Una belleza rural. Eso pienso cuando veo la foto. La
muchacha posa para la cámara con una tolerita a lunares y unas calzas. Tiene
los hombros caídos y los brazos le cuelgan a los costados. Los ojos oscuros nos
señalan algo que no dejamos de buscar. Algo acaso melancólico, porque toda
belleza agita el fantasma de una pérdida que nos vuelve melancólicos. Y esta es
una belleza rural. Una cinta que no terminamos de leer ("Pueblo de
Car...") le cruza el cuerpo, más bien le cuelga del cuerpo que adivinamos
esbelto, pero también suspendido en esa observación que capta la cámara
mientras nuestra belleza rural nos mira desde la oscuridad de sus ojos y yace
en la pose como recostada en la cinta que no llegamos a leer.
La foto está en la página
23 de “Llanura”, uno de los hermosos libritos de fotografías de Matías Sarlo, que él
mismo publica en Lucio
V. Ediciones.
Llanura es un
conjunto de fotografías rurales, tomadas a menos de cien kilómetros de Rosario,
donde Sarlo se formó y trabajó como reportero gráfico hasta hace un par de años
en algunos de los medios más notorios de la ciudad. Hasta que, como en una
declaración de los años 70, se fue a vivir al campo.
Una de las preocupaciones de la teología política es la relación entre el cristianismo medieval y la modernidad secular.
La primera pregunta a hacerse es si una continúa a la otra. Para algunos teóricos, no hay continuidad: el ingreso a la modernidad es una ruptura cualitativa. La modernidad tiene su cosa propia y no debería juzgarse en los términos de la herencia cristiana que la precedió. Según lo entiendo, Blumenberg es acaso el defensor más destacado de este punto de vista.
Si asumimos seriamente que el cristianismo medieval y la modernidad secular tienen continuidad, entonces la pregunta sería si la modernidad es algo bueno. Si la respuesta es sí, surgen dos opciones acerca de cómo ver el cristianismo. La primera es decir que el cristianismo era malo y nos alegra que la modernidad lo haya superado. En la medida en que la modernidad conserve elementos cristianos, éstos deben purgarse tanto como sea posible. Esta es la tendencia sin duda hegemónica hoy en día. La segunda es argüir que ya que la modernidad es buena, el cristianismo, que en cierto sentido llevó a ella, debe haber sido bueno también. Aquí podemos pensar en Hegel o en la "era heroica" del protestantismo liberal (Harnack, Ritschl, etc.).
Si respondemos que no, que la modernidad no es algo bueno, entonces también tenemos dos opciones. La primera es afirmar que el cristianismo era bueno y resultó una mala idea desviarse de él. Podríamos asociar a este punto de vista a la ortodoxia radical y, no sin discusión, con Schmitt. La segunda es apuntar que el cristianismo también era malo, y por lo tanto era natural que condujera a algo tan malo como la modernidad. Esta es la posición de Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, así como de Nietzsche, Foucault y, probablemente Heidegger y Agamben.
¿Alguna conjetura acerca de qué tendencia describe mejor mi trabajo?
“Game of Thrones” hace arte del sufrimiento de su público.
Para cada escena de simple prodigio –por ejemplo, la princesa Daenerys
Targaryen elevándose sobre las arenas de combate en el espinazo de su dragón–
la teleaudiencia sabe que la serie hará valer su propia versión del precio del
hierro: una secuencia desgarradora, indescriptiblemente horrible que te deja
balanceándose en el sofá diciéndote: “Tal vez sea sólo un sueño.” Pero “Game of
Thrones” no se detiene en apariencias.
Gran parte del crédito, por supuesto, va para George R. R.
Martin, quien creó este mundo implacable en su saga de novelas “Canción de
Hielo y Fuego”. Pero los showrunners (encargados de desarrollar el guión en la
serie de HBO) David Benioff y D. B. Weiss tienen un don para crear escenas que
no podrían ser más devastadoras y, a continuación, las vuelven más devastadoras aún. Tomemos la decapitación del héroe Ned Stark. El libro de Martin nos la
muestra a través de los ojos de otro personaje, pero en el episodio de HBO, la
cámara se queda con Ned, y lo vemos buscar a sus hijas con la mirada en la
multitud durante sus últimos segundos. En el episodio La Boda Roja, que nos
lleva el alma, nadie cree que el número de muertos en el libro podía ser
superior; pero la serie de televisión añade a la esposa embarazada del hijo de
Ned en la matanza. Los showrunners incluso inventan escenas horriblemente
delirantes que no están en los libros, al igual que, en la temporada pasada, la
quema viva de la adolescente princesa Shereen, que miré sollozando a través de
una grieta en mis dedos.
Nuevamente el niño halla una video que rodó en Gran Canaria Danny MacAskill, que a esta altura es casi un héroe familiar. Me lo comparte y lo miro lleno de vértigo.
Wiwi, mi hijo (9 años), me en vía por correo electrónico algunos canales de YouTube que estuvo viendo, entre ellos Mr. TVCow, "que hace videos con gatitos", y que yo debería ver.
O este, Boom Riders, sobre el que me aclara en su mensaje: "No es BMX pero hace trucos", con lo que debo abocarme ahora a buscar la diferencia entre BMX y los que "hacen trucos":
En el sanatorio abro la red social y leo a @Andy_tow: "quieren clausurar Uber, pero 'no tienen oficinas declaradas'. faltaria que salgan a la calle las multitudes 'yo soy Uber'".
Y también: "Es cierto que ser feliz es una decisión. El problema es que la suelen tomar otros".
Lo único realmente sorprendente sobre los Panamá Papers es que no hay ninguna sorpresa en ellos: ¿no sabíamos de modo preciso lo que esperábamos aprender allí? Aunque una cosa es saber sobre las cuentas bancarias offshore en general y otra, tener pruebas concretas. Es como sospechar que nuestra pareja nos engaña; uno puede aceptar el conocimiento abstracto, pero saltamos de dolor cuando accedemos a los detalles más escabrosos. Y cuando uno tiene fotografías de lo que está pasando... Así que con los Panamá Papers ya estamos frente a las imágenes más sucias de la pornografía financiera del mundo de los ricos, y ya no podemos pretender que no sabemos.
En 1843 el joven Karl Marx afirmó que el antiguo régimen alemán "sólo imaginaba que creía en sí mismo y exigía al mundo que debía imaginar la misma cosa." En tal situación, avergonzar a quienes están en el poder se convierte en un arma en sí . O, como continuaba Marx, "la presión real debe ser más apremiante si se le añade la conciencia de esa presión, la vergüenza debe ser más vergonzosa mediante su publicidad."
Esta es nuestra situación hoy día: enfrentamos el cinismo descarado del orden mundial existente, cuyos agentes sólo imaginan que creen en sus ideas de democracia, derechos humanos, etcétera, y a través de movimientos como WikiLeaks y las revelaciones de los Panamá Papers, la vergüenza –nuestra vergüenza por tolerar tal poder sobre nosotros–, se hace más vergonzosa mediante su publicación.
El fotógrafo canadiense Christopher
Herwig descubrió por primera vez la arquitectura inusual de las paradas de ómnibus de la era soviética
durante un viaje que hizo en bicicleta, en 2002, de Londres a San Petersburgo.
Se había desafiado a sí mismo a tomar una buena foto cada hora cuando lo
sorprendió el diseño de las garitas para esperar el ómnibus en rutas a veces
desiertas. Doce años más tarde, Herwig recorrió más de 25 mil kilómetros en
catorce países de la ex Unión Soviética en auto, bicicleta, ómnibus y taxi para
hallar y documentar estas paradas de autobús.
Las paradas de ómnibus en pequeñas localidades prueban haber
sido un terreno fértil para la experimentación artística y parecen haberse
erigido sin restricciones de diseño o preocupaciones presupuestarias. El
resultado es una asombrosa variedad de estilos y de tipos en toda la región,
desde el brutalismo estricto hasta una extravagancia exuberante.
El libro Soviet Bus
Stops –seleccionado a principios de este año como uno
de los libros más raros de 2016– es la colección más exhaustiva y diversa
que se haya compilado sobre diseños de paradas de autobuses e incluye ejemplos
de Kazajstán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirgyzstán, Tajikistán, Ucrania, Moldavia,
Armenia, la región en disputa de Abkhazia, Georgia, Lituania, Latvia, Bielorrusia
y Estonia.
Christopher Herwig (herwigphoto.com)
recorrió más de 90 países y hoy día reside en Jordania. Realizó fotografías en
algunos de los lugares más remotos del planeta para publicaciones como GEO, CNN
Traveler, Geographical, y Lonely Planet.
Las series, lo decimos una vez más, parecen relevar hoy al cine
de la tarea de explorar todos los rincones de esa trama que llamamos”realidad”,
término que, según un célebre autor ruso, siempre debe ir entre comillas.
Y la realidad que abordan las series, en la gran mayoría de los casos, suele
ser política. Y no sólo porque los autores de series (guionistas, showrunners y
productores) tienen su ideología y sus posiciones, sino porque la gran
maquinaria de lo político ha ingresado en lo más íntimo de la vida privada de
un modo desconocido hasta hoy en la historia de la humanidad.
A tal punto esto es así que los terrenos en los que suelen exponerse los
conflictos de la política en algunas de las mejores series son la familia (TheAmericans), la
relación padres e hijos (Homeland) o las relaciones amorosas (la recienteBillions, por ejemplo) es decir, los rincones más
íntimos de la vida de las personas o, como lo plantea Amador Fernández
Savater en un debate reciente, “¿Qué puede hacer la política
cuando el neoliberalismo y la vida son una y la misma cosa?”
En ese contexto puede verse la miniserie de seis episodios que la BBC puso al
aire hace una semana,Undercover, con un
agregado: es la primera vez que el canal más importante de Gran Bretaña estrena
un show protagonizado por dos actores negros, la brillante SophieOkonedo (quien
incluso participó junto con el creador Peter Moffat en la elaboración del
guión) y Adrian Lester, ambos premiados en más de una ocasión por sus papeles
en cine.
Pero antes hay que hacer un poco de historia.
El
oficial A
En marzo de 2010 el periodistaTony Thompson publicó en The
Guardianun
extenso artículo en el que entrevistaba a un policía encubierto bajo el nombre
de “Officer A”, quien contaba cómo había visto desmoronarse su vida luego de
casi cinco años (entre 1993 y 1997) de trabajar infiltrado en grupos de
activistas que la policía Metropolitana de Londres sospechaba de violentos. Su
tarea había incluido relaciones amorosas y formales con mujeres a las que había
engañado, más allá de sus simpatías personales.
Por primera vez el periodismo daba cuenta de una sistemática política de infiltración
de la policía londinense en grupos de activistas de izquierda (desde
trotskistas a organizaciones de defensa de las minorías sexuales o raciales)
que se venía llevando a cabo desde el año 1968 a través de lo que se llama el
Special Demonstration Squad (SDS): Escuadrón Especial de Manifestaciones.
En su nota, Thompson describe a Officer A “con una larga cola de
caballo en el pelo, personalidad furibunda y predispuesto a los temas más
delicados del trotskismo que había aprendido en sus años de infiltrado. Nunca
fue sospechado por parte de sus amistades de ser miembro del SDS”. Y describe a
esos policías secretos como los peludos (“hairies”), por llevar el pelo largo.
La unidad consiste en diez agentes que trabajan a tiempo completo y a quienes
se les da una identidad nueva, una casa, vehículos y trabajos que son una
tapadera para que realicen sus actividades en el campo por al menos cinco años.
Decisión informada
Lo que llevó al Officer A a contarle su historia a Thompson
en The
Observer (uno de los periódicos de domingo más antiguos del
mundo –se publicadesde
1791–, hoy parte del grupo editorial liberal de The Guardian) fue
la convicción de que el público debería ser capaz de tomar una decisión
informada acerca de “si esas actividades encubiertas eran realmente necesarias,
dado su potencial de restringir movimientos de protesta legítimos.”
En enero de este año también The Guardian publicó una historiaacerca
de una mujer que había aceptado una propuesta de matrimonio de Carlo Neri,
quien resultó ser un policía infiltrado que ya estaba casado.
La mujer, que mantuvo una relación con el policía entre 2001 y
2005, demandó a la policía Metropolitana londinense para que le diera algún
tipo de respuesta por lo que consideraba torturas psicológicas y físicas, ya
que el tal Neri (se trataba de un nombre de fantasía) había llegado a
proponerle que tuviesen un hijo juntos y, luego, se quebró al contarle la
historia de la muerte de su padre, algo que Andrea (como se dio a conocer
la mujer) creía parte de una estrategia fingida de su prometido, a quien los mismos
activistas habían desenmascarado.
En la nota firmada por Rod Evans, leemos que “Andrea interpeló a
la Metropolitana para que le pidieran perdón y le dieran una respuesta ‘certera
y honesta’ por lo que le habían hecho, ya que el comportamiento de Neri ni
siquiera se justificaba. Dijo que la policía había abusado de su vida y la
había metido en un trauma inmenso cuando los grupos en los que militaba ni
siquiera eran violentos.”
El enfrentamiento legal de Andrea con la policía londinense fue
el último de los conocidos en un campo minado de sospechas y dolor, ya que se
estima que desde 1968 muchos policías encubiertos entablaron relaciones y hasta
se casaron con los objetivos a los que fueron destinados.
En otra ocasión, la Metropolitana debió desembolsar más de 400
mil libras a una mujer que por casualidad descubrió que el padre de su hijo era
un agente encubierto.
Andrea –quien militaba
en una organización antirracista del partido Socialista que comenzó sus
actividades a principios de la década de 2000– declaró que se había enamorado de Neri y pensaba que
pasarían el resto de su vida juntos hasta que él apareció con un brote suicida,
una historia que ella cree fue por completo armada.
Andrea.
Undercover
Con estos datos, que también relevó la BBC, Peter Moffat, un excepcional autor que
dejó su carrera de abogado para meterse a hacer guiones de televisión y cine,
creó Undercover, una miniserie de seis episodios estrenada el 3 de
abril último en la que una abogada negra (Okonedo, una afrobritánica que no
necesita ser bonita para deslumbrarnos) es postulada a fiscal general al tiempo
que descubre que el idílico matrimonio en el que está sumergida hace casi dos décadas
es una mentira.
Con
una puesta en escena ejemplar (planos muy generales para dar cuenta de la mayor
intimidad: los momentos en que los personajes son “tomados”, “poseídos” por la enfermedad
o la desesperación y, a la vez, planos detalle –el anillo matrimonial– para
señalar esos raptos de conciencia de los protagonistas), Undercover promete ser una de esas largas películas de seis horas a
las que nos acostumbraron las series: una cita con lo real que, gracias al
artificio de la ficción, podremos contar un día para explicarnos el mundo en
que vivimos.
En noviembre de 1953, diez científicos, algunos de
la CIA, se reunieron en una cabaña en Maryland para su conferencia e
intercambio de mitad de año. El segundo día apareció una botella de Cointreau
–había sido enriquecida con LSD. Luego de que estuviera vacía, Sidney
Gottlieb, director de programas de la CIA, informó a sus colegas que
estaban allí para un paseo salvaje.
A pesar de que todos los hombres parecían soportar
bien sus respectivos “viajes”, las cosas estaban a punto de tomar un giro para
peor. Gottlieb, según un informe de 1976, no se dio cuenta de nada extraño a propósito
de su colega, el científico Frank Olson, antes de que ingiriera su dosis. Esa
noche había estado muy hablador y bullicioso, todo estaba bien. Sin embargo, el
día siguiente Olson parecía muy agitado y, a continuación, deprimido; ese mismo
mes lo mató una caída de 10 pisos de un hotel en Washington.
Gottlieb era la cabeza de un programa
ultrasensible de la CIA
llamado MKUltra, encargado del desarrollo del comportamiento y el control
mental que comenzó en 1953 y duró hasta mediados de la década de 1960. Sí,
suena loco, pero ese era el furor: Estados Unidos estaba en medio de la Guerra
Fría y acababa de salir de la Segunda Guerra Mundial, que había despertado un
"interés general en la propaganda" y la "manipulación
psicológica", según H.P. Albarelli Jr., autor de “A Terrible Mistake: The
Murder of Frank Olson and the CIA’s Secret Cold War Experiments” (“Un error
terrible: el asesinato de Frank Olson y experimentos secretos de la CIA en la
Guerra Fría”). Los directores del proyecto estaban intrigados con la idea de
drogar a los líderes mundiales y hacerlos quedara en ridículo en público
mediante la dosificación de sustancias en poblaciones enteras a través del
suministro de agua, lo mismo que la manipulación de los sospechosos durante los
interrogatorios. En lugar de una guerra contra las drogas, era una guerra con
las drogas.