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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

sábado, 2 de junio de 2012

transatlántico hacia el futuro


Al fin salió el Transatlántico 14, y en él esta nota (que lleva el título de una de sus frases: “Algo han visto que no cabe en la superficie del mundo”) que mejoraron la edición de Nora Avaro (quien redactó esta bajada que me deja claro –¡a mí!– sobre qué estuve escribiendo: "El mañana, tal como lo presentan las series televisivas sean o no de ciencia ficción, no aspira ya al vaticinio sino a la pausa: suspende el pasado y pone en escena una configuración del presente que, con sus islas, abismos y monstruos, nos recuerda los frágiles lazos que unen cada época con su historia") y las correcciones de Gastón Bozzano. Cuando escribí la nota no se había estrenado aún Black Mirror, cuyos tres episodios hubieran sido dignos de entrar en este análisis.

“El único planeta verdaderamente extraño es la Tierra”.
J.G. Ballard


El futuro es bastante próximo en las visiones que de él nos llegan a través de las series de televisión de ciencia ficción en boga en los últimos años —incluidas Lost, Fringe o The Walking Dead—. Ese futuro no difiere mucho, en su escenografía, del presente, como si, llegados hasta aquí, fuese casi imposible avanzar con la idea de un “progreso”. En los pasajes entre este universo y uno alternativo, en el que la historia parece haberse desarrollado en su lado B, las especulaciones en torno a los días por venir están atrapadas en el presente rabioso de las comunicaciones y la tecnología actual. A esto sólo se le opone la fantasía de un nuevo comienzo, pero por desgracia está protagonizada por una horda de zombies.

Tiempo real
Las distopías, las visiones pesimistas de las sociedades futuras al estilo de las ya clásicas 1984, Un mundo feliz, difícilmente puedan competir con el “desierto de lo real” (sí, la frase de Matrix tamizada por el filósofo popular Slavoj Zizek) de la economía pos-capitalista. Es que, como dice el texto de Mark Fisher que nos hizo conocer la gente de Planeta X, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El futuro no es otra cosa que la urgencia, “el tiempo real” en el que se despliegan las comunicaciones de la economía global y el lugar privilegiado para acceder y observar esa información.
Entre noviembre de 2001 y mayo de 2010 el canal Fox emitió ocho temporadas de la serie 24, acaso una de las más populares de la década, en la que Jack Bauer (Kiefer Sutherland) interpretaba a un agente de inteligencia estadounidense enfrentado a una conspiración terrorista. El atractivo no era tanto el argumento en sí, sino que la acción se desarrollaba en tiempo real: 24 episodios de una hora que sumaban 24 horas (el tiempo que requería Bauer para hallar a los villanos). Los sistemas satelitales e informáticos de rastreo eran tan protagonistas como Sutherland: fue la primera serie en la que la tecnología real dominaba la escena (además de desarrollarse en paralelo en oficinas de la Casa Blanca en una suerte de pantomima de la Realpolitik). Más allá de la anécdota de que el presidente David Palmer (Dennis Haysber), en la segunda y tercera temporada, es negro, lo que generó el chascarrillo de que Barack Obama es un invento de 24. Contemplamos ese despliegue tecnológico real de la serie como un atisbo del futuro, no como utopía, sino como condena: estamos condenados a lo real del tiempo y la tecnología.

Flashback
En El mármol, César Aira imagina un delirio de chinos, extraterrestres y una lotería de Babilonia degradada y contemporánea. Sus extraterrestres dicen que vienen de un mundo idéntico y que sólo se puede viajar a mundos idénticos, pero el viaje ya destruye ese principio de identidad e introduce la nostalgia. El futuro, podríamos decir, funciona en la ficción del mismo modo: sólo hay futuros casi idénticos al presente, lo que nos interesa es el “casi”.
J.G. Ballard, al analizar en La guerra de las galaxias (1977) la vejez de la tecnología (notó que los efectos especiales se aplicaron a oxidar las astronaves, que deambulaban por el espacio como vetustos vapores vagabundos), señalaba que es el pasado lo que está en juego en los films futuristas.
Las películas de ciencia ficción, en lo que tienen de genéricas, es decir, en lo que muestran como piezas de comunicación sobre el estado actual del mundo y en lo que especulan en torno a un posible futuro, suelen cruzar los mitos clásicos con el apocalipsis científico. Terminator, que es el gran film de este tipo, puede parangonarse con Titanic (ambas son de James Cameron): en las dos hay un fin de mundo, un desafío humano que se vale de la máquina, una ambición “titánica”, y una amenaza en el futuro (las dos parten de la premisa de que el espectador ya conoce el final: el Armagedón en Terminator, el hundimiento en Titanic).
Titanic puede verse como un film de ciencia ficción por la imponencia de esa reconstrucción de lo real pero también, como señalamos, por sus temas, porque al hacer real ese pasado dota al presente más inmediato de signos predictivos. Podemos aplicar el mismo criterio a una serie que reconstruye “antropológicamente” un pasado más o menos conocido: Mad Men, ambientada en una agencia de publicidad en la Nueva York entre 1959 y 1964.
La serie escruta ese período en el que los soldados que participaron de la Segunda Guerra ya son adultos de menos de 40, cuando los niños del baby boom se están desarrollando y sus padres les fabrican un futuro, es decir, cuando aún hay lugar para la promesa utopista. En el último episodio de la segunda temporada de Mad Men (26 de octubre de 2008), los personajes participan de la histeria colectiva por la crisis de los misiles cubanos (que tuvo lugar en octubre de 1962): por un momento, cuando el protagonista llega a su casa, ve a su familia dormida y echa un vistazo por la ventana, seguro de que el mundo puede hundirse en cualquier momento en una hecatombe nuclear y, a su vez, desconociendo lo que como espectadores conocemos (que no hubo tal hecatombe), estamos ante el fantasma de un futuro que ya no volvería a desplegarse.
Como Titanic, Mad Men también hace inminente un futuro que no por conocido resulta menos extraño o, mejor, el modo en que vemos a los personajes encaminarse al abismo (el hundimiento en el film, la política del terror en plena promesa del estado de bienestar en la serie) es lo que irradia una novedad sobre el futuro conocido por nosotros, espectadores. “Hay palabras o pausas que nos hablan de ese invisible extraño: del futuro que se las dejó aquí olvidadas”, escribía Walter Benjamin en Infancia en Berlín.
El futuro, el que nos traen las series por lo menos, no aspira más que a esa pausa: con mayor o menor arte suspende el pasado y nos enseña un momento liminar, pone en escena una configuración de lo real que, más allá de su novedad, nos recuerda los frágiles lazos que unen al presente con la historia.


El sueño de la razón
Pongamos una fecha: hasta que Ridley Scott adaptara libremente un cuento de Philip K. Dick para su film Blade Runner (1982), el futuro en el cine había sido más o menos utópico, más o menos higiénico. Claro que hay films anteriores. De hecho, la versión de François Truffaut (1966) de la peor novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451 –esa fábula moral y progresista que no por nada es un manual de buenas intenciones en las clases de literatura de la secundaria–, ya es un paisaje de lo que se llama distopía (por contrario a utopía) y podríamos señalar acá como pesadilla de la razón, es decir, la puesta en escena de aquél postulado de Francisco Goya que dice “El sueño de la razón produce monstruos”.
Lo que Blade Runner inaugura es la cercanía, la familiaridad de los restos del pasado (nuestro presente) en el futuro: una ciudad de Los Ángeles en el 2019 que conserva la fisonomía de la de los años 80 sólo que transfigurada, adaptada a un barroco de tecnología, inflación demográfica y mugre.
El futuro, parecen decirnos las nuevas series como Fringe, Lost, Person of Interest o las interrumpidas Flashforward y Defying Gravity (única, de las de la última década con astronautas y un viaje estelar), es el drama de esa imposibilidad de habitar “otro” futuro. Hay mundos paralelos en los que los personajes se enfrentan a su doble, quien ha tomado los caminos no tomados en este mundo. Hay, como en Blade Runner, replicantes, sólo que acá tienen el aspecto siniestro del doppelgänger, el doble.

Monstruos
En la serie The Walking Dead seguimos a un grupo de sobrevivientes de lo que ya cualquiera llama con ligereza “holocausto zombie” (basada en el célebre cómic de Robert Kirkman), en True Blood, accedemos a la vicisitudes de una comunidad que convive con vampiros una vez que se oficializa un tipo de sangre artificial que permite que los vampiros no tengan que devorarse un cristiano para la cena. Hay más, pero son los programas más prominentes entre los que incluyen zombies y vampiros, es decir, los no-muertos (undead), tan en boga en la televisión y el cine más próximos.
Tanto la novela Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, como los zombies que creara George Romero en su film 1968 (La noche de los muertos vivientes), basado en los caracteres que imaginara Matheson, mezcla de vampiros y zombies que conviven con un último humano que resiste en un rincón de una desolada ciudad, vienen a señalarnos el monstruo de nuestros días, porque sabemos que cada época genera su monstruo.
El zombie (que siempre es legión), como el vampiro, nuestros monstruos contemporáneos, no tienen contrato social y son siempre una quimera: objeto ficticio de una experiencia imposible, anudan los hilos de un texto siempre rasgado. En ellos habitan los refugiados sin derecho ni país, los marginados, los soldados que partieron a guerras inverosímiles. En ellos estamos atrapados, nuevamente, en un futuro sin futuro o, como lo dice un personaje de The Walking Dead, en la esperanza de un nuevo comienzo.
Nuestros monstruos, como signo del futuro, son el retoño de la megápolis contemporánea convertida en un bosque o, en palabras de Paul Virilio, en una obesidad de la civilización. “La ciudad –dice Virilio– se transformó en la gran catástrofe del siglo XX”.

Volver a casa
En octubre de 2005 la cadena de televisión Showtime estrenó la primera temporada de Masters of Horror, serie de 13 capítulos de una hora independientes entre sí, para los que el productor, director y guionista Mick Garris convocó a varios de los hombres más prominentes del género: John Carpenter, Joe Dante, John Landis, Dario Argento, Takeshi Miike.
En la primera temporada, Dante rodó Homecaming (Regreso a casa). El episodio transcurre durante una elección presidencial en Estados Unidos que el espectador sigue a través de dos asesores políticos especializados en medios masivos. En una audición de tevé, una madre que tiene a su hijo en la guerra de Iraq pide ante las cámaras que su vástago y todos los jóvenes que están muriendo lejos de casa regresen, como sea, que regresen. Y, como en el clásico cuento “La pata de mono”, su deseo se cumple: los soldados comienzan a volver a la patria, después de muertos, un vasto ejército de zombies deambula por las calles del país decididos a depositar su voto en las urnas para impedir que el presidente que los mandó a la muerte vuelva a ganar las elecciones. “Esta es una película de terror porque la mayoría de sus personajes son republicanos”, declaró Dante.
A diferencia de otras películas de zombies y muertos vivos, Homecoming no apuesta a la sorpresa, sino a la rutina: en el andar desgarbado de los muertos reverbera la imagen de los parias, los otros: negros, latinos, árabes.

El abismo y la isla
En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes son los universos paralelos (Lost, Fringe, Paradox, FlashForward) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, según dijimos, Mad Men, o el extraño policial Life on Mars). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam (Life on Mars). Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe, Flashforward, Paradox o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar ciertos errores.
Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto para instalar allí sus planteos fundamentales puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (su versión 2004, creada por Ronald D. Moore tomando como base el oxidado culebrón de los 70 que protagonizó Lorne Greene). El carácter abisal (en el abismo siempre está el demonio, advertía William Blake), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men, Flashforward y en la breve temporada de Caprica (precuela del año 2009 de Battlestar Galactica). En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo que pisan. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, debe ser aún construido.


Anotación del 2 de junio de 2012: Lástima no haber tenido a mano este artículo de Agamben que publica Link en su blog.

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