En 1976 Ediciones de la Flor cumplía diez años desde que su fundador,
Daniel Divinsky y un socio, juntaran 300 dólares con los que compraron los
derechos para la publicación de un par de libros. Habían querido poner una
librería, pero el dinero no alcanzó. Volvamos entonces a 1976: Divinsky y su
esposa (Cuqui Miller) festeja el aniversario como prisionero de la dictadura
más atroz y desfachatada que tuviera el país (cuyo modelo económico –hay que
insistir en esto– perdura todavía). Por esa misma época la feria de Francfort,
en la que Divinsky había adquirido hacía tres años los derechos de un libro
infantil que prohibió el gobierno de Videla, Agosti y Massera, creaba el boom
de la literatura latinoamericana en Europa y homenajeaba a un autor que
denunciaba las atrocidades de los militares argentinos: Julio Cortázar.
Divinsky había presentado ante la Justicia un recurso de reconsideración por la
censura de la obra y la milicada contestó sin dilaciones con la encarcelación
del editor y su esposa, a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, que en esos
días apenas daba abasto con sus operativos de torturas, violaciones, secuestros
y demás ocupaciones terroristas. Los editores europeos, al tanto del asunto, se
pusieron en campaña para sacar e su colega de las mazmorras del Proceso. Así se
logró que el ex editor Marcel Jullien, en ese momento director de un canal de
televisión de Francia que estaba en Argentina para acordar los contratos de
televisación del Mundial 78, se negara a firmar papel alguno hasta que el matrimonio
de editores saliera de la cárcel. “Se llevó los acuerdos sin firmar en la
valija –contó una vez Divinsky– y los mandó desde Río, cuando se enteró que ya
habíamos salido”. Cuatro meses más tarde, el matrimonio Divinsky y su hijo de
tres años salían del país. No volvieron hasta 1983.
Entonces, vuelta la democracia, De la Flor retomó su catálogo, donde
además de Quino, Fontanarrosa, Caloi, se encuentran Rodolfo Walsh, Germán
Rozenmacher, Andrew Graham-Yooll o John Berger, entre otros.
—Ediciones
de la Flor nace en 1966, la anécdota dice que usted y su socio tenían 300
dólares, que les alcanzaba para abrir una editorial, pero no una librería, como
pretendían en un principio.
—Exactamente, los primeros libros salen en el 67, y va a hacer en este
momento 35 años, fue en junio del 67, porque nos apresuramos para que salieran
antes de las vacaciones de invierno.
—Usted
ha dicho que en este negocio se depende mucho de los afectos.
—Es muy curioso, sucede. Hay autores del catálogo
nuestro que han sido apetecidos por otros sellos y que rechazaron ofertas que
parecían en lo inmediato muy suculentas. A partir, por un lado, de una ligazón
afectiva, pero por otro, también por una lealtad recíproca que lleva a que sus
intereses sean defendidos con tanta energía como los propios de la editorial,
cosa que en los grandes sellos se pierde. El ejemplo que doy siempre es el de
los herederos de Rodolfo Walsh, que en un momento se vieron tentados por un
sello editorial de las transnacionales españolas. Teníamos contratos firmados
por el propio Walsh que seguían vigentes porque no habían sido rescindidos,
eran de la época en la que los contratos de edición no tenían plazo. Cuando
vuelvo del exilio, la compañera última de Walsh había autorizado una edición en
México de la obra completa. Nos dispusimos a reeditar sus libros en Argentina y
en ese momento los herederos de Walsh nos piden que hagamos un nuevo contrato
fijándole un plazo de diez años a cada libro. Se hicieron y cuando expiró este
período se abalanzó este sello sobre los herederos de Walsh y dio un anticipo
importante en cuanto a derechos de autor. Publicaron Operación Masacre y otros libros, y al cabo de unos años los
herederos se dieron cuenta de que no había atención personal ni seguimiento de
cada libro.
—No
es así como funcionan los grandes sellos.
—En los grandes sellos un libro dura los 28 primeros días del mes de su
lanzamiento, porque después es sustituido por otro. O sea que la ilusión de que
publicar con los grandes implica para el autor mayores posibilidades de
ganancia es totalmente falsa. No es que lo pequeño sea hermoso, pero al haber
una menor producción de novedades hay una mayor posibilidad de prestarles una
atención que beneficia al autor.
—Su política editorial se basa en
los long sellers.
—Los libros que se siguen vendiendo durante mucho tiempo. Y De la Flor
se mantiene con eso. Los libros de Walsh se publicaron por primera vez hace 32
años y siguen reeditándose y vendiendo. Ahora hemos autorizado una edición en
España de Variaciones en rojo y hemos
vendido los derechos de autor de Operación
masacre, de Cuento para tahúres,
o sea que seguimos defendiendo al autor después de muerto y para beneficio
también de los herederos.
—¿Cómo
llegan a la editorial algunos de estos libros de la colección Narrativas, como
el de Salvador Benesdra, El traductor?
—Lo de Benesdra es uno de esos casos trágicos. Yo no lo conocí nunca. Sé
que era un periodista, un tipo sumamente culto e inteligente. Un amigo
rosarino, Elvio Gandolfo, que había estado en el jurado de selección de premio
Planeta, me dijo que todo lo que había leído en el año que se presentó Benesdra
era bastante poco interesante, pero que había una novela bastante excepcional,
a la que le sobraban unas cuantas páginas, pero que era lo único fuera de
serie, era El Traductor. Retuve el
nombre. Después vi que era uno de los finalistas del premio Planeta de ese año.
Y un tiempo después un amigo de él, que era conocido mío, me trae el mamotreto,
me pidió que lo lea, me dijo que estaban dispuestos a aportar algo para la
edición, y lamentablemente lo dejé en el estante de los manuscritos para leer.
Un día abro el diario y me entero de que el autor de ese manuscrito se había
suicidado, entonces, con una curiosidad morbosa lo agarré y no lo pude dejar,
porque efectivamente le sobraban algunas páginas pero era una novela
alucinante, original, insólita. En ese momento me llama Américo Castilla,
compañero mío de Derecho, también abogado, que estaba en la Fundación
Antorchas, para decirme: «Che, ¿no conocés a un escritor que se llama Salvador
Benesdra?, porque le dimos nuestro premio para la publicación y estamos
llamando a la casa y no contesta». Le digo: «¿Vos no leés los diarios?». Y ahí
se enteró. Al final apareció el libro con subsidio de la Fundación y con algún
apoyo de los amigos, con una crítica estupenda, con muy poco éxito de venta. Es
una obra en el que confío, se sigue guardando para que algún día la gente lo
descubra.
—¿Cómo
es el trabajo de selección de los libros de autores extranjeros, cómo le
llegan?
—El año pasado compré un solo libro, de (Jacques) Derrida, que se llama Fe y Saber, que tiene un texto de él
sobre la religión y, después, una larga entrevista que es de aplicación en
todos lados pero, especialmente en Argentina, que se llama “El siglo del
perdón”, es de un periodista francés de origen polaco, y bueno, es un título
que pagamos 800 dólares que, en noviembre no era una suma exorbitante. La
traducción costó 2.000 dólares, porque se pagaron en diciembre (está traducido
por una de las pocas “derridólogas” que hay en el país, realmente una experta,
psicoanalista, que maneja muy bien el lenguaje de Derrida en francés),
entonces, hacer un libro con esa inversión inicial, con el papel comprado al
contado, con la imprenta pagada a los 30 días para que se venda a los 4 años es
un negocio chino, que sólo lo puede hacer cuando lo solventa otro tipo de
proyectos. Esto mismo pasa con el descubrimiento de nuevos autores. En los 70,
cuando empezamos, era muy posible que uno descubriera un autor que le parecía
valioso, que Primera Plana (la
revista semanal) hiciera un artículo elogioso y lo convirtiera en un best
seller sin que nadie tuviera idea de quién era el autor. Se nutría ese ascenso
a la popularidad, por un lado por una apetencia cultural real y, por otro,
snobismo y, después, disponibilidad económica. ¿Quién se compra hoy un libro
para ver qué es?
—¿Tiene
peso la crítica a la hora de difundir un libro?
—Creo que la crítica no lo tuvo nunca. Pero lo malo es el silencio,
cuando se omite toda referencia a un libro, porque nadie se entera de que
apareció. Claro, obviamente que la publicidad hace que se vendan libros que no
dependen de la crítica, y la inversión publicitaria de los grandes sellos, que
no se da sólo en los avisos en suplementos literarios, sino pagando lo que hace
falta para que un autor o autora sea entrevistado en programas como los de
Susana Giménez o Mirtha Legrand. Hace poco Rogelio García Lupo dijo que la
televisión sirve para vender libros que nadie leerá, y es cierto, porque
determinan la apetencia del que puede ir a comprar un libro del que se habla
pero que después no volverá a abrir, porque su curiosidad ya está satisfecha
con el rato que le dedicó al programa.
—¿Y
cómo es su política con las traducciones?
—Creo que uno decide con el traductor el criterio a
adoptar, sobre todo en este momento, en el cual es fundamental que los libros
se puedan exportar. En narrativa hay que tratar de pedirles una traducción lo
más neutra posible en el castellano, pero a veces esa neutralidad es una
traición al autor. Una vez fui a una conferencia de Borges en la que hablaba de
la traducción y decía que, por ejemplo, ante una lluvia ligera se podía decir,
en rioplatense, garúa, o decir cellizca, en castizo, y que él aconsejaba usar
llovizna, para que se entendiera en todas partes. Pienso que a veces hay que
escribir llovizna y otras, garúa, si se traduce desde aquí, pero es un acto de
voluntad y de inteligencia.
—Usted
contó que los derechos de autor del libro Los
animales no se visten, publicado a principio de los 70, empezaron
mandándolos a una pequeña editorial de Nueva York, luego absorbida por otra más
grande, luego fusionada con un pulpo y así. Que ya ni saben quiénes reciben
esos derechos.
—Es muy frecuente, la relación entre el autor y el editor casi no
existe. Cuando acordamos una edición en España de Variaciones en rojo de Walsh, empezamos las tratativas con una
persona del departamento editorial, hablamos de las condiciones, de la estricta
prohibición de enviarlo a América, en fin, se firmó el contrato. Ahora, esa
persona ya dejó de tener que ver. Otra persona, de otro sector, nos pidió hace
poco fotografías del autor y datos para la portada, y estamos lidiando con otro
para que manden el cheque del anticipo, o sea que obviamente no es una tarea
unipersonal por definición, pero se pierde la concisión cuando es una gran
empresa la que trabaja en este ramo.
—Una
antología de cuentos que publicó De la Flor en el 67 tenía un cuento, La cólera de un particular, que Walsh
decía que pertenecía a un vietnamita del siglo pasado y que siempre se sospechó
que era de Walsh.
—Se sonreía y nunca dijo nada. Dijo que lo había sacado de una edición
francesa que nunca vimos, se suponía que era una traducción. Era una alegoría
de la guerra de Vietnam.
—Y
ese tipo de juegos, de falsificaciones, de algún modo, ¿eran más frecuentes
antes?
—Sí, eran más frecuentes incluso mucho antes de que empezáramos. Se hizo
mucho en la década del 30, los grupos de Boedo y Florida, los apócrifos, la
antología apócrifa de (Conrado) Nalé Roxlo. Creo que correspondía a una época
más distendida y más lúdica en algún aspecto. Conozco el caso de alguien que se
tomó el trabajo de mecanografiar (porque no había computadoras) una novela
entera de (Jerzy) Kozinsky y la mandó a 38 editoriales y recolectó las notas de
rechazo de las editotriales. Era un libro que estaba publicado. Eran ese tipo
de chistes, que requerían mucho trabajo y mucho papel carbónico en ese momento.
—¿Y
si usted hubiera recibido esa novela?
—Y, podría haber metido la pata igual, en eso no hay garantías.
—¿Qué
es lo que evalúa al leer un libro?
—Que me guste a mí. Porque cuando las tiradas mínimas eran de tres mil
ejemplares yo pensaba, «Y, otros dos mil tipos a los que les guste lo mismo
debe haber».
—¿Recibe
materiales por email?
—A la editorial llegan por email decenas de propuestas, en general con archivos adjuntos. Los autores piensan que con algunas frases ditirámbicas sobre su propia obra van a despertar la curiosidad de quien abre el correo. Un día, un tipo que se llama Alejo García y tiene un segundo apellido que ahora no recuerdo, me manda desde Barcelona un email diciendo que me adjunta su novela Conductores suicidas (es una canción de Sabina o de Aute), pero que como sabe que no voy a abrir el archivo me da unas frases sueltas. Y tenía una conversación de bar muy graciosa, muy estilo Fontanarrosa, en la que dos tipos hacen un cálculo de cuántas aceitunas comieron en su vida. Me pareció tan divertido esa idea totalmente idiota que me hizo abrir la novela, empecé a leerla, me pareció fascinante y comencé a corregirla en pantalla, porque tenía muchos defectos de edición, le contesté que me diera tiempo, porque lo iba a hacer yo, finalmente vino en diciembre a Buenos Aires, en medio del despelote, y le dije que tuviera paciencia, que le faltaba un final, que un capítulo era demasiado largo. Ayer me llegó la nueva versión, que imprimiré para leerla y algún día saldrá. Pero esto es casual, no es para alentar a nadie. Es como picar una carnada.