"The monster expresses the anxiety that the future will be monstrous", Franco Moretti
El canal FX estrenó el miércoles 10 de julio pasado (en su país de origen, en Argentina puede verse los lunes a las 22 a partir del 15 de este mes) The Bridge, basada en la serie sueco-danesa de 2011 del mismo nombre y protagonizada por el mexicano Demián Bichir y la alemana Diane Kruger. Ella, una policía de la ciudad texana de El Paso y él un policía de Homicidios de Ciudad Juárez, México, donde los datos reales del secuestro y homicidio de unas 700 mujeres en 10 años llenan la atmósfera de la serie de un más allá, un fuera de campo que impide fijar la mirada en la trama lineal: la de la investigación del homicidio de una jueza, cuyo cadáver fue dejado en la línea divisoria del límite entre Estados Unidos y México luego de que el criminal hiciera colapsar los sistemas electrónicos de iluminación y vigilancia.
A decir verdad, no se trata de un cuerpo, sino de dos. Es decir, alguien dejó en la línea divisoria de la frontera los cuerpos cortados de una mexicana y una estadounidense, una jueza conocida por oponerse a la flexibilización de las leyes migratorias.
Extraños
Lo que fascina de estos primeros tres episodios no es tanto las
referencias políticas, reales, “periodísticas”, digamos, a esa zona, como su
realidad ficcional, es decir, el hecho de que sus dos protagonistas se muevan
como extranjeros en la trama. Además de ser Kruger extranjera, su personaje
(Sonya Cross) es una suerte de alien en el mismo departamento de policía y
una suerte de “extranjera emotiva” también en la trama: incapaz de salirse del
protocolo, su obsesión funciona en espejo con la del asesino serial que vemos
en sugestivos movimientos solitarios en el primer episodio. Los dos
norteamericanos, los dos enajenados en su tarea. Pero, hay que subrayarlo, la
cuestión acá no es tanto ese enajenamiento como la extranjería: la detective
Cross que encarna Kruger, como el policía Marco Ruiz que encarna Bichir son de
alguna forma extraños en su propio territorio. Él se hizo una vasectomía que deja
“chueca” su hombría; ella actúa como si desconociera los códigos de ese sistema
cerrado y corporativo de la policía. El personaje de Kruger recuerda, en su
extravagante actitud, a la protagonista de Homeland, Carrie Mathison (Homeland también
está producida por Meredith Siehm, productor de The Bridge).
The
Bridge es,
hasta ahora, es decir, en sus primeros episodios, la forma en la que un crimen
naturalizado deviene extraño: no por su cosa escabrosa, sino por la extrañeza
con la que implica a sus investigadores. Si bien en Ruiz –en su actitud de
policía incómodo por la corrupción de sus superiores– se afirma la mirada
tradicional de Estados Unidos hacia México y, por ende, hacia América latina
(por algo se emite en el sur con tanta celeridad): instituciones y hombres
corruptos, y servidores honestos pero ineptos para enfrentar tanto crimen,
también podemos vislumbrar –lo mismo que en otros personajes que vienen de
cruzar la frontera desde México, como el grupo que vemos en el segundo
episodio– la asimetría del poder que emana del imperio.
Otro dato fundamental: ella maneja una Ford Bronco de fines de los 80.
Frankenstein
Pero volvamos al cadáver en el puente. Su disección y su armado
nos hace pensar de inmediato en el cuerpo de Frankenstein –sí, un cadáver exquisito–: un cuerpo hecho de cuerpos
muertos en el que se animan los fantasmas de todas las mujeres muertas pero,
también, el monstruoso cuerpo de esa multitud migrante que cruza la frontera en
las sombras y abultan, del otro lado, ese sueño ya impreciso de la prosperidad
capitalista. Frankenstein, la novela
de Mary Shelley, fue en su momento, a principios del siglo XIX, una novela “monstruo”,
armada con los restos de los discursos que circulaban entonces, el pseudocientífico,
el literario, el de las leyendas del mundo feudal que se disolvía en el mundo
burgués del capital. Según el célebre ensayo de Franco Moretti (Signs
Taken from Wonders), el monstruo de Frankenstein es una creación
colectiva y artificial como el proletariado naciente en 1816 (cuando Shelley
escribe la novela, aún influida por los ecos de la Revolución Francesa, entre
1789 y 1799). En este frankenstein precario
que trae The Bridge reverberan
también los cuerpos de los migrantes, sin nombres, criaturas colectivas y
artificiales del tráfico de utopías en la frontera. Pero a su vez, acosadas por
un asesino serial, alguien que opera no la individualidad, sino en eso del
individuo que lo confirma en la serie, que lo indiferencia.
Ese cadáver “armado” como un monstruo, como una criatura nueva a
partir de dos cuerpos diferentes, es hasta ahora la mejor metáfora que halló The Bridge
La otra figura es la del puente (“the bridge”). La figura del
puente es una de las más recurrentes en el cine, por ejemplo, el puente sobre
el que se encuentran el exorcista y la madre de la niña poseída en el célebre
film de William Friedkin: un puente es también un punto sin retorno, el cruce
entre dos mundos. En The Bridge ese puente, al que los mexicanos se
refieren como “el Cruce”, el paso entre los dos países, es el umbral del sueño
americano, claro, pero es un sueño que, según señala la puesta en escena, se
parece más a la pesadilla: la soledad del homicida, la de la detective, los
secretos que guardaba el millonario que muere en el episodio inicial y que su
esposa debe desentrañar; escenas que confrontan con las que están filmadas del
lado mexicano, donde –en su debido marco de pobreza y violencia– hombres y las
mujeres transitan espacios comunitarios, desde la feria a la familia.
Los
encargados de interactuar entre esas dos figuras fuertes y calculadamente
brillantes son los personajes y la puesta en escena, que no siempre están a la
altura.
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