En algún momento de mi mayoría de edad la tía Sonia fue la tía Sofía. No recuerdo si no pregunté por qué el cambio de nombre o si pregunté y olvidé la respuesta. Entiendo que el nombre Sofía resultaba mejor o respondía mejor a quién era mi tía. Lo acepté como he aceptado todo lo que mi tía Sonia/Sofía me ha ofrecido.
Cuando aún vivía en Paysandú, es decir, hasta mis 11 años a fines de 1974, Sonia/Sofía había perdido a su hija Sheila, enferma de una enfermedad terminal desde su temprana adolescencia. La foto de Sheila, junto con mi prima Martha era un retrato que solía cruzarme cuando entraba a su casa de la calle Bolívar, mi lugar de residencia durante muchos veranos cuando mi familia y yo vivíamos ya en San Nicolás, Buenos Aires, Argentina.
Mientras fui niño y adolescente siempre entraba a la casa de mi tía, en Bolívar 937, por el portón que daba al patio o por la puerta que daba al garage, nunca por la puerta principal, a la que se accedía sorteando el portoncito que daba a un vacío porche que transité contadas veces en los años de infancia. En el tránsito de esa casa, a una cuadra de donde viví mi infancia, puedo notar los vacíos de un pasado trastrocados a los espacios no habitados de casas y terrenos que aún recuerdo cercanos.
Mi tía perdió a su hija Martha, mi prima más querida, después de perder a su esposo, cuando ya todos éramos grandes y la salud de mi prima se había deteriorado durante largos años.
La casa de Sonia/Sofía en Paysandú tenía un fondo que daba a una suerte de asociación de músicos sanduceros que funcionaba sobre la calle de atrás, Ayacucho, así que de vez en cuando nos llegaban fragmentos musicales sofisticados y hermosos que resonaban en la acotada distancia y llenaban el patio cercano, que hacía una L: el piso elevado con baldosas en damero qie comenzaba por el lavadero y la galería bajo la parra, donde estaba el sillón hamaca que había fabricado mi padre y la parrilla donde el tío Nicolás asaba asado con cuero.
Más atrás, en lo que para mí era “el fondo”, la casa que se construyó para que viva la abuela Antonia –nacida en Ucrania en 1904, y una suerte de galpón semi-cerrado en el que había un juego de química de Martha y cosas que podrían pertenecer tanto a un gallinero abandonado como a un desván.
Corrección: mi abuela Antonia no era “analfabeta”, dominaba el ruso mejo que el español.La casa de mi tía sobre calle Bolívar también dibujaba una suerte de L en la que la pata corta era la ventana del estudio en el que mi tío Nicolás sumaba las cobranzas con las que contabilizaba sus ingresos y mi tía guardaba los libros que vendía. De esa habitación, que mantenía a Nicolás con la vista fija en la calle, extraje un verano tres tomos de las obras completas de H.P. Lovecraft que leí en estado de trance en una edición de papel biblia. También libros de A.J. Cronin que tardaría años en descubrir que eran malos, y enciclopedias que me contaban las maravillas del Egipto antiguo y el más moderno, nacionalista y anti-norteamericano.
El 11 de julio de 2016, casi siete años desde que mi tía muriera el 2 de mayo pasado, la visitamos con mi esposa, mi hija y mi hijo. Debe haber sido la primera vez que golpeé la puerta principal de la casa de calle bolívar y tuve que explicarle a Sonia/Sofía quién era. Estuvimos una hora con ella, tomaba mates en la sala de recepción de su casa que, en la arquitectura particular de su casa, era el espacio entre el salón principal –al que se accedía por la puerta de entrada–, la cocina a la izquierda y el pasillo que daba al estudio, el baño y las dos habitaciones donde dormí las noches de mi adolescencia.
Allí, donde permanecimos una hora hablando de cosas que no recuerdo, ardía un leño en el hogar, un pedazo de tronco importante. Volvíamos de estar unos días en las termas de Guaviyú, donde habíamos alquilado una cabaña en la que también había un hogar y no pude encender un fuego. “Mirá el tronco que encendió tu tía”, me dijo mi hijo.
El misterio de esos dos nombres guarda alguna historia, tal vez de transliteración y malentendidos, como la presunción de analfabetismo. Visitar los lugares donde existimos y las gentes con quienes alguna vez vivimos suele dejar esas preguntas que pueden reinventarnos.
ResponderEliminarGracias, Víctor. Hermoso y certero comentario.
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