Al fin salió el Transatlántico 14, y en él esta nota (que lleva el
título de una de sus frases: “Algo
han visto que no cabe en la superficie del mundo”) que mejoraron la edición
de Nora Avaro (quien redactó esta bajada que me deja claro –¡a mí!– sobre qué estuve escribiendo: "El mañana, tal como lo presentan las series televisivas sean
o no de ciencia ficción, no aspira ya al vaticinio sino a la pausa: suspende el
pasado y pone en escena una configuración del presente que, con sus islas,
abismos y monstruos, nos recuerda los frágiles lazos que unen cada época con su
historia") y las correcciones de Gastón Bozzano. Cuando escribí la nota no
se había estrenado aún Black
Mirror, cuyos tres episodios hubieran sido dignos de entrar en este
análisis.
“El único planeta
verdaderamente extraño es la Tierra”.
J.G. Ballard
El
futuro es bastante próximo en las visiones que de él nos llegan a través de las
series de televisión de ciencia ficción en boga en los últimos años —incluidas Lost, Fringe o The Walking Dead—.
Ese futuro no difiere mucho, en su escenografía, del presente, como si,
llegados hasta aquí, fuese casi imposible avanzar con la idea de un “progreso”.
En los pasajes entre este universo y uno alternativo, en el que la historia
parece haberse desarrollado en su lado B, las especulaciones en torno a los
días por venir están atrapadas en el presente rabioso de las comunicaciones y
la tecnología actual. A esto sólo se le opone la fantasía de un nuevo comienzo,
pero por desgracia está protagonizada por una horda de zombies.
Tiempo real
Las
distopías, las visiones pesimistas de las sociedades futuras al estilo de las
ya clásicas 1984, Un mundo feliz, difícilmente puedan
competir con el “desierto
de lo real” (sí, la frase de Matrix
tamizada por el filósofo popular Slavoj Zizek) de la economía pos-capitalista.
Es que, como dice el texto de Mark Fisher que nos hizo conocer la gente de Planeta X, “es
más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El futuro no
es otra cosa que la urgencia, “el tiempo real” en el que se despliegan las
comunicaciones de la economía global y el lugar privilegiado para acceder y
observar esa información.
Entre
noviembre de 2001 y mayo de 2010 el canal Fox emitió ocho temporadas de la
serie 24, acaso una de las más
populares de la década, en la que Jack Bauer (Kiefer Sutherland) interpretaba a
un agente de inteligencia estadounidense enfrentado a una conspiración
terrorista. El atractivo no era tanto el argumento en sí, sino que la acción se
desarrollaba en tiempo real: 24 episodios de una hora que sumaban 24 horas (el
tiempo que requería Bauer para hallar a los villanos). Los sistemas satelitales
e informáticos de rastreo eran tan protagonistas como Sutherland: fue la
primera serie en la que la tecnología real dominaba la escena (además de
desarrollarse en paralelo en oficinas de la Casa Blanca en una suerte de
pantomima de la Realpolitik). Más
allá de la anécdota de que el presidente David Palmer (Dennis Haysber), en la segunda
y tercera temporada, es negro, lo que generó el chascarrillo de que Barack
Obama es un invento de 24. Contemplamos
ese despliegue tecnológico real de la serie como un atisbo del futuro, no como
utopía, sino como condena: estamos condenados a lo real del tiempo y la
tecnología.
Flashback
En El mármol,
César Aira imagina un delirio de chinos, extraterrestres y una lotería de
Babilonia degradada y contemporánea. Sus extraterrestres dicen que vienen de un
mundo idéntico y que sólo se puede viajar a mundos idénticos, pero el viaje ya
destruye ese principio de identidad e introduce la nostalgia. El futuro,
podríamos decir, funciona en la ficción del mismo modo: sólo hay futuros casi
idénticos al presente, lo que nos interesa es el “casi”.
J.G.
Ballard, al analizar en La guerra de las
galaxias (1977) la vejez de la tecnología (notó que los efectos especiales
se aplicaron a oxidar las astronaves, que deambulaban por el espacio como
vetustos vapores vagabundos), señalaba que es el pasado lo que está en juego en
los films futuristas.
Las
películas de ciencia ficción, en lo que tienen de genéricas, es decir, en lo
que muestran como piezas de comunicación sobre el estado actual del mundo y en
lo que especulan en torno a un posible futuro, suelen cruzar los mitos clásicos
con el apocalipsis científico. Terminator,
que es el gran film de este tipo, puede parangonarse con Titanic (ambas son de James Cameron): en las dos hay un fin de
mundo, un desafío humano que se vale de la máquina, una ambición “titánica”, y
una amenaza en el futuro (las dos parten de la premisa de que el espectador ya
conoce el final: el Armagedón en Terminator,
el hundimiento en Titanic).
Titanic puede verse como un film de ciencia
ficción por la imponencia de esa reconstrucción de lo real pero también, como
señalamos, por sus temas, porque al hacer real ese pasado dota al presente más
inmediato de signos predictivos. Podemos aplicar el mismo criterio a una serie
que reconstruye “antropológicamente”
un pasado más o menos conocido: Mad Men,
ambientada en una agencia de publicidad en la Nueva York entre 1959 y 1964.
La
serie escruta ese período en el que los soldados que participaron de la Segunda
Guerra ya son adultos de menos de 40, cuando los niños del baby boom se están desarrollando y sus padres les fabrican un
futuro, es decir, cuando aún hay lugar para la promesa utopista. En el último
episodio de la segunda temporada de Mad
Men (26 de octubre de 2008), los personajes participan de la histeria
colectiva por la crisis de los misiles cubanos (que tuvo lugar en octubre de
1962): por un momento, cuando el protagonista llega a su casa, ve a su familia
dormida y echa un vistazo por la ventana, seguro de que el mundo puede hundirse
en cualquier momento en una hecatombe nuclear y, a su vez, desconociendo lo que
como espectadores conocemos (que no hubo tal hecatombe), estamos ante el
fantasma de un futuro que ya no volvería a desplegarse.
Como Titanic, Mad Men también hace inminente un futuro que no por conocido
resulta menos extraño o, mejor, el modo en que vemos a los personajes
encaminarse al abismo (el hundimiento en el film, la política del terror en
plena promesa del estado de bienestar en la serie) es lo que irradia una
novedad sobre el futuro conocido por nosotros, espectadores. “Hay palabras o
pausas que nos hablan de ese invisible extraño: del futuro que se las dejó aquí
olvidadas”, escribía Walter Benjamin en Infancia en Berlín.
El
futuro, el que nos traen las series por lo menos, no aspira más que a esa
pausa: con mayor o menor arte suspende el pasado y nos enseña un momento
liminar, pone en escena una configuración de lo real que, más allá de su
novedad, nos recuerda los frágiles lazos que unen al presente con la historia.
El sueño de la razón
Pongamos
una fecha: hasta que Ridley Scott adaptara libremente un cuento
de Philip K. Dick para su film Blade
Runner (1982), el futuro en el cine había sido más o menos utópico, más o
menos higiénico. Claro que hay films anteriores. De hecho, la versión de
François Truffaut (1966) de la peor novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451 –esa fábula moral y
progresista que no por nada es un manual de buenas intenciones en las clases de
literatura de la secundaria–, ya es un paisaje de lo que se llama distopía (por
contrario a utopía) y podríamos señalar acá como pesadilla de la razón, es decir, la puesta en escena de aquél postulado de
Francisco Goya que dice “El sueño de la razón produce monstruos”.
Lo
que Blade Runner inaugura es la
cercanía, la familiaridad de los restos del pasado (nuestro presente) en el
futuro: una ciudad de Los Ángeles en el 2019 que conserva la fisonomía de la de
los años 80 sólo que transfigurada, adaptada a un barroco de tecnología,
inflación demográfica y mugre.
El
futuro, parecen decirnos las nuevas series como Fringe, Lost, Person of Interest o las interrumpidas Flashforward y Defying Gravity (única, de las de la última década con astronautas
y un viaje estelar), es el drama de esa imposibilidad de habitar “otro” futuro.
Hay mundos paralelos en los que los personajes se enfrentan a su doble, quien
ha tomado los caminos no tomados en este mundo. Hay, como en Blade Runner, replicantes, sólo que acá
tienen el aspecto siniestro del doppelgänger,
el doble.
Monstruos
En la
serie The
Walking Dead seguimos a un grupo de sobrevivientes de lo que ya
cualquiera llama con ligereza “holocausto zombie” (basada en el célebre cómic de Robert Kirkman), en
True Blood, accedemos a la
vicisitudes de una comunidad que convive con vampiros una vez que se oficializa
un tipo de sangre artificial que permite que los vampiros no tengan que
devorarse un cristiano para la cena. Hay más, pero son los programas más prominentes
entre los que incluyen zombies y vampiros, es decir, los no-muertos (undead), tan en boga en la televisión y
el cine más próximos.
Tanto la novela Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, como
los zombies que creara George Romero en su film 1968 (La noche de los muertos vivientes), basado en los caracteres que
imaginara Matheson, mezcla de vampiros y zombies que conviven con un último
humano que resiste en un rincón de una desolada ciudad, vienen a señalarnos el
monstruo de nuestros días, porque sabemos que cada época genera su monstruo.
El
zombie (que siempre es legión), como el vampiro, nuestros monstruos
contemporáneos, no tienen contrato social y son siempre una quimera: objeto
ficticio de una experiencia imposible, anudan los hilos de un texto siempre
rasgado. En ellos habitan los refugiados sin derecho ni país, los marginados,
los soldados que partieron a guerras inverosímiles. En ellos estamos atrapados,
nuevamente, en un futuro sin futuro o, como lo dice un personaje de The Walking Dead, en la esperanza de un
nuevo comienzo.
Nuestros
monstruos, como signo del futuro, son el retoño de la megápolis contemporánea convertida
en un bosque o, en palabras de Paul Virilio, en una obesidad de la
civilización. “La ciudad –dice Virilio– se transformó en la gran catástrofe del
siglo XX”.
Volver
a casa
En
octubre de 2005 la cadena de televisión Showtime estrenó la primera temporada
de Masters of
Horror, serie de 13 capítulos de una hora independientes entre sí, para
los que el productor, director y guionista Mick Garris convocó a varios de los
hombres más prominentes del género: John Carpenter, Joe Dante, John Landis,
Dario Argento, Takeshi Miike.
En la
primera temporada, Dante rodó Homecaming (Regreso a casa). El
episodio transcurre durante una elección presidencial en Estados Unidos que el
espectador sigue a través de dos asesores políticos especializados en medios
masivos. En una audición de tevé, una madre que tiene a su hijo en la guerra de
Iraq pide ante las cámaras que su vástago y todos los jóvenes que están
muriendo lejos de casa regresen, como sea, que regresen. Y, como en el clásico
cuento “La pata de mono”, su deseo se cumple: los soldados comienzan a volver a
la patria, después de muertos, un vasto ejército de zombies deambula por las
calles del país decididos a depositar su voto en las urnas para impedir que el
presidente que los mandó a la muerte vuelva a ganar las elecciones. “Esta es
una película de terror porque la mayoría de sus personajes son republicanos”,
declaró Dante.
A
diferencia de otras películas de zombies y muertos vivos, Homecoming no
apuesta a la sorpresa, sino a la rutina: en el andar desgarbado de los muertos reverbera
la imagen de los parias, los otros: negros, latinos, árabes.
El abismo y la isla
En las
series de ciencia ficción, los temas recurrentes son los universos paralelos (Lost,
Fringe,
Paradox,
FlashForward) y
el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de
nuevo Lost; también, según dijimos, Mad Men, o el extraño
policial Life
on Mars). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del
presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a
tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo
del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam (Life on
Mars). Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que
devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el
universo paralelo de Fringe, Flashforward, Paradox o Lost
las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos
desde allá nos llegan signos, pistas para evitar ciertos errores.
Así,
las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse
según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla,
y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su
cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto para
instalar allí sus planteos fundamentales puede percibirse en la gran mayoría de
las series, desde Fringe hasta Battlestar
Galactica (su versión 2004, creada por Ronald D. Moore tomando como
base el oxidado culebrón
de los 70 que protagonizó Lorne Greene). El carácter abisal (en el abismo
siempre está el demonio, advertía William Blake), de inminente caída, puede
percibirse en Mad Men, Flashforward y en la breve temporada de Caprica
(precuela del año 2009 de Battlestar
Galactica). En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo
(Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el
abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo que
pisan. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, debe ser aún construido.
Anotación del 2 de junio de 2012: Lástima no haber tenido a mano este artículo de Agamben que publica Link en su blog.
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