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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

jueves, 30 de noviembre de 2023

no hay mal que dure cien años

El original en inglés de este artículo puede leerse en The Nation, la histórica revista abolicionista de izquierda estadounidense. A su vez, el autor de este artículo prologó un libro, Only the Good Die Young (Sólo los buenos mueren jóvenes) publicado por la más reciente Jacobin (revista de izquierda estadounidense que promovió la candidatura de Bernie Sanders a la presidencia) que tenía preparado antes de la muerte de Henry Kissinger e incluye varios artículos sobre la influencia de las políticas del ex secretario de Estado sobre la violencia, las masacres y la desestabilización en varios países del mundo, entre ellos Argentina. Allí hay un artículo del politólogo Leandro Margenfeld sobre el legado de Kissinger en Argentina. Traducción de P.M.

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Henry Kissinger, nacido en la Alemania de Weimar en 1923, ha muerto. Alcanzó los 100 años y, en los últimos años de su vida, políticos, escritores y celebridades lo agasajaron como si fuera la encarnación del siglo estadounidense. Y en cierto modo lo era.

Antes, en tiempos más críticos, lo habían acusado de muchas cosas malas. Ahora que ya no está, sus críticos tendrán la oportunidad de volver a ensayar sus acusaciones. Christopher Hitchens, quien sostuvo que el ex secretario de Estado debería ser juzgado como criminal de guerra, también está muerto. Pero hay una larga lista de testigos de cargo: reporteros, historiadores y abogados ansiosos por proporcionar antecedentes sobre cualquiera de las acciones de Kissinger en Camboya, Laos, Vietnam, Timor Oriental, Bangladesh, contra los kurdos, en Chile, Argentina, Uruguay y Chipre, entre otros lugares.



Se han publicado decenas de libros sobre este hombre a lo largo de los años, pero sigue siendo The Price of Power (El precio del poder), de Seymour Hersh (1983), el que los futuros biógrafos tendrán que superar. Hersh nos dio el retrato definitorio de Kissinger como un paranoico atildado, que oscila entre la crueldad y la adulación para avanzar en su carrera. Pequeño en sus vanidades y mezquino en sus motivos, Kissinger, en manos de Hersh, es sin embargo shakesperiano porque la mezquindad se representa en un escenario mundial, con consecuencias épicas.

Kissinger tiene muchos devotos y muchos de sus obituarios sin duda instarán al equilibrio. Las transgresiones, dirán, deben sopesarse con los logros: la distensión y los subsiguientes tratados armamentistas con la Unión Soviética, la apertura de la China comunista y su diplomacia itinerante en el Medio Oriente. Es en este momento cuando las consecuencias de muchas de las políticas de Kissinger serán redefinidas como “controversias” y relegadas a opiniones más que a hechos. Tras la presidencia de Donald Trump, con el mundo convulsionado por nuevas guerras de conquista, la habilidad política “sobria” de Kissinger es, como varios comentaristas han afirmado recientemente, más necesaria que nunca.

Esperemos comentarios de color: colegas y conocidos que recordarán que tenía un irónico sentido del humor y una afición por la intriga, la buena comida y las mujeres de mejillas altas. Recordaremos que salió con Jill St. John y Marlo Thomas, era amigo de Shirley MacLaine y era conocido cariñosamente como Super K, Henry de Arabia y el Playboy del ala oeste [de la Casa Blanca]. Kissinger era brillante y tenía mal genio. Era vulnerable, lo que lo hacía cruel, y su relación con Richard Nixon era, como dijo el periodista Evan Thomas, “profundamente rara”. Ésos eran los enemigos originales, con Kissinger halagando a Nixon en la cara y quejándose de él a sus espaldas. “La mente de albóndiga”, llamó a su jefe tan pronto como volvió a colgar el teléfono, un “borracho”. Nixonger, llamó a ese dúo Isaiah Berlin.

Nacido en Fürth, Alemania, Kissinger llegó a los Estados Unidos en 1938. Su familia huía de los nazis y los resúmenes de su vida enfatizarán su carácter extranjero. “Chico judío”, lo llamó Nixon. Suele decirse que la visión del mundo de Kissinger, descrita de modo convencional como una valoración de la estabilidad y el avance de los intereses nacionales por encima de ideales abstractos como la democracia y los derechos humanos, choca con la idea que Estados Unidos tiene de sí mismo como bueno de manera innata, como una nación excepcional. “Intelectualmente”, escribe su biógrafo Walter Isaacson, su “mente conservaría su carácter europeo”. Kissinger, señala otro escritor, tenía una visión del mundo que “un estadounidense nativo no podría tener”. Y su acento bávaro se hizo más profundo a medida que envejecía.

Pero interpretar a Kissinger como un extraterrestre que no está en sintonía con los acordes del excepcionalismo estadounidense es no captar el significado del hombre. De hecho, era el estadounidense por excelencia, con su mentalidad moldeada según su lugar y su época.

Cuando era joven, Kissinger abrazó la más estadounidense de las presunciones: crearse a sí mismo, la noción de que el destino de uno no estaba determinado por la propia condición, que el peso de la historia podía imponer límites a la libertad, pero dentro de esos límites había espacio para maniobrar. Kissinger no expresó estas ideas en la jerga vernácula estadounidense. Más bien, tendía a expresar su filosofía en la pesada prosa de la metafísica alemana. Pero las ideas eran en gran medida las mismas: “La necesidad”, escribió en 1950, “describe el pasado, pero la libertad gobierna el futuro”.

Esa línea proviene de una tesis que Kissinger presentó cuando era estudiante de último año en Harvard, un viaje de casi 400 páginas a través de los escritos de varios filósofos europeos. El significado de la historia, como la tituló Kissinger, es denso, melancólico y sobrecargado, fácil de descartar como producto de la juventud. Pero Kissinger repitió muchas de sus premisas y argumentos, en diferentes formas, hasta el final de su vida. Además, cuando llegó a Harvard, el autor tenía una amplia experiencia en el mundo real, en tiempos de guerra, pensando en las cuestiones que planteaba su tesis, incluida la relación entre la información y la sabiduría, el mundo material y la conciencia, y la forma en que el pasado presiona sobre el presente. El propio Kissinger escapó del Holocausto, pero al menos 12 miembros de su familia no lo lograron. Reclutado en 1943, pasó el último año de la guerra en Alemania, donde se esmeró en el ascenso en las filas de la inteligencia del ejército. Como administrador militar de la ciudad ocupada de Krefeld, a orillas del Rin, interrogó a oficiales de la Gestapo, convirtiendo a algunos en informantes confidenciales y ganando una Estrella de Bronce.

Pensar el poder

En otras palabras, la relación entre hecho y verdad, preocupación central de su tesis, no era una cuestión abstracta para Kissinger. Era una cuestión de vida o muerte, y la diplomacia posterior de Kissinger fue, escribe uno de los compañeros de Kissinger en Harvard, un “transplante virtual del mundo del pensamiento al mundo del poder”.

Kissinger, en los próximos obituarios, será llaLa metafísica de Kissinger comprendía partes iguales de tristeza y alegría. La tristeza se reflejaba en su creencia de que la experiencia, la vida misma, en última instancia no tenía sentido y que la historia era trágica. “La experiencia es siempre única y solitaria”, escribió en 1950. “La vida es sufrimiento, el nacimiento implica la muerte”. En cuanto a la “historia”, dijo que creía en su “elemento trágico”. "La generación de Buchenwald y de los campos de trabajo siberianos no puede hablar con el mismo optimismo que sus padres." El júbilo surgió al aceptar esa falta de sentido y esa tragedia, al comprender que las acciones de uno no estaban predeterminadas por la inevitabilidad histórica ni gobernadas por una autoridad moral superior. Había “límites” a lo que un individuo podía hacer, “necesidades”, como dijo Kissinger, impuestas por el hecho de que vivimos en un mundo lleno de otros seres. Pero los individuos poseen voluntad, instinto e intuición, cualidades que pueden utilizarse para ampliar su campo de libertad.mado “realista”. Esto sería exacto si se define el realismo como una visión pesimista de la naturaleza humana y la creencia de que se necesita poder para imponer orden en las relaciones sociales anárquicas.



Pero si se toma el realismo como una visión del mundo en la que se puede llegar a la “verdad” de los hechos observando esos hechos, entonces Kissinger claramente no era realista. Más bien, Kissinger se declaró a menudo a favor de lo que hoy la derecha denuncia como relativismo radical: Sostuvo que no existe la verdad absoluta, ninguna verdad en absoluto más que la que se puede deducir desde una perspectiva propia y solitaria. “El significado representa la emanación de un contexto metafísico –escribió–. Cada hombre, en cierto sentido, crea su imagen del mundo". La verdad, dijo Kissinger, no se encuentra en los hechos sino en las preguntas que hacemos sobre esos hechos. El significado de la historia es "inherente a la naturaleza de nuestra consulta".

Este tipo de subjetivismo estaba en el aire de la posguerra, y Kissinger en sus primeros escritos no parecía diferente de Jean-Paul Sartre, cuya influyente conferencia sobre existencialismo se publicó en inglés en 1947 (y fue citada por Kissinger en The Meaning of HistoryEl sentido de la historia–). Cuando Kissinger insiste en que los individuos tienen la “elección” de actuar con “responsabilidad” hacia los demás, suena absolutamente sartreano, haciéndose eco de la creencia del filósofo radical francés de que, dado que la moralidad no es algo que se impone desde fuera sino que viene desde dentro, cada individuo “es responsable del mundo”. Kissinger, sin embargo, tomó un camino muy diferente al de Sartre y otros intelectuales disidentes, y esto es lo que hizo que su existencialismo fuera excepcional: no lo utilizó para protestar contra la guerra sino para justificar su ejecución.

Creación

Kissinger no fue el único entre los intelectuales políticos de posguerra que invocó la “tragedia” de la existencia humana y la creencia de que lo mejor que uno puede esperar es establecer un mundo de orden y reglas. George Kennan, un conservador, y Arthur Schlesinger, un liberal, pensaban que los “aspectos oscuros y enredados” de la naturaleza humana (en palabras de Schlesinger) justificaban un ejército fuerte. El mundo necesitaba vigilancia. Pero ambos hombres (y muchos otros que compartían su sensibilidad trágica, como Reinhold Niebuhr y Hans Morgenthau) acabaron por volverse críticos, algunos extremadamente críticos, del poder estadounidense. En 1957, Kennan defendía la “retirada” de la Guerra Fría y, en 1982, describía a la administración Reagan como “ignorante, poco inteligente, complaciente y arrogante”. La guerra de Vietnam provocó que Schlesinger abogara por un poder legislativo más fuerte para controlar lo que en 1973 llamaría la “presidencia imperial”. No fue el caso de Kissinger.

En cada uno de los puntos de inflexión de la posguerra en Estados Unidos, momentos de crisis en los que hombres de buena voluntad comenzaron a expresar dudas sobre el poder estadounidense, Kissinger tomó la dirección opuesta. Hizo las paces con Nixon, a quien tildó al principio de desquiciado; luego con Ronald Reagan, a quien inicialmente consideró hueco; y luego con los neoconservadores de George W. Bush, a pesar de que todos llegaron al poder atacando a Kissinger; y finalmente con Donald Trump, a quien Kissinger imaginó fantasiosamente como la realización de su creencia de que la grandeza de los grandes estadistas reside en su espontaneidad, su agilidad, su capacidad para prosperar en el caos sobre –como escribió Kissinger en la década de 1950– “la creación perpetua, en una constante redefinición de objetivos”.

“Hay dos tipos de realistas”, escribió Kissinger a principios de la década de 1960, “los que manipulan los hechos y los que los crean. Occidente no necesita nada más que hombres capaces de crear su propia realidad”. Trump, el presidente del reality show, ciertamente crea su propia realidad. Un “fenómeno”, llamó Kissinger a Trump, diciendo que “algo extraordinario y nuevo” podría surgir de su presidencia.

De Rockefeller a Nixon, de Nixon a Reagan, de Reagan a George W. Bush, de George W. Bush a Trump: fortalecido por su inusual mezcla de tristeza y alegría, Kissinger nunca vaciló. La tristeza lo llevó, como conservador, a privilegiar el orden sobre la justicia. El júbilo lo llevó a pensar que podría, con la fuerza de su voluntad y su intelecto, anticiparse a lo trágico y reclamar, aunque sólo fuera por un fugaz momento, la libertad. “Aquellos estadistas que alcanzaron la grandeza final no lo hicieron mediante la resignación, por bien fundada que fuera”, escribió Kissinger en su tesis doctoral de 1954; “Se les concedió no sólo mantener la perfección del orden, sino también tener la fuerza para contemplar el caos y encontrar allí material para una nueva creación”.

 El existencialismo de Kissinger sentó las bases sobre las que defendería sus políticas posteriores, políticas que trajeron muerte, destrucción y miseria a millones de personas. Si la historia ya es tragedia y la vida es sufrimiento, entonces la absolución llega con un cansado encogimiento de hombros del mundo. No hay mucho que un individuo pueda hacer para empeorar las cosas de lo que ya están.

Antes de ser un instrumento de autojustificación, el relativismo de Kissinger fue una herramienta de autocreación y, por tanto, de autoprogreso. Kissinger tenía la habilidad de ser todo para todas las personas, particularmente para las personas en una posición superior: "No te diré lo que soy", dijo en su famosa entrevista con Oriana Fallaci, "nunca se lo diré a nadie". El mito sobre sí mismo es que no le gustaba el desorden de la política moderna de los grupos de interés, que sus talentos se habrían realizado mejor si no hubieran estado obstaculizados por la supervisión de la democracia de masas. Aunque en realidad, fue sólo gracias a la democracia de masas, con sus casi infinitas oportunidades de reinvención, que Kissinger pudo escalar las alturas.

Producto de la nueva meritocracia de posguerra, Kissinger aprendió rápidamente a manipular a los periodistas y a cultivar a las élites, para quienes se hizo indispensable, y a aprovechar la opinión pública en su beneficio. En un período de tiempo notablemente corto, y a una edad sorprendentemente joven (tenía 45 años en 1968 cuando Nixon le pidió que fuera su asesor ["adviser", en el original, corresponde a un cargo de secretario de Estado en nuestra administración política] de seguridad nacional), había arrebatado el aparato de seguridad nacional a los "hombres del oriente" del establishment. Los blancos anglo-sajones protestantes (WASP) gentiles, con sus egos dirigidos hacia adentro, como el primer secretario de Estado de Nixon, William Rogers, a quien Kissinger finalmente expulsó, no tenían idea de a qué se enfrentaban.



Aún así, al considerar el mundo que Kissinger deja atrás, es importante centrarse no en su descomunal personalidad sino en el enorme papel que desempeñó en la historia de la posguerra. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría, ha habido muchas versiones del Estado de seguridad nacional. Pero a finales de los años 60 y principios de los 70 se produjo un momento transformador en la evolución de ese Estado, cuando las políticas de Kissinger, especialmente su guerra de cuatro años lanzada en secreto en Camboya, aceleraron su desintegración, socavando los fundamentos tradicionales –planificación de una élite, consenso bipartidista y apoyo público– en las que se apoyaba. Kissinger, junto con Nixon, acogió con agrado esta desintegración: “Tenemos que romperle la espalda a esta generación de líderes demócratas”, le dijo Kissinger a Nixon, mientras los dos hombres conspiraban para utilizar la política exterior para obtener ventajas internas. Nixon respondió: "Tenemos que destruir la confianza del pueblo en el establishment estadounidense".

“Éso es”, respondió Kissinger.

Sin embargo, incluso cuando la desintegración del antiguo Estado de seguridad nacional avanzaba rápidamente, Kissinger ayudó a su reconstrucción en una nueva forma: una restaurada presidencia imperial basada en demostraciones de violencia cada vez más espectaculares, un secretismo más intenso y un uso cada vez mayor de la guerra y el militarismo para aprovechar el disenso doméstico y la polarización para obtener ventajas políticas.

Consecuencias

Las guerras de Estados Unidos en el sudeste asiático destruyeron la habilidad para que sean ignoradas las consecuencias de las acciones de Washington en el mundo. Se estaba descorriendo el telón y, al parecer, en todas partes la relación de causa y efecto estaba apareciendo a la vista: en los informes de Hersh y otros periodistas de investigación sobre los crímenes de guerra estadounidenses, en la erudición de una nueva generación de historiadores que cuestionan, en el trabajo de realizadores de documentales como En el año del cerdo, de Emile de Antonio, y Corazones y mentes, de Peter Davis; entre antiguos creyentes apóstatas y verdaderos, como Daniel Ellsberg; en la disidencia de intelectuales como Noam Chomsky. Peor aún, la sensación de que Estados Unidos era una fuente tanto de bien como de mal en el mundo comenzó a filtrarse en la cultura popular, en las novelas, las películas e incluso en los cómics, tomando la forma de un escepticismo y un antimilitarismo generalizados.

Kissinger ayudó a la presidencia imperial a adaptarse a este nuevo cinismo. Fue un maestro en promover la propuesta de que las políticas de Estados Unidos y la violencia y el desorden que existen fuera de sus fronteras no tienen ninguna relación, especialmente cuando se trataba de dar cuenta de las consecuencias de sus propias acciones. ¿Camboya? “Era Hanoi”, escribe Kissinger, señalando a los norvietnamitas para justificar su campaña de bombardeos de cuatro años contra esa nación neutral. ¿Chile? Ese país, dice en defensa de su golpe de Estado contra Salvador Allende, “fue 'desestabilizado' no por nuestras acciones sino por el Presidente constitucional de Chile”. ¿Los kurdos? “Una tragedia”, dice el hombre que se los entregó a Saddam Hussein, con la esperanza de alejar a Irak de los soviéticos. ¿Timor Oriental? "Creo que ya hemos oído suficiente sobre Timor".

Existencialismo imperial

También resultó útil para el blindaje de la presidencia imperial, lo que podríamos llamar el existencialismo imperial de Kissinger, que ayudó a restaurar un mecanismo de negación, una forma de neutralizar el torrente de información que lograba estar disponible al público sobre las acciones de Estados Unidos en el mundo y sus resultados, a menudo catastróficos de esas acciones. Los periodistas y académicos podrían desenterrar hechos difíciles de discutir que demostraran que el derrocamiento de cualquier gobierno democrático o la financiación de regímenes represivos generaban reacciones adversas. Pero Kissinger nunca vaciló en su insistencia en que el pasado no debería limitar el abanico de opciones de Estados Unidos en el futuro. Las grandes potencias, al igual que los grandes hombres, son absolutamente libres: libres no sólo de supervisión moral sino de lógica causal que podría vincular acciones pasadas con problemas actuales.

Los obituarios mencionarán cómo la hostilidad conservadora hacia las políticas de Kissinger (distensión con Rusia, apertura a China) ayudó a impulsar la primera candidatura real de Reagan a la presidencia en 1976. Y trazarán una distinción entre su tipo de política de poder supuestamente testaruda y el "idealismo" neoconservador que nos llevó a los fiascos de Afganistán e Irak.

 Pero probablemente extrañarán la forma en que Kissinger sirvió no sólo como contraste sino también como facilitador de la Nueva Derecha. A lo largo de su carrera, planteó una serie de premisas que serían adoptadas y ampliadas por los intelectuales y formuladores de políticas neoconservadoras: que las corazonadas, las conjeturas, la voluntad y la intuición son tan importantes como los hechos y la inteligencia concreta para guiar la política; que demasiado conocimiento puede debilitar la resolución; que hay que arrebatar la política exterior de las manos de expertos y burócratas y entregarla a hombres de acción; y que el principio de autodefensa (definido en sentido amplio para abarcar casi cualquier cosa) anula el ideal de soberanía. Al hacerlo, Kissinger desempeñó su papel en mantener la gran rueda del militarismo estadounidense girando siempre hacia adelante.

Ningún ex asesor de seguridad nacional o secretario de Estado ha ejercido tanta influencia después de dejar el cargo como Kissinger, y no sólo a través de su constante defensa de la guerra (incluso en Panamá y el Golfo Pérsico). Reagan nombró a Kissinger para su comité presidencial sobre Centroamérica, lo que justificó la línea dura de Reagan en la región; George H.W. Bush nombró a muchos de sus protegidos, entre ellos Lawrence Eagleburger y Brent Scowcroft, para altos cargos de política exterior; y Bill Clinton recurrió a la ayuda de Kissinger para impulsar el Tratado de Libre Comercio con América –el NAFTA– en el Congreso.

Kissinger Associates, una firma consultora privada, se benefició de las consecuencias de las políticas públicas de Kissinger. En 1975, por ejemplo, Kissinger, como secretario de Estado, ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, India, trabajando con el gobierno indio y ayudando a conseguir un préstamo del Export-Import Bank de Estados Unidos para cubrir una importante parte de la construcción de la planta. Luego, después del desastre de la fuga de productos químicos en la planta en 1989, Kissinger Associates representó a Union Carbide y ayudó a negociar, en 1989, un acuerdo extrajudicial de 470 millones de dólares para las víctimas del derrame. El pago fue insignificante en relación con la magnitud del desastre, que causó casi 4.000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. En América Latina y Europa del Este, Kissinger Associates ayudó a negociar lo que uno de sus empleados llamó la “venta masiva” de industrias y servicios públicos, una liquidación que, en muchos países, fue iniciada por dictadores y regímenes militares apoyados por Kissinger.

Kissinger, por supuesto, no es el único responsable de la evolución del Estado de seguridad nacional estadounidense hasta convertirse en la máquina de demolición perpetua en que se ha convertido. Esa historia, que comienza con la Ley de Seguridad Nacional de 1947 y continúa hasta la Guerra Fría y ahora la Guerra contra el Terrorismo, comprende muchos episodios diferentes y está poblada por muchos individuos diferentes. Pero la carrera de Kissinger discurre a lo largo de las décadas como una línea roja brillante, arroja su luz espectral sobre el camino que nos ha llevado a donde nos encontramos ahora, desde las selvas de Vietnam y Camboya hasta las arenas del Golfo Pérsico, hasta el punto muerto en Ucrania y la bancarrota moral en Gaza.

Como mínimo, podemos aprender de Kissinger, que apoyó sin vacilar la Primera Guerra del Golfo y la Segunda Guerra del Golfo, y todas las guerras posteriores, que los dos conceptos que definen la política exterior de Estados Unidos (realismo e idealismo) no son necesariamente valores opuestos; más bien, se refuerzan mutuamente. El idealismo nos mete en el atolladero del momento, el realismo nos mantiene allí mientras promete sacarnos, y luego el idealismo regresa de nuevo para justificar el realismo y superarlo en la siguiente ronda. Y así va.