El
lunes pasado un hombre negro de 46 años fue detenido por la policía en
Mineápolis (la más grande de las ciudades del estado de Minnesota que, junto
con Saint Paul, la urbe que está a su lado y su conurbano, suman casi tres millones
y medio de habitantes en el medio oeste estadounidense), que lo redujo por
poseer –según informes oficiales– un billete de 20 dólares falso. El hombre se
llamaba George Floyd: como muchos de los afrodescendientes que mueren por estos
días de coronavirus en Nueva York, Floyd murió pidiendo “aire”, pidiendo
respirar. Es que el policía Derek Chauvin, que actuó con el respaldo de otros
tres compinches vestidos de azul, lo tenía sujeto y contra el piso con su
rodilla en el cuello de Floyd, lo que terminó ahogándolo y asesinándolo. Lo que
siguió es una confrontación descomunal que aún continúa y este viernes había
cobrado dimensión nacional, luego de que se reportaran disturbios y
enfrentamientos con la policía y la Guardia Nacional (una fuerza entrenada
militarmente que solemos ver en las películas de catástrofes como el brazo
armado y letal hacia el interior de Estados Unidos de su ejército imperial), y
ataques de manifestantes contra empresa de Telecomunicaciones como la CNN o
instituciones como las comisarías de varias ciudades, de Los Ángeles a Nueva
York.
Los
negros mueren en Estados Unidos por ser negros y pobres. Y porque existe una
fuerza policial que trabaja para los “blancos” y lo sabe, como señaló el
viernes un artículo en la revista The Nation.
Horas
más tarde de que esa revista de la izquierda estadounidense publicara su
artículo, la cadena NPR (la radio pública nacional con sede en Washington que
es motivo de observación y está en severos problemas de ajuste cada vez que
asume un gobierno republicano), anunciaba que los enfrentamientos con
manifestantes se extendían por todo el país el viernes a la noche.