa. Pero una semana antes del recital recibí un llamado para hacer una nota a Laurie para una revista, así que el domingo 10 salí de casa e hice el mismo recorrido a pie que el de mis caminatas diarias, sólo que esta vez me detuve en el Alto Rosario y me metí en Metropolitano, donde recibí un entrada e ingresé al recital junto con Claudio Socolsky y después de Fabiana Cantilo, la esposa de Binner, mi amigo Caferra, entre otras celebrities.
Hacía muchísimo que no iba a un recital de blues, es decir, de eso que llamamos blues y en el disco de Laurie es una mezcla increíble, muy refinada, de gospel, country, blues, jazz; y que en vivo tuvo las bases sensibles y llenas de swing del folclore de Nueva Orleans y el estilo maduro del jazz de los 60, por decirlo de algún modo (Socolsky lo resumió bien cuando dijo que le recordaba las producciones de T. Bone Burnett). Del recital sólo diré que fue hermosísimo: Laurie y su maravillosa banda no jugaron ni al eclecticismo (tan fácil) ni a la antropología musical (más fácil aún): hicieron los temas con amor y diversión y, sobre todo, a conciencia de que el motivo por el cual estaban allí, con un auditorio que había colmado el salón, era la fama de Dr. House, doctor que, dicho sea de paso, me recuerda ese otro witchdoctor de la música, Dr. John, quien participa en uno de los temas de Let Them Talk y es uno de los músicos más admirados por Laurie (por eso me cuesta decir Laurie en lugar de Dr. House: para mí House es Dr. John por otros medios, también sus saberes, en la serie, son los de un hechicero del blues, de una música hecha para encantar y para conjurar demonios e historia).
Sólo quería entonces anotar, menos con ánimo de hacer una crónica que de dejarlo asentado, esa particular relación por la cual House-Laurie "atendió" a sus chicas en el recital (hordas de mujeres veteranas solas de todos los sectores, o casi todos: mucha clase media, pero también jóvenes, pos-adolescentes). House-Laurie cantó, bailó e hizo chistes para ellas. Para empezar, se presentó con la voz en off de su doblajista y, antes de cada canción, contó su historia, dijo quién era su compositor y dejó en claro el modo muy distinto en que se aprecia un autor en Estados Unidos y en países como Argentina, mientras aquí cualquier figura de la cultura aspira al bronce, a que una calle lleve su nombre, allá son meros ex convictos, gente, como me decía Fuguet, a la que no el interesó hacer grandes negocios. Bien. 
Detrás de los asientos donde nos sentamos con Socolsky (que no eran de ninguna manera de los más baratos), dos mujeres que no pasaban de los 35, antes de que comenzara el recital, ya "verbalizaban" sus fantasías: "Golpeame con el bastón", decía una; "Caminame rengo por la espalda", la otra. Se referían a la renguera de House, claro. Esa espesura libidinal se mantuvo durante todo el recital, y House-Laurie estuvo siempre atento a ella respondiendo de la forma más amable posible (y no descuidando jamás que estaba allí para tocar con su banda). En un momento hizo un alto en el show y sirvió unos vasos pequeños de whisky (desde la platea parecía scotch, pero puede que ni siquiera fuese scotch, o a lo mejor era nomás bourbon –Laurie pronunció "whiskey", que es como se le dice al bourbon–): la banda se quedó en silencio un ratito, todos con su vaso medidor en la mano. Qué seguiría no lo sé, porque bastó ese breve relax para que una mujer, allá atrás, arrancara con un "Happy birthday to you", acompañado por palmas y, de inmediato, un corrillo de voces femeninas que se plegaron: es que el único diario de Rosario había publicado ese mismo domingo que House cumplía 53 años el lunes 11, que había viajado en ómnibus desde Buenos Aires para ver el paisaje, así.
El Happy Birthday fue la cima, pero hubo otras intervenciones: ninguna escandalosa o tan escandalosa como la de pretender acompañar con palmas una base rítmica siempre sutil. Pese a los derrapes libidinales, las damas rosarinas –hubo también de Córdoba, según le gritó una junto al escenario: $800 la entrada– guardaron cierta elegante compostura: aceptaron que no hubiese renguera ni bastón y escucharon los caprichos musicales de su hombre. Que uno va al doctor por eso de la transferencia, no necesariamente a escuchar su discoteca.  
Foto de Gustavo Villordo.

domingo, 10 de junio de 2012

en manos del tiempo


Fotos tomadas del sitio de la serie en AMC.

La detective Sarah Linden vuelve a fumar en algunos de los episodios de la primera temporada de The Killing, cuando no sólo el caso que tiene entre manos parece estancarse en aguas muertas (muertas y heladas como las del lago donde hallaron el auto y, en su baúl, el cadáver de la adolescente Rosie Larsen: la intriga motriz de la serie es ¿quién mató a Rosie?), sino cuando su vida, es decir el trato con su hijo también adolescente, con el novio que la espera en otra ciudad, todo eso se viene abajo.
También fuma su compañero, el detective Stephen Holder, que viene de la división Drogas y trae de su pasado algo turbio, desprolijo. Pero Holder (Joel Kinnaman) fuma siempre: su pasado y su presente, a diferencia de ella, se debaten por dominar el tiempo detrás de la brasa encendida. El cigarrillo, como nos enseñó a verlo Guillermo Cabrera Infante en Puro humo, es una señal y acá, en The Killing (2011), versión norteamericana que cargó con los mejores premios del gremio, para la cadena AMC de la serie danesa Forbrydelsen (2007), el cigarrillo es el signo de esa otra vida que regresa para enseñar la fantasmagoría de los ausentes.

Tiempo suspendido
The Killing sigue –en su primera y segunda temporada, de 12 13 episodios cada una– el día a día de la investigación del asesinato de Rosie Larsen. En doce días, una sola muerte, en una historia ensimismada en el interior de la vida de los investigadores policiales, de la familia de la víctima y de los sospechosos principales (en la primera temporada, el candidato a intendente de Seattle, Darren Richmond, que interpreta Billy Campbell).
La puesta en escena, con escasos grandes planos generales que por lo general aparecen empañados por la neblina o la lluvia, abunda en tomas cortas, centradas en los personajes, en la escena doméstica, en el primer plano de Linden o Holder tras la ventanilla mojada del auto. Esta escenografía de la intimidad es también la de la claustrofobia, la de seres atrapados en la telaraña de un Mal que se despliega minuciosamente sobre todos aquellos que toman contacto con este único y terrible crimen. Si algo de magistral hay que celebrar en The Killing es su novedosa operación para convertir lo terrible en un mecanismo que se despliega hacia todos los rincones del tiempo, por eso el cigarrillo aparece aquí como metonimia: el pasado de cada personaje consume cada instante del presente, desde la antigua relación entre Stanley, el padre de Rosie (Brent Sexton) con el mafioso polaco Janek Kovarsky, hasta la compleja unión entre la detective Linden, obsesionada con el caso, con su hijo adolescente.
“Es el pasado que vuelve”, sí, como en el tango: los personajes se han implicado en esta trama desatada por el crimen y toda su historia está en juego. Sin embargo, en esta pieza maestra –que a todo esto la productora y guionista Veena Sud (también creadora de la original) desarrolla de acuerdo a los estándares de audiencia– en la que la escenografía es siempre un rincón de la ciudad donde siempre llueve, que recuerda a la puesta de Seven (Siete pecados capitales, David Fincher, 1995), donde no sólo la ciudad había sido reducida a la lluvia y a sus datos escenográficos mínimos, sino que también trataba sobre el Mal y su poder para reducir la vida a un único y miserable instante; sin embargo, decíamos, la temporalidad que se percibe en The Killing es mucho más shakespeariana que tanguera: hay aquí una suspensión, un estado de “avance del mundo de las tinieblas” (Thomas De Quincey) en el que se disuelve todo el cotidiano de la vida. Así, el bosque en el que asesinan a Rosie, el bosque de la isla donde está la reserva india y funciona el casino en el que la víctima fue vista por última vez; toda esa naturaleza oscura remeda el paisaje europeo en América del Norte, le da una pátina de “gótico americano”, de herencia trasplantada y sombría.


Identidad
Sarah Linden está protagonizada por la inmejorable Mireille Enos, a quien recordamos como una de las esposas del mormón polígamo en esa otra gran serie Big Love (una suerte de Los Soprano pero en clave mormona), sólo que aquí ya no hay poligamia. La libido, el deseo quedó suspendido por el crimen de Rosie, cuyas pistas sugieren un complot político con derivas hacia redes de tratas de personas, desvíos de fondos para campañas partidarias y un entramado económico entre poderosos locales. En su camino hacia el asesino, Linden deja atrás su inminente matrimonio, su hijo, su amistad con la asistente social que intervino en el pasado inmediato, cuando la obsesión de la detective con un caso anterior llevó al Estado a intervenir por el abandono del niño.
¿Qué es lo que convierte a The Killing en un whodunit (designación que daba Hitchcock con cierto desprecio a esos films que terminaban cuando se descubría al asesino) extraño, desviado?: el misterio que se instala a partir de cada punto de vista. Si hay una intriga que se establece en cada episodio con mayor hondura es la de la identidad de cada uno de estos personajes.
De este modo, The Killing es también una preciada muestra del universo de las nuevas series de televisión hechas en el norte: en las mejores (desde Boardwalk Empire, producida por Martin Scorsese y ambientada en Atlantic City en los 20, hasta Mad Men–Nueva York, una agencia de publicidad en los primeros 60– o Breaking Bad –la actualidad, en Albuquerque, donde un profesor de secundario con cáncer produce droga para dejar una herencia a su familia–) hay una intersección fundamental entre la Historia y la historia privada que vuelve a cualquier personaje un ser político.

sábado, 9 de junio de 2012

sábado a la tarde

No encontré la foto que buscaba, pero hallé esto.
Una postal enviada desde Kenia por mi amigo Ricardo en 1995.
Mi abuela Beba en casa de mis suegros, echándose una siestita después del almuerzo. Ca. 1996.
Mi abuela Beba intenta abrir la puerta mosquitero de la casa de San Nicolás para darle de comer a todos los gatos que llegaron tras la Malvina, en 1982. Ca. 1986.
Recital de La Mecedora en El Levante, el 17 de julio de 2007. 
Bellísima Mariela (foto de La Capital) en una entrevista por la presentación de la revista Tentempié, que hacía junto con mi hermana Ana.
Con Fernando Demarco y Mariela en una casa de juegos de zona sur, en San Martín y Amenábar. Ca. 1991. Fotografía de Ricardo Mazalán.


Publicidad oficial en la revista PBT de enero de 1953.



viernes, 8 de junio de 2012

busreading

Debo la mitad de mi formación a la lectura en colectivos. El colectivo es cultura.


una compañía infinita



Lo que yo quería, porque estaba operado en un sanatorio y me padre se había ofrecido a comprarme un libro, era un best seller de entonces (era otoño de 1977) que se llamaba El triángulo de las Bermudas. En cambio, mi padre me trajo Crónicas marcianas y me dijo: uno de los cuentos de este libro fue el que leyó Andrés Percivale en el programa. El programa era La noche de Andrés, que culminaba con Percivale sentado en un taburete, contándonos un cuento. Creo que se emitía los domingos y por alguna razón coincidimos frente al televisor con mi padre un par de veces, en especial la noche que leyó “La tercera expedición”, uno de los relatos más fascinantes de las Crónicas marcianas. “Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black –escribe Borges en el prólogo de la edición original de Minotauro– insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara”.
Más tarde, cuando fui docente en varios colegios secundarios, repetí la operación de Percivale y leí a mis alumnas y alumnos “La tercera expedición” con un resultado maravilloso: silencio, expectativa y asombro. También hallé en ese cuento el paradigma del cuento fantástico –lo excepcional ocurre como irrupción en la lógica de la razón iluminista–: la tripulación de la tercera expedición a Marte, comandada por el capitán John Black, encuentra en el planeta rojo algo así como el idílico exilio de los parientes muertos; un pueblito del interior de los Estados Unidos (Illinois, preferentemente) alberga a padres, abuelos, hermanos y tíos muertos que hospedan a los viajeros estelares en casas con puertas mosquiteros, sobre las que cae la noche cálida. Pero ¿quiénes son estos finados tan amables y familiares? Tarde el capitán y sus hombres descubren la terrible fantasía. “La tercera expedición” es de algún modo Caperucita roja: el bosque queda reemplazado por el espacio estelar que separa la Tierra de Marte y los marcianos, que adoptan las formas de abuelos, padres y hermanos muertos que los tripulantes terrícolas llevan en sus mentes, ocupan el lugar del lobo. Lo que aquí nos horroriza, como con el antropomorfizado pero lejano lobo del cuento, es la familiaridad, el antiguo terror a despertar entre seres que falsificaron la familiaridad de los nuestros.
Pero la evocación de Bradbury, muerto el miércoles 5 de junio pasado, me trae siempre la imagen de los porches de mi infancia, la de unos hombres mayores empujando la cortadora de césped bajo un sol radiante, la de hombres comunes sumergiéndose en un paisaje extraño y, a la vez familiar. Compruebo, al releer el prólogo, que Borges en el cincuenta y pico anota una impresión similar e imagino que para cualquier lector los paisajes de Bradbury, en Marte o en el país de Octubre, se han transformado en esas visiones de la propia infancia. El mismo Bradbury, al que cualquiera recuerda en aquella foto, con sus lentes culo de botella y de camisa, moño, tiradores y un pantalón corto de tenis, era un niño crecido: caprichosamente enemistado con la tecnología y lo que sea que destruyera aquél paisaje que es su legado y, diría, su “lengua”. A Bradbury, como niño crecido, nunca le interesó el futuro, sino el pasado, el presente, el paisaje lúdico en el que un hombre en su porche es un capitán de un barco con proa a las estrellas.
Leí todos los libros de Bradbury hasta El árbol de las brujas (noten qué bien resuelta la traducción de la gran Matilde Horne para The Halloween Tree), una breve novela (un cuento largo, mejor) acaso fallida por su exceso de Bradbury, incluida su cosa poética, que funciona bien en la adolescencia, como muchas cosas que deben quedar ahí. Pero el recuerdo de las tardes de lectura y el hallazgo en las librerías, entre los tomos de editorial Minotauro, de su nombre son, ahora que ese abuelo algo ridículo ha muerto, una compañía infinita.
Bradbury pertenece además a una suerte de legado cultural. Fue su cuento “El ruido de un trueno” (en Las doradas manzanas del sol) el que inauguró la figura del “Efecto mariposa”: ¿una mariposa que aletea en Brasil puede causar un tornado en Texas?, en base al que hubo teorías, películas y series, incluso una en curso: Touch.
Bradbury escribió también la que es acaso su novela más conocida, Fahrenheit 451, una fábula moral y progresista que no por nada es un manual de buenas intenciones en las clases de literatura de la secundaria, un paisaje distópico en el que la cosa infantil y genial del escritor se vuelve desconfianza y presagio. En un futuro totalitario los bomberos queman libros y lectores a los que consideran peligrosos.
Peter Segal escribió en el sitio de la NPR que hoy día los adolescentes crecen con J.K. Rowling y Neil Gaiman: “Leerán los obituarios de esos hombres y mujeres y se sentirán tan tristes y desamparados como yo ahora. Porque son estos escritores los que trazaron el mapa de dónde hallar —para rendir tributo a otro ícono de la juventud– el lugar donde viven los monstruos”. Ni más ni menos.

Foto tomada de The Guardian.
Foto tomada de la NPR.