Debe haber sido el año 2018, acaso fines de ese año, cuando la temperatura no era del todo inhóspita. Un domingo al mediodía mi hija, que había ingresado a trabajar como extraccionista de sangre al Hospital Provincial de Rosario en los últimos días de 2016, contó en el almuerzo familiar que reunía a sus padres, sus tías y sus abuelos que Hugo, su compañero de trabajo, había sufrido un nuevo ataque al corazón y que posiblemente no volvería a verlo. Terminó llorando aquél relato en ese almuerzo imperturbable en el que toda señal de dolor es expulsada de ese rito que celebra algún tipo de ideal familiar.
Al día siguiente fui a ese hospital cuyos pasillos transité lleno de hipocondría los primeros años que estuve en Rosario para ver a mi hija y visitar a Hugo, que estaba internado en el primer piso junto con otros pacientes menos ilustres y tan proletarios como Hugo, que me recibió encantado y efusivo en una cama que debió haber transitado en sus rondas de extracción de sangre.
Yacía en esa cama de hierro pintado y tenía mi edad, y me dijo que era afortunado por haber criado a esa hija que vivía conmigo. Se recuperaba. Tenía muchas enfermedades, y de cada una se recuperaba a duras penas cada día.
En esa visita sentí que acompañaba a mi hija y, a la vez, que saludaba a un contemporáneo en ese camino de la enfermedad y la incertidumbre.
Este sábado patrio en el que volvió a reunirse la familia, mi hija trajo la novedad de la muerte de Hugo. Murió solo, en su casa, lo halló un vecino, como había temido que sucediera. El viernes, en el reloj del fichero del hospital –contó mi hija– se encontraron con un cartel impreso que decía: “Hoy falleció el compañero Hugo Cuello”.
Hugo no iba al trabajo hacía largos meses, su salud se había deteriorado al punto de no poder disfrutar de nada de lo que había enseñado en sus largos años de extraccionista en el hospital, donde montó choripaneadas y jolgorios en sectores debidamente aislados de ese lugar centenario.
Querido Hugo, ignoro el rostro con el que te conocerá el Señor llegado a ese momento liminar entre el Cielo y el Infierno, pero haber conocido tu rostro me hace contemporáneo de tu breve vida y tu encanto, de las cosas que compartimos sin saberlo. Creo que tu muerte me acerca un cáliz del que bebo ausente porque no hay otra forma de beberlo. Requiescat in pace y que tu paz nos acerque un nuevo encuentro.
Fotografía tomada en el laboratorio del Hospital Provincial a fines de abril de 2019.