Hasta el final del octavo
episodio de la serie, el villano es un empresario que se enriqueció con el
tráfico de personas, de drogas y de violencia a través de empresas fantasmas y
lavado de dinero. Su apuesta actual es el mercado inmobiliario. Tiene comprada
a la policía y la justicia de uno de los barrios emblemáticos de Nueva York, Hell’s Kitchen (traducido: “la cocina del infierno”,
hoy llamado Clinton, en el centro de Manhattan, sobre el río Hudson), donde se
mueve en las sombras y tiene prohibido pronunciar su nombre: Wilson Fisk.
La serie se llama “Daredevil”
y está basada en un cómic de Marvel. La figura del empresario como criminal
inescrupuloso no es nueva, claro, pero en los últimos años, tras la Guerra
contra el Terror y el escándalo de Lehman Brothers –los dos acontecimientos de
nefastas consecuencias económicas y financieras–, la ficción televisiva y
cinematográfica comenzó a escarbar en esos personajes que, como el Walter White
de “Breaking
Bad”, a la par de sus actividades como padres, esposos y amantes, llevan
adelante un plan demoníaco. Es eso, incluso, lo que le dice el sacerdote
católico a Matthew Murdock (Charlie Cox), el ciego que durante el día es socio
de un humilde estudio de abogados y durante la noche es nuestro héroe y
justiciero: el diablo camina entre nosotros de muchas formas.
“Daredevil” no es una de las
mejores series que pueden verse –el 10 de abril pasado Netflix subió a su
plataforma los 13 episodios de la primera temporada– porque nos enseñe a un
empresario demoníaco, como sucedió ya en otras series, sino por cómo pone en
escena su ejecución del Mal y cómo retrata en ese proceso a los personajes
intermedios, a los que deben combatirlo y a los que, creyendo que lo combaten,
le dan argumentos.
Aunque este análisis pretende
ceñirse a la ficción que nos ocupa, no niega las posibles alusiones a las riñas
políticas locales, tan afines a empresarios, jueces, policías, periodistas y
dirigentes políticos.