Entre las fotos que puso en su muro de Facebook hay una en la está de niño, en el año 1968, con los ojos metidos en una página del diario Crónica, donde se lee en grandes caracteres de palo seco: “El padre, a salvo”. Y Leopoldo Brizuela anota: “En la medianoche 2 de mayo del 68, el barco petrolero en que mi padre estaba de guardia, en los muelles de Ensenada, explotó y ardió junto con otros dos. Mi padre consiguió milagrosamente salvar su vida, y lo reencontramos al mediodía. Recuerdo bien la noche iluminada de llamas. Este soy yo en el diario Crónica, leyendo, se suponía, la catástrofe que, de alguna manera, está en todos mis libros”. Esa foto señala algo sobre el autor de Lisboa. Un melodrama que atañe tanto a su vida como a su obra. Lo señala de soslayo, claro, como si allí pudiera leerse el vasto y —para nosotros, lectores— afortunado corrimiento entre ese niño que leía contento, públicamente en el diario que su padre había sobrevivido y el autor que ahora vuelve a verse en el diario con una historia similar, pero transfigurada, dotada de un sentido con el que también podemos armarnos una historia. Leyendo a Brizuela en Lisboa y en Facebook, donde no es extraño que termine gastándome, encuentro siempre esas operaciones: algo se corre y ese deslizamiento irradia una luz nueva e inquietante. Tal vez se deba a que nació en La Plata, en 1963, que es como un corrimiento de Buenos Aires.
Lisboa. Un melodrama es una novela enorme que transcurre en una sola noche en la Lisboa del año 1942, encerrada entre la guerra por un lado y el mar tenebroso de los desterrados por otro. Brizuela, que acoge en su formación sus encuentros con Niní Marshall, María Elena Walsh o Leda Valladares, no sólo despliega una trama coral y unas escenas en las que se ven “los signos de una tragedia que, como la muerte, no estaba dispuesta a distinguir seda de harapos, día de noche”; también a las voces de Enrique Santos Discépolo y Tania (personajes que cruzan esa noche), el cónsul argentino Cantilo, el intrigante Ricardo (supuesto asistente de un alto prelado), o Amália Rodrígues (naciente y real estrella del fado que el autor revive en sus páginas), Brizuela les arranca el tono de una película argentina de los años 40, cuando la producción cinematográfica del país era una de las más deslumbrantes del mundo. Es decir, el tono melodramático de un modo de representar el mundo que era, a la vez, un modo de interrogar un lugar en el mundo. Y es ahí, en ese tono confesional, debidamente anacrónico, tanto como en esa recreación de una ciudad que traza una oscura simetría con la Buenos Aires que se pretende neutral del otro lado del mar, donde Lisboa. Un melodrama se vuelve una experiencia tanto como una lectura.
De eso hablamos con Brizuela, tanto en el intercambio por correo electrónico como, a su modo, en Facebook.
—En tus dos grandes novelas, Inglaterra y ahora Lisboa, hay esa extranjería y ese coro de personajes que de alguna manera cruzan un mar doble: el océano y la historia. ¿Cómo es que tu “dibujo de la historia” se materializa en Lisboa? ¿Qué te ofrecía esa ciudad para pensar cierta escena argentina?
—Antes que nada: no quisiera que pensaras que cuando escribo una novela, o cuando empiezo a concebirla, me planteo elecciones literarias de un modo tan consciente. En un primer momento, fue el fado, o más precisamente, la imagen de Amália cantando esos fados, lo que creó en mí una imagen de Lisboa que coincide claro, con la primera mitad del siglo XX en Portugal. Cuando viajé a Lisboa y estudié la vida de Amália, nada me entusiasmó más que la época descripta en la novela, la de la Segunda Guerra Mundial, en que Amália comenzaba su ascenso fulgurante como cantante popular, ascenso que, como en los casos de casi todas las cantantes populares, ha dado origen a millones de leyendas. Una particularidad de esa Lisboa neutral me quedó en la cabeza, la que señala Erich Maria Remarque en la primera página de una novela: “Lisboa era la única ciudad iluminada a pleno en la noche Europea, oscurecida completamente por el pavor de los bombardeos”. Esa imagen de una ciudad velando encendida entre dos mares de oscuridad: la oscuridad de la shoah y la del mar, entre la vida y la muerte, me parecía una especie de reflejo de Buenos Aires al otro lado del mar y del globo; y fue así, casi intuitivamente, que empecé a descubrir que nunca como en esa época las dos ciudades fueron similares en muchos aspectos: la neutralidad, la atmósfera de fascismo, la inconsciencia. Pero las significaciones que tenía para mí esa imagen de Lisboa son infinitamente más profundas y hasta hoy sigo descubriéndolas: un momento de la vida, su justa mitad, sin padres y sin hijos, un borde donde se expulsa todo lo que no tiene lugar ni en la vida ni en la muerte, casi, claro, como un campo de concentración en sí mismo.
—En 1942, cuando transcurre Lisboa, podría decirse que comenzaba un momento de decadencia del tango, que ya había perdido a Gardel y sobrevivía en las grandes figuras que comenzaban a desaparecer. Sin embargo, Discépolo y Tania asisten en tu libro al surgimiento de Amália. ¿Hay allí algo que se confronta?
—Quizá pueda discutirse que la historia del tango no es así; pero así está presentada en la novela, es verdad. Uso como personajes a artistas reales, cuento sus biografías para detectar ese momento clave en que sienten que, aunque les reste decir todavía lo más importante, no pueden decir más con las herramientas de su arte, que son las de la comunidad. Tanto Gardel, como Discépolo y Tania —a los que la novela presenta como sus sucesores— viven con desesperación esa incapacidad que es la de toda una comunidad para decir lo secreto, lo que se intuye como el núcleo de la propia experiencia, aquello que, si no decimos no entenderemos. En la novela me interesó muchísimo trabajar con dos ideas: que eso que ninguno de los músicos argentinos pueden decir, no porque carezcan de talento o de impulso (todo lo contrario) sino porque su cultura no tiene palabras para ello, consigue significarlo el Cónsul, esto es, el único que no canta, con su propia muerte, que es presenciada por todos los personajes en el último capítulo como un ámbito artístico. Como si, cuando ya no hay palabras ni signos para representar el secreto, sólo cabe decirlo con el propio cuerpo, hacer de este un signo que se leerá en otro lugar y tiempo. En este sentido, sí, Amália es la que recoge la misión de seguir el trabajo de Gardel y los argentinos, en otro tiempo y en otro lugar, cosa que quizás siempre suceda así en el arte, ¿no? Las sucesiones, las tradiciones, se dan de un modo que poco tiene que ver con las fronteras nacionales y las cronologías.
—Inglaterra era "una fábula"; Lisboa "un melodrama". ¿Qué es lo que te interesa de esos géneros en tus historias? En otras palabras, fábulas y melodramas son el origen y el desarrollo de gran parte de la ficción argentina: desde Facundo y Martín Fierro hasta el tango y el cine de oro argentino.
—Añadí al título toponímico un subtítulo a modo de aclaración, para que el lector no confundiera el libro con una guía turística o con un libro de geografía digamos. La denominación “novela” me parecía inadecuada, por pretensiosa. Llamarlos “fábula” y “melodrama” implica decir “esto no es una novela”. Son géneros populares, y mi familiaridad con ellos es muy anterior a mi conocimiento de la alta literatura, seguí consumiéndolos durante toda mi vida, sobre todo en su forma de especie de la canción popular: la folklórica rural y anónima (que tanto canté junto a Leda Valladares) y la canción urbana de principios del siglo XX, sobre todo el tango de la primera mitad del siglo XX y sus reelaboraciones cinematográficas Así, aunque concuerdo en lo que decís acerca del Martín Fierro y el Facundo, no creo que la adhesión a esos géneros populares me venga de la literatura argentina en la que, por otra parte, jamás pienso con la obsesividad y la pasión de mis colegas y contemporáneos, que parecen conocerla hasta en sus últimas novedades e infinitamente más que cualquier otra literatura. La influencia de los géneros populares me viene de mi propia formación en una familia de clase obrera, y en este sentido, si me apuraran, relacionaría mis novelas con las de Manuel Puig, a quien algún día analizaré en relación con su más obvia y ninguneada maestra, Niní Marlshall, o con las películas de Leonardo Favio, sobre todo con Gatica el Mono. Derivo buscando las herramientas que me permitan inventar un género nuevo con el que muy probablemente escriba una novela que se llame “Buenos Aires. Una memoria”.
—Ahora, en el melodrama persiste siempre lo trágico. Y lo trágico es la pelea por el sentido, un sentido comunitario. Si esto es así, ¿hay una pugna por un sentido en este melodrama?
—En verdad, creo que si me sentí tan cómodo cuando empecé a percibir el carácter melodramático del texto, fue porque sentí, precisamente, que a diferencia de la novela, el melodrama admite cómodamente la tragedia: sus reglas de unidad de acción, tiempo y lugar, sus personajes un poco más altos que el ser humano común, su coro y, sobre todo, su sustrato mítico. La necesidad de elaborar un mito de origen es quizá una de las razones más profundas de mi escritura. Al mismo tiempo, el melodrama degrada muy convenientemente la majestad, la dignidad que el mito tiene en la tragedia, lo que conviene mucho más a un relato de esta época. Así como debajo de cualquier tragedia griega hay un mito, debajo de Lisboa. Un melodrama está la propia historia del Cónsul, la que cuenta en los acantilados de la boca de Infierno, y con la que creo que cifré mi propia historia, y me hace sentir muy feliz el haberla concebido. En mis novelas siempre hay multitudes, sólo entre multitudes me siento cómodo en la literatura, aunque en la realidad sea una persona absolutamente solitaria y aislada. Me gusta mucho pensar en los refugiados de la novela como en un coro mudo, o mejor, como un coro de tragedia que habla con su silencio, ese silencio a que los protagonistas de la novela tratan de poner palabras. Es absolutamente brillante la observación sobre la búsqueda de sentido como la principal motivación de los personajes trágicos.
—La escena del barco saboteado con los inmigrantes que intentan dejar Lisboa (en la novela) tuvo su origen en un episodio familiar del año 1968, cuando el petrolero en el que trabajaba tu padre se incendió. ¿Cómo es esa relación con lo autobiográfico en la novela?
—Soy bastante incapaz de autobiografía; desde que terminé Lisboa. Un melodrama escribí, por ejemplo, una serie de relatos breves, estrictamente autobiográficos, y como temía sentí que son mucho más exteriores a mí que la ficción pura, que la escritura toca mi verdadero ser cuando me distraigo de mí. Así, salvo el personaje de Ricardo, directamente inspirado por una persona que conocí, ninguno de mis personajes tiene correspondencia en el mundo real, salvo en datos mínimos claro —por ejemplo: la enfermedad de la Condesa italiana es la misma de una amiga muy querida que tengo, y las borracheras perorantes y patéticas de Discépolo son las de una poeta argentina alcohólica muy conocida—. Pero digamos que sólo logro hacer comparecer la realidad en mis novelas, cuando la transfiguro de acuerdo con la alquimia de la imaginación. En cuanto al incendio del barco en que mi padre montaba guardia, en el puerto de Ensenada, en 1968, y a esa larga noche en que con mi madre lo buscamos por el puerto en llamas: sólo percibí su estrecha relación con la novela cuando ya llevaba muchísimas páginas escritas: al imaginar el estallido de una bomba en el barco no hubo intención alguna de representarlo. Fue al desarrollar esa idea en historia que una angustia muy antigua afloró, una angustia que era la de esa noche infantil y que, curiosamente, no había aflorado cuando, oralmente, contaba los sucesos de esa noche en que mi padre se salvó de la muerte por un pelo. Eso sí te puedo decir: que después de haber escrito la novela cada vez que cuento esta experiencia me conmuevo más, me dejo atravesar con la emoción, por una necesitaría piedad por el chico que fui. Por supuesto, revivir aquella noche de peligro de perder a mi padre fue algo muy comprensible en estos años de extrema vejez de mis padres (mi padre murió poco después de terminada la novela, cosa que toda la novela presiente, también), pero me hacés preguntarme cómo es posible que una vivencia de infancia haya surgido en una novela que, en principio, quería ser una novela de amor únicamente. Y es que quizás ningún amor es posible sin esa asunción del chico que fuimos; uno de los grandes temas de la novela, además, que enfoca la necesidad de todos los personajes de decir su dolor más profundo dejando hacer a las emociones el necesario trabajo de reparación.
—Este asunto me lleva al tema de la memoria, ¿cómo se construye una memoria y cómo construye uno su memoria personal cuando escribe?
—Sólo diré cómo creo que este tema está representado en la novela. Su núcleo, en sus diferentes planos y líneas de acción, es siempre una “confesión”: esto es, en el momento en que los diferentes personajes, alentados por la oportunidad única de encontrar ese interlocutor casi idéntico a sí mismo que siempre han deseado, construyen un relato a partir de su propia experiencia. Poner en palabras eso que han vivido los modifica: más allá de lo que escuchar esa confesión desencadena en los otros, ellos son cambiados por el solo hecho de hacer memoria. Desde este punto de vista, la novela enfoca el modo en que somos modificados por el propio hecho de narrar. Ahora bien, si esto sucede, si el personaje que habla es modificado por el hecho de decir, es porque va trabajando sobre dos tipos de memoria: una que es consciente y que puede narrar sin dificultades de acuerdo con las formas de relato que ha consumido y circulan en su cultura, y otra, digamos, encarnada, una memoria que lleva en sí y a la que, precisamente por eso, obedece dolorosa, servilmente, sin poder salir de esa prisión. Cuando mis personajes cuentan perciben la vinculación entre ese relato y la historia, se comprenden históricos; y comprenden que sólo modificando el relato de su memoria, haciendo que incluya de alguna manera, expresándola, esa memoria actuada, podrán liberarse.
—A propósito del diario de Mircea Eliade en Portugal —que está presente en la novela—: Eliade escribe sus diarios para unir dos dimensiones, la de sus estudios teóricos y la de su vida. ¿Podría ser del mismo modo como sucede en tu novela? ¿Qué otros autores pesaron, al menos de manera consciente, en tu elaboración de Lisboa?
—Me interesa mucho esa idea de la ficción, de la novela, como un campo de experimentación, en donde se contrasta la teoría, la ideología, con esa práctica tan particular de crear ficción, en donde se conjuga la memoria y el inconsciente. Escribir ficción no es expresar un saber, sino un proceso de aprendizaje específico, que involucra, como todo aprendizaje pero acaso en mayor grado, no sólo la razón sino todos los niveles de la sensibilidad. Uno podría decir a lo sumo que pone a prueba sus propias ideas encarnándolas en personajes, y confrontándolas con la experiencia de esos personajes. De ahí mi preferencia por las novelas de largo aliento, por esa experiencia prolongada de la lectura que se parece a vivir en otro país, en otro mundo, viviendo según otras leyes y dejándose forjar por ellas, es decir, cambiando. En este sentido, te confieso que, desde que dejé la facultad, casi no he leído teoría; no por falta de curiosidad, yo creo, sino porque aprendo naturalmente de la lectura de ficción, que casi es lo único que leo, constante, vorazmente, siguiendo un programa imprevisible que los propios libros van armando, digamos. En cuanto a qué libros concretos pesaron sobre la novela, te diría que desde que terminé Inglaterra. Una fábula había sentido una inclinación muy fuerte por cierta novela de largo aliento y muy bien tramada. Mi pasión por Dickens, también mi pasión por Graham Greene, cuyo Cónsul honorario está, por supuesto, en la base de mi propio Cónsul Cantilo. En cuanto a la concepción, el pulso de la novela y de la trama, la gran influencia fue P.D. James, la autora policial, que tan a menudo es perfecta.
—Hay una elección de nombres que funciona de modo magistral en Lisboa: el Patriarca, el Benfeitor, lo de la Residencia Argentina, son nombres que tienen el poder de hacer real algo sobre lo que te expedís a medias. ¿Cómo interviene ese elemento poético en la escritura?
—En verdad, uno está acostumbrado a pensar el oficio como una construcción de relato, es decir, un trabajo en el tiempo. Lo que me decís, como ciertas observaciones de los lectores, me recuerda que el poder de la literatura reside en algo previo, anterior al desarrollo de la trama, y que es la creación de un mundo en el que la historia tendrá lugar. De hecho, uno mismo ama el mundo Dickens o el mundo Conrad antes de conocer a los personajes y lo que harán: es una atmósfera, creada, sí, por los autores, con dos o tres palabras que funcionan como el Verbo el día de la creación. En cuanto al poder de los sustantivos jamás lo había pensado, pero es verdad que me persiguen; la denominación “Patriarca”, que corresponde al cardenal de Lisboa, me había hechizado desde que la conocí por casualidad en una crónica de viaje de Mujica Láinez. No es nada exagerado pensar que fue esa palabra voz la que dijo Patriarca en mí, y el Patriarca de la novela, sin que yo lo supiera, se hizo.
—Se nota tu relación con algunas de las mujeres que más influyeron sobre el imaginario argentino: María Elena Walsh, Niní Marshall. ¿Puede ser que la novela también le deba al trato con estas mujeres cierto tono y ambiente?
—Podría contestar tu pregunta, que me complace porque no hace hincapié solamente en mi relación personal con MEW ni en mi propia biografía, en el hecho de haber nacido en una familia de mujeres, que transmitían naturalmente ese saber. Las mujeres de mi familia adoraban a esas mujeres de la cultura popular, fue por ellas que las conocí de muy chico: sus obras, digamos, a la vez representaron y enriquecieron la atmósfera cultural en que crecí. Las adoraban, no como a seres inalcanzables y lejanos —las divas— sino como a compañeras esencialmente hermanas, mujeres en las que podían reconocerse, destinos que ellas mismas hubieran querido y podido tomar. Quizá por eso yo me siento naturalmente capaz de imaginar el modo de ser de esas artistas, y relato sus biografías. Cosa que no podría hacer, por ejemplo, en el caso de escritores cultos como Victoria Ocampo. Parece natural que mis novelas también la reflejen, la reelaboren. Inglaterra toda salió de una anécdota de Niní Marshall, y al mismo tiempo del aprecio de MEW por los artistas del “viejo varieté”. Lisboa tiene mucho que ver con esto último, también.
—Hay un pasaje en el que el personaje de Tania dice que las ciudades las conocen quienes conocen las canciones que las cantan. Ahora, eso sucede con ciertas canciones populares, con cierto espíritu de unidad que se da con géneros como el tango, el fado, que son capaces de traducir el espíritu de una época. ¿No revisita también este melodrama algo de lo popular en ese sentido hoy perdido? ¿Y no es en ese camino hacia lo popular que la novela resulta política?
—En un libro autobiográfico, María Elena Walsh hace una observación al pasar sobre un personaje, creo que extranjero, que puebla su casa de antigüedades como manera inconsciente de inventarse antepasados en esa tierra; yo sentí, sin demasiado fundamento, que la observación se refería también a Leda Valladares, la recopiladora y cantante, compañera de vida y arte de MEW durante tantos años y maestra mía también, en los años ochenta, de canto y folklore andino. Creo que es el caso de mucha gente que escapó del ámbito de la familia y o fue expulsada de él: el poner todas sus fuerzas en la búsqueda, la invención de una tradición que justifique su existencia en este extraño mundo; como quien dice: no he sido deseado por la comunidad de donde vengo, pero existe otra comunidad —la literatura, el arte— que me deseó. Cambiando apenas de tema, puedo decirte que ellas dos, Leda y María, me afirmaron en el aprecio de las culturas populares en que me formé, de que soy heredero y que, en el caso argentino al menos, me parecen infinitamente más importantes que la literatura de elite. Yendo a mi novela, uno podría considerarla a la luz de todo lo que acabo de nombrar; por un lado he escrito sobre la cultura popular maravillosa de principios del siglo XX, la de la juventud de mis viejos, para refugiarme en ella como quien vuelve a su infancia; pero además, como esa cultura quizá ya no existe sino en unos pocos, como quizá, según vos mismo observabas en una pregunta anterior, empezó a morir en la época que pinta la novela, avasallada por la cultura de masa en que ya fueron imposibles milagros como Niní Marlshall, bueno, intento revivirla en la literatura. Si pienso ahora en la Lisboa que pinta la novela, se me ocurre que es también una especie de desván donde están aún arrumbados los protagonistas y grandes obras de esa cultura popular, preguntándose por su destino. Pero quizá sea una concepción más adecuada al momento en que empecé a escribir; ahora es más fácil, y es obvio que la relación con el pasado cambió o puede cambiar. Estamos a un clic de mouse de distancia de nuestro pasado. Tania está en YouTube junto a cualquier estrella actual del pop; lo que, estoy seguro, la complacería. De hecho, a los 100 años cumplidos, cubierta sólo con una bata con sus iniciales bordadas y un vaso de whisky en la mano, eso le dijo a mi amigo el excelente biógrafo Sergio Pujol: “Así como usted me ve, querido, yo en mi época era Madonna”. Observación de una acuidad que envidiaría el mismo Barthes.
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Señalo el tipo de novela que es Lisboa. Un melodrama y le digo a Brizuela que es una clara apuesta a algo que no se hace. Entonces, ¿cómo ve lo que se hace, cómo lee la mayor parte de la producción literaria contemporánea, la de sus pares? “Mi manera de leer los libros de los autores argentinos —dice Brizuela— no depende de lo que yo haya escrito o piense escribir; o mejor dicho, no varía de acuerdo con lo que escribo. Como sea, no podría contestarte sobre «la mayor parte de lo que se escribe en la Argentina» porque, en verdad, si consideramos la cantidad inmensa de libros que se publican, solo accedo a una mínima parte. Por otro lado, las declaraciones de otros escritores, sobre todo de los más jóvenes, y lo que escucho decir en las pocas reuniones —poquísimas— a las que voy, me hace sospechar que la literatura argentina ha tenido siempre, para mí, una importancia mucho menor. Si lo pienso mejor, siempre me vi en relación con libros determinados, o con determinados autores, y no con una u otra literatura nacional; siento que cada escritor configura una ciudad secreta y toda propia, integrando autores y tiempos y lugares diferentes. Por otro lado está la tradición cosmopolita de la cultura rioplatense, claro, que poco a poco dio pie a una literatura muy endogámica; pero en el caso de mi generación se dio el caso particular de que, cuando empecé a escribir, en dictadura, en el páramo cultural y literario que era la literatura, uno sentía que lo verdadero estaba afuera, en el extranjero, que de allí vendría lo liberador. Eso me condicionó en los años siguientes. Te confieso que soy de una absoluta ignorancia respecto de lo que suele llamarse el canon de la generación actual: Piglia, Saer, Fogwill, Aira no tienen la importancia que para mí han tenido Sara Gallardo o Borges. La propia expresión «mis pares», por ejemplo, siento que tiene para mí una significación que acaso los demás no avalarían, porque siento que un par puede ser Elvira Orphée, que tiene noventa años y una obra completamente diferente de la mía. En fin, a pesar de toda esta ignorancia, puedo decirte que sí siento que hago algo que «no se hace», precisamente porque esa es la frase que he sentido muchas veces desde que se publicó, en un tono tan sorprendido que suena admonitorio. Pero ¿qué es lo que «no se hace»? ¿Simplemente encarar de cierto modo la literatura, adoptar determinadas estrategias formales? ¿O existir de un modo que no coincide con las descripciones de lo posible que hace la crítica? Como sea, mi verdadera y casi única satisfacción con lo que hago tiene que ver con haber podido ser fiel a un deseo, más allá de las metamorfosis de cada obra. Lo que implica también haber conservado un espacio de dialogo del «yo con el yo», como diría Hanna Arendt, en un tiempo en que la intimidad está cada vez más amenazada y cercada.”
Spoiler
Cinco años le llevó a Leopoldo Brizuela escribir las 723 páginas de Lisboa. Un melodrama. La parte más o menos sencilla de la trama se centra en las gestiones del cónsul argentino Eduardo Cantilo, en noviembre de 1942, para el desembarco de un cargamento de cereal en la hambrienta Lisboa, cercada por la guerra y amenazada por una incursión nazi, mientras miles de refugiados intentan dejar Europa y huir de la matanza a bordo de otro barco, el Boa Esperança, que es saboteado en el puerto. Todo transcurre en una larga noche. Como en las películas de Hitchcock, esa trama es una excusa para desplegar las historias de los personajes, entre los que hay ficticios y reales, como Tania y Enrique Santos Discépolo, la cantate de fado Amália Rodrigues o el historiador de las religiones Mircea Eliade. Cantilo, mientras tanto, cruza la noche junto con el intrigante Ricardo De Sanctis para entrevistarse con el Patriarca, Cardenal de Lisboa, en una suerte de “Acercamiento al Almotásim”: el encuentro inminente es fuente de sucesivas y reveladoras postergaciones. Del mismo modo, podría decirse, funciona el periplo de los demás personajes: ese lapso de espera que abre la noche los interroga con la oscuridad de la historia y les arranca confesiones.
Leopoldo Brizuela (La Plata, 1963) viajó a Lisboa a principios de la década pasada con un subsidio de la Fundación Gulbenkian. Es traductor y colabora como periodista cultural en distintos diarios nacionales. Es autor de Tejiendo agua, Cantoras, Cantar la vida, Cómo se escribe un cuento, Fado, Instrucciones secretas, Inglaterra. Una fábula (por la ganó el premio Clarín en 2000), El placer de la cautiva y Los que llegamos más lejos.