Naomi Klein | traducido* de The Intercept
Imaginemos
que vivimos en una zona rural de Arkansas y nos sacude una tragedia. Un miembro
de la familia se enfermó con esa enfermedad respiratoria contagiosa que ya mató
a montones, pero no hay suficiente espacio en la pequeña casa para ponerlo en
cuarentena en una habitación propia. El caso de nuestro pariente no parece
poner en peligro su vida, pero lo aterroriza que su tos persistente propague la
enfermedad a otros familiares más vulnerables. Llamamos a la autoridad de salud
pública local para ver si hay espacio en los hospitales locales, y nos explican
que están demasiado limitados con los casos de emergencia. Hay establecimientos privados, pero no podemos
pagarlos.
No
se preocupe, nos dicen: un equipo llegará en breve para instalar una casa
pequeña, portátil, resistente y bien ventilada en su jardín. Una vez instalada,
su pariente podrá convalecer cómodamente. Puede llevarle comida casera a su
puerta y comunicarse a través de las ventanas abiertas, y una enfermera
capacitada estará disponible para exámenes regulares. Y no, no habrá ningún
cargo por la casa.
Este
no es un informe de algún Estados Unidos futuro y organizado, uno con un
gobierno capaz de cuidar a su gente en medio de una carnicería económica
espiralada y una emergencia de salud pública. Es un comunicado del pasado de
este país, una época, hace ocho décadas, cuando nos encontrábamos en las garras
de una crisis económica aún más profunda (la Gran Depresión) y, también, en las
de una enfermedad respiratoria contagiosa que se esparcía (la tuberculosis),
similar a estos días.
Sin
embargo, contrasta cómo el gobierno estatal y federal de Estados Unidos
enfrentó esos desafíos en la década de 1930 y cómo falla tan brutalmente al
enfrentarlos ahora, no podría ser más marcado. Esas pequeñas casas son solo un
ejemplo, pero reveladoras por la gran cantidad de problemas que esas humildes
estructuras intentaron resolver a la vez.
Conocidas
como "cabañas de aislamiento", las
casitas de madera se distribuyeron a familias pobres en varios estados. Lo
suficientemente pequeñas como para caber en la parte trasera de un remolque,
tenían espacio para una cama, una silla, un tocador y una estufa, y estaban
equipadas con grandes ventanas con mosquiteros y contraventanas para maximizar
el flujo de aire fresco y luz solar –consideradas esenciales para la
recuperación de la tuberculosis.
Como
estructuras físicas, las cabañas TB (por "tuberculosis") fueron una
elegante respuesta para los desafíos
a la salud pública que planteaban los hogares abarrotados por un lado y los
costosos sanatorios privados por el otro. Si no se podía albergar pacientes en
una cuarentena segura en la casa, entonces el estado, con la ayuda de
Washington, simplemente llevaba una adición a esas casas durante la duración de
la enfermedad.
Conviene
que esto se asimile, dada la prédica de indefensión que invade hoy los EEUU.
Durante meses, la Casa Blanca no pudo hacerse una idea de cómo implementar
pruebas gratuitas de covid-19 a la escala requerida, y mucho menos rastreo de
contactos, sin importar el apoyo para la cuarentena de familias pobres. Sin
embargo, en la década de 1930, durante una época económica mucho más
desesperada para el país, las agencias estatales y federales cooperaron para
entregar no solo pruebas gratuitas sino también viviendas gratuitas.
Y
ese es solo el comienzo de lo que hace que valga la pena detenerse en las
cabañas TB. Las cabañas en sí fueron construidas por hombres muy jóvenes entre
la adolescencia y los 20 años que estaban sin trabajo y se habían inscrito en
la Administración Nacional de la Juventud (NYA por sus siglas en inglés).
"La Junta de Salud del Estado proporciona los materiales para estas
cabañas y NYA proporciona la mano de obra", explicaron Betty y Ernest
Lindley, autores de una historia
del programa en 1938. “El costo promedio total de una cabaña es de $
146.28”, alrededor de $ 2700 en dólares de hoy.
Las
cabañas TB fueron solo uno de los miles y miles de proyectos asumidos por los
4.5 millones de jóvenes que se unieron a la NYA: un vasto programa iniciado en
1935 que conectó a jóvenes con necesidades económicas, que no podían encontrar
trabajo en el sector privado, con trabajo pensado para el ámbito público que
necesitaba hacerse. Desarrollaron habilidad comercial, mientras ganaban dinero
que les permitió a muchos quedarse o regresar a la escuela secundaria o la
universidad. Otros proyectos de la NYA incluyeron la construcción de algunos de
los parques urbanos más emblemáticos del país, la reparación de miles de
escuelas en ruinas y su equipamiento con áreas de juego; abastecieron las aulas
con escritorios, mesas de laboratorio y mapas que los jóvenes trabajadores
habían hecho y pintado ellos mismos. Los trabajadores de NYA construyeron
enormes piscinas al aire libre y lagos artificiales, se capacitaron para ser
ayudantes de enseñanza y enfermería, e incluso construyeron centros juveniles
completos y escuelas pequeñas desde cero, a menudo mientras vivían juntos en
"centros para residentes".
La
NYA sirvió como una especie de complemento urbano del programa juvenil más
conocido de FDR (Franklin Delano Roosvelt), el Civilian Conservation Corps
(CCC), lanzado dos años antes. Los CCC emplearon a unos 3 millones de hombres
jóvenes de familias pobres para trabajar en bosques y granjas: plantaron más de
2 mil millones de árboles, apuntalaron ríos contra la erosión y construyeron la
infraestructura para cientos de parques estatales. Vivían juntos en una red de
campamentos, enviaban dinero a sus familias y aumentaban de peso en un momento
en que la desnutrición era una epidemia. Tanto la NYA como la CCC tenían un
doble propósito: ayudar directamente a los jóvenes involucrados, que se
encontraban en una situación desesperada, y satisfacer las necesidades más
urgentes del país, ya sea por tierras reforestadas o por mayor ayuda en
hospitales.
Como
todos los programas del New Deal, la NYA y la CCC se vieron manchadas por la
segregación racial y la discriminación. Y los roles de género fueron, digamos,
que las niñas descubrieron que podían coser, hacer latas y curar; y los chicos
descubrieron que podían plantar, construir y soldar. Las niñas negras en particular
fueron incorporadas al trabajo doméstico.
Sin
embargo, la escala de estos dos programas, que en conjunto alteraron las vidas
de más de 7 millones de jóvenes en el transcurso de una década, avergüenza a
los gobiernos contemporáneos. Hoy, millones y millones de jóvenes están
comenzando su edad adulta mientras el suelo colapsa bajo sus pies. Los trabajos
de servicios de los que dependían tantos adultos jóvenes para alquilar y pagar
la deuda de sus estudios han desaparecido. Muchas de las industrias en las que
esperaban entrar están despidiendo, no contratan. Se cancelaron pasantías y
aprendizajes a través de correos electrónicos masivos y se revocaron las
ofertas de trabajo prometidas.
Estas
pérdidas económicas, combinadas con la decisión de muchos colegios y
universidades de cerrar residencias y mudarse a internet, han separado
abruptamente a innumerables adultos jóvenes de sus sistemas de apoyo, empujaron
a montones a la falta de vivienda y a otros a sus dormitorios de la infancia.
Muchos de los hogares en los que se encuentran los jóvenes ahora se encuentran
bajo una tensión económica severa y no son seguros ni acogedores, y los jóvenes
LGBTQ corren un mayor riesgo.
Todo
esto se acumula con el dolor del propio que trae el virus, que extendió el
duelo y la pérdida a millones de familias. Y eso ahora se está mezclando con el
trauma de la tremenda violencia policial dirigida a multitudes de
manifestantes, en su mayoría jóvenes del Black Lives Matter, combinando los
eventos criminales que precipitaron las protestas en un principio. En el fondo,
como siempre, está la sombra del colapso climático, sin mencionar el hecho de
que cuando los miembros de esta generación escucharon por primera vez términos
como "encierro" ("lockdown") y "refugiarse en el
lugar" ("shelter in place") relacionados con la pandemia, muchas
de sus mentes inmediatamente viraron hacia los aterradores simulacros de
tiradores que practicaron
en las escuelas de EEUU desde pequeños.
No
es de extrañar, entonces, que la depresión, la ansiedad y la adicción estén
devastando la vida de los jóvenes.
Según
una encuesta
realizada por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud y la Oficina del
Censo el mes pasado, el 53 por ciento de las personas de 18 a 29 años
informaron síntomas de ansiedad y/o depresión. Cincuenta y tres por ciento. Eso
es más de 13 puntos porcentuales más alto que el resto de la población, lo que
en sí mismo estaba fuera de los gráficos en comparación con esta época el año
pasado.
Y
eso todavía puede ser un recuento dramático. Mental Health America, parte del
Consejo Nacional de Salud, publicó un
informe en junio basado en base a encuestas hechas a casi 5 millones de
estadounidenses. Descubrió que "las poblaciones más jóvenes, incluidos los
adolescentes y los adultos jóvenes (de menos de 25), se ven particularmente
afectadas" por la pandemia, y el 90 por ciento "experimenta síntomas
de depresión".
Parte
de ese sufrimiento encuentra su expresión en otra crisis invisible de la era
Covid: un aumento dramático en las sobredosis de drogas; algunas partes del
país reportaron
ya aumentos del 50 por ciento con respecto al año pasado. Todo esto debería ser
un recordatorio de que cuando hablamos de estar en medio de un cataclismo a la
par con la Gran Depresión, no solo el PIB y las tasas de empleo están
deprimidos. También hay un gran número de personas deprimidas, especialmente
los jóvenes.
Por
supuesto que esta es una crisis global. El secretario general de la ONU,
António Guterres, advirtió
recientemente que el mundo enfrenta "una catástrofe generacional que
podría desperdiciar un potencial humano incalculable, socavar décadas de
progreso y exacerbar las desigualdades arraigadas". En un mensaje de video
dijo: “Estamos en un momento decisivo para los niños y los jóvenes del mundo.
Las decisiones que los gobiernos y los socios tomen ahora tendrán un impacto
duradero en cientos de millones de jóvenes y en las perspectivas de desarrollo
de los países en las próximas décadas”.
Al
igual que en la década de 1930, a esta generación ya se la refiere como una
"generación perdida", pero en comparación con la Gran Depresión, casi
no se está haciendo nada para ir a su encuentro, ciertamente no a nivel
gubernamental en los EEUU. No hay programas ambiciosos y creativos diseñados
para ofrecer ingresos estables más allá de los programas laborales de verano
ampliados, y no se diseñó nada para equiparlos con las habilidades necesarias
para la era del Covid y el cambio climático. Todo lo que Washington ha ofrecido
es un descanso temporal en los pagos de préstamos estudiantiles, que expirará
este otoño.
Se
debate sobre los jóvenes, por supuesto. Pero casi exclusivamente para
avergonzarlos por salir de fiesta de Covid. O para discutir (normalmente en su
ausencia) la cuestión de si se les permitirá o no tomar clases presenciales en
las aulas, o si tendrán que quedarse en casa pegados a las pantallas. Sin
embargo, lo que nos enseña la era de la Depresión es que estos no son los
únicos futuros posibles que deberíamos considerar para las personas entre la
adolescencia y los 20 años, especialmente cuando nos enfrentamos a la realidad
de que el covid-19 va a remodelar nuestro mundo durante un largo tiempo. Los
jóvenes pueden hacer más que ir a la escuela o quedarse en casa; también pueden
contribuir enormemente a la curación de sus comunidades.
Esta
semana indagué
en lo que se necesitaría para lanzar programas de empleo juvenil a la escala de
NYA y CCC: programas que, al igual que sus predecesores, abordaban amplias
necesidades sociales al tiempo que brindaban a los jóvenes dinero, capacitación
en habilidades y oportunidades, trabajar y posiblemente vivir en compañía.
Dicho de otra manera: ¿Cuáles son los equivalentes modernos de la cabaña de
aislamiento para tuberculosis construida en NYA y entregada a domicilio?
Al
profundizar en la historia de los programas para jóvenes del New Deal, me
sorprendió la cantidad de proyectos que se aplican directamente a las
necesidades más urgentes de la actualidad. Por ejemplo, la NYA hizo
contribuciones enormes e históricas a la infraestructura educativa del país,
con un énfasis particular en los distritos escolares de bajos ingresos, al
tiempo que capacitó a muchas mujeres jóvenes como asistentes de enseñanza.
También proporcionó importantes refuerzos para un sistema de salud pública en
crisis, capacitando a batallones de jóvenes para que sirvieran como auxiliares
de enfermería en hospitales públicos.
Es
fácil imaginar cómo programas similares en la actualidad podrían abordar
simultáneamente la crisis del desempleo juvenil y desempeñar un papel importante
en la lucha contra el virus. Solo un ejemplo: seguro que podríamos usar algunos
de esos auxiliares de enfermería si hay un nuevo brote del virus este invierno.
Una
investigación del New York Times
el mes pasado citó a varios médicos y enfermeras que están convencidos de que
un número significativo de las muertes por covid-19 que tuvieron lugar en los
hospitales públicos de Nueva York podrían haberse evitado si hubieran contado
con el personal adecuado. En las salas de emergencia, donde la proporción de
pacientes por enfermera no debería haber sido superior a 4 a 1, un hospital
público estaba tratando de arreglárselas con 23 a 1; otros no lo estaban
haciendo mucho mejor. Han surgido historias de pesadilla de pacientes
desorientados que se bajaban de las máquinas de oxígeno y otros equipos
vitales, trataban de levantarse sin nadie que los detuviera, morían solos. Más
enfermeras habrían hecho una diferencia.
Luego
están las escuelas públicas, igualmente escasas de personal después de décadas
de recortes, que intentarán imponer el distanciamiento social este año. Si no
tuviéramos tanta prisa por volver a una versión sombría y disminuida de lo
"normal", habría tiempo para un programa al estilo de la NYA para
capacitar a miles de adultos jóvenes para ayudar a reducir el tamaño de las
clases y supervisar a los niños en la educación al aire libre.
Y
como sabemos que el lugar más seguro para reunirse sigue siendo al aire libre,
algunos estudiantes en edad universitaria podrían retomar el trabajo iniciado
por la NYA y expandir la infraestructura nacional de senderos, áreas de picnic,
piscinas al aire libre,
campamentos, parques urbanos y senderos silvestres. Miles más podrían
inscribirse en un recuperado CCC para restaurar bosques y humedales, ayudando a
extraer de la atmósfera el carbono que calienta el planeta.
Crear
este tipo de programas sería complejo y costoso. Pero los beneficios
individuales y colectivos serían inconmensurables. Y como fue el caso durante
la Gran Depresión, muchos jóvenes tendrían la oportunidad de hacer algo que
desesperadamente quieren y necesitan hacer ahora mismo: salir de sus hogares de
la infancia y vivir con sus compañeros.
En
Intercepted, hablé sobre esta perspectiva con Neil Maher, profesor de historia
en la Universidad de Rutgers-Newark y autor de una historia definitiva del
Civilian Conservation Corps, "Nature’s New Deal". Me dijo que en su
investigación sobre el CCC se encontró con muchos participantes que describían
su tiempo en el programa como una especie de campamento para dormir o incluso
una universidad al aire libre: una oportunidad única de vivir colectivamente,
lejos de sus familias y de la ciudad, y convertirse en adultos. Pero a
diferencia de muchos campus universitarios reales que no pueden reabrir de
forma segura, dados los desplazamientos diarios de profesores, personal y
muchos estudiantes, los campamentos modernos inspirados en los CCC podrían
diseñarse como "burbujas" de Covid.
El
programa tendría que hacer pruebas a los participantes en el camino, poner en
cuarentena a cualquiera que diera positivo durante dos semanas, y luego todos
se quedarían en el campamento hasta que el trabajo estuviera terminado (o al
menos su parte). Podría ser esa rara triple victoria: curar parte del daño
causado a nuestro planeta devastado, ofrecer un salvavidas económico y social a
las personas necesitadas y diseñar lo que podría ser uno de los lugares de
trabajo más seguros para el Covid.
En el pánico por esta “generación perdida”, se
ha hablado mucho de que no hay trabajo para los jóvenes. Pero eso es mentira.
No hay fin para el trabajo significativo que se necesita desesperadamente en
nuestras escuelas, hospitales y en la tierra. Solo necesitamos crear esos trabajos.
* Se respetaron todos los hipervínculos del original en inglés.
Tomado de las recomendaciones del esperado newsletter dominical de Revista Crisis.