Este análisis de Mark Fisher sobre la serie The Americans, se publicó en la revista New Humanist el 1 de Octubre de 2014, de donde lo tradujimos. También se puede leer en la más que recomendable traducción de k-punk, de Caja Negra Editora.
Los pocos hipervínculos del texto fueron agregados por nosotros, ya que no existían en el original. Entradas sobre la serie pueden encontrarse en este blog acá, acá y acá.
---><---
La primera temporada de The Americans (emitida recientemente en el Reino Unido por ITV) terminó con una secuencia cuya banda sonora es “Games WithoutFrontiers” (“Juegos sin fronteras”) de Peter Gabriel. La serie ha sido elogiada con razón por su inteligente uso de la música, y “Games Without Frontiers”, que se estrenó en 1980, año en el que comienza la serie, fue una perfecta elección que resume el clímax de la primera temporada. Atmosféricamente, la canción es de alguna manera ansiosa y fatalista: sin inflexión emocional, la voz de Gabriel suena catatónica; la producción es fría e imponente. “Games Without Frontiers” no se siente postraumático, sino pretraumático: como si Gabriel estuviera registrando el impacto de una catástrofe que está por venir.
Escuchado ahora, especialmente en
el contexto de The Americans, un thriller de la Guerra Fría, nos recuerda
una época en la que ese terror era ambiental, cuando el espectro de un
apocalipsis aparentemente inevitable tejía la vida cotidiana. Sin embargo, si “Games
Without Frontiers” invoca el amplio momento histórico en el que se desarrolla The Americans, también comenta las
intrigas específicas de la serie. Porque The
Americans trata de espías soviéticos que se hacen pasar por una familia
estadounidense corriente. El espionaje de la Guerra Fría no respetó las
fronteras entre lo privado y lo público, entre la vida doméstica y el deber
hacia la causa: de veras un juego sin fronteras.
Creado por el ex agente de la CIA
Joe Weisberg, The Americans se centra
en Elizabeth (Keri Russell) y Philip Jennings (Matthew Rhys), dos agentes de la
KGB que viven encubiertos como americanos en Washington. Al parecer, Weisberg
había ideado el escenario de la serie en la década de 1970, pero optar por 1980
tiene un gran sentido dramático. En 1980, la Guerra Fría se intensificó
inmediatamente después de la invasión soviética de Afganistán y la elección de
Ronald Reagan, quien estaba ansioso por llevar a cabo una lucha maniquea contra
el “Imperio del Mal”.
La serie se caracteriza por una
oscilación bipolar entre un naturalismo contundente y la intensidad de los
gritos adrenalínicos del thriller. No son escasas las persecuciones de autos y
los tiroteos en The Americans (probablemente no haya un programa más
emocionante que éste en la televisión hoy en día), pero estos están
intercalados con escenas de la vida doméstica, donde las tensiones son de otro
tipo.
Lejos de ser el respiro de esa
Guerra Fría, la vida hogareña de los Jennings es la zona donde llevan a cabo
sus engaños más cargados de emoción. El matrimonio es en sí mismo una farsa:
inicialmente al menos, Elizabeth y Philip son agentes en una misión, no
amantes, y la serie trata en parte de sus intentos de navegar este tenso
terreno emocional y reconciliar sus diferentes expectativas sobre lo que
implican sus roles. Pero Elizabeth y Philip al menos saben lo que están
haciendo; no necesariamente sus hijos, Paige y Henry. No saben que sus padres
son agentes de la KGB (la ignorancia de los niños es una de las mejores formas
de cobertura que los Jenning tienen a mano).
Esto no solo eleva la amenaza de
que los descubran, también plantea un dilema moral: ¿se debe informar a los
niños? Este dilema llega a un punto crítico en la segunda temporada, cuando el
arco de la historia alcanza al asesinato de una pareja de compañeros de la KGB
y uno de sus hijos. Cuando se revela que el niño sobreviviente, Jared, había
sido reclutado por la KGB, inevitablemente surge la cuestión del reclutamiento
de Paige. “Paige es tu hija”, dice Claudia, la controladora de la KGB de los
Jennings, “pero no es solo tuya. Ella pertenece a la causa. Y al mundo. Todos
lo somos.”
Esto nos lleva a un contraste
entre The Americans e incluso algunas
de las ficciones de espías más sofisticadas, como las de John Le Carre. En el
trabajo de Le Carre, el adversario de George Smiley es Karla, la espía
superiora de la KGB –y pese a todo lo que hizo Le Carre para complicar el trazo
a grandes rasgos de la propaganda de la Guerra Fría entre el eje binario del
bien y el mal, Karla siguió siendo una figura casi demoníaca cuyo compromiso
era incomprensible para Smiley y su pragmatismo liberal y personal. En The Americans, los soviéticos se
transforman en nuestros semejantes. Esto sucede en primer lugar al poner en
primer plano a Elizabet y Philip. Pero los respalda bien el rico elenco de
personajes de la rezidentura (la
estación de la KGB en Washington): Nina Krylova, una agente doble, luego
triple, frágil pero resistente e ingeniosa; el estratega pragmático Arkady
Ivanovich; el ambicioso y enigmático Oleg Burov. La decisión de que los
personajes de la embajada hablen ruso es importante; se mantiene su diferencia
con los occidentales, y se evita la absurda convención de que se les escuche
hablar un mal inglés con la pantomima del acento ruso.
En una inversión del estereotipo,
los soviéticos en The Americans
parecen mucho más glamorosos que sus contrapartes americanos. El principal
antagonista de los Jennings, el agente del FBI Stan Beeman (Noah Emmerich),
quien en un giro de telenovela termina siendo un vecino cercano, se muestra
severo en comparación con los dinámicos y glamorosos Elizabeth y Philip, tal
como luce la oficina del FBI: monótona y mezquina cuando se la contrapone con
las intrigas de la rezidentura.
Esto sin duda contribuye al
desarrollo subversivo de la serie, que consiste en que el público no solo
simpatiza con los Jennings, sino que los apoya positivamente, tememos su descubrimiento,
esperamos que todos sus planes se realicen. El mensaje de The Americans no es que los Jennings comparten una humanidad común
con sus enemigos y vecinos americanos, sino que simplemente están del otro
lado. Dada la situación extrema de su condición, nos es imposible pensar que
Philip y Elizabeth son “como nosotros”; al mismo tiempo, sin embargo, la serie
nos obliga a identificarnos con ellos, aun cuando se conserva su alteridad.
En los momentos críticos, se
enfatizan sus diferencias con los americanos “reales”. Si bien a veces se ve
que Philip vacila y contempla al menos algunos aspectos del estilo de vida
estadounidense, Elizabeth nunca duda en su compromiso con la destrucción del
capitalismo estadounidense. En un momento, durante la segunda temporada, Paige comienza a ir a un grupo parroquial. Nada lleva a su casa la extranjería de
Elizabeth por la vida estadounidense –y a muchos de los protocolos del drama
televisivo estadounidense– como la ferocidad de su hostilidad hacia este
desenlace. La escena en la que una Elizabeth furiosa confronta a Paige por todo
esto es extrañamente hilarante: no hay muchos espacios en otros dramas de la
televisión estadounidense donde podamos ver que el cristianismo es atacado con
tanto fervor.
En estas condiciones, en las que
el capitalismo domina sin oposición, la idea misma de una Causa ha
desaparecido. ¿Quién lucha y muere por el capitalismo? ¿La vida de quién
adquiere sentido gracias a la lucha por una sociedad capitalista? (Quizás sea
esta devoción a la Causa lo que le da a los personajes soviéticos en The Americans su glamour.) No fue otro
que Francis Fukuyama quien advirtió que un capitalismo triunfal estaría
embrujado por los anhelos de propósitos existenciales que los bienes de consumo
y la democracia parlamentaria no podrían satisfacer. Gran parte del atractivo
de The Americans depende del hecho de
que se sitúa antes de este período. Nuestro conocimiento de que el colapso del
experimento soviético estuvo a menos de una década del período en el que se
desarrolla la serie da a todo el discurso sobre la Causa comunista en The Americans una cualidad melancólica.
En 1980, la Guerra Fría se sentía como si fuera a durar para siempre. En
realidad, en tan solo nueve años, todo lo que Elizabeth y Philip representaban
colapsaría, y el fin de la historia caería sobre nosotros.