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viernes, 27 de noviembre de 2020

el fin de la edad de los héroes

Por Tomás Rebord

Cristóbal Cellarius fue la primera persona en postular que la Historia se dividía en edades. Eran grandes conjuntos vivenciales que agrupaban experiencias, hegemonías y maneras de pensar el mundo. Dijo entonces que la escritura dio origen a la Edad Antigua; la caída romana, a la Edad Media y algunos debaten si fue Colón o los romanos de Oriente quienes dan paso a la Edad Moderna, sólo para después llegar a los franceses y sus contemporaneidades.

Hobsbawm también habló del “corto siglo XX“ en referencia al nudo de conflictos que definió una era, prescindiendo de elementos más arbitrarios y rudimentarios como son los años, los meses y los días. La historia nacional no es excepción: toda fecha caprichosa llega después, marca de atrás a los hitos y eras que tienen su propio ritmo, as u manera llegan tarde. Por eso un 2001 fue nuestro nuevo milenio, y un día como hoy sentimos un terror indecible que no corresponde a ningún calendario. Es el terror de identificar que entre las muchas emociones hay una certeza: la de saber que la humanidad perdió su última evidencia terrenal de lo insólito, lo imposible, lo mágico. Es el fin de la Edad de los Héroes en nuestra mitología nacional.

La Argentina quizás no haya gozado de los beneficios simbólicos de una monarquía constitucional, no tuvimos el emperador inca que quería Belgrano ni una realeza careta en la cual distraernos; tuvimos algo mucho más poderoso: el último de los inmortales nació en Fiorito y quienes tuvimos el honor de ser sus contemporáneos ahora sentimos una orfandad en el alma, una ausencia, pero atada a una responsabilidad; el deber histórico de haber sido testigos del milagro.

Hoy somos un vecino de Moisés chusmeando de costado la zarza ardiente en el desierto, somos un amigo de Jesús colado en su casamiento, donde de pedo vemos convertir agua en vino; somos el primo de Hércules, a quien acompañamos mientras estrangulaba al león de Nemea; somos todos y todas testigos de Maradona. En tres generaciones, quizás en cuatro, sus hazañas serán igual de increíbles que las de Aquiles o Ulises, quizás algún día se dude incluso de sui fue real, de si todas esas historias pudieran entrar en un solo cuerpo, historiadores quizás discutan que las fechas no cierran, que es imposible, que sus hazañas no entran en las dimensiones de una vida normal, y tendrán razón.

Se dirá que no fue una persona, que fue un símbolo, con historias atribuidas y sincretismos secretos, que fue una forma de medir un tiempo y un pueblo, y tampoco esto será del todo mentira. Se dirá que nadie puede cargar con tantas cruces ni redimir tantos pecados, ni hacer tantos milagros; que su historia es sencillamente imposible, que es un mito, una leyenda y, nuevamente, tampoco será esto mentira.

Porque si la República Argentina pudiera concretarse en un solo ser humano, con su tragedia y su épica, con lo insólito, lo terrible y lo hermoso, se vería exactamente como el Diego, por eso es el más grande argentino. Porque le convidaron arrepentirse y que no pierda a cambio de un rinconcito en sus altares, y por no aceptar hoy tiene altares en todos los rinconcitos del mundo, por eso se lo ama y odia por igual, por ser el más nuestro de nosotros.

En la edición de esta transcripción del editorial del programa “Caricias Reperfiladas” del jueves 26 de noviembre de 2020 se agregaron hipervínculos.

martes, 10 de noviembre de 2020

nosotros

Las principales ficciones televisivas de este año se encargaron de mostrar los años en los que Estados Unidos estuvo al borde de volverse un país no de izquierda, pero sí democrático. No, no hay ningún error. Estados Unidos no es un país democrático, pero entre fines de los 60 y principios de los 70 –pongamos por fecha 1973, cuando el presidente Richard Nixon logró imponer el dólar como medida de intercambio comercial global– pudo haberlo sido. De eso trata la serie Mrs. America, de eso trata el film El juicio de los siete de Chicago (Aaron Sorkin), las series Woke, Lovecraft Country (acá hay una reseña para escuchar) e, incluso, la adaptación que hiciera David Simon de La conjura contra América (la novela de Philip Roth, The plot against America) que hasta generó un ataque de trolls en la conversación que Simon mantuvo con Pablo Iglesias en Twitter. La conjura contra América, claro, trata sobre esos inciertos años antes de que EEUU y el presidente Franklin Delano Roosvelt –primer populista estadunidense– se involucraran militarmente en la Segunda Guerra, cuando el país era seducido por el nazismo. Pero el punto de vista de Simon en el desarrollo de la miniserie es la presidencia de Donald Tump.

Donald Trump perdió su reelección. Si no recuerdo mal –y no tengo ganas de ir a buscar el artículo de alguno de los periódicos yanquis que leo– es la décima vez en la historia que un presidente pierde su reelección. Pero es la primera vez que un presidente que pierde esa reelección es tan votado. Y es la primera vez que tantos estadounidenses van a las urnas –el promedio histórico de votantes que eligen un presidente en ese país apenas llega al 25 por ciento de su población–, busquen los datos en RealPolitik. Lo que la serie Mrs. America (que es la narración de cómo la segunda ola feminista es derrotada por una conservadora que inauguró la mentira y los discursos de odio tal como hoy los conocemos) nos mostró, por ejemplo, era un país que siempre tuvo sus divisiones, pero que enseñaba un bipartidismo capaz de entenderse en la disputa política, capaz de confrontar, con republicanos que apoyaban los movimientos feministas –el mismo Ronald Reagan, cuyo acceso a la Casa Blanca y su inicio de la revolución conservadora marca el final de la serie, estaba a favor del aborto antes de llegar a la presidencia– y demócratas que aún no se habían aliado a las élites multimillonarias de Wall Street. Eran los Estados Unidos que aún no habían caído en las garras de la plutocracia, como se encargó de contarlo muchas veces mi admirado Chris Hedges.

Donald Trump perdió. Los republicanos perdieron y, como partido, se llamaron a silencio. Con una victoria magra, podríamos decir “dietética”, Joe Biden se alzó con la presidencia después de la canallesca interna en la que corrieron a Bernie Sanders de la carrera a la Casa Blanca.

Poder blando

Nouriel Roubini aseguró en una nota publicada el 27 de octubre pasado en ProjectSyndicate, que Biden necesitaba ser contundente en el triunfo para no llevar a EEUU a una debacle financiera en las elecciones del martes 3 de noviembre. Hizo comparaciones con las elecciones que consagraron fraudulentamente a George W. Bush en 2000 y auguró un caos bursátil en caso de que los resultados se demoraran como entonces. Pero, sobre todo (los datos económicos los dejo para los economistas), señalaba que estas elecciones erosionaban el poder blando (soft power) de Estados Unidos, nada más ni nada menos que ese que nos lleva a ver a la potencia imperial como un modelo para la democracia y sus instituciones.

Bien, creo que ese soft power es lo que se resquebrajó definitivamente en estas elecciones. Salvo los imbéciles que trabajan el doble que nosotros para mantenerse desinformados, nadie puede pensar hoy que en Estados Unidos es el voto popular el que elige presidente. Entre las principales formas de conteo del voto, todos seguimos en estas elecciones la conformación de un Colegio Electoral casi monárquico que definía la mayoría para elegir presidente y que en los comicios de 2016 le dieron la victoria a Trump cuando su contrincante, Hillary Clinton –la candidata de Wall Street y la espectadora del asesinato de Osama Bin Laden en territorio extranjero– sacó tres millones de votos más.

Apenas habían arrancado los 90 cuando Leonard Cohen nos enseñó aquella maravillosa canción que se llamaba “Democracy” y decía que la democracia nos llegaba como el sentimiento de algo “que no era exactamente real, o era real, pero no estaba exactamente ahí”.


Un ganador humilde

Cuando los grandes medios coronaron presidente a Joe Biden, el sábado pasado, el clásico programa Saturday Night Live invitó una vez más al brillante comediante negro Dave Chappelle a hacer un monólogo que no era otra cosa que un editorial.

Con su elegancia irónica y magistral, Chappelle dijo, más o menos que los votantes blancos rurales y de clase trabajadora que se pasaron al Partido Republicano en la era de Trump pueden ser fácilmente estereotipados, tal como lo han sido los negros a lo largo de la historia de Estados Unidos. “¿Ni siquiera querés usar tu barbijo porque es opresivo? ¡Intentá usar el barbijo que estuve usando todos estos años! [en inglés barbijo se dice “mask”, que equivale, como en español, a “máscara”]. Ni siquiera puedo decir algo verdadero a menos que tenga un chiste detrás”. Y siguió: “Ustedes no están listos; no están listo para esto. Ustedes mismos no saben cómo sobrevivir. Los negros somos los únicos que sabemos cómo sobrevivir a esto”. Para Chappelle, Estados Unidos no se curará con una elección, sino con personas que lleguen a un entendimiento más profundo. “Les imploro a todos los que celebran hoy que recuerden que es bueno ser un ganador humilde. ¿Recuerdan cuando estuve aquí hace cuatro años? ¿Recuerdan lo mal que se sintió? Recuerden que la mitad del país en este momento todavía se siente así”, dijo.


El martes pasado, cuando se desarrollaba el proceso de las elecciones, un amigo me escribió desde Colorado. 

“El sábado fue Halloween –me decía–. Nuestra casa era la única en la cuadra con decoración. Te da una pauta de la depresión colectiva.”

Y también: “Y nadie habla de política, aunque todos saben que todo el mundo está consumido por eso. El miedo y el estrés sobre el tema es tanto, que apenas si hay carteles y cosas, salvo en los lugares donde es claro que un lado domina”.

La pequeña localidad donde vive, cercana a la universidad de Boulder donde es un destacado profesor, es un vecindario tranquilo, pero también dividido. Me sobresaltó esa imagen, la de vecinos consumidos por la división política, tragándose las palabras que deberían ser la materia de la discusión política, es decir, el combustible de la participación ciudadana, en ese resentimiento consumado que ni siquiera les permitía reparar en la alegría o el ritual de sus hijos, la fiesta de Halloween, la víspera de todos los santos, como si ya no hubiera víspera posible y todo se jugara en ese pasado condenado. Le creo cuando dice que el gótico, esa narrativa en la que todos están atrapados en el pasado, es el género contemporáneo.

Nosotros


En cuanto a nosotros, argentinos, entusiasmados por el triunfo del MAS en Bolivia, después de ver al presidente Alberto Fernández acompañar a uno de los más grandes líderes americanos de las últimas décadas, Evo Morales, hasta Bolivia, ¿qué significa el triunfo de Biden o la derrota de Trump?


Poco por ahora.


Me quedo con el último newsletter de María Esperanza Casullo: “
Se habló mucho en estos últimos años del ‘giro a la derecha’ y del atractivo de las nuevas derechas radicales populistas, que parecían haber llegado para comerse el mundo. Es un dato positivo, creo, el que estemos empezando a ver los límites de estos modelos: es cierto, son eficaces (¡el populismo sigue funcionando!), movilizan, generan identidades, pero... pierden, y no son mayoritarias. Son un sector más. A competir en elecciones, señores. Y creo que, para la Argentina, no será un mal dato tener que negociar con Biden, que por lo menos en sus primeros dos años va a tener un frente interno complicado. Mejor que la mirada se aleje de Latinoamérica”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

cambiemita

Like “reaganite” in its time, “cambiemita” refers to someone who supports the political-bussiness platform of Argentina’s political coalition Cambiemos, whose leader, Mauricio Macri, defines itself as an antipolitical leader. The Spanish suffix “ita”, mainly in its female form it’s a diminutive which points out the short political looks of its followers. The origin of this nomination is attributed to Martín Rodríguez, who also refers to a “cambiemita” as an intelectual and political dwarf. 

Example: “Arde la interna cambiemita”. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

padre


Debe haber sido en el año 1979 cuando conocí al padre Eduardo Jorge. Con unos amigos que, a su vez, tenían amigos en el Don Bosco (nosotros íbamos a la ENET 1), fuimos a un recital de la banda que entonces lideraba el Cabezón Gil, que hizo en el viejo teatro de ladrillos pegados con barro temas de Moris como “Pato trabaja en una carnicería”. Me deslumbró el trato de ese sacerdote con pibes de mi edad que se dirigían a él como a uno más, como alguien que participaba de ese desacato del que muchos de esos muchachos no estarían a la altura en sus años de adultez. Pero ese es otro tema.

En ese mismo año, junto con el Paupe Funes, el Ratón Gómez y Pablo Díaz nos unimos al padre Jorge en un viaje a Buenos Aires, donde el filósofo Viktor Frankl –acaso una de las lecturas más fervorosas de esos años– daría una serie de clases magistrales en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Más allá de las conferencias del autor de El hombre en busca del sentido, recuerdo una charla sobre los campos de exterminio del nazismo –Frankl había sido sobreviviente de Auschwitz– en el borde de las escalinatas de esa facultad, sobre la plaza Houssay, a la que volvería tantas veces solo y con mis hijos. Volvía a fascinarme no sólo la capacidad de entendimiento del padre Jorge, sino su forma de devolvernos aquello que Frankl había dicho en términos que comprendíamos porque nos resultaban cercanos, familiares. Había algo que el padre Jorge decía que nos hacía contemporáneos.

El recorte de un diario correntino que encuentro a través de Google me dice que había cumplido 77 años el domingo, cuando murió. Lo imaginaba de 100, de 180 años, no por viejo, sino por la matusalénica edad de su conocimiento, que no era otro que la sabiduría de la transmisión, la transmisión de una intriga, la intriga que nos lleva a conocer y a conocernos.

Volví a tratar con el padre Jorge en 1994, cuando me recibió como docente del Don Bosco (primer colegio salesiano fuera de Italia que, como lo dice el magistral autor triestino Claudio Magris o el amigo nicoleño Walter Alvarez, se erigió tras las tratativas de políticos locales para traer a los inmigrantes de la incipiente Italia algo de su cáliz disperso y entrañable).

Mientras fui docente en el Don Bosco, como nuestra materia era el cine, la literatura y eso que se empeñan en llamar la comunicación –en realidad el catolicismo conoce ese término desde hace siglos como la “comunión”–, el padre Jorge se prestó alguna vez a un ejercicio de video que encomendé a unos atorrantes impredecibles que tuve como alumnos. Lo habían hecho actuar de fantasma. Alguien ingresaba a la institución, preguntaba por un personaje y se encontraba con él, pero de repente ese personaje desaparecía y, cuando el protagonista volvía a la entrada y preguntaba, le decían que no había nadie con esas características en el lugar. Entonces le señalaban una foto en la que estaba el padre Jorge y el interpelado respondía: “Murió hace muchos años”.

Quisiera recuperar ese video y recuperar con él ese espíritu lúdico con el que el padre Jorge se prestaba al trato con sus alumnos y los que lo seguíamos: algo había de su enseñanza fantasmagórica y ánimo burlón que lo representaba en esa actuación.

A mí el padre Jorge me recuerda a Walter Brennan, ese actor de los westerns de Hollywood que siempre conocimos viejo, como si su vejez fuese no un producto de los años, sino de una sabiduría sin edad que encarnaba en un cuerpo viejo y majestuoso.

Alguna vez, preocupado por el griterío y el escándalo de mis alumnos del Don Bosco de mediados de los 90, le pregunté al padre Jorge qué hacer, cómo arreglármelas con esos caníbales por completo indiferentes a mis citas de André Bazin o Héctor Álvarez Murena. Me preguntó cómo se desempeñaba en clase un alumno en particular, uno que estaba becado en la institución y carecía de una biblioteca en su hogar. Bueno, tuve que dedicar unos minutos a pensar en ese muchacho. No, el pibe estaba siempre atento; no es que despreciara el caos que montaban sus compañeros, pero se mantenía fiel a la clase y fiel al grupo al que pertenecía. Eso me estaba señalando el padre Jorge: que ahí tenía un aliado y a alguien interesado en mis pobres conocimientos, que eso que quería enseñar era también materia de debate, el debate por el interés de un conocimiento que debía hacer contemporáneo y, sobre todo –como me daría cuenta más tarde– tenía una fundamental relación con lo que entendía como el cine: ¿cuánto dura un plano?, ¿cuánto dura el interés por las cosas que nos han interesado?, ¿cómo hacer contemporáneos de ese interés a quienes pertenecen a otra generación?

En 1995, en una ceremonia que tuvo como prólogo las lecturas de Leon Bloy y Graham Greene, el padre Jorge me bautizó en la fe católica a los 32 años. De esa misa de conversión no sólo participó mi amigo y padrino Adolfo Vergara y su esposa de entonces, también mis alumnos del Don Bosco, unos desvergonzados que llegaron a la casa de mis padres más tarde y la inundaron de una alegría que desconocíamos desde los años de la infancia, cuando esa casa eran unas habitaciones que cada día se abrían al enorme patio de juegos de los años dorados.

Me doy cuenta de que sé muy poco del padre Jorge. Sí, tuvo un cáncer, lo venció. Su apellido alude a una familia mora, acaso conversa. Pero lo que sé, lo que elegí saber, le debe mucho a su mayéutica, a la inspiración que el padre Jorge supo imprimirle al conocimiento, esa inspiración salesiana que es hoy –quiero creer– una de las marcas del generoso espíritu nicoleño que muchos le debemos.

martes, 13 de octubre de 2020

un dealer de tangos

Mi aproximación al tango tiene muchas capas, como la cebolla. De alguna manera, hay un tango que nos marcan pero uno no elige, que está –en la radio, sobre todo, en la memoria de los padres o los abuelos–, y otro que uno elige erráticamente: por ejemplo, recuerdo haberme comprado alrededor del año 1982 Reunión cumbre, de Astor Piazzolla y Gerry Mulligan, cuyo éxtasis me llevó a otro disco de Piazzolla, esta vez con Roberto Goyeneche, en vivo en el teatro Regina en 1982. Ahí creí tocar una quintaescencia del tango que no tardaría en dejar de lado e, incluso, despreciar cuando conocí, por ejemplo, a los ángeles D’Agostino y Vargas, a Alberto Marino con la orquesta de Troilo, a Fiorentino, a Charlo o Ignacio Corsini, todo ello con la banda de sonido de fondo de Carlos Gardel y sin ninguna sincronía.

El tango, para quien intenta cantarlo y no se formó en ese canto lírico e italiano, de cortes y quebradas, en su ritmo negro y milonguero, es un imposible. Una de sus maravillas y misterios principales es que una música tan difícil haya llegado a semejantes niveles de popularidad: difícil de cantar, difícil de bailar, difícil de entender las letras que, aunque recorren una docena de temas clásicos, abundan en figuras y metáforas de una elaboración sofisticada y hasta herméticas; y sin embargo, todo rioplatense formado entre los 20 y los 60, cualquier tipo de clase media, pero también el obrero que no había terminado la primaria, sabía descifrar esa hermenéutica orillera. Un milagro del que sólo fueron contemporáneas pocas civilizaciones, la rioplatense entre ellas.

Después de un tiempo de fastidio y definitivo desencuentro con el tango, volví con unos discos de Edmundo Rivero, cuando había que buscar discos o cedés en disquerías y aún no existía La Mula. Rivero, junto con Nelly Omar, me permitieron unir esa deriva “negra” del tango, donde la raíz folclórica y la orillera, la pata inmigrante y la del ritmo africano cruzan sus huellas extranjeras.

Por esos días, los primeros 90, también Ángel Faretta me hizo descubrir un disco único y exquisito de un pianista, compositor y tanguero inmenso, Lucio Demare y el disco Sus tangos (todo esto que acá se enlaza a YouTube está en Spotify), en el que interpretaba en un piano tangos muchas veces suyos de una manera minimalista, precisa y magistral. Un piano que tenía voz.

Desde entonces perseguí ese tango “pos”, ese be-bop del tango que llevaba a esos gigantes a acompañar una voz que flotaba sobre la ejecución como la “niebla del Riachuelo”, magistral, íntimo, que operaba sobre el recuerdo y actualizaba el rito de un dios que volvía una y otra vez a entregarse al sacrificio.

Pero, como decía, nos acercamos al tango como a una cebolla, hay que quitar capa tras capa. Y una de esas capas es cierto saber íntimo, cierta frecuentación de los ambientes y los protagonistas del tango, de la Rosario tanguera de las décadas pasadas, cuando Edmundo Rivero venía a parar al hotel Savoy o Hugo Del Carril, prohibido después de la Libertadora, se las arreglaba para tocar en clubes de Maciel o los alrededores, a los que llegaban los jóvenes de entonces en los rústicos ómnibus de la época y saltaban tapiales para escucharlo.

Entre esos jóvenes estaba Rafael Ielpi, como me contó alguna vez.

Ielpi ha sido, durante esta cuarentena y desde el año pasado, mi dealer para esos tango raros o, mejor, no raros –para “rara” y espantosa está la “Balada para un loco” del Goyeneche actor-de-taller-de-teatro–, sino excepcionales, “posteriores”.

Gracias a Ielpi me hice devoto de los versos negros cantados por Mercedes Simone y, cuando le hablé de Rivero, me tiró por correo este resumen de su encuentro que reproduzco:

«Con Edmundo Rivero me encontré varias veces, una de las últimas, creo, cuando lo traje a dar una charla en el teatro Olimpo sobre el lunfardo, la que matizó cantando algunos tangos lunfas acompañándose con la guitarra: era un eximio ejecutante. Fue en 85 o 86 y era con entrada libre y gratuita y me acuerdo que cuando faltaban unos 15 minutos había un montón de gente en la vereda, que como creía que había que pagar entrada, no se decidía a entrar hasta que les avisamos y cuando empezó estaba lleno.

«Antes y desde el inicio de los 70 estuve con él en el Hotel Savoy, en el que se alojaba siempre que venía a la ciudad para actuar en alguno de los locales del Bajo, como el “Morocco” o en La Casa del Tango. La primera vez fui a ver si lo podía saludar; era uno de mis preferidos entonces junto a Fiorentino, Ángel Vargas, Floreal Ruiz. Pedí en recepción que avisaran a su habitación que había un tipo que quería saludarlo. Me dijeron que lo esperara en la confitería, que ya bajaría. Era alto, serio pero muy cordial y hasta un poco ceremonioso. Me acuerdo que pidió un té con limón –no sé si tomaba alcohol pero no fumaba– y durante más de media hora, charlamos de tangos, de su etapa con Salgán, con Troilo y cuando comenzó su etapa de solista.

«Una de esas veces, fui con Marcelo Raigal, un muy buen pianista rosarino que vive desde hace muchos años en España, que compuso tangos con letra de Miguel Jubany, que actuó en la Cumbre del Tango en Sevilla y sigue componiendo; no lo volví a ver desde que se fue.

«Bueno, con él habíamos compuesto una milonga y me convenció de que se la lleváramos a Rivero para que la escuchara y nos dijera qué le parecía. A mí me pareció una locura pero Marcelo, que era más joven y entusiasta, insistió tanto que me convenció. Allá fuimos, él con la partitura de música y letra y, después de haber charlado unos quince minutos, le dijo lo de la milonga y le mostró la partitura. Rivero la leyó y nos invitó a la habitación para tocarla en la guitarra y cantarla. Nos dijo que era una linda milonga y que se la diéramos para ver si la incorporaba a su repertorio.

«Que yo sepa, nunca la grabó y tal vez ni siquiera la cantó; de la letra no tengo la menor idea de cómo era y de la música, menos; tal vez Marcelo la haya resguardado aunque no sé si después de 50 años...

«La anécdota que vos recordás que te conté es efectivamente así. Una tarde, (Rivero) me invitó a acompañarlo hasta el Bajo, donde iba a “pasar letra” con los músicos para la actuación de esa noche, creo que en el “Morocco”. Salimos del Savoy por calle San Lorenzo para seguir hasta Maipú, por la vereda del hotel cuando, a la media cuadra me dijo que cruzáramos a la de enfrente. Me extrañó porque íbamos por la vereda correcta para doblar por Maipú hacia Avenida Belgrano, pero no dije nada. Cuando habíamos hecho una cuadra me dijo: “A usted le habrá extrañado que cruzáramos de vereda. Pero vi que por la nuestra venía José Berón. Estaba bebido y no quise que se sintiera mal de que lo viéramos así...” Si no es textual, pega en el palo porque siempre me acordé de la frase pero sobre todo del gesto, que demostraba que Rivero tenía un código de la amistad y el honor reconocido en todo el ambiente, tan particular, de los tangueros.

«José era hermano de Raúl Berón, uno de los grandes cantores de Troilo, Miguel Caló y Lucio Demare y de Adolfo, guitarrista de muchas grabaciones con su conjunto de violas, y de Rosa y Elba Berón, que cantaron y grabaron a dúo; ésta última cantó un par de años con la orquesta de Troilo.

«José es lo que se llama un cantor “de culto”, para muchos superior a Raúl, pero mucho menos conocido por su inconstancia profesional, su bohemia y el alcoholismo. Después de unos años en Buenos Aires se vino a vivir a Rosario. Con Aldo Oliva y algún otro amigo charlamos muchas veces con él en el “Sibarita” de Corrientes y San Lorenzo, uno de los bares emblemáticos de los primeros años de los 60 y finales del 50. Berón tenía un público incondicional que cada vez que reaparecía después de una época de silencio por las borracheras, llenaba el local donde actuaba, de los que me acuerdo eran el “Bambú India” y el “Morocco”.

«Todo eso lo llevó a grabar muy poco: un par de temas con la orquesta de Eduardo Rovira, un gran músico, arreglador y compositor al que le tocó la mala suerte de ser contemporáneo de Piazzolla siendo tan vanguardista como Astor, y un LP con doce temas, algunos tangos y valses y algún tema campero, como hacía Gardel. Lo acompañan los Hermanos Rivas, que eran excelentes guitarristas, y Lito Scarso, un excelente pianista. El LP está en YouTube y tiene dos o tres joyitas: “La mariposa” y “Yira, yira” por ejemplo.»


 



«Con la orquesta de Enrique Alessio grabó dos temas y se volvió a Rosario. Uno de ellos es “Milonguita”, para muchos la mejor versión de ese clásico.

«Un dato: su voz, salvo la de su hermano, con quien comenzaran cantando a dúo, no se emparenta con ninguno de los cantores de Gardel en adelante. Como yo me contaba entre esos incondicionales que lo iban a escuchar cuando nos enterábamos de que reaparecía (aunque algunas veces duraba un par de días el regreso porque recaía en el trago) eso me dio material para uno de los cuentos que más me gustan de No juegues con gitanas, que se llama “Adiós, hasta siempre, preciosidad”, que lo tiene como protagonista, con nombre y apellido real, la noche de uno de sus retornos.»

Cuando le pedí tango en piano me tiró una joya que todavía dudo cuándo vestir: Emilio de la Peña, a la que le agregó algunos datos: “Era muy amigo de Hamlet Lima Quintana, con quien vino a Rosario una vez y estuve con ellos, que habían compuesto varios temas juntos. Era un tipo más bien retraído. En Café de los maestros, el documental de Santaolalla, está entre los músicos invitados. Un pianista exquisito, que grabó poco y recién ya de grande. Con Hamlet, por su parte, tuve una hermosa amistad hasta su muerte”.


El disco Virgilio está de gira, de De la Peña, está entero en Spotify.

Pero las recomendaciones de Rafael, no se quedaron ahí: «Tengo varios pianistas entre los DVD que fui acumulando desde que el LP y el casette pasaron a la historia –me escribió–. Todos son grandes instrumentistas y los discos están la mayoría completos en YouTube. Te paso algunos.

«Osvaldo Tarantino: Uno grabado en vivo en el Teatro San Martín que es para escuchar.


«Gerardo Gandini: Grabó el álbum Postangos en Rosario. Fue un pianista de formación clásica, tocó con Piazzolla en sus últimas giras por Europa.

«Te agrego un par de muy buenos pianistas, que tienen álbumes como solistas y están también en Internet: José Colángelo y Osvaldo Berlinghieri.

«Nunca grabaron solos pianistas de primer orden como Carlos Di Sarli, Osvaldo Pugliese y Horacio Salgán, que lo hizo con Ubaldo de Lío siempre. Ni Osvaldo Manzi, Carlos Figari o José Basso. Ni el fenomenal Orlando Goñi, pilar del estilo Troilo de los 40, al que la bohemia nocturna, la pasión por el turf, el alcohol y la droga lo llevaron a la muerte a los 34 años.

«Un curiosidad: Alfredo Gobbi, un gran violinista, director de una de las mejores orquestas de los 40/50, gran compositor de tangos antológicos (“Camandulaje”, “Orlando Goñi”, “El andariego”), tocaba también el piano y en sus años de malaria, los últimos de su vida, se ganaba la vida frente al teclado en fondines de Leadndro Alem. En Youtube está resguardada la única grabación casera como solista, de su hermoso tango “Redención”, que te recomiendo. Curiosamente, antes de tocarlo, se lo dedica “A nuestro señor Jesucristo”.»


Otro día, por mensaje de voz, Rafael se excusó de no ser tan preciso en mi pedido de "sólo piano" y supuso que podía interesarme este dúo entre el violinista chileno Hernán Oliva y el pianista rosarino Mito García, un disco que no dejo de escuchar desde entonces, por lo menos en su versión de "Niebla del Riachuelo":


Como le comenté a Rafael que aprovecho los sábados a la noche de cuarentena, mientras hago el fuego para el asado, para escuchar con atención esos tangos, uno de sus últimos mensajes llegó un viernes de hace dos semanas y decía: “El sábado, mientras se va haciendo el asado, buscá en YouTube 'Noches de bohemia: mi vieja Viola', cantada por Ricardo Gorga, que murió hace un par de años, en vivo en una reunión de amigos. Cantó en ignotas orquestas de Mar del Plata, nunca quiso ir a Buenos Aires y no grabó pero cuando lo escuché cantar ese tango tan emblemático que tenían en su repertorio Rivero, el Polaco, Ángel Vargas y otros, me pareció una versión fantástica, digna compartir. Hay que cantar sentado, amigo. Que tengas un buen finde.”


En la playlist de pianos del tango que armé en Spotify, la descripción reza: "Tangos en piano por Carlos García, Lucio Demare, Osvaldo Tarantino, Emilio de la Peña, Gerardo Gandini y otras sugerencias de Rafael Ielpi.” 
Gracias, maestro.

lunes, 28 de septiembre de 2020

covid-19: la oportunidad de hacer un capitalismo diferente

Por primera vez en una generación, el gobierno lleva ventaja. Debe aprovechar el momento

Mariana Mazzucato* | The Guardian

El mundo está en estado crítico. La pandemia de covid-19 se extiende rápidamente por todos los países, con una escala y una gravedad que no se veían desde la devastadora gripe española en 1918. A menos que se tomen medidas globales coordinadas para contenerla, el contagio también se convertirá pronto en económico y financiero.

La magnitud de la crisis requiere que los gobiernos intervengan. Y eso hacen. Los estados están inyectando estímulos a la economía mientras intentan desesperadamente frenar la propagación de la enfermedad, proteger a las poblaciones vulnerables y ayudar a crear nuevas terapias y vacunas. La escala y la intensidad de estas intervenciones recuerdan a un conflicto militar: esta es una guerra contra la propagación del virus y el colapso económico.

Y sin embargo hay un problema. La intervención necesaria requiere un encuadre muy diferente al que han elegido los gobiernos. Desde la década de 1980, se les dijo a los gobiernos que se sienten en la hilera del fondo y dejen que las empresas dirijan y creen riqueza, interviniendo solo con el propósito de solucionar los problemas cuando surjan. El resultado es que los gobiernos no siempre están debidamente preparados y equipados para hacer frente a crisis como la del Covid-19 o la emergencia climática. Suponiendo que los gobiernos tienen que esperar hasta que se produzca un gran impacto sistémico antes de decidirse a tomar medidas, no se hacen suficientes preparativos a lo largo del camino.

En el proceso, las instituciones críticas que brindan servicios y bienes públicos de manera más amplia, como el NHS en el Reino Unido (National Health Service: Servicio Nacional de Salud), donde se han producido recortes en la salud pública por un total de mil millones de libras desde 2015, quedan debilitadas.

El papel prominente de las empresas en la vida pública también ha llevado a una pérdida de confianza en lo que el gobierno puede lograr por sí solo, lo que a su vez ha dado lugar a muchas alianzas público-privadas problemáticas, que priorizan los intereses de las empresas sobre el bien público. Por ejemplo, está bien documentado que las asociaciones público-privadas en investigación y desarrollo a menudo favorecen los "éxitos de taquilla" a expensas de medicamentos menos atractivos comercialmente que son de una enorme importancia para la salud pública, incluidos antibióticos y vacunas para una serie de enfermedades con potencial de brote.

Por encima de esto, falta una red de seguridad y protección para los trabajadores en sociedades con una creciente desigualdad, especialmente para aquellos que trabajan en la economía informal y sin protección social.

Pero ahora tenemos la oportunidad de usar esta crisis como una forma de entender cómo hacer capitalismo de manera diferente. Esto requiere repensar para qué sirven los gobiernos: en lugar de simplemente arreglar las fallas del mercado cuando surgen, deben avanzar hacia la conformación y creación activa de mercados que generen un crecimiento sostenible e inclusivo. También deben asegurarse de que las asociaciones con empresas que involucren fondos gubernamentales estén impulsadas por el interés público, no por las ganancias.

En primer lugar, los gobiernos deben invertir, y en algunos casos crear, instituciones que ayuden a prevenir las crisis y nos hagan más capaces de manejarlas cuando surjan. El presupuesto de emergencia del gobierno del Reino Unido de 12 mil millones de libras para el NHS es una medida bienvenida. Pero igualmente importante es centrarse en la inversión a largo plazo para fortalecer los sistemas de salud, revirtiendo las tendencias de los últimos años.

En segundo lugar, los gobiernos deben coordinar mejor las actividades de investigación y desarrollo, dirigiéndolas hacia los objetivos de salud pública. El descubrimiento de vacunas requerirá una coordinación internacional a una escala hercúlea, ejemplificada por el extraordinario trabajo de la Coalición para las Innovaciones en la Preparación ante Epidemias (Coalition for Epidemic Preparedness Innovations: CEPI).

Pero los gobiernos nacionales también tienen una gran responsabilidad en la reforumlación de los mercados al dirigir las innovaciones hacia la resolución los objetivos públicos, de la misma manera que lo han hecho organizaciones públicas ambiciosas como la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (Darpa) en los EEUU, que financió lo que se convirtió en Internet cuando buscaba resolver el problema de la comunicación entre los satélites. Una iniciativa similar en el ámbito de la salud garantizaría que la financiación pública esté orientada a resolver los principales problemas de salud.

En tercer lugar, los gobiernos deben estructurar asociaciones público-privadas para asegurarse de que tanto los ciudadanos como la economía se beneficien. La salud es un sector que a nivel mundial recibe miles de millones del erario público: en Estados Unidos, el Instituto Nacional de Salud (NIH) invierte 40.000 millones de dólares al año. Desde el brote de Sars de 2002, los NIH han gastado 700 millones de dólares en investigación y desarrollo de coronavirus. La gran financiación pública que se destina a la innovación en salud significa que los gobiernos deben regir el proceso para garantizar que los precios sean justos, que no se abuse de las patentes, que se proteja el suministro de medicamentos y que las ganancias se reinviertan en innovación, en lugar de desviarlas a los accionistas.

Y que si se necesitan suministros de emergencia, como medicamentos, camas de hospital, mascarillas o ventiladores, las mismas empresas que se benefician de los subsidios públicos en los buenos tiempos no deben especular y cobrar de más en los malos. El acceso universal y asequible es esencial no solo a nivel nacional, sino a nivel internacional. Esto es especialmente crucial para las pandemias: no hay lugar para el pensamiento nacionalista, como el intento de Donald Trump de adquirir una licencia estadounidense exclusiva para la vacuna contra el coronavirus.

En cuarto lugar, es hora de aprender finalmente las duras lecciones de la crisis financiera mundial de 2008. A medida que las empresas, desde aerolíneas hasta minoristas, solicitan rescates y otros tipos de asistencia, es importante resistirse a entregar simplemente dinero. Se pueden establecer condiciones para garantizar que los rescates se estructuren de manera que transformen los sectores que están ahorrando para que se conviertan en parte de una nueva economía, una que se centre en la estrategia del nuevo acuerdo ecológico de reducir las emisiones de carbono y al mismo tiempo invertir en los trabajadores, y asegurarse de que puedan adaptarse a las nuevas tecnologías. Debe hacerse ahora, mientras el gobierno tiene la ventaja.

El Covid-19 es un evento superior que expone la falta de preparación y resistencia de una economía cada vez más globalizada e interconectada, y ciertamente no será el último. Pero podemos aprovechar este momento para traer una aproximación de las partes interesadas al centro del capitalismo. No dejemos que esta crisis se desperdicie.


* Mariana Mazzucato es profesora de economía en el University College London y autora de The Value of Everything

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original. Se agregó a la firma el vínculo de su página personal.

sábado, 12 de septiembre de 2020

la gran ilusión americana

Los Estados Unidos (que en esta traducción se escribe a veces como “América” –que siempre debería entre comillas–, según lo exige el texto original de la veterana escritora Robin Wright) se revelan hoy día en las noticias que llegan desde allá en torno a las desenfrenadas manifestaciones por la violencia policial, política y racial, como un país dividido. Este texto, que se publicó en The New Yorker hace más de una semana, señala lo que cualquier buen lector sabe, que nunca hubo unos “estados unidos”, sino una idea de nación atada con alambres, ya oxidados, que comienzan a deshacerse a medida que la guerra comercial con China escala hacia una guerra geopolítica que difícilmente pueda ganar Estados Unidos –lo que no significa tormentos y pesares menores en lo que nos toca. La crisis actual, de todos modos, puede también desembocar en una reinvención del actual imperio, que ya en el siglo XIX se erigió como modelo “democrático” (más comillas necesarias) y republicano de la modernidad occidental y posmonárquica.

por Robin Wright | The New Yorker

 

Hay la sensación de que Estados Unidos se está desmoronando. No se debe solo a una temporada electoral tóxica, a una crisis nacional en torno al racismo, el desempleo y el hambre en la tierra de las oportunidades, o a la pandemia, que mata a decenas de miles cada mes. Los cimientos de nuestra nación tienen grietas cada vez más profundas, posiblemente demasiadas para repararlas en el corto plazo o, quizás, nunca. Las idea y la imagen de Estados Unidos enfrentan desafíos existenciales –algunos con razón, otros sin– que ya no son sólo marginales. La rabia consume a muchos en Estados Unidos. Y puede que empeore después de las elecciones y durante los próximos cuatro años, sin importar quién gane. Nuestras fisuras políticas y culturales han generado crecientes dudas sobre la estabilidad de un país que durante mucho tiempo se consideró un pilar, un modelo y una excepción para el resto del mundo. Académicos, politólogos e historiadores incluso postulan que tratar de unir estados, culturas, grupos étnicos y religiones dispares siempre fue una ilusorio.

“La idea de que América tiene un pasado compartido que se remonta al período colonial es un mito”, me dijo Colin Woodard, autor de Union: The Struggle to Forge the Story of United States Nationhood (“La unión: la lucha para forjar la historia de la nacionalidad de los Estados Unidos”: “forge”, en el título, tiene un significado ambiguo, es tanto forjar como falsificar). “Somos Américas muy diferentes, cada una con diferentes historias de origen y tablas de valores, muchos de los cuales son incompatibles. Condujeron a una Guerra Civil en el pasado y son una fuerza potencialmente incendiaria en el futuro”.

La crisis actual refleja la historia de la nación. Y parece que no ha cambiado demasiado. El país fue colonizado por diversas culturas: los puritanos en Nueva Inglaterra, los holandeses alrededor de la ciudad de Nueva York, en la Apalachia dominaron los escoceses e irlandeses, y los señores esclavos ingleses de Barbados y las Indias Occidentales en el sur profundo. A menudo eran rivales, señalaba Woodard: “De ninguna manera pensaban que eran las proteínas de un país americano en gestación”. Estados Unidos fue “un accidente de la historia”, decía, en gran parte porque distintas culturas compartían la amenaza externa de los británicos. Formaron el Ejército Continental para organizar una revolución y formar el Congreso Continental, con delegados de trece colonias. Casi doscientos cincuenta años después, un país seis veces mayor al de su tamaño original afirma ser un crisol de culturas que ha producido una cultura “americana” y un sistema político que promete proporcionar “vida, libertad y la búsqueda de la felicidad”. Con demasiada frecuencia, no es así.

Siglos más tarde, la división cultural y las escisiones son aún profundas. Trescientos treinta millones de personas pueden identificarse como estadounidenses, pero su definición de lo que eso significa –y qué derechos y responsabilidades involucra– tiene vastas diferencias. La promesa estadounidense no se cumplió para muchísimos negros, judíos, latinos, asiático-estadounidenses, una miríada de grupos de inmigrantes e incluso algunos blancos. Los crímenes de odio –actos de violencia contra personas o propiedades por motivos de raza, religión, discapacidad, orientación sexual, etnia o identidad de género– son un problema creciente. Una comisión bipartidaria de la Cámara de Representantes (el equivalente de nuestra cámara de Diputados) advirtió en agosto que, “a medida que aumenta la incertidumbre, vemos desencadenarse el odio”.

 

Desentendimiento

 

Cuando Atenas y Esparta fueron a la guerra, en el siglo V a.C., el general e historiador griego Tucídides observó: “Los griegos ya no se entendían, aunque hablaban el mismo idioma”. En el siglo XXI, ocurre lo mismo entre los estadounidenses. Nuestro discurso político se ha convertido en una “guerra civil por otros medios; parece que realmente no queremos seguir siendo miembros del mismo país”, escribió Richard Kreitner en su libro recientemente publicado Break It Up: Secession, Division and the Secret History of America’s Imperfect Union (“Ruptura: secesión, división y la historia secreta de la unión imperfecta de Estados Unidos”). En diferentes momentos de la historia de Estados Unidos, la supervivencia de la Unión se produjo tanto por “el azar y la contingencia” como por la agitación de banderas y la voluntad política. “Casi que en cada paso se requirieron compromisos moralmente indefendibles que solo empujaron los problemas a futuro”.

El intento de reconocernos en nuestro pasado injusto ha generado más preguntas, y nuevas divisiones, sobre nuestro futuro. En Washington, DC, la semana pasada, un grupo comisionado por la alcaldesa de la ciudad, Muriel Bowser, recomendó, en un informe, que su oficina pidiera al gobierno federal que “elimine, reubique o contextualice” el Monumento a Washington, el Monumento a Jefferson y estatuas de Benjamín Franklin y Cristóbal Colón, entre otros. El comité compiló una lista de personas que no deberían tener obras públicas con su nombre, incluidos los presidentes James Monroe, Andrew Jackson y Woodrow Wilson, el inventor Alexander Graham Bell y Francis Scott Key, quien escribió el himno nacional. Después de una avalancha de críticas, Bowser dijo el viernes que el informe estaba siendo malinterpretado y que la ciudad no haría nada con respecto a los monumentos y memoriales. Pero queda una pregunta, no solo porque vivimos en la era de Black Lives Matter: ¿De qué se trata Estados Unidos hoy? Y: ¿resulta diferente de su pasado profundamente imperfecto?

 

Las grandes diferencias

 

Siempre hubo ambigüedad sobre lo que se suponía que eran los Estados Unidos, decía Woodard. ¿Se suponía que era una alianza de estados (como lo es hoy la Unión Europea, con veintisiete gobiernos distintos), o una confederación (como Suiza, con sus tres idiomas y veintiséis cantones), o un estado-nación (como la Francia posrevolucionaria), o incluso una mecánica de tratados que podría prevenir conflictos intraestatales? Después de la Revolución Americana, la “solución ad-hoc” fue celebrar la victoria compartida contra los británicos; no se abordaron las diferencias fundamentales. Hoy, Estados Unidos todavía está en conflicto en torno a sus valores, desde el contrato social, los medios para educar a sus hijos, el derecho a portar o prohibir armas, la protección de sus vastas tierras, lagos y aire, o la relación entre los estados y el Gobierno federal.

La semana pasada, el presidente Donald Trump amenazó con retener fondos federales a cuatro grandes ciudades –Nueva York, Washington, D.C., Seattle y Portland– debido a actividades “anarquistas” durante las semanas de protestas. “Mi Administración no permitirá que los dólares de los impuestos federales financien ciudades que se dejen deteriorar hasta convertirse en zonas sin ley”, decía el memorando de cinco páginas del presidente. Fue el último de muchos actos de Trump que dividieron aún más a la nación, aunque la tendencia no comenzó con él.

 

Estado de independencia

 

Desde los años treinta del siglo XIX, Estados Unidos atravesó ciclos de crisis que amenazaron su cohesión. La idea de una república revolucionaria comprometida con la igualdad (en ese momento, solo para los hombres blancos) comenzó a erosionarse a medida que surgían las diferencias regionales y se extinguía la primera generación de revolucionarios. Los estados o territorios han impulsado repetidamente su independencia: Vermont se unió de modo formal a la Unión en 1791, después de pasar catorce años como república independiente. El estado de Muskogee, una república multicultural de nativos americanos, esclavos escapados y colonos blancos alrededor de Tallahassee, duró desde 1799 hasta 1803. En 1810, un pequeño grupo de colonos capturó un fuerte español en Baton Rouge y declaró la creación de la república independiente de Florida del Oeste; su capital era St. Francisville, Louisiana. Eligieron un presidente, redactaron una constitución y diseñaron una bandera (una estrella blanca sobre fondo azul); el movimiento murió después de que el presidente Monroe anexara la región. Hubo otros, incluida la República de Fredonia, en Texas, la República de California y la República de Indian Stream, en Nueva Inglaterra. La ruptura más grande, por supuesto, tuvo lugar en los años sesenta, cuando once estados –Texas, Arkansas, Luisiana, Tennessee, Misisipi, Alabama, Georgia, Florida, Carolina del Sur, Carolina del Norte y Virginia– se separaron para formar la Confederación.

Amplias divisiones amenazaron nuevamente con causar una desintegración de la nación en los años treinta y sesenta, “¿Y ahora otra vez?”, me decía el historiador de Yale David Blight. Hoy, Estados Unidos está plagado de orgullosos movimientos secesionistas. Reflejados en el Brexit –la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea–, abogan por el Texit (Texas), el Calexit (California) y el Verexit (Vermont). En 2017, una encuesta en Vermont descubrió que más del veinte por ciento de los habitantes de Vermont creían que el estado debería considerar “dejar pacíficamente los Estados Unidos y convertirse en una república independiente, como lo fue entre 1777 y 1791”. El Movimiento Nacionalista de Texas, que cuenta con cientos de miles de miembros, exige un referéndum estatal sobre la secesión. Luego está la propuesta más fantasiosa de Cascadia, una bio-república progresista pergeñada en el norte de California, Oregón, Washington y las provincias canadienses de Columbia Británica y Alberta. La tendencia es bipartidista y transregional; Incluso ha surgido un sentimiento secesionista en los dos últimos estados que se unieron a la unión: Alaska y Hawai.

La necesidad del comercio interno y los peligros de las amenazas externas han ayudado a mantener unido a los Estados Unidos. Facciones dispares en todo el país se unieron para contrarrestar la agresión británica en los siglos XVIII y XIX; los alemanes y los japoneses, en el siglo XX; y, en el XXI, Al Qaeda, después de los ataques del 11 de septiembre. Pero ahora, sin amenazas externas, la nación se vuelve cada vez más contra sí misma. “Definitivamente no estamos unidos”, decía Blight. “¿Estamos al borde de una secesión de algún tipo? No, no en el sentido de una fractura real. Pero, en el interior de nuestras mentes y nuestras comunidades, ya estamos en un período de secesión que evoluciona lentamente” en formas que son más profundas que la ideología y las creencias políticas. “Somos tribus con al menos dos o más fuentes de información, hechos, narrativas e historias en las que vivimos”. Estados Unidos hoy, decía Blight, es una “casa dividida sobre lo que sostiene a la casa en pie”.

 

El pasado los divide

 

En su nuevo libro, Kreitner arguye que, con su política irrevocablemente rota, Estados Unidos se está quedando sin tiempo. El potencial de separación física y política es ahora real, a pesar de que la polarización de Estados Unidos no tiene fronteras geográficas precisas. Ningún estado republicano es completamente republicano (rojo); ningún estado demócrata es completamente demócrata (azul). “El siglo XXI ha sido testigo de un resurgimiento inconfundible de la idea de abandonar o romper los Estados Unidos, una serie caleidoscópica de movimientos separatistas moldeados por los conflictos y divisiones del pasado, pero que se manifiestan de formas nuevas y potencialmente desestabilizadoras”, escribe. A diferencia del pasado, los impulsos separatistas actuales han surgido en múltiples lugares al mismo tiempo. “A menudo descartado como poco serio o quijotesco, un retroceso a la Confederación, el nuevo secesionismo revela divisiones en la vida estadounidense posiblemente no menos intratables que las que llevaron a la primera Guerra Civil”, advierte Kreitner.

En los años que vienen es probable que aumente el atractivo de desconectar el experimento estadounidense, incluso entre los fieles seguidores de la idea del poder federal. Y, si la Unión se disuelve de nuevo, escribe Kreitner, no será en una línea clara, sino “en todas partes y de una vez”. De alguna manera, las elecciones, ahora a solo ocho semanas de distancia, serán un alivio temporal, al menos para poner fin a la angustiosa incertidumbre actual. Pero jugará solo un papel en la decisión de lo que finalmente le sucederá a nuestra nación. “¿Somos un mito? Bueno, sí, en sentido profundo. Siempre lo fuimos”, decía Blight. Para sobrevivir, Estados Unidos debe ir más allá del mito.

Traducción y edición: P.M. Se agregaron aclaraciones entre paréntesis para ayudar a una lectura de contexto.

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés.

martes, 8 de septiembre de 2020

la expansión del mundo alien

Clayton Purdom | AVClub

Parte de la serie Infinite Scroll, sobre las líneas cada vez más borrosas entre Internet, la cultura pop y el mundo real.

La primera vez que lo notamos transcurrieron unos 20 minutos del primer episodio. Dos androides, llamados inequívocamente Madre y Padre, descendieron en la tundra azulina de un planeta para criar una cosecha de niños humanoides con éxito vacilante. Solo queda uno. Madre y Padre pelean –en principio acerca de cómo reprender a su hijo–, pero la discusión también se ha dilatado, se ha vuelto existencial, como suelen ser estas discusiones. “Pensé que estábamos sincronizados, padre –dice la madre– y permaneceríamos sincronizados hasta que dejemos de operar”. Poco después, cuando le grita que se calle, la saliva se escurre en sus labios y algo parece fuera de lugar, algo que acaso tiñe toda esta serie. Pero entonces aparecen gotas de líquido en la parte posterior del cuello, también fuera de lugar. Pero no es sino hasta el momento en que empala a Padre en el colmillo de monstruo antiguo que uno confirma que estos androides que estuvimos viendo están llenos de leche.

Para una parte nada insignificante de los espectadores de Raised By Wolves, este hecho –androides llenos de leche–, es una intriga suficiente para catapultarlos a lo largo de la esta temporada de 10 episodios. El gancho principal de la serie no es su trama, sino su pedigrí: es el debut como director en televisión de Ridley Scott, en cuyos inicios dio dos golpes con Alien y Blade Runner que aún resuenan en la ciencia ficción unas cuatro décadas después. Esas películas fueron tanto una victoria del diseño de producción como cualquier otra cosa, y una de las singulares innovaciones de Alien, entre una docena más o menos, fue que Ash, el androide de incógnito, un agente secreto a bordo del Nostromo, se les revelaría a los protagonistas a través de gotas de leche que aparecían en su frente, y que, una vez desmontado, no estaba lleno de circuitos o cañerías vaporosas como los androides de la cultura pop que conocíamos, sino que era en parte una desperdicio perlado y viscoso llena de unos fideos, luces entubadas y tentáculos. Orgánico, pero no. Leche en lugar de sangre.

Es una idea tan buena como, digamos, la infiltración del alien a través de una garra que abraza el rostro, y está perfectamente sincronizada con el resto de los horrores psicosexuales de Alien: el diseño fálico y xenomórfico; la amenaza de una fecundación violenta; la forma en que Ash, sudando leche, ataca a Ripley metiéndole una revista porno enrollada en su boca. Es probable que haya una gran cantidad de explicaciones dignas de ver en YouTube que tratan la elección de la leche como el fluido corporal de Ash, pero parte del atractivo perdurable de Alien es la forma en que nunca se extiende sobre el tema. Su legado es su economía. A medida que la serie cambió de manos en las películas subsiguientes, se convirtió en un escaparate para diferentes directores, cada uno extrayendo diferentes elementos del texto residual de Scott: James Cameron expandió el tema de la maternidad en una contienda enjaulada intergaláctica; David Fincher convirtió en arma la estética industrial-chic del espacio profundo; Jean-Pierre Jeunet aportó un sentido de fantasía al potencial de la serie para generar un horror indescriptible y corpóreo.

La serie y sus androides de leche permanecieron inactivos durante 15 años a partir de entonces, hasta que Scott los revivió para un par de precuelas. Prometheus y Alien: Covenant no se recuerdan con especial calidez, aunque me gustaron bastante cuando las vi en el cine, y me gustaron aún más en una revisión reciente, a la luz de Raised By Wolves. Se sienten menos como precuelas de Alien y más como las secuelas que hubiera hecho Scott, ampliando la riqueza que encontró en los temas latentes de la película de 1979: la relación entre los humanos y los dioses que los hicieron; la relación entre los androides y los humanos que los hicieron; y la tensión entre tecnología y religión. Que las precuelas convirtieran al misterioso y aquilino Alien en algo parlante y mítico, más parecido a Star Trek que a The Texas Chain-Saw Massacre, molestó a muchos fanáticos de toda la vida, y me compadezco. Pero Alien llegó completamente evolucionado; solo podría expandirse. Y, aun así, las dos precuelas dan lugar a piezas en un tiempo presente implacable que emergen orgánicamente de los grandes temas de Scott, como la escena del auto-aborto trastornado de Prometheus o la transformación de Covenant a mitad de la película en un thriller erótico entre androides. Aquí cabe que les recuerde la escena de la flauta.

 

Todo esto nos lleva de vuelta a Raised By Wolves, sobre la que especulé febrilmente por lo menos una hora que era una entrega encubierta de la serie Alien, basado solo en la salpicadura de leche que emerge del torso de Padre en el piloto. No lo es, cabe aclarar: las líneas de tiempo no coinciden, la tecnología no es del todo correcta y celebran la Navidad en Prometheus, no lo que dicte la extraña metareligión en Wolves. Y, sin embargo, se siente como una pieza sin dudas relacionada con la ciencia ficción temprana de Scott y sus sucesores más recientes. Todavía nos llevan a preguntarnos deliberadamente con qué sueñan los androides. (La madre afirma que no necesita soñar y, sin embargo, sigue retirándose a una simulación en la que puede acceder a su subconsciente). Todavía estamos contrastando la fe de un androide en su creador humano con la fe de un humano en su dios incognoscible, de un modo que desafía a ambos. (Madre y Padre, ambos ateos declarados, notan que el hijo humano que les queda se siente cada vez más atraído por la religión a medida que mueren sus hermanos). Y todavía estamos luchando, sin descanso, con la paternidad, que parece cada vez más la preocupación que anima a toda la ciencia ficción de Scott, desde hijos pródigos como Roy Batty y David hasta los hijos protegidos y plantados de Covenant y Raised By Wolves. Después de todo, Scott se largó a su carrera en la ciencia ficción con una escena de parto como ninguna otra.


Después del debut con el par de episodios de gran presupuesto y grandes ideas de Scott, Raised By Wolves cambia a algo más familiarmente televisivo en su ritmo y trama; hay mucha discusión sobre la logística entre las distintas partes, los decorados iluminados de azul se vuelven algo familiar, una profecía de algún tipo. Pero la serie sigue viva en la relación entre Madre y Padre, precisamente por el modo que estructuran la trama: como padres. Puede que estén rellenos de leche, pero se enfrentan a la misma mierda con la que lidian todos los padres: infidelidad, inseguridad, miedo al futuro. Scott revela toda la parafernalia de diseño de producción: de la transformación de Madre en el Bowie del 93, al crucifijo flotante banshee que es un sueño de la historieta de ciencia ficción; pero sus temas favoritos, una vez entregados a otros directores (incluido su hijo, Luke), resultan sorprendentemente relevantes en 2020. No hay un padre vivo que no se estremezca cuando Madre relata cómo el ejército religioso mitraico en la Tierra pensó que era un pecado dejar que los androides criaran a sus hijos, particularmente porque, por fuera de la serie, experimentamos el colapso continuo de las redes de apoyo social (como la escuela pública y la familia extendida) que una vez hizo que la carga de criar hijos en el capitalismo tardío fuera manejable. Incluso las más firmes reservas de tiempo de pantalla son las tabletas que se compran con pánico en 2020.

De hecho, es este mismo conflicto, al menos en parte, lo que precipitó el apocalipsis tipo Terminator en la Tierra de Raised by Wolves, y que envió a los humanos al espacio en busca de un nuevo hogar, en primer lugar. Tanto los androides como el ejército mitraico aterrizan en este planeta árido en busca de un futuro para la humanidad, pero a medida que avanza la temporada, queda claro que ambas partes ven a los niños humanos como una batalla por poderes de sus propios sistemas de creencias. Esto se convierte en menos explosiones que hacen volar a las personas y más variaciones cerebrales en los temas característicos del programa, incluida, lo más intrigante, una trama secundaria y ligera sobre el vegetarianismo. (Como dijo una vez el Sr. Rogers, “No quiero comer nada que tenga una madre”). Si eso suena didáctico, no no preocupemos; Raised By Wolves parece deleitarse con las complicaciones y los contrapesos, como suele suceder con la buena ciencia ficción. Y así, por supuesto, no solo los androides están llenos de leche. A mitad del tercer episodio, un soldado mitraico abre una pipa llena de leche y se desgañita anunciando un alerta de “leche” para todos los soldados cercanos, que luego trotan con las tazas en sus manos. Beben la leche, se ofrecen la leche entre sí y continúan con sus asuntos, llenos de leche. No se vuelve a mencionar el tema. Es el momento más extraño de la serie, y también uno de los mejores, una anomalía evolutiva nacida de las ansiedades que Scott ha estado azuzando durante décadas.


Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la publicación original en AVClub.

lunes, 10 de agosto de 2020

para recuperar una generación perdida

 Naomi Klein | traducido* de The Intercept

Imaginemos que vivimos en una zona rural de Arkansas y nos sacude una tragedia. Un miembro de la familia se enfermó con esa enfermedad respiratoria contagiosa que ya mató a montones, pero no hay suficiente espacio en la pequeña casa para ponerlo en cuarentena en una habitación propia. El caso de nuestro pariente no parece poner en peligro su vida, pero lo aterroriza que su tos persistente propague la enfermedad a otros familiares más vulnerables. Llamamos a la autoridad de salud pública local para ver si hay espacio en los hospitales locales, y nos explican que están demasiado limitados con los casos de emergencia. Hay establecimientos privados, pero no podemos pagarlos.


No se preocupe, nos dicen: un equipo llegará en breve para instalar una casa pequeña, portátil, resistente y bien ventilada en su jardín. Una vez instalada, su pariente podrá convalecer cómodamente. Puede llevarle comida casera a su puerta y comunicarse a través de las ventanas abiertas, y una enfermera capacitada estará disponible para exámenes regulares. Y no, no habrá ningún cargo por la casa.

Este no es un informe de algún Estados Unidos futuro y organizado, uno con un gobierno capaz de cuidar a su gente en medio de una carnicería económica espiralada y una emergencia de salud pública. Es un comunicado del pasado de este país, una época, hace ocho décadas, cuando nos encontrábamos en las garras de una crisis económica aún más profunda (la Gran Depresión) y, también, en las de una enfermedad respiratoria contagiosa que se esparcía (la tuberculosis), similar a estos días.

Sin embargo, contrasta cómo el gobierno estatal y federal de Estados Unidos enfrentó esos desafíos en la década de 1930 y cómo falla tan brutalmente al enfrentarlos ahora, no podría ser más marcado. Esas pequeñas casas son solo un ejemplo, pero reveladoras por la gran cantidad de problemas que esas humildes estructuras intentaron resolver a la vez.

Conocidas como "cabañas de aislamiento", las casitas de madera se distribuyeron a familias pobres en varios estados. Lo suficientemente pequeñas como para caber en la parte trasera de un remolque, tenían espacio para una cama, una silla, un tocador y una estufa, y estaban equipadas con grandes ventanas con mosquiteros y contraventanas para maximizar el flujo de aire fresco y luz solar –consideradas esenciales para la recuperación de la tuberculosis.

Como estructuras físicas, las cabañas TB (por "tuberculosis") fueron una elegante respuesta para los desafíos a la salud pública que planteaban los hogares abarrotados por un lado y los costosos sanatorios privados por el otro. Si no se podía albergar pacientes en una cuarentena segura en la casa, entonces el estado, con la ayuda de Washington, simplemente llevaba una adición a esas casas durante la duración de la enfermedad.

Conviene que esto se asimile, dada la prédica de indefensión que invade hoy los EEUU. Durante meses, la Casa Blanca no pudo hacerse una idea de cómo implementar pruebas gratuitas de covid-19 a la escala requerida, y mucho menos rastreo de contactos, sin importar el apoyo para la cuarentena de familias pobres. Sin embargo, en la década de 1930, durante una época económica mucho más desesperada para el país, las agencias estatales y federales cooperaron para entregar no solo pruebas gratuitas sino también viviendas gratuitas.

Y ese es solo el comienzo de lo que hace que valga la pena detenerse en las cabañas TB. Las cabañas en sí fueron construidas por hombres muy jóvenes entre la adolescencia y los 20 años que estaban sin trabajo y se habían inscrito en la Administración Nacional de la Juventud (NYA por sus siglas en inglés). "La Junta de Salud del Estado proporciona los materiales para estas cabañas y NYA proporciona la mano de obra", explicaron Betty y Ernest Lindley, autores de una historia del programa en 1938. “El costo promedio total de una cabaña es de $ 146.28”, alrededor de $ 2700 en dólares de hoy.

Las cabañas TB fueron solo uno de los miles y miles de proyectos asumidos por los 4.5 millones de jóvenes que se unieron a la NYA: un vasto programa iniciado en 1935 que conectó a jóvenes con necesidades económicas, que no podían encontrar trabajo en el sector privado, con trabajo pensado para el ámbito público que necesitaba hacerse. Desarrollaron habilidad comercial, mientras ganaban dinero que les permitió a muchos quedarse o regresar a la escuela secundaria o la universidad. Otros proyectos de la NYA incluyeron la construcción de algunos de los parques urbanos más emblemáticos del país, la reparación de miles de escuelas en ruinas y su equipamiento con áreas de juego; abastecieron las aulas con escritorios, mesas de laboratorio y mapas que los jóvenes trabajadores habían hecho y pintado ellos mismos. Los trabajadores de NYA construyeron enormes piscinas al aire libre y lagos artificiales, se capacitaron para ser ayudantes de enseñanza y enfermería, e incluso construyeron centros juveniles completos y escuelas pequeñas desde cero, a menudo mientras vivían juntos en "centros para residentes".

La NYA sirvió como una especie de complemento urbano del programa juvenil más conocido de FDR (Franklin Delano Roosvelt), el Civilian Conservation Corps (CCC), lanzado dos años antes. Los CCC emplearon a unos 3 millones de hombres jóvenes de familias pobres para trabajar en bosques y granjas: plantaron más de 2 mil millones de árboles, apuntalaron ríos contra la erosión y construyeron la infraestructura para cientos de parques estatales. Vivían juntos en una red de campamentos, enviaban dinero a sus familias y aumentaban de peso en un momento en que la desnutrición era una epidemia. Tanto la NYA como la CCC tenían un doble propósito: ayudar directamente a los jóvenes involucrados, que se encontraban en una situación desesperada, y satisfacer las necesidades más urgentes del país, ya sea por tierras reforestadas o por mayor ayuda en hospitales.

Como todos los programas del New Deal, la NYA y la CCC se vieron manchadas por la segregación racial y la discriminación. Y los roles de género fueron, digamos, que las niñas descubrieron que podían coser, hacer latas y curar; y los chicos descubrieron que podían plantar, construir y soldar. Las niñas negras en particular fueron incorporadas al trabajo doméstico.

Sin embargo, la escala de estos dos programas, que en conjunto alteraron las vidas de más de 7 millones de jóvenes en el transcurso de una década, avergüenza a los gobiernos contemporáneos. Hoy, millones y millones de jóvenes están comenzando su edad adulta mientras el suelo colapsa bajo sus pies. Los trabajos de servicios de los que dependían tantos adultos jóvenes para alquilar y pagar la deuda de sus estudios han desaparecido. Muchas de las industrias en las que esperaban entrar están despidiendo, no contratan. Se cancelaron pasantías y aprendizajes a través de correos electrónicos masivos y se revocaron las ofertas de trabajo prometidas.

Estas pérdidas económicas, combinadas con la decisión de muchos colegios y universidades de cerrar residencias y mudarse a internet, han separado abruptamente a innumerables adultos jóvenes de sus sistemas de apoyo, empujaron a montones a la falta de vivienda y a otros a sus dormitorios de la infancia. Muchos de los hogares en los que se encuentran los jóvenes ahora se encuentran bajo una tensión económica severa y no son seguros ni acogedores, y los jóvenes LGBTQ corren un mayor riesgo.

Todo esto se acumula con el dolor del propio que trae el virus, que extendió el duelo y la pérdida a millones de familias. Y eso ahora se está mezclando con el trauma de la tremenda violencia policial dirigida a multitudes de manifestantes, en su mayoría jóvenes del Black Lives Matter, combinando los eventos criminales que precipitaron las protestas en un principio. En el fondo, como siempre, está la sombra del colapso climático, sin mencionar el hecho de que cuando los miembros de esta generación escucharon por primera vez términos como "encierro" ("lockdown") y "refugiarse en el lugar" ("shelter in place") relacionados con la pandemia, muchas de sus mentes inmediatamente viraron hacia los aterradores simulacros de tiradores que practicaron en las escuelas de EEUU desde pequeños.

No es de extrañar, entonces, que la depresión, la ansiedad y la adicción estén devastando la vida de los jóvenes.

Según una encuesta realizada por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud y la Oficina del Censo el mes pasado, el 53 por ciento de las personas de 18 a 29 años informaron síntomas de ansiedad y/o depresión. Cincuenta y tres por ciento. Eso es más de 13 puntos porcentuales más alto que el resto de la población, lo que en sí mismo estaba fuera de los gráficos en comparación con esta época el año pasado.

Y eso todavía puede ser un recuento dramático. Mental Health America, parte del Consejo Nacional de Salud, publicó un informe en junio basado en base a encuestas hechas a casi 5 millones de estadounidenses. Descubrió que "las poblaciones más jóvenes, incluidos los adolescentes y los adultos jóvenes (de menos de 25), se ven particularmente afectadas" por la pandemia, y el 90 por ciento "experimenta síntomas de depresión".

Parte de ese sufrimiento encuentra su expresión en otra crisis invisible de la era Covid: un aumento dramático en las sobredosis de drogas; algunas partes del país reportaron ya aumentos del 50 por ciento con respecto al año pasado. Todo esto debería ser un recordatorio de que cuando hablamos de estar en medio de un cataclismo a la par con la Gran Depresión, no solo el PIB y las tasas de empleo están deprimidos. También hay un gran número de personas deprimidas, especialmente los jóvenes.

Por supuesto que esta es una crisis global. El secretario general de la ONU, António Guterres, advirtió recientemente que el mundo enfrenta "una catástrofe generacional que podría desperdiciar un potencial humano incalculable, socavar décadas de progreso y exacerbar las desigualdades arraigadas". En un mensaje de video dijo: “Estamos en un momento decisivo para los niños y los jóvenes del mundo. Las decisiones que los gobiernos y los socios tomen ahora tendrán un impacto duradero en cientos de millones de jóvenes y en las perspectivas de desarrollo de los países en las próximas décadas”.

Al igual que en la década de 1930, a esta generación ya se la refiere como una "generación perdida", pero en comparación con la Gran Depresión, casi no se está haciendo nada para ir a su encuentro, ciertamente no a nivel gubernamental en los EEUU. No hay programas ambiciosos y creativos diseñados para ofrecer ingresos estables más allá de los programas laborales de verano ampliados, y no se diseñó nada para equiparlos con las habilidades necesarias para la era del Covid y el cambio climático. Todo lo que Washington ha ofrecido es un descanso temporal en los pagos de préstamos estudiantiles, que expirará este otoño.

Se debate sobre los jóvenes, por supuesto. Pero casi exclusivamente para avergonzarlos por salir de fiesta de Covid. O para discutir (normalmente en su ausencia) la cuestión de si se les permitirá o no tomar clases presenciales en las aulas, o si tendrán que quedarse en casa pegados a las pantallas. Sin embargo, lo que nos enseña la era de la Depresión es que estos no son los únicos futuros posibles que deberíamos considerar para las personas entre la adolescencia y los 20 años, especialmente cuando nos enfrentamos a la realidad de que el covid-19 va a remodelar nuestro mundo durante un largo tiempo. Los jóvenes pueden hacer más que ir a la escuela o quedarse en casa; también pueden contribuir enormemente a la curación de sus comunidades.

Esta semana indagué en lo que se necesitaría para lanzar programas de empleo juvenil a la escala de NYA y CCC: programas que, al igual que sus predecesores, abordaban amplias necesidades sociales al tiempo que brindaban a los jóvenes dinero, capacitación en habilidades y oportunidades, trabajar y posiblemente vivir en compañía. Dicho de otra manera: ¿Cuáles son los equivalentes modernos de la cabaña de aislamiento para tuberculosis construida en NYA y entregada a domicilio?

Al profundizar en la historia de los programas para jóvenes del New Deal, me sorprendió la cantidad de proyectos que se aplican directamente a las necesidades más urgentes de la actualidad. Por ejemplo, la NYA hizo contribuciones enormes e históricas a la infraestructura educativa del país, con un énfasis particular en los distritos escolares de bajos ingresos, al tiempo que capacitó a muchas mujeres jóvenes como asistentes de enseñanza. También proporcionó importantes refuerzos para un sistema de salud pública en crisis, capacitando a batallones de jóvenes para que sirvieran como auxiliares de enfermería en hospitales públicos.

Es fácil imaginar cómo programas similares en la actualidad podrían abordar simultáneamente la crisis del desempleo juvenil y desempeñar un papel importante en la lucha contra el virus. Solo un ejemplo: seguro que podríamos usar algunos de esos auxiliares de enfermería si hay un nuevo brote del virus este invierno. Una investigación del New York Times el mes pasado citó a varios médicos y enfermeras que están convencidos de que un número significativo de las muertes por covid-19 que tuvieron lugar en los hospitales públicos de Nueva York podrían haberse evitado si hubieran contado con el personal adecuado. En las salas de emergencia, donde la proporción de pacientes por enfermera no debería haber sido superior a 4 a 1, un hospital público estaba tratando de arreglárselas con 23 a 1; otros no lo estaban haciendo mucho mejor. Han surgido historias de pesadilla de pacientes desorientados que se bajaban de las máquinas de oxígeno y otros equipos vitales, trataban de levantarse sin nadie que los detuviera, morían solos. Más enfermeras habrían hecho una diferencia.

Luego están las escuelas públicas, igualmente escasas de personal después de décadas de recortes, que intentarán imponer el distanciamiento social este año. Si no tuviéramos tanta prisa por volver a una versión sombría y disminuida de lo "normal", habría tiempo para un programa al estilo de la NYA para capacitar a miles de adultos jóvenes para ayudar a reducir el tamaño de las clases y supervisar a los niños en la educación al aire libre.

Y como sabemos que el lugar más seguro para reunirse sigue siendo al aire libre, algunos estudiantes en edad universitaria podrían retomar el trabajo iniciado por la NYA y expandir la infraestructura nacional de senderos, áreas de picnic, piscinas al aire libre, campamentos, parques urbanos y senderos silvestres. Miles más podrían inscribirse en un recuperado CCC para restaurar bosques y humedales, ayudando a extraer de la atmósfera el carbono que calienta el planeta.

Crear este tipo de programas sería complejo y costoso. Pero los beneficios individuales y colectivos serían inconmensurables. Y como fue el caso durante la Gran Depresión, muchos jóvenes tendrían la oportunidad de hacer algo que desesperadamente quieren y necesitan hacer ahora mismo: salir de sus hogares de la infancia y vivir con sus compañeros.

En Intercepted, hablé sobre esta perspectiva con Neil Maher, profesor de historia en la Universidad de Rutgers-Newark y autor de una historia definitiva del Civilian Conservation Corps, "Nature’s New Deal". Me dijo que en su investigación sobre el CCC se encontró con muchos participantes que describían su tiempo en el programa como una especie de campamento para dormir o incluso una universidad al aire libre: una oportunidad única de vivir colectivamente, lejos de sus familias y de la ciudad, y convertirse en adultos. Pero a diferencia de muchos campus universitarios reales que no pueden reabrir de forma segura, dados los desplazamientos diarios de profesores, personal y muchos estudiantes, los campamentos modernos inspirados en los CCC podrían diseñarse como "burbujas" de Covid.

El programa tendría que hacer pruebas a los participantes en el camino, poner en cuarentena a cualquiera que diera positivo durante dos semanas, y luego todos se quedarían en el campamento hasta que el trabajo estuviera terminado (o al menos su parte). Podría ser esa rara triple victoria: curar parte del daño causado a nuestro planeta devastado, ofrecer un salvavidas económico y social a las personas necesitadas y diseñar lo que podría ser uno de los lugares de trabajo más seguros para el Covid.

En el pánico por esta “generación perdida”, se ha hablado mucho de que no hay trabajo para los jóvenes. Pero eso es mentira. No hay fin para el trabajo significativo que se necesita desesperadamente en nuestras escuelas, hospitales y en la tierra. Solo necesitamos crear esos trabajos.

* Se respetaron todos los hipervínculos del original en inglés.

Tomado de las recomendaciones del esperado newsletter dominical de Revista Crisis.