acaba de aparecer transatlántico 9, la revista del ccpe, con la crónica sobre el cabildo que editara nora avaro (título y bajada le pertenecen, entre otras mejoras).
El Cabildo de la ciudad de Buenos Aires es una leyenda histórica tardía revalorizada por la retrospectiva de la novela nacional más que por su función real durante la gesta de Mayo. Preparado para la gran conmemoración que lo tiene de protagonista, permanece cerrado en los meses previos a la fecha madre, y sus funcionarios se muestran reacios a adelantar los detalles de los festejos. Sin embargo, un recorrido por sus inmediaciones puede deparar aún nuevos hallazgos.
por Pablo Makovsky
Siempre percibí como una victoria poética que la Plaza Mayor de Buenos Aires deviniera Plaza de Mayo. Es que la historia y la naturaleza, como decía aquél escritor irlandés, gustan de las simetrías y copian al arte.
La tarde de principios de marzo, que se anunciaba de un calor seco y ameno, se frita en la Plaza y, en el lente de la cámara de fotos, el bulto blanco del Cabildo reverbera bajo el sol, que ya comienza a correr por Avenida de Mayo hacia el poniente.
El Museo Histórico Nacional del Cabildo y de la Revolución de Mayo, que funciona en la calle Bolívar 65, en edificio del Cabildo, está cerrado por reformas desde el 15 de febrero y hasta el 18 de mayo. “A partir del 15 de marzo ni siquiera funcionará el barcito, porque van a levantar andamios por todas partes”, me dice al teléfono la licenciada Marta Alsina, a cargo de la comunicación y la prensa de la institución.
Con “el barcito” la licenciada Marta Alsina se refiere a “El Patio del Cabildo. Restó y Café”, una confitería que funciona, claro, en el patio empedrado del edificio y tiene entrada por Hipólito Yrigoyen. Debido a las reformas, la feria de artesanos que funciona desde hace unos 20 años en ese mismo patio, pero entrando por Avenida de Mayo, ahora está ahí, junto al barcito.
En la terraza de madera sobre la que están las mesas de la confitería los turistas extranjeros se distinguen de los locales por lo que beben: botellitas de cerveza Schneider ($12 cada una) para los extranjeros, mate y tortas fritas para los nativos ($12 que incluyen un termo de un tercio y un mate de vidrio forrado en cuero con yerba Taragüí, más dos tortas fritas del tamaño de una hamburguesa).
Hay dos varones estadounidenses que se separaron de sus respectivas esposas con sendas señas de mano que significaban: “ustedes (por las mujeres) se van a gastar en la feria”, “nosotros (los hombres) nos sentamos a empinar el codo acá”. Ellos hablan. Uno conocía ya Buenos Aires. “It’s all changed”, dice, y alza el brazo en un gesto que abarca la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, el río allá abajo y quién sabe cuánto más. Luego están los australianos, en la mesa que está en el límite de la cinta roja y blanca que prohíbe el paso al área de reformas que me anunciara la licenciada Alsina. Los australianos, un matrimonio mayor, lucen como turistas clásicos, él no sólo tiene pantalones bermudas color caqui y una chomba con franjas azules y rojas, también lleva un sombrero de algodón y la cámara de fotos, que dejó en la mesa junto al porroncito de Schneider. También hablan del lugar con cierta propiedad, escucho el término colonial (“co’lónial”, dice) un par de veces y nos cruzamos una sonrisa cuando nos descubrimos: él echándose la cerveza del pico y yo chupando de la bombilla. Un claroscuro de sombrillas y de fresnos esparce una suave corriente de aire fresco y, sobre nuestras cabezas, resplandece plena de sol la torre blanca del cabildo. Todos escuchamos “Corazón partido”, el perdurable hit de Alejandro Sanz.
Telón de fondo
El cabildo, escenario privilegiado de la Revolución de Mayo, es en realidad un telón de fondo de la Buenos Aires colonial y de la Revolución misma, que se gestó en la casa de Nicolás Rodríguez Peña, en la jabonería de Hipólito Vieytes y en quintas que estaban en lo que hoy es avenida Callao y Rivadavia (ninguna de esas casas, ubicadas en lo que era Catedral al Sur y al Norte, está hoy día en pie). La sobrevivencia del edificio del cabildo, en palabras del arquitecto e historiador Carlos Moreno (autor de un tomo sobre la Plaza de Mayo), no desveló a nadie durante más de cien años. La declaración de monumento histórico data de 1933, pero recién en 1940 el arquitecto Mario Buschiazzo recupera su simetría colonial, luego de que se mutilaran primero los dos arcos de su flanco norte con la apertura de la Avenida de Mayo y, más tarde, los del sur, al abrir la diagonal Roca.
La Revolución que llevó al pueblo frente al cabildo (órgano de la administración de la ciudad, cárcel y centro de todo tipo de actividades, incluso de la venta de esclavos, según el historiador y arqueólogo Daniel Schávelzon) se realizó en realidad en media Plaza de Mayo, hasta ese entonces Plaza Mayor, porque el espacio de dos manzanas destinada a la plaza estaba interrumpido, hacia el río, por la recova que seguía el eje trazado por la calle Defensa, en cuyo centro hoy está la pirámide de Mayo.
“Esa recova era bastante útil —dice el arquitecto Luis Grossman, director del Casco Histórico de la ciudad de Buenos Aires, uno de los artífices del Centro Municipal de Distrito Centro de Rosario y hombre de larga trayectoria en la arquitectura contemporánea—, porque cruzar la plaza en verano no es tarea sencilla con este sol devorador”. Las oficinas de Grossman están frente al cabildo, en el Palacio de la Prensa, donde funciona la Casa de la Cultura del gobierno porteño, un edificio cuyos arcos y balcones afrancesados asoman desde el patio del cabildo como un segundo cielo, alucinado y titánico.
Pero el gobierno municipal de Torcuato de Alverar, entre 1880 y 1883 (designado por el presidente Roca), no solo acabó con la recova. Alvear, “prohombre” porteño de familia aristocrática, siguió el modelo parisino de Barón Haussmann (que los franceses pronuncian “osmán”): abrió bulevares y avenidas, entre ellas la De Mayo; creó la Plaza de Mayo, donde hizo plantar palmeras que no sobrevivieron mucho más de lo que lo hizo Alvear (1894) y fabricó el paseo de la Recoleta, donde una calle lleva su nombre. Hay que pensar que entre la Revolución y la Buenos Aires francesa de Alvear y Roca existieron las epidemias de fiebre amarilla (1852 a 1871) que vaciaron de aristócratas los barrios del sur (San Telmo y Monserrat), donde se concentraba la producción y la actividad comercial en tiempos coloniales y pos revolucionarios, dando lugar al desarrollo del barrio norte.
“La calle Defensa —dice Grossman— siempre fue una especie de eje del barrio sur y de Catedral al Norte. En su fundación, en el esquema de Juan de Garay, cuando en lugar de la casa de gobierno (la Rosada) estaba el fuerte, la ciudad era simétrica de ambos lados, había siete cuadras para el sur y siete para el norte. La ciudad creció hacia el sur, por el riachuelo, por el puerto y porque tenía la producción, las carretas que venían por el oeste y el sur. En Catedral al Norte estaba la casa de Mitre, la de Sarmiento, la Iglesia de la Merced, la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, donde se cantó por primera vez el himno nacional (hoy Florida entre Bartolomé Mitre y Presidente Perón). Para subir al primer piso de esa casa ahora hay que pedirle permiso a los dueños de una marroquinería y pasar entre las carteras y las billeteras”.
Casco histórico
El Casco Histórico de Buenos Aires alberga hoy unas cien mil personas, según Grossman, que en muchos casos viven tugurizadas. Lo único que sobrevive de la aristocracia porteña que alguna vez habitó la zona son la licenciada Marta Alsina y, acaso, la esquiva María Angélica Vernet Martínez, directora del Museo del Cabildo, quien “no da entrevistas por teléfono”, según deja claro la licenciada en las tres conversaciones telefónicas que tuvimos. Las reformas que convertirán el museo en un escenario multimedia de la Revolución de Mayo, así como unos sencillos interrogantes acerca del funcionamiento de la institución, son en sus detalles un secreto tan bien guardado como la conspiración de los hombres de Mayo en la jabonería de Vieytes. El viernes 26 de febrero, cuando llamo al museo para averiguar por las visitas, una empleada me dice que está cerrado, pero que puedo hablar con la licenciada Alsina recién el lunes, cuando volviese de una licencia. El lunes, la licenciada llega poco más tarde de las 10 al cabildo debido a una congestión de tráfico de la que me informa la empleada del viernes. La charla que tenemos me sirve para confirmar que el Museo del Cabildo está cerrado y que la directora no concede entrevistas por teléfono. Pero la licenciada me remite al órgano por el que parece expedirse la comunicación del cabildo: el diario La Nación. “Hay una nota que fue tapa del suplemento de Cultura donde la señora directora explica cómo será el museo después de la reforma”. Efectivamente, la primera página de Google ya me había puesto al tanto de la nota del 15 de febrero pasado que firma Susana Reinoso: las reformas abrirán por primera vez al público la galería superior del Cabildo, donde tuvo lugar el histórico Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, inaccesible desde 1940. “El acontecimiento —escribe la periodista— quedó registrado en ‘El Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810’, el monumental cuadro de Subercaseaux, que se halla en el Museo Histórico Nacional. Su reproducción, ubicada en la planta superior del Cabildo, será eje de un interesante desarrollo multimedia, conocido como touch screen (un plasma táctil en el que podrán desplegarse ventanas con información sobre los protagonistas y los hechos de Mayo, incluso sobre los gastos de consumo, según revela el historiador Armando Alonso Piñeiro en uno de sus trabajos, ‘diez botellas de vino, seis botellas de Málaga y bizcochos, por veintiún pesos y seis reales’)”.
Ya en Buenos Aires, vuelvo a hablar con la licenciada, quien repite con precisión que la directora no habla por teléfono y que todo lo que tenía para decir podía leerse en la nota que había sido tapa del suplemento de Cultura de La Nación. Aprovecho lo del touch screen para pedirle que me pase un correo electrónico al que enviarle unas consultas que la licenciada promete evacuar. El 12 de marzo de 2010 a las 16:50, el mensaje que había enviado con mis inquisiciones a cabildomuseo_nac@cultura.gov.ar llega con el mensaje: “La Sra. Marta Alsina se encuentra de licencia hasta el lunes 5 de abril”. Firmado: “Museo Histórico Nacional del Cabildo”. Entiendo que en esa firma anónima también se esconde una irreverencia: llamar a Marta “señora” en lugar de licenciada.
Con Luis Grossman, mientras vemos pasar desde el balcón una manifestación por la Avenida de Mayo, conversamos acerca de las reformas que se planean desde el gobierno porteño para el exterior del cabildo. “Los ómnibus —dice— pasan rozando el cabildo, además de producir vibraciones en la estructura del edificio. Planeamos en realidad hacer una vereda, porque no tiene vereda. Vamos a dejar las lajas de piedra, que creo que son del año 30, pero tienen la misma fisonomía y rasgos que los originales. Además de separar la fachada con la vereda, la idea era que hubiera un lugar ceremonial, que el tipo que quisiera ver el cabildo lo pueda hacer sin que le pase una moto por arriba. Al cabildo le falta un atrio, una plaza seca como hay en la mayoría de los cabildos del mundo, en Salta, en Jujuy, en Córdoba, delante del cabildo hay una plaza seca”. Hablamos del cabildo como símbolo histórico, revalorizado por la retrospectiva de la gran novela de la historia nacional antes que por su función real durante la gesta de Mayo. Recordamos aquella novela de Leonrado Sciascia, Los archivos de Egipto, en la que un traductor debe forzar la traducción de unos archivos árabes en los que se juega el linaje y las propiedades de una porción de la aristocracia siciliana. Me refiero al proceso de ficcionalización y leyenda que permiten a las realidades complejas andar de boca en boca. Grossman recuerda entonces el caso de “La casa mínima”, una propiedad de poco menos de dos metros y medio de ancho por once de largo en el pasaje San Lorenzo 380, San Telmo, a la que se llamó “La casa del liberto”, debido a una leyenda que aseguraba que allí vivió uno de los primeros esclavos libertos luego de mayo de 1812. El director del Museo de la Ciudad, José María Peña, tras una investigación catastral, señalaría luego que la vivienda es el rezago de sucesivas subdivisiones de propiedades más importantes que se realizaron ya muy entrado el siglo XIX. Sin embargo, la casa del liberto es hasta hoy la escena de sucesivos peregrinajes en torno a la identidad afroamericana.
Grossman, que dedica gran parte del día a visitar edificios históricos y a escuchar las demandas de organismos dedicados a la preservación patrimonial, es crítico con respecto a las teorías ortodoxas de la conservación. Recuerda que su amigo el arquitecto Antonio Bonet, proponía demoler todo el casco histórico, dejando algunas iglesias como San Ignacio, San Pedro Telmo; y construir viviendas de cuatro o cinco pisos con balcones, con el criterio sanitarista de mantener la mejor orientación, que tuvieran mucho verde. A veces, en esa posición ortodoxa que dice que no hay que tocar nada, es reaccionaria y egoísta, porque la gente que vive en el casco histórico no merece una baja calidad de vida. Como ellos (los conservacionistas) viven en Barrio Norte o Recoleta, se sienten propietarios de esos bienes edilicios, pero ahí vive gente y necesita tener fibra óptica, agua potable, buenos desagües, iluminación. Si no se van a ir y va a ser como tantos lugares del mundo, un casco despoblado, un lugar sin vida, una especie de museo al aire libre. La idea es que el escenario se conserve pero que mantenga la actividad de la vida contemporánea. Un objetivo es que a nosotros no nos importante el turista, sino el habitante del lugar. Si el habitante está bien servido y tiene buena calidad de vida, el turista va a venir y disfrutar”.
El último cabildo abierto
La última vez que el cabildo tuvo un uso público fue el 10 de diciembre de 1983 cuando Raúl Alfonsín, luego de asumir la presidencia en el Congreso, marchó a saludar desde el balcón del edificio. Juliana Ratto, hija del célebre publicista David Ratto (1934-2004), quien gestara la campaña y la comunicación del gobierno alfonsinista, declaró a la prensa en febrero del año pasado que su padre había tenido la idea de que el presidente que inauguraba la democracia una vez terminada la feroz dictadura cívico-militar hablara desde el Cabildo, “porque sostenía que el balcón de la Casa de Gobierno era Perón”. Para el dirigente radical santafesino Luis Changui Cáceres, que acompañó ese día a Alfonsín, las cosas no eran así: “Nunca le escuche a Raúl —dice— un comentario de ese tipo, como si tuviera un complejo de utilización del balcón (de la Rosada), nunca tuvo el más mínimo complejo. Además, para ese entonces ya había pasado mucha agua bajo el puente, en el balcón había estado Galtieri cuando las Malvinas, los festejos del Mundial del 78. El cabildo tuvo que ver con ese logro de una institucionalidad plena, que era un objetivo central, con reconciliar a la sociedad y hacer realidad nuevos sueños. Hubo pocas veces en la historia donde arrancamos tan bien y estuvimos tan cerca de llegar”.
Para José Ignacio López, vocero de Alfonsín en aquellos años, no pudo llegar al cabildo aquél 10 de diciembre, el trabajo y la multitud lo retuvo en otra de las postas de su trabajo. “Que el Presidente Alfonsín —me escribe— saludara desde el Cabildo fue fruto de una idea, otra de las ‘grandes intuiciones’ de David Ratto que su amigo, el doctor Alfonsín, recogió. Como también lo fueron el ‘RA’ o el saludo. O como fue la del decreto que devolvió el sol a la bandera argentina. ‘Hay que dar vuelta la plaza’, esa fue la consigna de David, que todo lo concebía en términos de comunicación. ‘Hay que dar vuelta la plaza’ respondía a ese concepto de Alfonsín de que había que ponerle una bisagra a la historia. Dar vuelta la plaza, mirando al Cabildo, a la civilidad, a los ciudadanos (aquello de tantos discursos de Alfonsin, ‘ciudadanos de uniforme y de paisano’). David bregó por aquella idea (dar vuelta la plaza) y Alfonsín la acogió y ayudó a vencer las ‘resistencias’ del Ceremonial y de seguridad: por lo engorroso del desplazamiento con la Plaza y sus inmediaciones colmadas de gente, como se preveía y como ocurrió. Yo no llegué al Cabildo y mucho menos al balcón. Ni siquiera recuerdo si David llegó hasta allí. Por supuesto que había preocupación entre la gente de seguridad y entre quienes conocían el estado del balcón, que no estaba preparado para eso ni para nada parecido. La preocupación del comisario Tirelli, jefe de la custodia era más que justificada”.
Changui Cáceres estuvo en el Cabildo ese día, pero no recuerda si el primer piso del edificio crujía o no. “En esa época —dice al teléfono— en cada palco que se armaba había el mismo quilombo, entraban treinta pero subían cien. Los muchachos para caretear estaban siempre listos”.
Para Gustavo Mainardi, militante radical en esos años y estudiante universitario, quien llegó hasta la Plaza de Mayo entre las columnas de seguidores que iban a saludar a Alfonsín, el acto desde el cabildo fue de alguna manera un problema: “Porque la Plaza no terminaba de llenarse, porque la gente no terminaba de desagotar la avenida y, además, tenían que llegar y darse vuelta para mirar hacia el balcón”.
El revés de la trama
La historia el cabildo es también una trama. La blancura con la que encandila entre los edificios monumentales de la metrópoli iluminista planificada en 1880 transmite algo que se oculta al mostrarse. Daniel Schávelzon y su grupo de arqueólogos pretenden excavar la Plaza de Mayo para encontrar los restos de la primera iglesia de los jesuitas (que comenzó a construirse en 1710) y llegar a la cripta. “En realidad —dice Schávelzon— se trata de averiguar qué hay de cierto en las leyendas relativas a los viejos túneles que cada tanto se descubren en el subsuelo porteño. Lo que logramos establecer es que hay una red de túneles que iniciaron los jesuitas en el siglo XVII y, tal vez, otros tramos que no llegaron a ser unidos por la expulsión de la orden en 1767. Quedan fragmentos debajo de la Manzana de las Luces y del Cabildo”.
Se dice que en esos túneles se encontraron tesoros, catacumbas (porque el Cabildo funcionó como cárcel), las trenzas de los Patricios por lo que se conoció como Rebelión de las Trenzas (el 7 de diciembre de 1811 Manuel Belgrano ordenó a los soldados cortarse las trenzas, el regimiento se rebeló y fueron reprimidos). Los jesuitas, que contaban con arquitectos, constructores y herreros —los mismos levantaban el templo— participaron a principios del 1700 de un proyecto para crear un sistema de defensa de la ciudad. La idea, hasta donde pudieron llegar los arqueólogos, habría sido unir edificios importantes y permitir el escape según un sistema clásico europeo. Pero, según relevaron las excavaciones de Schávelzon, el proyecto quedó trunco y sólo hay fragmentos de esos túneles bajo algunos edificios como el cabildo.
El mismo Schávelzon señala en uno de los artículos que se encuentran en su página de internet: “Hasta el siglo XVIII los esclavos eran vendidos en los arcos del Cabildo en plena Plaza de Mayo. Es válido preguntarse entonces por qué la literatura y el arte están plagados de imágenes vívidas del herrado de vacunos y no de gente, o de recuas de mulas y no de esclavos, ¿no existían o no los quisieron ver? Todo esto no pasaba lejos, en la montaña o en la selva, sino aquí cerca, en plena ciudad: los mercados negreros estaban en los alrededores de lo que era el antiguo centro y la ranchería de los esclavos de los jesuitas estaba en plena Plaza de Mayo, la de los dominicos a cuatro cuadras, unos metros más y seguían los franciscanos y las demás órdenes religiosas, y en Balcarce y Belgrano estaban los esclavos a la venta en los grandes patios de la casa de los Azcuénaga-Basavilbaso. En 1803, cuando las ideas liberales ya avanzaban incluso aquí, el síndico procurador del Cabildo hizo una presentación en la que se quejaba de las empresas negreras por ‘no darles entierro a los que mueren, arrojándolos en los huecos —plazas— que tiene la ciudad’”.
En sus Cinco años en Buenos Aires, el anónimo viajero inglés que vivió en la ciudad entre 1820 y 1825, anota que era frecuente ver los cadáveres de los muertos tirados en la plaza junto a un platito que servía para juntar las monedas que pagarían su entierro. Morirse en Buenos Aires en esos días no era una tarea muy pulcra. Mariquita Sánchez de Thompson anota en sus excepcionales recuerdos que la costumbre era envolver los cuerpos en una mortaja que era el hábito viejo que se le compraba a un sacerdote por 30, 40 o 50 pesos —porque se creía que “daba indulgencias”— y enterrarlos, sin ataúd, en las iglesias (todas en los alrededores de lo que luego Alvear bautizaría Plaza de Mayo). “Se puede considerar el olor —escribe— que habría en estos templos y la indecencia de poner delante del altar estas miserias. ¡Pues esto ofreció una gran resistencia para hacer un cementerio!”
El Cabildo, cuyo nombre proviene del término “capítulo” (a la cabeza), con el que la iglesia designaba sus reuniones, es también legendario en ese sentido: su función en el relato de la historia nacional resulta poética porque ofrece una escenografía y le pone nombre a ese espacio a configurar entonces que era la Argentina, cuyo pasado es, como todo lo que ha partido, tan propio como ajeno.