No recuerdo si fue Andrew Sarris o quién que celbraba del cine de Woody Allen que tuviese el buen tino de robar de las mejores películas. Espero que me quepa el mismo argumento luego de "copiar" descaradamente esta entrada de Matías en Golosina Caníbal, blog que sigo con entusiasmo.
Matías reproduce acá un artículo en el que Aira, según su plan de una literatura sin estridencias (perdón, el concepto es mío), repasa a Juan José Saer y argumenta a su favor su estilo de taller literario, su laboriosidad y su "seriedad". Para mí, que de Saer lo que más disfruté son sus lectores, como Sergio Delgado, la tesis de Aira me resulta terriblemente tentadora para cambiarle el signo.
Zona peligrosa
por César Aira
Los únicos dos novelistas “presentables” que tenemos hoy por
hoy los argentinos, Juan José Saer y Manuel Puig, viven, por una coincidencia
quizás explicable, fuera de la Argentina. Es como si hubieran decidido asumir,
con el peso simbólico de sus personas mismas, la calidad profesional de su
trabajo; o bien, por lo mismo, como si se hubieran propuesto aminorar nuestros
motivos de jactancia, que de otro modo podrían aplastarlos y esterilizarlos.
Tenemos dos novelistas que mostrar al mundo, pero el mundo retiene como rehenes
a nuestros dos novelistas, y nos devuelve, siempre en forma enigmática, el
reflejo de su talento.
El caso de Saer es, no menos que el de Puig, intrigante.
Hasta Cicatrices (1969) su obra tenía
una impronta juvenil, de aprendizaje y vacilaciones. Después, uno y otras se
fundieron, sin perderse, en un trabajo que los valorizó. Percibimos en estas
persistencias una obstinación peculiar, la de seguir siendo un joven
provinciano que trata de escribir novelas, que se esfuerza casi al límite de su
potencia, que pretende hacerlo como los novelistas de verdad... Para sostener
esta actitud, que tiene algo de heroico en su humildad, hay que hacerlo en
París, no en Colastiné.
Por otro lado, la obra de Saer vista en su conjunto tiene la
particularidad tan poco latinoamericana de que cada libro que escribe es mejor
que los anteriores. En un continente donde lo característico es escribir algo
realmente bueno a los veinte años, y después dedicarse a declinar, Saer es un
europeo. Salvo que, al mismo tiempo y a diferencia de un europeo, ese
transcurso progresivo lo vuelve el eterno aprendiz, y pone la técnica, en
sentido amplio, en primer plano. Mientras el estilo de un europeo es su
persona, el de un americano es su trabajo.
Claro que cuando uno es un novelista presentable, puede
sentir la deletérea tentación de seguir siéndolo, de no decepcionar a los
lectores, o peor todavía, a los críticos, o, muchísimo peor todavía, a los
jefes de departamento de las universidades norteamericanas. Más en general, se trata
del peligro de que la literatura contemporánea se presente como “buena” o “gran”
literatura aprobada a libro cerrado, algo así como clásicos automáticos. Es el
caso, por mencionar uno reciente, de La
Desesperanza de José Donoso (que no he leído por lo que puedo opinar sin él
estorbó del juicio, que seguramente sería encomiástico), típico libro “importante”
y “bueno”, bueno de veras y sin ironía, si vamos a ajustarnos a los cánones
aceptados. Pero cuando un libro no puede ser otra cosa que un buen libro, es
como si le faltara algo, me parece. Saer en cambio, lo mismo que Puig,
conservan una buena dosis de peligro. De hecho, por suerte, viven al borde del
fiasco.
En el taller
literario
El modelo de las novelas de Saer quedó establecido en Cicatrices, seguramente la más floja de
sus novelas de madurez (juicio que puede deducirse con toda limpieza del hecho
de que es la primera). El modelo es el ejercicio de taller literario, basado en
una consigna lo bastante inteligente como para que de una buena novela, y
ejecutado con la mayor destreza posible. Esto último se explica porque cuando
uno regresa a las aulas, así sea en la más libre fantasía, es inevitable que lo
persiga la inquietud por la nota que le pondrán. Cicatrices llenaba el papel de modelo del modelo, o modelo maestro,
por incluir varias consignas diferentes sucesivas.
En las novelas subsiguientes, el método se va asimilando a
lo mejor, a lo más literario, de la labor de Saer. Con todo, sigue visible.
Cada uno de sus libros está recorrido por una profunda hendidura, que divide
dos campos: lo que el autor se propuso escribir, y lo que escribió. Que lo
segundo coincida exactamente con lo primero, no hace más que subrayar la
separación de las dos instancias; al ser exitoso, el resultado demuestra ser
justamente eso, un resultado. Escolar aplicado, honesto a más no poder, Saer
produce la impresión de que la literatura es un trabajo como cualquier otro,
algo que se aprende y después se realiza. Teniendo a la vista su producción reciente,
uno se pregunta si no será así realmente.
En cuanto a lo que puede quedar afuera con semejante
método... Sí, es cierto que podemos extrañar algo de locura, de inesperado, de
apasionado. Pero debemos agradecer que hasta ahora Saer no se haya propuesto
incluir ese tipo de elementos, porque, como es habitual en él, los habría
incluido a la perfección, colmando al milímetro sus intenciones. Y la locura o
lo inesperado, cuando obedecen a una intención, se desvalorizan. En ese
sentido, ha tenido el buen tino de abstenerse.
Lo anterior no tiene nada de peyorativo. Ha habido grandes
escritores, de los más grandes, que han sido así. Para no dar más que un
ejemplo, supremo, Zola. Ahora bien, con Zola la novela comenzó a ser “experimental”.
Es lógico que este sistema de escribir novelas obedeciendo a una intención,
lleve a los experimentos de novela, a las consignas personales. Se llega a un
punto en el que, tratándose de un autor que conozca su oficio, no es necesario
juzgar la novela, sino la idea que la preside.
Un lector de Saer compra, si es que se decide a comprarlo,
un libro, un buen libro, no la manifestación del arte de una persona. (Con Puig
pasa lo contrario: se compra Puig, y secundariamente un libro, un buen libro.)
Es el estilo inglés, que tantas satisfacciones dio antes de degenerar en la
industria del best-seller. Las últimas novelas de Saer han sido todo
satisfacción para un lector culto, interesado y predispuesto a cierto esfuerzo
(esto ya no es tan inglés).
El Limonero Real
(1974) fue el mayor esfuerzo del autor, y el que más lo exige del lector. Se
trata de un experimento con el tiempo, insólitamente borgeano. Un tour-de-force, ligeramente excesivo. Se
emerge de sus muchos cientos de páginas con la satisfacción del deber cumplido,
y un excelente recuerdo (y la vaga promesa de no volver a acometer semejante
lectura por mucho tiempo). El descuido inconcebible de la crítica, que no
percibió la calidad única, incomparable, de esta novela en la literatura
argentina, benefició a Saer. Si hubiera tenido en su momento el éxito que
merecía, podría haber avanzado por la vía heroica de las arideces de la
lectura, y conociendo la aplicación de Saer, habría llegado a cimas
aterrorizantes. Por suerte, tomó el caminó opuesto.
Nadie Nada Nunca (1980) es la novela del puntillismo
lumínico. Como también lo es La Mayor
(1977), libro de relatos y prosas. El “punto en el tiempo”, que en El Limonero Real era el momento clásico
de las doce de la noche del 31 de diciembre, se vuelve una miríada de puntos de
luz en el río, por supuesto heracliteano (Saer es de una ejemplar prolijidad en
sus referencias culturales, por lo general, además, discretas). La flecha del
tiempo, la línea, se hace nudo de cuerpos, fugaz monumento sadiano a la
eternidad.
El Entenado (1983)
representó una ruptura, un cambio de rumbo en el universo temático de Saer, no
en su método. Curiosamente en el autor, es una novela que admite más de una
descripción; creo que fue la primera vez en que los críticos tuvieron serios
motivos para preguntarse cuál era su plan. No es imposible que el mismo Saer
haya empleado dos planes, uno primitivo sobre el qué realizó la invención
novelesca (la tribu de caníbales, la arqueología de su Colastiné “reino
encantado”), y otro al que en definitiva se subordinó el primero, y que podría
resumirse más o menos así: un actor que ha hecho fortuna representando en
teatros y ferias europeos el papel del cautivo entre salvajes, a la vejez
escribe su vida, y por la vía, o el nudo, de la teatralidad, crea el género
literario de la Antropología. Y se vuelve en el proceso una especie de “hijo de
sus obras”, aunque no exactamente un “hijo”, más bien un “entenado”.
En realidad, lo que he dicho antes podría dar la idea
errónea de que las novelas de Saer son simples y transparentes, por ser el
resultado automático de un trabajo hecho a conciencia. No hay nada de eso. Por
una parte, el resultado no es del todo automático, porque incorpora el tiempo
que dura el trabajo (y Saer se ocupa de ponerlo en claro en los reportajes: “El Limonero Real me llevó nueve años, El Entenado dos y medio, Glosa cuatro”); por otro, el automatismo
mismo, a cuya perfección llegará, si se dan las condiciones, no implica la
transparencia, o la implica de un modo problemático. Como sea, Saer es un
escritor enigmático y abierto a la interpretación. Doblemente interpretable,
porque el lector, antes de llegar a la consideración de la obra en sí, debe
pasar el interrogatorio sibilino que le dirige la esfinge de la intención.
Un “banquete”
santafecino
La última novela de Saer, Glosa (Alianza, 1986, 282 páginas), creo que podría considerarse la
mejor suya, al menos hasta que leamos la próxima. Es también, y esto no puede
decirse con ligereza de las anteriores, de muy grata lectura. Saer ha venido
perfeccionando, quizás involuntariamente, su costado “thriller”, la creación de
un interés hipnótico y esa suerte de impulso deseante por llegar al final,
deseo tematizado al modo paradójico aquí, pues de lo que se trata es justamente
de la eternización del instante de felicidad. En esta clase de thriller, lo que
induce la velocidad de la lectura no es saber quién fue el asesino, sino cómo
se las arreglará el autor para llevar a buen puerto un proyecto tan improbable
de novela.
Glosa es una
novela de trescientas páginas cuya acción transcurre en algo menos de una hora.
Dos personajes recorren la calle principal de Santa Fe, y uno le cuenta al otro
una fiesta a la que ninguno de los dos ha asistido. Al relator se la ha contado
unos días antes, mientras cruzaban el Paraná en balsa, un informante que no es
muy de fiar. Esos son los enmarcamientos primarios; hay otros, más intrincados,
superpuestos. Como vemos, el taller literario funciona a pleno, en sesión de
exámenes finales. Una novedad, o por lo menos un recurso que Saer no había usado
antes, es el de ajustarse a un modelo “numinoso”, a un mito literario-cultural,
como hizo Joyce con la Odisea. El modelo en este caso es un diálogo platónico,
obviamente. Algo menos obvio es decidir de cuál diálogo se trata. Que todo
indique el Banquete no supone
necesariamente que lo sea de modo exclusivo. En realidad, hay antes un pasaje
por Joyce, no sólo como modelo de la toma de modelos, sino como relevamiento
mnemotécnico de una ciudad perdida. El planteo hace pensar en el Fedro (en un Fedro nietzscheano), en ese momento tan alto del arte de Platón en
que Sócrates y Fedro deciden conversar caminando por el lecho del arroyo,
refrescándose los pies. Aquí no hay arroyo, por cierto, pero sí un aura de
felicidad, o de eternidad en la felicidad, que proviene de una ciudad amada con
un amor tanto más intenso que no se dice de él una sola palabra. (Los planes
tan minuciosos de Saer pueden incluir una maravillosa discreción, de artista
verdadero.) Uno de los personajes, precisamente, viene de recorrer Europa, y
hace todo el tiempo aforismos chistosos sobre las ciudades que ha visitado: “Brujas,
pintaban lo que veían; París, una lluvia inesperada; Roma, se la imaginaba de
otra manera; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada”. La
ciudad, lo expandido y difuso y descentrado por excelencia, se vuelve una frase
talismán, un oráculo servicial, un punto de lenguaje que brilla en la memoria.
Estas descripciones en grageas, que el personaje repite frente a cada
interlocutor que se le cruza (y que recuerdan a una réplica de Oliveira en Rayuela, lo único que le cuenta a
Traveler de sus años en Europa: “si a París vas en octubre, no dejes de ver el
Louvre”, cita de César Bruto) son, más que relatos en miniatura, un modelo de
la pulsión de repetición del relato, vuelto él también portátil y administrable
en toda ocasión. El trabajoso taller novelístico de Saer, los años que le lleva
la elaboración de cada libro, tienen aquí su espejo. En la acción de este
espejo, en el vaivén, hay una neutralización del humor. Pocos escritores
modernos son tan serios como Saer; hay un mecanismo en él que vuelve serios
hasta los chistes. No es un defecto.
Hacia el final, en un epílogo en forma de fuga en el que
Saer demuestra su espléndida destreza y su profundo miedo a la literatura (lo
que tampoco es un defecto: es lo más sano que hay), la evocación del tiempo se
hace bajo el signo de Baudelaire: “la forma de una ciudad cambia más rápido,
¡ay!, que la forma de un corazón”.
Pues bien, ¿qué sucede en este Banquete santafecino, oculto como el corazón de un repollo en la
melodiosa hojarasca de la transmisión de los discursos? Por supuesto, como
somos modernos, no debería suceder nada. Y sin embargo, no podemos evitar ir a
buscar allá al centro una verdad. El Sócrates criollo es un poeta, que tiene
algo (muy poco, es cierto, pero algo esencial de todos modos) de Juan L. Ortiz.
La fiesta es en honor de su cumpleaños, precisamente. Muy en el estilo
platónico (y argentino) todo parece irse en preparativos. Salvo que hay una
discusión, que de pronto se hace importante, crucial, sobre las posiciones
relativas, e hipotéticas, de tres mosquitos. En qué termina esta discusión, es
algo que la mano maestra de Saer nos escamotea a último momento, y para
siempre. En contraste, se nos informa del destino ulterior de los personajes,
con deliberado detalle. Detalle político-tópico, de pésimo gusto, casi al modo
de un Galeano. Pero las obras de arte siempre deben tener una falla, y no
imperceptible ni microscópica, por donde corran ciertas líneas de fuga esenciales.
Además, uno podría preguntarse si la sabiduría constructiva de Saer no habrá
llegado al punto de crear un falso centro temático para ocultar mejor el
verdadero descentramiento.
Sea como sea, si no sabemos qué pasó con los tres mosquitos,
no debemos alarmarnos. No es poco lo que ignoramos. ¿Qué será de nosotros, por
ejemplo? ¿Cuánto nos va a durar la felicidad? ¿Se trasladará la capital a
Viedma? ¿Por qué Borges murió en Ginebra? ¿Cuál será la próxima novela de Saer?
Fuente: Revista ElPorteño, nº 64, abril 1987, págs. 66-68.