El currículum de John McLaughlin
(Pennsylvania, 1942) podría leerse como el de un alto ejecutivo aplicado, cuyo
desempeño incluyó numerosas capacitaciones y estudios, así como el trabajo en
equipo con personas calificadas. Es más, nuestro amigo McLaughlin comenzó su
carrera en el terreno de las artes, lo que señala también su buena base
cultural. Es cuando nos enteramos de que el buen John fue varias veces director
(interino y adjunto) de la Central Intelligence Agency (CIA) cuando percibimos
una ligera interferencia. Porque, sin dejarnos llevar por la ideología y,
menos, por las fantasiosas proezas de ciertas películas, convengamos que lo que
todas las ficciones dan por hecho (pongamos el último James Bond o Jason Bourne) es que el manejo de la
inteligencia significa el manejo de vidas, es decir, de las personas y sus
cuerpos. No tenemos por qué no creerlo.
Bien, sin embargo nuestro colega Neil Parmar, de Ozy.com,
dejó de lado estos reparos y consultó a McLaughling sobre tres series que están
en carrera y ponen en escena con cierto realismo dramático el trabajo de los
oficiales de inteligencia de la principal potencia mundial, los Estados Unidos.
House of Cards
La primera serie que nuestro hombre de la CIA analiza con
Parmar es House of Cards (cuatro
temporadas de trece episodios disponibles en Netflix) ¿Cuán fieles a la
realidad son esas sesiones de informes con el presidente Frank Underwood?,
pregunta el periodista. “Son bastante realistas”, dice McLaughlin, quien,
como ex director adjunto y director interino de la CIA, informó al menos a
cuatro presidentes –de Ronald Reagan a George W. Bush. “Una reunión informativa
real tiene lugar en el sótano de la Casa Blanca, pero en este caso lo que se ve
es sólo un fragmento de tensión dramática de la reunión, ya que si se presencia
todo el asunto sería como ver secarse la pintura.”
A mediados de los 80 hubo varias películas de ciencia ficción de
flaca factura que se fundaban en el largo alcance de las ondas de emisiones
radiales y televisivas que llegaban hasta los confines del universo y atraían
más de una amenaza a la Tierra. Eber Ludueña, el personaje creado por Luis Rubio hace casi 15 años, parece haber hecho esa travesía temporal y etérea: anclado
en un momento del tiempo en el que las promesas del futuro se sostenían en ideales
antiguos y dispares, el éxito del retrospectivo Eber Ludueña en la pantalla de
televisión podría verse como la respuesta afectiva del público por los restos
de un mundo que no termina de disolverse.
Si bien Ludueña pudo por momentos devorarse a su creador, Rubio supo también aprender de Ludueña esas cosas que nunca son del todo pasado, que
son anacrónicas porque surfean el tiempo.
Luis Rubio prepara ahora el lanzamiento de TV or not TV –también
se lo puede escuchar por radio, después de las 18, en la FM rosarina Sí 98.9–,
un programa televisivo hecho con archivo e intervenciones suyas que tienen esa
impronta anacrónica y lúcida. La presentación es casi una declaración de
principios: se ve un televisor que emite un griterío de peleas y discusiones y
un técnico que acude a repararlo. Tras unos golpes y unos ajustes en el
sintonizador, escuchamos a Pepe Biondi sobre un sereno mar de risas. El técnico
repara el contenido, no el cablerío. El signo de los tiempos –según preferimos
leer esta pieza de Rubio– está también en el tiempo que dedicamos a leer y
escuchar sus signos.
Desde Barcelona, antes de asistir a un homenaje al humorista
español Pepe Rubianes
–otra señal de Rubio–, Luis dialoga por WhatsApp mientras cae la tarde del
domingo catalán.
—Varias veces dijiste que, salvo excepciones, ya no hay humor en
la televisión, ni ideas: casi todos los programas repiten un formato en el que
aparecen quienes hacen un chiste, pero no se trata de los espacios de humor que
había hace unos años. ¿A qué podrías atribuirlo, qué es lo que cambió?
—Lo que digo es que no hay programas de humor, como la tele ya no
tiene programas de investigación periodística, ni de análisis político ni de
nada. Los programas hoy son de lo que pasa, de lo que la gente quiere ver en
ese momento, entonces son un envase lo suficientemente flexible como para
albergar cualquier cosa, y entonces todos los programas terminan hablando de lo
mismo, de lo que sucede de la tarde a la noche: violencia de género, fondos
buitre, Maradona le pegó a la esposa –hablan de eso–, aborto, bioética,
cualquier cosa. Porque de esa manera no se encorsetan y pueden ir a pelear esas
décimas de ráiting que les permite sobrevivir. Así de triste es la tele de hoy.
Según este
artículo que firma Colin
Holtz en el diario británico The
Guardian, si los súper ricos pagaran lo que deben en impuestos, los Estados
Unidos dispondrían de una sobrecarga de dinero que podría disponerse para los
servicios sociales. La propuesta coincide con la de la “renta básica universal” que ya en
España proponen académicos y activistas.
Acaso somos capaces de acordar que nadie debería ser pobre en
una nación tan rica como los Estados Unidos. Sin embargo, cerca de un 15 por
ciento de los estadounidenses viven debajo de la línea de pobreza. Tal vez una
de las mejores soluciones es también la más vieja y simple de las ideas: a
todos deberían garantizarles un pequeño ingreso, libre de condiciones.
Llamada renta básica universal por sus partidarios, la idea
atrajo no pocos apoyos a lo largo de la historia de Estados Unidos, de Thomas
Paine a Martin Luther King Jr. Pero también se enfrentó a críticas
interminables porque los defensores de la "austeridad" arguyen: “Simplemente
no podemos permitírnoslo” –lo mismo que cualquier otro gasto considerado
dramático para la seguridad social.
Ese argumento se disolvió cuando hace más de un mes se
hicieron públicos los Panamá Papers, que revelan en primer término los sofisticados
métodos utilizados por los ricos para esquivar devolverle impuestos a las
sociedades que los ayudaron a ganar su riqueza.
Como a muchos otros, siempre me intrigó cierto aspecto de lo
que podríamos llamar “vida onírica” que, no necesariamente, es el
sueño en sí. Más bien se trata de cosas que percibimos y vivimos en los sueños.
Mi esposa, por ejemplo, soñó una vez que veía a un amigo enojado, alguien a
quien nunca había visto iracundo. Sin embargo, decía, conocí su furia. Lo que
había percibido era ese hiato entre la persona que conocía y algo que conocía
sin saber de la persona.
Gustavo vivió en Estados Unidos entre 1972 y 1973 y, a partir
de entonces, con su padre Ping-Yip Ng radicado allá, pasó los veranos hasta el
año 1979.
El negocio de su padre y la vida china en Nueva York fue un
tema frecuente en conversaciones que se extendieron durante décadas. Sin
embargo, al ver fotos enviadas por WhatsApp, caí en la cuenta de que nunca supe
qué clase de negocio era. Así que le pedí precisiones.
“De nuestro padre –decía en un chat compartido en un grupo que
incluía a su hermana– te puedo decir esto: he descubierto que su negocio de
quiniela es una mezcla de club con estación de tren. Algunos sujetos van allí a
dormir para no estar solos en su casa. Otros van porque la mujer los echa. Casi
todos van porque no saben qué hacer. Nuestro padre tampoco sabría qué hacer si
le cerraran el negocio.”
Entonces hizo ese dibujo del tipo dormido con la
bolsa de los mandados que me recordó la escena del católico que se detiene a
rezar con el paquete de verduras envuelto en un diario viejo, en The End of the
Affair: un hombre que duerme en ese negocio “mezcla de club con
estación de tren” y sueña el sueño de la intimidad.
para RosarioPlus El término “meritocracia“
fue acuñado por el sociólogo británico Michael Young,
también activista del Partido Laborista, quien publicó en 1958 la sátira
políticaThe Rise of the Meritocracy
(El ascenso de la meritocracia),
donde ironizaba sobre el sistema educativo del Reino Unido y fabulaba, al
estilo deUn mundo felizo la clásicaUtopía,
una Inglaterra asolada por el régimen meritócrata que duraba desde fines del
siglo XIX hasta el año 2033, cuando una revolución lo derrocaba.
Que el término haya nacido como sátira, como burla, lo convierte
en peyorativo. Sin embargo, a diferencia de “liliputiense”, que Jonathan Swift ideó
con el mismo cuño burlón y guarda hasta hoy el sentido original (alguien con
poca estatura, pero, sobre todo, estatura política y moral), “meritócrata” ganó
un signo diferente gracias a los meritócratas quienes, como cabe esperar,
poseen escasa formación letrada y débiles vínculos con la historia y lo social.
A fines de junio de 2001, un año antes de su muerte, el mismo
Young escribió una columna en The Guardian en
la que se lamentaba del uso que había adquirido su término y, en particular,
del uso que le daba el entonces primer ministro británico, Tony Blair.
El artículo es también una descripción exacta de la degeneración
del término meritocracia. “He estado tristemente decepcionado por mi libro de
1958, El ascenso de la meritocracia –escribe
Young–. Acuñé una palabra que entró en una circulación generalizada, en especial
en los Estados Unidos, y hace poco halló un lugar destacado en los discursos de
Blair. El libro era una sátira que pretendía ser una advertencia (a la que no
hace falta decir que no se le prestó atención) en contra de lo que podría
suceder a Gran Bretaña entre 1958 y el final de una revuelta imaginaria en
contra de la meritocracia en 2033.
“Mucho de lo que se predijo ya se ha producido –continúa Young–.
Es muy poco probable que el primer ministro haya leído el libro, pero se apoderó
de la palabra sin darse cuenta de los peligros de lo que está defendiendo.”
A todo esto, Young ya había declarado, a propósito de su propio
libro, que las obras más influyentes eran a menudo las menos leídas (el
argumento pertenece en realidad a Italo Calvino, quien se refirió a los
clásicos como aquellos libros cuya lectura circula incluso sin lectores). A
mediados de los 90, cuando Blair aún no había llegado a primer ministro
británico y Lady Di todavía estaba viva, comenzó a usar el término meritocracia
según la reseña de
Francis Wheen en The Guardian: “Estamos
a años luz de una verdadera meritocracia” (julio de 1995); “Quiero una sociedad
basada en la meritocracia” (abril de 1997); “Terminó la Gran Bretaña le élite. La
nueva Gran Bretaña es una meritocracia” (octubre de 1997); “El viejo
establishment está siendo reemplazado por una nueva y más grande clase media
meritocrática” (enero de 1999); “La meritocracia se construye sobre el
potencial de la mayoría, no de unos pocos” (octubre de 1999); “La sociedad
meritocrática es la única que puede explotar su potencial económico para el
total de su pueblo” (junio de 2000).
La disputa con Blair, dentro de su propio partido, el Laborista,
surgió a partir de las declaraciones del líder en torno a la educación, que es
el tema del que trata la novela de Young (en la meritocracia las personas son
divididas según su inteligencia, lo que conforma nuevos estratos sociales). En
ese sentido el laborismo, que tuvo hasta los 80 importantes dirigentes que
venían no sólo de las escuelas públicas, sino de familias proletarias, le
criticaba a Blair su consentimiento con el neoliberalismo que había expandido
en Inglaterra Margaret Thatcher, llenando las calles de ciudades como Londres y
Liverpool de feroces conflictos sociales.
“Con la llegada de la meritocracia –escribe Michael Young en su
columna de 2001–, las masas ya sin líderes fueron parcialmente privadas de
derechos; y a medida que pasa el tiempo, cada vez más trabajadores fueron
perdiendo su compromiso, al punto de perder todo afecto político y ni siquiera
molestarse en ir a votar, porque ya no tienen su propia gente que los represente”.
Para el final del primer período de Blair como primer ministro
británico, Young escribió: “Como resultado, la inequidad general se ha vuelto
más grave cada año que pasa, y esto sin siquiera un llamado de atención de los
líderes del partido que una vez alzó la voz con vehemencia y precisión por una
mayor igualdad (…) ¿Qué puede hacerse por esta sociedad meritócrata y
polarizada? Ayudaría que el señor Blair quitara el término de su vocabulario, o
al menos admitiera su bajeza. Ayudaría más aún que marcara distancia de la
nueva meritocracia aumentándole los impuestos por ingresos a los ricos, y
también reviviendo los gobiernos locales con más poder para involucrar a su
gente y entrenarla en la política nacional”.
En junio de 2001,
cuando Young escribía esas palabras, la Argentina se encaminaba a una de sus
crisis más devastadoras, con un gobierno que había preferido encerrarse a hacer
la tarea neoliberal y tenía en su gabinete y sus equipos a muchos de los
meritócratas que hoy volvieron a ocupar puestos alrededor de la Casa Rosada,
desde Patricia Bullrich a Federico Sturzenegger.
Cuando el candidato republicano Donald Trump dijo este jueves a la cadena CNBC que si perdía su carrera a la Casa Blanca “la Corte Suprema se llenaría de liberales que convertirían a los Estados Unidos en un país por completo diferente, como Argentina o Venezuela”, acaso hablaba sin saber demasiado y apelando un conocimiento de Argentina que suele ser bastante vago visto desde el gran país del norte.
Argentina, para los estadounidenses alimentados por corresponsales que reportan desde Clarín o La Nación, suele aún significar dos cosas Diciembre de 2001 y populismo.
Sin embargo, no todos los medios reportaron el contexto de esa entrevista, en la que Trump –visto por los progresistas estadounidenses como una suerte de pichón de Hitler por su tono despectivo al hablar de inmigrantes, negros y latinos– comienza defendiendo las bajas tasas de interés que deben mantenerse desde la Reserva Federal –que regula el funcionamiento de la banca en Estados Unidos, junto con Wall Street.
El texto surgió luego de escuchar a Silvio Moriconi en "Hoja de Ruta" referirse al trabajo de Hine con motivo del Día del Trabajador.
Una de las fotos icónicas y más vistas en cada celebración
del Día del Trabajador es la de un grupo de once obreros que descansan sentados
en una viga de hierro, a trescientos metros del piso sobre la isla de
Manhattan, en el año 1932 mientras construían el Edificio de la RCA en el
Rockefeller Center –en ese momento y durante los 40 años siguientes, superado
en altura por el Empire State, que se inauguró en 1931. En esa década se
levantaron los rascacielos más imponentes de Nueva York e, incluso, el puente
que conduce a Brooklyn.
Por cada millón de dólares que se invertía en la
construcción de un rascacielos moría un obrero. Era la época en que los barones
de la industria estadounidense competían por quién hacía la torre más alta y
con mayor celeridad.
Como se puede ver en la foto –tan célebre que tiene una entrada exclusiva
en Wikipedia–, los trabajadores no tienen arneses, ni sogas, ni cascos. De
hecho, no sólo los obreros subían a las cimas de esos esqueletos de hierro,
también equilibristas y deportistas probaban sus agallas y vencían el vértigo
haciendo piruetas sobre el vacío a doscientos metros del suelo. Hasta los mozos
del Waldorf Astoria subieron a la cima del nuevo edificio del hotel, aún en
construcción en 1930, para servir un suntuoso almuerzo a dos trabajadores sobre
una viga que sostenían dos ganchos de una grúa.