Este es el árbol que recibe al
hombre que vino del cielo.
Según cuenta la historia deRapiche’n, la sangre de aquél muchacho que subió y bajó del cielo, se mezcló
con la savia de este árbol. Por eso pueden extraerse de él las tinturas para
hacer los teñidos característicos de los tejidos qom.
Si miramos atentamente el arte
muy antiguo de los pueblos originarios y sus diseños, que se mantienen en el
tiempo, podemos ver las formas y los colores del ojo de la lechuza, el
caparazón de la tortuga, el cuero de la cascabel y del yaguareté.
También es un árbol muy
importante para el pueblo qom por la dureza y lo noble de su madera, que sirve
para hacer fuego, casas, postes y cabos de herramientas.
Hasta el yaguareté lo
sabe y lo elige entre todos los árboles del monte para pasar varios días bajo
su sombra.
Según me contó mi abuelo, hay
otra comunidad en el cielo.
En la comunidad del cielo
vive una familia: Rapiche'n, la estrella del amanecer. La hija mayor pide
permiso a sus padres para bajar a la tierra. Es que desde el cielo ella había
mirado a los ojos a un joven de mirada triste y quiere conocerlo.
Ya en la tierra, la muchacha y
el joven se enamoran.
Deciden subir juntos al cielo.
Pero el cielo es muy frío. El
joven enferma y muere.
La muchacha, en la ”qotaqui”,
la bolsa que era de su enamorado, guarda sus huesitos.
La “qotaquí” es una bolsa hecha
de fibra o hilo sagrado, “qallete”.
Ata la bolsa a la punta de un
ovillo de ese hilo sagrado y la baja despacito hasta la tierra para
entregarla a la familia del muchacho, que la cuelga de un árbol, el “taregec”.
Desde entonces el “taregec”
es un árbol sagrado, el que recibe al hombre que subió y bajó del cielo.
El video es propio, tomado con un celular de entonces y tiene el único propósito de ilustrar el momento.
La historia de estos niños
perdidos es también la historia de una comunidad.
Esa historia advierte el
peligro de perderse como comunidad, al olvidar su identidad, su lengua.
El "mañec", el ñandú,
es un grupo de estrellas en la configuración estelar de la comunidad qom.
Representa la protección, el calor del plumaje del
ñandú que abriga a un pueblo como el recuerdo
vivo de sus orígenes.
El video es propio, tomado con un celular de entonces y tiene el único propósito de ilustrar el momento.
Como me contó mi Abuelito, esta es la historia sobre cómo se
formaron las estrellas.
En el cielo hay otra comunidad, la de nuestras abuelas.
En el cielo, la Abuela pisaba algarroba en un mortero para
darle de comer a los nietos y mientras molía se esparcía en el aire la harina
de la algarroba “nsoch’e”. De ese polvo que volaba se formaron las estrellas.
Por eso es blanca la Vía Láctea, como la harina, como el
pelo blanco de las abuelas, como la helada blanca y fría de la noche del cielo.
El video es propio, tomado con un celular de entonces y tiene el único propósito de ilustrar el momento.
En una nota sobre la inauguración de la Astroludoteca que hizo Beatriz Vignoli para Rosario 12, historiza y describe el proceso: «La historia de la Astroludoteca se remonta al año 2011, cuando el CAM se presentó a una convocatoria del área cultural del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Compitiendo en la categoría Patrimonio inmaterial del Programa de Desarrollo Cultural en la región, enviaron una propuesta cuyo objetivo era recuperar la tradición astronómica qom. Se titulaba: “El cielo narrado. Recuperación de la visión cosmológica de la comunidad qom en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina”. En 2012, de entre un total de 1.004 proyectos y 513 preseleccionados, el proyecto resultó premiado entre los 50 propuestas elegidas de 26 países. Con una asignación de siete mil dólares, el Complejo recurrió inmediatamente a la cooperación del Centro Cultural El Obrador, que también depende de la Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad. Situado en el Distrito Oeste, El Obrador fue convocado por su ubicación en una zona de migrantes internos qom, mocovíes y guaraníes oriundos del norte del país y asentados en Rosario.»
Y sigue: «Ubicado en pleno asentamiento qom, El Obrador es además la sede del microemprendimiento “Periférico. Objetos lúdicos”, que coordinan desde la Fábrica de Juguetes Mariela Mangiaterra y Elsa Albornoz. “Es un lugar interesante que pueden ocupar los mayores; son los abuelos de la comunidad, maestros artesanos del juguete, quienes fabrican juguetes autómatas a manivela y los venden. Esta especie de Gepettos de la comunidad fueron convocados para construir la Astroludoteca, y realizaron artesanalmente soluciones complejas como sistemas de poleas para accionar personajes”, comentó Mangiaterra sobre el dispositivo que relata parte de las leyendas recuperadas a través de imágenes y audio, y que ella contribuyó a desarrollar junto con un equipo que aborda el juego y la infancia.»
El proceso de realización puede verse en el video que hizo Isis Milanese sobre la Astroludoteca:
Además de la nota mencionada de Beatriz Vignoli en Rosario 12, Agustín Aranda publicó ésta nota en El Ciudadano y también La Capital publicó ésta otra. Tres años antes, en 2012, cuando la CAM recibió el subsidio del BID, Laura Hintze escribió sobre el proyecto en El Ciudadano.
En este posteo inicial voy a reproducir el prólogo de esa exposición y a partir de acá realizaré posteos individuales para cada historia puesta en escena en esa muestra maravillosa.
“La casa del cielo”
Lo que la comunidad qom ve en el cielo, contado por sus
abuelos
Todas estas historias nos las contaron ancianos de la
comunidad qom que viven en Rosario. Al contarnos recordaban cuando eran niños y
escuchaban los mismos relatos, que a su vez les contaban sus abuelos.
Todas son historias sobre el cielo.
El cielo es la casa común. En cualquier lugar del planeta y
momento de la historia es el punto más lejano al que podemos mirar.
El cielo es el mismo, pero según quién lo mira cambian los
significados de los dibujos que vemos en él. Y las características del pequeño
lugar en el que vivimos también modifican lo que vemos. La historia del Mortero
de la Abuela cuenta el origen de las galaxias llamadas Nubes de Magallanes. Al
mirarlas a simple vista en la noche del monte, sin la competencia de luces de la
ciudad, los qom las describen con un número mayor de estrellas de las que
podemos ver aquí. Ese monte originario del que viene la comunidad qom es el
escenario de todas estas historias.
Con este trabajo pretendemos amplificar la mirada de esa
porción de cielo que vemos quienes habitamos la ciudad, la provincia y las
provincias cercanas. Se puede observar mejor las estrellas con las nuevas
tecnologías, y también con esa especie de telescopio que son estos relatos de
un pueblo originario.
Las historias principales (El Mortero de la Abuela, Rapiche’n
y el Mañec) son sobre tres formaciones celestes o grupos de estrellas que los
qom conocen, leen e interpretan; también son una guía para su vida diaria.
“Se puede leer un cielo estrellado, se puede leer un tacho
de basura”, como dijo la escritora Graciela Montes.
Estas historias también son como cajas de sorpresas. Nos asombra
cómo un mismo relato nos cuenta el origen del mundo, cómo se conectan lo vivo
con lo muerto, la importancia de la lengua y la identidad y, al mismo tiempo,
describen procesos de la vida práctica: cómo conseguir y procesar un alimento,
los materiales naturales para hacer una artesanía o un medicamento. Es una forma
de vivir que conoce profundamente los recursos de la naturaleza.
Estos relatos hacen visible el hilo mágico que une los
distintos planos de la existencia. El de los grandes misterios junto con los
ritmos de la naturaleza, los ciclos, las estaciones.
Este trabajo también es el resultado del encuentro entre dos
culturas: la que trasmite lo que sabe y sus preguntas a través de lo escrito, de
los libros y la letra, y otra que lo hace a través de la palabra oral.
Es el intento de escribir lo que se escucha en el viento, en
la voz de una comunidad.
En algún momento de mi mayoría de edad la tía Sonia fue la tía Sofía. No recuerdo si no pregunté por qué el cambio de nombre o si pregunté y olvidé la respuesta. Entiendo que el nombre Sofía resultaba mejor o respondía mejor a quién era mi tía. Lo acepté como he aceptado todo lo que mi tía Sonia/Sofía me ha ofrecido.
Cuando aún vivía en Paysandú, es decir, hasta mis 11 años a fines de 1974, Sonia/Sofía había perdido a su hija Sheila, enferma de una enfermedad terminal desde su temprana adolescencia. La foto de Sheila, junto con mi prima Martha era un retrato que solía cruzarme cuando entraba a su casa de la calle Bolívar, mi lugar de residencia durante muchos veranos cuando mi familia y yo vivíamos ya en San Nicolás, Buenos Aires, Argentina.
Mientras fui niño y adolescente siempre entraba a la casa de mi tía, en Bolívar 937, por el portón que daba al patio o por la puerta que daba al garage, nunca por la puerta principal, a la que se accedía sorteando el portoncito que daba a un vacío porche que transité contadas veces en los años de infancia. En el tránsito de esa casa, a una cuadra de donde viví mi infancia, puedo notar los vacíos de un pasado trastrocados a los espacios no habitados de casas y terrenos que aún recuerdo cercanos.
Mi tía perdió a su hija Martha, mi prima más querida, después de perder a su esposo, cuando ya todos éramos grandes y la salud de mi prima se había deteriorado durante largos años.
La casa de Sonia/Sofía en Paysandú tenía un fondo que daba a una suerte de asociación de músicos sanduceros que funcionaba sobre la calle de atrás, Ayacucho, así que de vez en cuando nos llegaban fragmentos musicales sofisticados y hermosos que resonaban en la acotada distancia y llenaban el patio cercano, que hacía una L: el piso elevado con baldosas en damero qie comenzaba por el lavadero y la galería bajo la parra, donde estaba el sillón hamaca que había fabricado mi padre y la parrilla donde el tío Nicolás asaba asado con cuero.
Más atrás, en lo que para mí era “el fondo”, la casa que se construyó para que viva la abuela Antonia –nacida en Ucrania en 1904, y una suerte de galpón semi-cerrado en el que había un juego de química de Martha y cosas que podrían pertenecer tanto a un gallinero abandonado como a un desván.
Corrección: mi abuela Antonia no era “analfabeta”, dominaba el ruso mejo que el español.
La casa de mi tía sobre calle Bolívar también dibujaba una suerte de L en la que la pata corta era la ventana del estudio en el que mi tío Nicolás sumaba las cobranzas con las que contabilizaba sus ingresos y mi tía guardaba los libros que vendía. De esa habitación, que mantenía a Nicolás con la vista fija en la calle, extraje un verano tres tomos de las obras completas de H.P. Lovecraft que leí en estado de trance en una edición de papel biblia. También libros de A.J. Cronin que tardaría años en descubrir que eran malos, y enciclopedias que me contaban las maravillas del Egipto antiguo y el más moderno, nacionalista y anti-norteamericano.
El 11 de julio de 2016, casi siete años desde que mi tía muriera el 2 de mayo pasado, la visitamos con mi esposa, mi hija y mi hijo. Debe haber sido la primera vez que golpeé la puerta principal de la casa de calle bolívar y tuve que explicarle a Sonia/Sofía quién era. Estuvimos una hora con ella, tomaba mates en la sala de recepción de su casa que, en la arquitectura particular de su casa, era el espacio entre el salón principal –al que se accedía por la puerta de entrada–, la cocina a la izquierda y el pasillo que daba al estudio, el baño y las dos habitaciones donde dormí las noches de mi adolescencia.
Allí, donde permanecimos una hora hablando de cosas que no recuerdo, ardía un leño en el hogar, un pedazo de tronco importante. Volvíamos de estar unos días en las termas de Guaviyú, donde habíamos alquilado una cabaña en la que también había un hogar y no pude encender un fuego. “Mirá el tronco que encendió tu tía”, me dijo mi hijo.
Creo que el leño que has encendido sigue ardiendo, querida Sonia. Покойся с миром