“Infinito”, lo llama el
periodista y escritor Leonardo Moledo. Se refiere a José Emilio Burucúa,
historiador del arte y uno de los intelectuales más importantes de la
Argentina, doctor en Filosofía y Letras y miembro de número de la Academia
Nacional de Bellas Artes, quien presentará el viernes que viene a las 19.30 enel Museo de la Memoria (Moreno y Córdoba) “Cómo sucedieron estas cosas”.
Representar masacres y genocidios. Una análisis erudito y exhaustivo sobre cómo
y a través de qué figuras se representaron las matanzas a lo largo de la
historia. Desde la antigua Grecia a la guerra de Líbano o la última dictadura
en Argentina, ese acto que sólo los humanos son capaces de cometer –acorralar a
inocentes desarmados y darles muerte– es visto, es decir, es analizada su
imposibilidad de ser representado de manera directa, porque hay algo allí de lo
indecible, de lo inmostrable, mediante las figuras frecuentes con que lo
registra el arte de todas las edades: la cacería, el martirologio, el infierno
y la silueta o la sombra. El Siluetazo, un proyecto de Rodolfo Aguerreberry,
Julio Flores y Guillermo Kexel, se concretó con una acción colectiva realizada
por primera vez en la plaza de Mayo, Buenos Aires, en la tarde del 21 de
septiembre de 1983: un registro fotográfico y documentación sobre las siluetas
de los desaparecidos. Esta nueva figura, que Burucúa y Nicolás Kwiatkowski
–coautor del libro– rastrean en las paredes de la Hiroshima postnuclear y en
figuras literarias como Peter Schlemihl, el hombre que pierde la sombra, este
uso de la silueta y la sombra en las representaciones más recientes de las
grandes masacres del siglo XX.
Imagen de Museo Macro.
“Cómo sucedieron estas cosas”, una cita de Hamlet, de William Shakespeare –que el viernes presentará junto con los actores el director del museo de la Memoria, Rubén Chababo– intenta reconstruir, a través de las representaciones todos los planteos que, desde la historia, plantea ese interrogante cuya respuesta, como decía Primo Levi, cuya comprensión última, acaso involucraría cierta “simpatía” con los perpetradores de algunos de los actos criminales más espeluznantes de todas las épocas.
Burucúa, en esta entrevista que mantuvo con nosotros, no
rehúye pensar con todos los elementos de su vasta erudición, además de los que
le provee el entrevistar: desde las imágenes mediáticas de los decapitadores de
Estado Islámico hasta las fantasías de zombies que proliferan en el cine y la
televisión más reciente.
—En su libro Cartas norteamericanas hace unos comentarios
sobre lo bello y lo sublime, usted escribe: “La víctima absoluta no ha
sobrevivido para contarlo, sólo sobrevivieron sus asesinos. Vale decir que si
lo bello puro es el espectáculo de la máquina de los cielos en el ojo de Dios,
lo sublime puro es el espectáculo del interior de la cámara de gas en el ojo de
un SS. Por esta razón, cuando Stockhausen dijo que la obra de arte más grande
de la historia había sido la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de
septiembre de 2001 (afirmación que le ha bloqueado para siempre el acceso a los
Estados Unidos), se refería a una obra sublime y por ello me temo que estaba en
lo cierto. (...) El suponer que podemos hallar lo sublime puro nos convierte en
instrumentos de un terror sin fronteras y en los perores criminales de la
historia.” Este asunto, entiendo, está en el meollo de Cómo sucedieron estas
cosas. ¿Cómo analizar la representación de la masacre y el genocidio a partir
de lo bello y lo sublime?
—Lo que pasa es que lo bello quedó excluido desde el
comienzo, es imposible que ahí, en el análisis del libro aparezca, porque
implica equilibro, armonización de medidas, contención emocional o, por lo menos
una armonía emocional que es imposible a la hora de representar masacres. Y en
cuanto a lo sublime, sí claro, pero es ese sublime que se ubica en el extremo y
no podemos soportar, sublime siempre tiene que ver con el temor y un
sentimiento de pequeñez y debilidad frente al infinito que nos rodea, o fuerzas
de la naturaleza que nos superan, y entre esas fuerzas está la de la Historia, la
del hombre que también pueden alcanzar esas cuotas terribles de lo sublime,
pero es el sublime absoluto el que tendría que utilizarse en este caso, y ese
no podemos soportarlo.
—No era ese el objetivo del libro.
—La categoría que buscamos con Nicolás (Kwiatkowski) es ver
cómo se representa a partir de ciertas formas que hacen posible la
visibilización de las masacres, y fuimos al estudio de estas formas como la
cacería, el martirio, la figura del infierno, que es un invento muy moderno, un
infierno en el que se ha desactivado la dimensión moral, porque las víctimas
son el antónimo de los condenados infernales, pero parecen condenadas a los
tormentos del infierno; por eso insistimos en la inocencia radical de la
víctima de una masacre, quien lo que padece es ser masacrado y no tiene ninguna
conexión que ligue eso que padece con cualquier cosa que haya podido hacer
antes. Si se masacrase a los peores asesinos como personas inermes que nada
pueden hacer, en ese acto esas personas se convertirían en inocentes, por más
cosas monstruosas que hayan hecho, porque nada justifica o legitima el terror
de la masacre, esa muerte infligida a una masa de seres humana desarmada. Por eso
lo sublime no podía aparecer ahí, porque siempre hay una cuota de emoción
estética que no es lo que buscamos, sino lo de hacer tolerable mediante
metáforas eso irrepresentable de la masacre. La silueta multiplicada es la
cuarta fórmula, la de los genocidios del siglo XX, para los que no bastaban las
formas anteriores. Entonces la fórmula nueva es la de multiplicación de las
siluetas o sombras, en ese sentido El Siluetazo argentino fue fundamental,
consagró la fórmula.
—¿Cómo es que es moderna la representación del infierno?
—Fuera de su dimensión moral. Lo primero que imaginaban lo soldados
británicos o soviéticos cuando se encontraron con los campos de concentración
del nazismo, era eso, el infierno, así se los transmitían a sus familiares en
las cartas que les enviaban desde el frente.
—Usted se refiere muchas veces a la distancia –el concepto
de Warburg de crear una distancia entre el ser y el mundo– necesaria para el
análisis de ciertas representaciones, ¿podría ampliar un poco ese concepto de
distancia, sobre todo aplicado a cosas que vemos a diario, como bombardeos y
devastaciones registradas por cámaras de televisión?
—Es uno de los grandes problemas de los medios de
comunicación: han extinguido la distancia que debe separarnos de los fenómenos
para poder entenderlos o decir algo de ellos, necesitamos establecer una
distancia con los objetos hirientes con que nos relacionamos. Distancia entre
nosotros como sujetos y los otros objetos, si no, no podemos construir ningún
conocimiento ni hablar con los otros, necesitamos eso que nos separa para
reconocer en el otro a un sujeto semejante, y máxime para cosas tristes
dolorosas, trágicas, que nos absorben y trituran. Ese es el problema con esta
visualización cotidiana de aberraciones en la tevé, que suele estar en los
rincones más íntimos de la casa, esos hechos se instalan en el aquí y ahora sin
conciencia de la distancia espacial o temporal. Es un problema grave, porque pulveriza
nuestra capacidad de comprensión.
—La cultura es distancia, como decían los antropólogos de
principios del siglo XX.
—La construcción de la cultura empieza con la distancia, el
problema está en que si abolimos esas distancias (porque el animal no tiene
distancia, pareciera haber un continuum entre lo que experimenta, siente, teme),
si abolimos la distancia no nos volvemos a transformar en animales, entonces
sospecho que nos transformamos en asesinos, en criminales. Ese es el tema.
Somos lo no humano de lo humano, que es terrible, es el campo de concentración,
la matanza de Camboya; nos convertimos en seres extraños, no en animales, el
único rasgo que podría definirnos es ser criminales, porque matamos sin piedad
a nuestros semejantes, que equivale a un suicidio colectivo. No es un tema sólo
para antropólogos, se nos va la posibilidad de una vida colectiva, nos convertimos
en bestias feroces que no existen en mundo animal.