Por Serge Daney > Traducción del francés: Mauricio Martínez-Cavard. © 1995
Entre las películas que nunca vi no solamente están Octubre, Amanece o Bambi, sino también la oscura Kapo, un film sobre los campos de concentración rodado en 1960 por el italiano Gillo Pontecorvo. Kapo no hizo historia en la historia del cine. ¿Seré yo el único que, sin haberla visto, no la olvidará jamás? En realidad no vi Kapo y al mismo tiempo sí la ví, porque alguien —con palabras— me la mostró. Esta película cuyo título, como una palabra clave, acompañó mi vida cinéfila, solo la conozco a través de un breve texto: la crítica que hizo Jacques Rivette en junio de 1961 en Cahiers du cinéma. Era el número 120, y el artículo se llamaba “De la abyección”. Rivette tenía treinta y tres años, yo diecisiete. Seguramente no había pronunciado nunca antes en mi vida la palabra “abyección”.
En su artículo Rivette no cuenta la película sino que se contenta con describir un plano en una sola frase. La frase, que se grabó en mi memoria, decía así: “Observen, en Kapo, el plano en que Riva se suicida tirándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para reencuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio”. Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que no había que hacer. Para atreverse a hacerlo —naturalmente— había que ser abyecto. Apenas terminé de leer estas líneas supe que su autor tenía toda la razón.
Abrupto y luminoso, el texto de Rivette me permitía definir con palabras el rostro de la abyección. Mi rebeldía había encontrado su expresión. Pero, además, esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y sin duda menos puro: la serena revelación de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, “el travelling de Kapo” fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Con cualquiera que no sintiera de inmediato la abyección del “travelling de Kapo” yo no tenía definitivamente nada que ver, nada que compartir.
Además, ese tipo de rechazo estaba de moda en esa época. Por el estilo rabioso y excesivo del artículo de Rivette, imaginaba que ya se habían producido debates terribles, y me parecía lógico que el cine fuera la caja de resonancia privilegiada de toda polémica. La guerra de Argelia se terminaba y por el hecho de no haber sido filmada volvía de antemano sospechosa cualquier tentativa de representación de esa Historia. Todo el mundo parecía entender que podía haber —incluso y sobre todo en el cine— figuras tabú, indulgencias criminales y montajes prohibidos. La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings “una cuestión de moral” me parecía una de esas verdades evidentes sobre las cuales no se retractaría nadie. Yo no, en todo caso.
El artículo fue publicado en Cahiers du cinéma tres años antes de que terminara su período amarillo. ¿Acaso sentí que no podía haberse publicado en ninguna otra revista de cine, que ese texto pertenecía al pasivo de los Cahiers como yo, más tarde, les pertenecería? En cualquier caso, encontré mi familia, yo, que tenía tan poca. No era solo por mimetismo snob que compraba los Cahiers desde hacía dos años y compartía embelesado sus comentarios con un compañero —Claude D.— del liceo Voltaire. No por mero capricho, a principios de cada mes, pegaba la nariz contra la vidriera de una modesta librería de la Avenue de la République. Bastaba con que, bajo la banda amarilla, la foto en blanco y negro de la portada hubiera cambiado para que el corazón me diera un vuelco. Pero no quería que fuera el librero quien me dijera si la revista había salido o no. Quería descubrirlo por mí mismo y pedirla fríamente, con voz neutra, como si se tratara de un cuaderno de borrador. En cuanto a la idea de suscribirme, jamás se me pasó por la cabeza: me gustaba sentir esa impaciencia exasperada. Fuera para comprarlos, luego para escribir en ellos y finalmente para fabricarlos, no me molestaba quedarme en el umbral de los Cahiers porque, de todas maneras, los Cahiers eran “mi hogar”.
En el liceo Voltaire un puñado de compañeros entramos subrepticiamente en la cinefilia. Puedo dar la fecha: 1959. La palabra “cinéfilo” era todavía un término feliz, pero ya tenía esa connotación enfermiza y ese aura rancia que poco a poco la desacreditarían. En cuanto a mí, menosprecié de entrada a aquellos que, demasiado normalmente constituidos, se burlaban de las “ratas de cinemateca” en que nos convertiríamos durante algunos años, culpables de vivir el cine como una pasión y la vida por procuración. A principios de los sesenta, el mundo del cine era aún un espacio maravilloso. Por un lado, poseía todos los encantos de una contracultura paralela. Por el otro, tenía la ventaja de estar ya constituido, con una sólida historia, con valores reconocidos (las preferencias de Sadoul, esa Biblia insuficiente), con su demagogia y sus mitos recalcitrantes, con sus batallas ideológicas y sus revistas en guerra. Las guerras prácticamente habían terminado y nosotros llegábamos un poco tarde, es cierto; pero no tanto como para no acariciar el sueño de apropiarnos de toda esa historia que todavía no tenía la edad del siglo.
Ser cinéfilo era simplemente engullir, paralelamente al del colegio, otro programa escolar con los Cahiers amarillos como línea rectora y algunos “guías” adultos que, con la discreción de los conspiradores, nos indicaban que allí había un mundo por descubrir y que podía tratarse nada menos que del mundo donde valía la pena vivir. Henri Agel (profesor de letras del liceo Voltaire) fue uno de esos guías singulares. Para evitarnos a nosotros y a él la pesadez de las clases de latín, sometía a elección mayoritaria la alternativa siguiente: dedicar la hora a un texto de Tito Livio o ver películas. La clase, que votaba por las películas, salía cautivada y pensativa del vetusto cineclub. Por sadismo y sin duda porque poseía las copias, Agel proyectaba películas apropiadas para “avivar” a los adolescentes. Films como La sangre de las bestias de Franju y, sobre todo, Noche y niebla de Resnais. Gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles, y que lo peor acababa de ocurrir.
Hoy me imagino que a Agel (para quien el Mal se escribía con mayúsculas) le gustaba atisbar sobre las caras de los adolescentes de la clase de quinto B los efectos de esta singular revelación. Había algo de voyeurismo en esa manera brutal de transmitir, por medio del cine, ese saber macabro e inevitable del cual éramos la primera generación heredera. Cristiano pero no proselitista, militante antes que elitista, Agel también mostraba, a su manera. Tenía ese talento. Mostraba porque había que hacerlo. Y porque la cultura cinematográfica en el colegio, por la cual militaba, pasaba también por esa selección silenciosa entre los que nunca olvidarían Noche y niebla y los demás. Yo no formaba parte de “los demás”.
Una vez, dos veces, tres veces, según los caprichos de Agel y las clases de latín sacrificadas, miraba yo las famosas pilas de cadáveres, las cabelleras, los anteojos y los dientes. Escuché el comentario desolado de Jean Cayrol en la voz de Michel Bouquet y la música de Hans Eisler que parecía excusarse de existir. Extraño bautismo de imágenes: comprender al mismo tiempo que los campos de concentración eran verdad y que la película era justa. Y que el cine —¿y solo él?— era capaz de instalarse en los límites de una humanidad desnaturalizada. Sentí que las distancias establecidas por Resnais entre el sujeto filmado, el sujeto filmante y el sujeto espectador eran, tanto en 1959 como en 1955, las únicas distancias posibles. Noche y niebla, ¿una película “bella”? No, una película “justa”. Era Kapo la que quería ser una película bella y no podía. Y yo nunca estableceré muy bien la diferencia entre lo bello y lo justo. De ahí el aburrimiento, ni siquiera “distinguido”, que me producen las bellas imágenes.
Capturado por el cine, no tuve necesidad de ser seducido. Ni de que me hablaran como a un chico. De niño, no vi ninguna película de Walt Disney. Así como fui enviado directamente a la escuela primaria, estaba orgulloso de haberme ahorrado el bullicioso jardín de infantes de las proyecciones infantiles. Peor: los dibujos animados siempre serían para mí algo distinto del cine. Peor aun: los dibujos animados serían siempre un poco el enemigo. Ninguna “imagen bella”, diseñada a fortiori, compensaba la emoción —el miedo y el temblor— frente a las cosas registradas. Y todo eso que es tan sencillo pero que necesité tantos años para formular simplemente, empezó a salir del limbo ante las imágenes de Resnais y el texto de Rivette. Nacido en 1944, dos días antes del desembarco aliado en Normandía, tenía edad para descubrir al mismo tiempo mi cine y mi historia. Menuda historia que durante mucho tiempo creí compartir con otros antes de entender —muy tarde— que era efectivamente la mía.
¿Qué sabe un niño? ¿Y ese pequeño Serge Daney que quería saber todo excepto lo que le concernía directamente? ¿Sobre qué trasfondo de ausencia en el mundo será requerida más tarde la presencia de las imágenes del mundo? Conozco pocas expresiones tan bellas como la de Jean-Louis Schefer cuando, en su libro L'homme ordinaire du cinéma, habla de las “películas que miraron nuestra infancia”. Porque una cosa es aprender a ver películas “como un profesional” —para verificar por otro lado que son ellas las que nos miran cada vez menos— y otra cosa es vivir con las películas que nos vieron crecer y que nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura, atrapados en las redes de nuestra historia. Psicosis, La dolce vita, La tumba hindú, Río Bravo, El carterista, Anatomía de un asesinato, L'héros sacrilège [Mizoguchi] o, precisamente, Noche y niebla no son películas como las otras para mí.
Los cuerpos de Noche y niebla y, dos años más tarde, los de los primeros planos de Hiroshima mon amour son de “esas cosas” que me miraron más de lo que yo las vi. Eisenstein intentó crear ese tipo de imágenes pero fue Hitchcock quien lo consiguió. ¿Cómo olvidar —no es más que un ejemplo— nuestro primer encuentro con Psicosis? Entramos fraudulentamente al Paramount Opéra y, como es natural, la película nos aterrorizó. Hacia el final, hay una escena sobre la que mi percepción resbala, un montaje fragmentado del cual solo emergen accesorios grotescos: un salto de cama cubista, una peluca que se cae, un cuchillo blandido a punto de atacar. Al terror vivido en compañía le sigue la calma de una soledad resignada: el cerebro funciona como un segundo aparato de proyección que aislará la imagen, dejando a la película y al mundo seguir sin ella. No me imagino un amor por el cine que no se apoye sobre el presente robado de ese “siga usted sin mí”.
¿Quién no ha vivido ese estado? ¿Quién no ha conocido esos recuerdos-pantallas? Imágenes no identificadas se inscriben en la retina, eventos desconocidos ocurren fatalmente, palabras proferidas se vuelven la cifra secreta de un saber imposible sobre uno mismo. Esos momentos “no vistos-no capturados” son la escena primitiva del cinéfilo, aquella de la cual estaba ausente aunque solo a él le concernía. En el sentido en que Paulhan habla de la literatura como de una experiencia del mundo “cuando no estamos ahí” y Lacan habla de “lo que falta en su sitio”. ¿El cinéfilo? Es aquel que abre desmesuradamente los ojos pero que no se atrevería nunca a decirle a nadie que no pudo ver nada. Aquel que se forja una vida de “mirador” profesional, a fin de recuperar su retraso, de rehacerse y de hacerse. Lo más lentamente posible.
Así fue como mi vida tuvo su punto cero, un segundo nacimiento vivido como tal e inmediatamente conmemorado. La fecha es conocida, sigue siendo el año 1959. Es —¿coincidencia?— el año de la célebre frase de Duras: “No has visto nada en Hiroshima”. Mi madre y yo salimos alucinados de ver Hiroshima mon amour —y no éramos los únicos— porque nunca pensamos que el cine fuera capaz de “eso”. Y en el andén del subterráneo me doy cuenta de que esa pregunta odiosa que nunca había sabido contestar (“¿Qué vas a hacer de tu vida?”) por fin tiene respuesta. Más tarde, de una forma u otra, será el cine. Jamás fui avaro en detalles sobre este “cine-nacimiento” en mí mismo. Hiroshima, el andén del subterráneo, mi madre, la antigua sala de los Agricultores y sus sillones de club serán evocados más de una vez como el decorado legendario del verdadero origen, aquel que uno eligió para sí.
Resnais, lo veo muy claro, es el nombre que une esta escena primitiva en dos años y tres actos. Puesto que Noche y niebla fue posible, Kapo nació perimida y Rivette pudo escribir su artículo. Sin embargo, antes de ser el prototipo del cineasta “moderno”, Resnais fue para mí un guía más. Si revolucionó, como decíamos por aquel entonces, el “lenguaje cinematográfico”, fue porque se tomó en serio su tema y porque tuvo la intuición, casi la suerte, de reconocerlo en medio de todos los demás: nada menos que la especie humana tal como salió de los campos de concentración nazis y del trauma atómico. Arruinada y desfigurada. También hubo algo raro en la manera como me volví un espectador algo aburrido de las otras películas de Resnais. Me parecía que sus intentos de revitalizar un mundo, del cual solo él había registrado a tiempo la enfermedad, estaban destinados a no producir sino malestar.
Por lo tanto, no es con Resnais con quien haré el viaje del cine “moderno” y su devenir, sino más bien con Rossellini. No es con Resnais con quien aprenderé lecciones sobre las cosas y sobre moral, sino con Godard. ¿Por qué? Primero, porque Godard y Rossellini hablaron, escribieron y reflexionaron en voz alta. Y la imagen de Resnais plantado como la Estatua del Comendador, aterido en su chaqueta y pidiendo —con derecho pero en vano— que le crean cuando declaró no ser un intelectual, terminó por ofuscarme. ¿Fue acaso una forma de “vengarme” del hecho de que dos de sus películas hubieran “levantado el telón de mi vida”? Resnais fue el cineasta que me sacó de la infancia o, mejor dicho, que hizo de mí un niño serio por más de tres décadas. Pero, de adulto, no volvería a compartir nada con él. Recuerdo que al final de una entrevista —cuando estrenaba La vida es una novela— tuve ganas de hablarle del impacto que Hiroshima mon amour había producido en mi vida, lo cual me agradeció con un aire seco y distante, como si hubiera elogiado su nuevo impermeable. Me ofendí, pero estaba equivocado: las películas “que miraron nuestra infancia” no se pueden compartir, ni siquiera con su autor.
Ahora que esta historia se acabó y que tuve más que mi parte de la “nada” que había para ver en Hiroshima, me planteo fatalmente la pregunta: ¿podía haber sido de otra manera? ¿Podía haber, frente a los campos de concentración, otra actitud “justa” posible que la del antiespectáculo de Noche y niebla? Una amiga mía recordaba hace poco el documental de George Stevens, realizado al final de la guerra, enterrado, exhumado y exhibido recientemente en la televisión francesa. La primera película que registró la apertura de los campos de concentración en colores y a la que esos mismos colores llevan —sin ninguna abyección— al arte. ¿Por qué? ¿La diferencia entre el color y el blanco y negro? ¿Entre Europa y América? ¿Entre Stevens y Resnais? Lo maravilloso de la película de Stevens es que se trata de un relato de viaje: la progresión cotidiana de un pequeño grupo de soldados que filman y de cineastas que vagabundean a través de una Europa arrasada, desde Saint-Malô en ruinas hasta Auschwitz, que nadie había previsto y que conmociona al equipo de rodaje. Mi amiga me decía que las pilas de cadáveres poseen una belleza extraña que hace pensar en la gran pintura de este siglo. Como siempre, Sylvie Pierre tenía razón.
Ahora entiendo que la belleza del documental de Stevens depende menos de la distancia justa con la que filmó que de la inocencia con que miró todo aquello. La distancia justa es el fardo que debe cargar el que viene “después”; la inocencia es la gracia terrible otorgada al primero que llega, al primero que ejecuta, simplemente, los gestos del cine. Solo a mediados de los años 70 pude reconocer en el Salô de Pasolini, o incluso en el Hitler de Syberberg, el otro sentido de la palabra “inocente”: no tanto el no culpable sino aquel que, filmando el Mal, no piensa mal. En 1959 y recién endurecido por su descubrimiento, yo ya compartía la culpabilidad de todos. Pero en 1945 bastaba tal vez con ser americano y asistir, como George Stevens o el cabo Samuel Fuller en Falkenau, a la apertura de las verdaderas puertas de la noche con una cámara en las manos. Había que ser americano (es decir, creer en la inocencia fundamental del espectáculo) para obligar a la población alemana a desfilar ante las tumbas abiertas y mostrarles junto a qué habían vivido. Sucedió diez años antes de que Resnais se sentara a su mesa de edición y quince años antes de que Pontecorvo agregara ese pequeño movimiento que nos indignó a Rivette y a mí. La necrofilia era el precio de ese “retraso” y el reverso erótico de la mirada “justa”, el de la Europa culpable, el de Resnais y, en consecuencia, el mío.
Así empezó mi historia. El espacio abierto por la frase de Rivette era perfectamente el mío, como ya era mía la familia intelectual de Cahiers du cinéma. Pero ese espacio era más una puerta estrecha que un campo vasto y abierto. Con ese goce, por el lado noble, de la distancia justa y su reverso de necrofilia sublime o sublimada. Y, por el lado innoble, la posibilidad de un goce totalmente diferente e insublimable. Fue Godard quien, mostrándome unos cassettes de “pornografía concentracionaria” guardados en un rincón de su videoteca de Rolle, se asombró un día de que nunca se hubiera elaborado una crítica ni se hubiera formulado una prohibición contra esas películas. Como si la bajeza de las intenciones de sus realizadores y la trivialidad de los fantasmas de sus consumidores las “protegieran”, de algún modo, contra la censura y la indignación. Esto prueba que en la subcultura perduraban las sordas reivindicaciones de una complicidad obligatoria entre los verdugos y las víctimas. La existencia de esas películas nunca me había preocupado. Tenía hacia ellas (como hacia todo cine abiertamente pornográfico) la tolerancia casi cortés con que se acepta la expresión de la obsesión cuando es tan cruda que solo puede reivindicar la triste monotonía de su necesaria repetición.
Es la otra pornografía (la “artística” de Kapo, como más tarde la de Portero de noche y otros productos “retro” de los años 70) la que siempre me indignó. A la estetización consensual a posteriori, prefería el retorno obstinado a las no-imágenes de Noche y niebla, e incluso el derrame pulsional de cualquier Loba entre los SS que nunca vería. Esas películas tenían por lo menos la honestidad de tomar en cuenta una misma imposibilidad de contar, un alto en la continuidad de la Historia, cuando el relato se cristaliza o se desboca en el vacío. En ese sentido, no habría que hablar de amnesia o de represión sino de forclusión. Palabra cuya definición lacaniana entendería más tarde: retorno alucinatorio a una realidad sobre la cual no fue posible establecer un “juicio de realidad”. Dicho de otra manera: puesto que los cineastas no filmaron a su debido tiempo la política de Vichy, su deber, cincuenta años después, no consiste en enmendarse imaginariamente con películas como Adiós a los niños, sino en retratar actualmente a esa buena gente francesa que, de 1940 a 1942, Velódromo de Invierno incluido, ni se inmutó. Siendo el cine un arte del presente, sus remordimientos carecen totalmente de interés.
Por eso, el espectador que fui de Noche y niebla y el cineasta que con esa película intentó mostrar lo irrepresentable estábamos unidos por una simetría cómplice. O bien es el espectador quien súbitamente “falta en su sitio” y se detiene mientras la película sigue, o bien es la película la que en lugar de “continuar” se repliega sobre sí misma y sobre una imagen provisoriamente definitiva, que permite al sujeto-espectador seguir creyendo en el cine y al ciudadano vivir su vida. Un alto en el espectador, un alto en la imagen: el cine ha entrado en su edad adulta. La esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, cavidades necesarias y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes. Espectáculo y espectador asumen sus responsabilidades. Es así que, habiendo escogido el cine, ese famoso “arte de la imagen en movimiento”, empecé mi vida de “cinéfago” bajo el signo paradójico de una primera imagen detenida.
Ese alto me protegió de la necrofilia estricta y no vi ninguna de las películas raras o documentales “sobre los campos de concentración” que siguieron a Kapo. Para mí el asunto había concluido con Noche y niebla y el artículo de Rivette. Durante mucho tiempo fui como el gobierno francés, que ante cualquier incidente antisemita difundía precipitadamente la película de Resnais, como si formara parte de un arsenal secreto que podía oponer indefinidamente sus virtudes de exorcismo a la recurrencia del Mal. Pero si yo no aplicaba el axioma del “travelling de Kapo” a las películas cuyo tema las exponía a la abyección, es porque intentaba aplicárselo a todos los films. “Hay cosas —había escrito Rivette— que deben ser abordadas en el miedo y en el temblor; la muerte sin duda es una de ellas; ¿cómo filmar algo tan misterioso sin sentirse un impostor?” Yo estaba de acuerdo. Y como son raras las películas en las que no muere alguien, había muchas ocasiones de tener miedo y de temblar. Ciertos cineastas, efectivamente, no eran impostores. Es así como, siempre en 1959, la muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado, a mi butaca del teatro Bertrand. Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una fatalidad vaga, de la cual se veía claramente que podía y no podía producirse. Recuerdo la escena: en la campiña japonesa unos bandidos hambrientos atacan a unos viajeros y uno de los bandidos atraviesa a Miyagi con su lanza. Pero lo hace casi inadvertidamente, titubeando, movido por un resto de violencia o por un reflejo estúpido. Este evento posa tan poco para la cámara que esta estuvo a punto de no verlo, y estoy persuadido de que a todo espectador de Cuentos de la luna pálida se le ocurrió la misma idea loca y casi supersticiosa: si el movimiento de cámara no hubiera sido tan lento, la acción se habría producido fuera de cuadro o —¿quién sabe?— simplemente no se habría producido.
¿Culpa de la cámara? Disociándola de las gesticulaciones de los actores, Mizoguchi procede exactamente a la inversa de Kapo. En lugar de una mirada decorativa, Mizoguchi lanza una ojeada que “hace como si no viera”, una mirada que preferiría no haber visto nada, y de esa manera muestra el acontecimiento tal como se produce, ineluctablemente y al sesgo. Un hecho absurdo como todo incidente que se convierte en tragedia y carente de sentido, como la guerra, una calamidad que a Mizoguchi nunca le gustó. Un acontecimiento que no nos afecta lo suficiente como para que uno siga su camino avergonzado. Estoy seguro de que en este preciso instante cualquier espectador de los Cuentos sabe absolutamente lo que es el absurdo de la guerra. No importa que el espectador sea occidental, la película japonesa y la guerra medieval: basta pasar del acto de señalar con el dedo al arte de señalar con la mirada para que ese saber, tan furtivo como universal, el único del cual el cine es capaz, nos sea otorgado.
Al optar tan temprano por la panorámica de Cuentos contra el travelling de Kapo, escogí algo cuya gravedad no comprendí sino diez años después, al calor, tan radical como tardío, de la politización post 68 de los Cahiers. Ahora bien, si Pontecorvo, futuro director de La batalla de Argelia, es un cineasta valiente cuyas opiniones políticas comparto en general, Mizoguchi solo vivió para su arte y parece haber sido, políticamente hablando, un oportunista. ¿Donde está la diferencia? Justamente en “el miedo y el temblor”. Mizoguchi le tiene miedo a la guerra porque, a diferencia de su hermano menor Kurosawa, los hombrecitos cortándose mutuamente las carótidas contra un fondo de virilidad feudal lo espantan. De ese miedo, de esas ganas de vomitar y de huir proviene aquella panorámica sorprendente. Es ese miedo el que hace que ese sea un momento justo, es decir, un momento que se puede compartir. En cuanto a Pontecorvo, no tiembla ni tiene miedo; los campos de concentración solo lo indignan ideológicamente. Por eso se inscribe “al margen” de la escena, bajo los auspicios proxenetas de un bonito travelling.
El cine —me daba cuenta— oscilaba muy frecuentemente entre esos dos polos. Incluso en el caso de cineastas más consistentes que Pontecorvo, choqué más de una vez contra esa manera contrabandista —la práctica “mosquita muerta” y generalizada del guiño— de sobrecargar con bellezas parásitas o con informaciones cómplices una escena que no necesitaba más. Como la ráfaga de viento que empuja el paracaídas blanco que cubre como un sudario el cuerpo del soldado muerto en Los invasores de Fuller y que me incomodó durante años. Menos, sin embargo, que la pollera levantada de Anna Magnani, víctima de otra ráfaga (de ametralladora) en uno de los episodios de Roma, ciudad abierta. Rossellini también daba “golpes bajos” pero lo hacía de una forma tan novedosa que se necesitaron años para comprender hacia qué abismos nos llevaba. ¿Dónde termina el acontecimiento? ¿Dónde está la crueldad? ¿Dónde empieza la obscenidad y dónde termina la pornografía? Sabía que estas eran las cuestiones, obsesivas, inherentes al cine de “después de los campos de concentración”. Cine que yo bauticé, para mí solo y porque tenía mi edad, “cine moderno”.
Ese cine moderno tenía una característica: era cruel. Y nosotros teníamos otra: aceptábamos esa crueldad. La crueldad era el “lado bueno”. Era ella la que decía no a la ilustración académica y denunciaba el sentimentalismo hipócrita de un humanismo por aquel entonces muy charlatán. La crueldad de Mizoguchi, por ejemplo, consistía en montar al mismo tiempo dos movimientos irreconciliables y en producir un sentimiento desgarrador de “falta de auxilio a persona en peligro”. Sentimiento moderno por excelencia, que precedió en tan solo quince años a los grandes travellings impasibles de Week-end. Sentimiento arcaico también ya que esa crueldad era tan vieja como el cine mismo, el índice de lo que era fundamentalmente moderno en él, desde el último plano de Luces de la ciudad de Chaplin hasta El desconocido de Browning, pasando por el final de Nana.
¿Cómo olvidar aquel lento y tembloroso travelling que lanza el joven Renoir frente a Nana en su lecho, sifilítica y agonizante? ¿Cómo hicieron (nos rebelábamos las ratas de cinemateca en que nos habíamos convertido) para ver en Renoir un poeta de la vida beata cuando en realidad era uno de los raros cineastas capaces de liquidar a un personaje a golpes de travelling?
De hecho, la crueldad entraba en la lógica de mi itinerario de combatiente de los Cahiers. André Bazin, que ya había escrito la teoría de esa crueldad, la encontró tan estrechamente ligada a la esencia misma del cine que la convirtió en “su cosa”. A Bazin, aquel santo laico, le encantaba Historia de Louisiana de Flaherty porque se veía un cocodrilo comerse un pájaro en tiempo real y en un solo plano: demostración cinematográfica y montaje prohibido. Escoger los Cahiers era elegir el realismo y, como descubrí más tarde, un cierto desprecio por la imaginación. Al “¿Quieres ver? Toma, mira esto” de Lacan, respondía por adelantado un “¿Eso fue filmado? ¡Entonces hay que verlo!”. Incluso y sobre todo cuando “eso” resultaba desagradable, intolerable o decididamente invisible.
Ese realismo tenía dos caras. Si era a través de él como los modernos mostraban un mundo sobreviviente, fue a través de un realismo completamente diferente (más bien una “realística”) como las propagandas filmadas de los años 40 habían colaborado con la mentira y prefigurado la muerte (el cine francés, cómplice durante la ocupación alemana). Es por eso que resultaba justo, a pesar de todo, llamar al primero de los dos, nacido en Italia, “neorrealismo”. Es imposible amar “el arte del siglo” sin ver ese arte trabajando para la locura del siglo y trabajado por ella. A diferencia del teatro (crisis y cura colectivas), el cine (información y luto personales) estaba íntimamente comprometido con el horror del cual apenas se levantaba. Yo heredé un convalesciente culpable, un niño envejecido, una hipótesis sostenida. Envejeceríamos juntos, pero no eternamente.
Heredero consciente, cinéfilo e hijo modelo del cine, con “el travelling de Kapo” como amuleto protector, veía pasar los años con una sorda aprensión: ¿y si el amuleto perdiera su eficacia? Recuerdo cuando, a cargo de un curso muy numeroso como profesor en la Universidad de Censier-París, fotocopié el texto de Rivette y lo distribuí entre mis alumnos para que lo leyeran y dieran su opinión. Todavía estábamos en la época “roja” durante la cual algunos alumnos intentaban recuperar a través de sus profesores migajas de la radicalidad política del 68. Me parece que, por respeto a mí, los más motivados consintieron en ver “De la abyección” como un documento histórico interesante pero pasado de moda. No fui rígido con ellos ni les guardé rencor. Si por casualidad repitiera la experiencia con estudiantes de ahora, no me preocuparía por saber si lo que les perturba es el travelling, sino más bien por saber si existe para ellos algún índice de abyección. Para ser franco, mucho me temo que no lo haya. Esto es señal no solo de que los travellings ya no tienen nada que ver con la moral sino de que el cine está demasiado débil para albergar semejante problemática.
Lo que pasa es que treinta años después de las reiteradas proyecciones de Noche y niebla en el liceo Voltaire, los campos de concentración (que me sirvieron de escena primitiva) dejaron de estar fijados en el respeto sagrado donde los mantenían Resnais, Cayrol y algunos otros. Abandonada a los historiadores y a los curiosos, de ahora en adelante la cuestión de los campos de concentración forma parte de sus trabajos, de sus divergencias, de sus locuras. El deseo “forcluso” que vuelve de manera “alucinatoria a la realidad” es evidentemente aquel que nunca debió volver: el deseo de que no hubieran existido cámaras de gas, ni la solución final ni, in extremis, campos de concentración: revisionismo, faurisonismo, negacionismo, siniestros y últimos “ismos”. No es solamente el travelling de Kapo lo que hereda hoy un estudiante de cine, sino una transmisión defectuosa, un tabú mal elevado; en otras palabras, una nueva vuelta de tuerca en la historia estúpida de la tribalización de lo “mismo” y la fobia a lo “otro”. Aquel alto en la imagen dejó de operar; la banalidad del mal puede animar nuevos altos, esta vez electrónicos.
En la Francia actual se advierten suficientes síntomas para que, retornando sobre lo que vivimos como Historia, alguien de mi generación tome conciencia del paisaje en el que creció. Paisaje trágico y al mismo tiempo confortable. Dos sueños políticos —el americano y el comunista— trazados por Yalta. A nuestra espalda: un punto de no retorno moral simbolizado por Auschwitz y el concepto nuevo de “crimen contra la humanidad”. Frente a nosotros: el impensable y casi tranquilizador apocalipsis atómico. Todo esto, que acaba de terminar, duró más de cuarenta años. Yo formo parte de la primera generación para la que el racismo y el antisemitismo habían sido definitivamente arrojados al “basurero de la Historia”. La primera, ¿y la única? La única al menos que no se alarmó fácilmente frente al lobo del fascismo —“¡No pasarán! ¡Los fascistas no pasarán!”— simplemente porque parecía cosa del pasado, sin sentido y de una vez por todas acabada. Error, obviamente. Error que no impidió vivir bien esos “gloriosos treinta años” de abundancia, aunque entre comillas. Ingenuidad, por supuesto, y también creencia ingenua en que, en el campo estético, la necrofilia elegante de Resnais mantendría eternamente “a distancia” toda intrusión no delicada.
“No puede haber poesía después de Auschwitz”, declaraba Adorno; más tarde se retractó de su célebre frase. “No puede haber ficción después de Resnais”, pude haber dicho yo como un eco, antes de abandonar esa idea un poco excesiva. Protegidos por la onda de choque producida por el descubrimiento de los campos de concentración, ¿creímos que la humanidad había caído (una sola vez pero nunca más) en lo inhumano? ¿Apostamos realmente que, por una vez, “lo peor quedaba a buen recaudo”? ¿Esperamos hasta ese punto que lo que aún no llamábamos la Shoah fuese el acontecimiento único “gracias” al cual la humanidad entera “salía” de la Historia para sobrevolarla un instante y reconocer en ella, evitable, el peor rostro de su posible destino? Parece que sí.
Pero si “único” y “entera” estaban de más y si la humanidad no heredaba la Shoah como la metáfora de aquello de lo que fue y es capaz, la exterminación de los judíos quedará como una historia de judíos, luego —por orden decreciente de culpabilidad, por metonimia— una historia muy alemana, bastante francesa, árabe únicamente de rebote, muy poco danesa y casi nada búlgara. Es a la posibilidad de la metáfora a lo que respondía, en el cine, el imperativo “moderno” de pronunciar el alto en la imagen y el embargo de la ficción. Para aprender a contar de manera distinta otra historia en la cual “el género humano” sería el único personaje y la primera antiestrella. Para dar a luz otro cine, un cine que “sabría” que convertir demasiado pronto el acontecimiento en ficción implica quitarle su unicidad, porque la ficción es esa libertad que desmigaja y que se abre, de antemano, a las variantes infinitas y a la seducción del mentir-verdadero.
En 1989, mientras trabajaba para el diario Libération en Phnom-Phen y en el campo camboyano, vislumbré cómo es un genocidio (e incluso un autogenocidio) que no deja detrás de sí ninguna imagen y casi ninguna huella. La prueba de que el cine ya no estaba íntimamente ligado a la historia de los hombres, ni siquiera en su vertiente inhumana, la constataba yo, irónicamente, en el hecho de que —a diferencia de los verdugos nazis que habían filmado a sus víctimas— los khmers rojos solo habían dejado fotos y osarios. Ahora bien, dado que otro genocidio, el camboyano, se había quedado a la vez sin imágenes y sin castigo, la Shoah misma entraba en el reino de lo relativo por un efecto de contagio retroactivo. Retorno de la metáfora bloqueada a la metonimia activa; de la imagen detenida a la viralidad analógica. Todo ocurrió muy de prisa: desde 1990, la revolución rumana acusaba a asesinos indiscutibles bajo cargos tan frívolos como portación ilegal de armas de fuego y genocidio. ¿Había que volver a empezar todo desde el principio? Sí, todo. Pero esta vez sin el cine. De allí mi duelo.
Porque creímos, indudablemente, en el cine. Es decir, hicimos todo lo posible para no creer en él. Esa es toda la historia de los Cahiers du cinéma post-68 y de su imposible rechazo del bazinismo. Por supuesto que no se trataba de “dormirse en los laureles” ni de descorazonar a Roland Barthes confundiendo la realidad con su representación. Eramos, sin duda, demasiado sabios para no inscribir el lugar del espectador en la concatenación significante o para no vislumbrar las ideologías que persistían detrás de la falsa neutralidad de la técnica. Incluso Pascal Bonnitzer y yo fuimos muy valientes en aquel auditorio universitario repleto de izquierdistas burlones, cuando gritamos con voz temblorosa que una película no se “veía” sino que se “leía”. Esfuerzos loables por permanecer del lado de los que no se dejaban engañar. Esfuerzos loables y, en lo que a mí concierne, vanos. Siempre llega el momento en que, a pesar de todo, hay que pagar la deuda en la caja de la creencia cándida y atreverse a creer en lo que se ve.
Ciertamente, no estamos obligados a creer en lo que vemos —incluso es peligroso— pero tampoco estamos obligados a amar el cine. Tiene que haber riesgo y virtud —en una palabra, valor— en el hecho de mostrarle algo a alguien capaz de mirar lo que se le muestra. ¿De qué serviría enseñarle a alguien a “leer” lo visual y a “decodificar” los mensajes si no persiste, así sea mínima, la más arraigada de las convicciones: que ver es siempre superior a no ver? Y que lo que no se vio “a tiempo” no se verá jamás. El cine es el arte del presente. Y si la nostalgia no le sienta para nada, es porque la melancolía es su reverso inmediato.
Recuerdo la vehemencia con que defendí este tema por primera y última vez. Fue en Teherán, en una escuela de cine. Frente a los periodistas invitados, Khemaïs K. y yo, había filas de muchachos con barbas incipientes de un lado y filas de bultos negros del otro (sin duda eran las mujeres). Los muchachos a la izquierda y las chicas a la derecha, según el apartheid en vigor allá. Las preguntas más interesantes (las de las mujeres) nos llegaban en forma de papelitos furtivos. Al verlas tan atentas y tan estúpidamente cubiertas, me dejé llevar por una cólera sin objeto que no iba dirigida a ellas sino a toda la gente del poder para quien lo visible era ante todo lo que debía ser leído, es decir, sospechado de traición y controlado con la ayuda de un chador o de una policía de los signos. Envalentonado por lo extraño del momento y del lugar, lancé una prédica en favor de lo visual frente un público cubierto que asentía con leves movimientos de cabeza.
Rabia tardía, rabia terminal. Porque la época de la sospecha se acabó definitivamente. Solo se sospecha allí donde una cierta idea de la verdad está en juego. Los únicos que reaccionan son los integristas y los beatos, los que le buscan pulgas al Cristo de Scorsese y a la María de Godard. Las imágenes ya no están del lado de la verdad dialéctica del “ver” y del “mostrar”; pasaron íntegramente a formar parte de la promoción, de la publicidad, es decir, del poder. Es demasiado tarde para no empezar a trabajar en lo que queda: la leyenda póstuma y dorada de lo que fue el cine. De lo que fue y hubiera podido ser. “Nuestro trabajo será mostrar cómo los individuos reunidos a oscuras encendían la imaginación para calentar su realidad (el cine mudo). Y mostrar cómo dejaron extinguir la llama al ritmo de las conquistas sociales, contentándose con mantenerlo a fuego lento (el cine sonoro y la televisión en un rincón de la pieza)”. Cuando estableció este programa (fue ayer, en 1989), el historiador Jean-Luc Godard podría haber agregado: “¡Al fin solo!”.
En cuanto a mí, recuerdo muy bien el momento preciso en que tuve que revisar el axioma del “travelling de Kapo”, y también el concepto casero de “cine moderno”. En 1979 se exhibió en televisión la serie americana Holocausto, de Marvin Chomsky. En ese momento concluyó una etapa que me envió de regreso a todos mis puntos de partida. Porque si bien los americanos le permitieron a George Stevens realizar en 1945 el sorprendente documental del que hablamos antes, no lo difundieron nunca a causa de la guerra fría. Incapaces de “tratar” esa historia que después de todo no era la de ellos, los empresarios de espectáculos americanos la habían dejado provisoriamente en manos de los artistas europeos. Pero ellos (los americanos) tenían sobre esa historia, como sobre cualquier historia, un derecho preeminente, y tarde o temprano la máquina televisiva hollywoodense se atrevería a contar nuestra historia. Lo haría con todo el respeto del mundo pero no podría hacer otra cosa que venderla como una historia americana más. Holocausto sería entonces la desgracia que le ocurre a una familia judía, desgracia que la separa y la aniquila: con extras demasiado gordos, grandes actuaciones, un humanismo irreprochable, escenas de acción y melodrama. Y el público sentiría compasión.
¿Es únicamente bajo la forma del “docudrama” a la americana como esta historia podría salir de los cineclubes y, por medio de la televisión, interesar a esa versión sumisa de la “humanidad entera” que es el público de la televisión mundial? Seguramente, la simulación-Holocausto ya no apuntaba sobre la alienación de una humanidad capaz de un crimen contra sí misma, sino que permanecía obstinadamente incapaz de hacer resurgir de esa historia a los seres singulares que fueron, uno a uno, con un nombre, un rostro y una historia, los judíos exterminados. Es una historieta (el Maus de Spiegelman) la que se atrevería, años más tarde, a perpetrar ese acto salvador de resingularización. La historieta, no el cine, a tal punto es cierto que el cine americano detesta la singularidad. Con Holocausto Marvin Chomsky volvía a traer, modesto y triunfal, a nuestro enemigo estético de siempre: el buen “poster” sociológico, con su casting bien estudiado de espécimenes sufrientes y su espectáculo de “luces y sonido” de “retratos-hablados” animados. ¿La prueba? En esa misma época empezaron a circular —y a indignar— los escritos revisionistas que niegan la existencia de los campos de exterminio nazis.
Necesité veinte años para pasar de mi “travelling de Kapo” a este Holocausto irreprochable. Me tomé mi tiempo. La “cuestión” de los campos de concentración, la cuestión misma de mi prehistoria, siempre me sería planteada, pero ya no a través del cine. Ahora bien, gracias al cine entendí por qué esa historia me afectaba, por qué lado me agarraba y bajo qué forma se me apareció (un leve travelling que estaba de más). Hay que ser leal hacia el rostro de lo que un día nos transformó. Y toda “forma” es un rostro que nos mira. Por eso nunca creí (aunque les temía) en los que desde el cineclub del liceo huían con voz llena de condescendencia de los pobres locos —y locas— “formalistas”, culpables de preferir al “contenido” de las películas el goce personal de su “forma”. Solo quien se estrelló muy temprano contra la violencia formal terminará sabiendo de qué manera esa violencia tiene también un “fondo” (pero se necesita toda una vida, la de uno). Y llegará el momento, siempre demasiado pronto, de morir curado, habiendo trastrocado el enigma de las figuras singulares de su historia por las banalidades del “cine-reflejo-de-la-sociedad” y otras preguntas graves y necesariamente sin respuesta. La forma es deseo, el fondo no es más que la tela cuando ya no estamos ahí.
Todo esto me lo decía hace algún tiempo mientras veía por televisión un clip que entrelazaba, melosamente, las imágenes de cantantes muy famosos con las de niños africanos famélicos. Los cantantes ricos —“We are the children, we are the world!”— mezclaban su imagen con la de los niños hambrientos. De hecho, tomaban su lugar, los reemplazaban, los borraban. Fundiendo y encadenando estrellas de la música pop y esqueletos en un parpadeo figurativo donde dos imágenes trataban de ser una sola, el clip ejecutaba con elegancia esa comunión electrónica entre el Norte y el Sur. Aquí está, me dije, el rostro actual de la abyección y la forma mejorada de mi travelling de Kapo. Me gustaría que estas cosas asquearan al menos a un adolescente de hoy, o que le dieran vergüenza. No tanto vergüenza de estar bien alimentado y de ser opulento, sino más bien de que se considere que tiene que ser seducido estéticamente allí donde solo importa la conciencia (aunque sea mala) de ser un ser humano, y nada más.
Sin embargo, terminé por decirme, toda mi historia está ahí. En 1961 un movimiento de cámara estetizaba un cadáver y treinta años más tarde, un fundido encadenado hacía bailar juntos a los muertos de hambre y a los satisfechos. Nada cambió. Ni siquiera yo, siempre incapaz de ver en él lo carnavalesco de una danza de muerte a la vez medieval y ultramoderna. Tampoco cambiaron los conceptos dominantes de la postal bienpensante de la “belleza” consensual. La forma, sin embargo, cambió un poco. En Kapo todavía era posible detestar a Pontecorvo por haber anulado a la ligera una distancia que habría tenido que “respetar”. El travelling era inmoral porque nos ponía, a él cineasta y a mí espectador, fuera de lugar. Un lugar en el cual yo no podía ni quería estar. Porque me “deportaba” de mi situación real de espectador como testigo para meterme a la fuerza dentro del cuadro. Ahora bien, ¿qué otro sentido podría tener la frase de Godard, si no el de que no hay que ponerse nunca en donde no se está, ni hablar en el lugar de los demás?
Cuando imagino los gestos de Pontecorvo al decidir el travelling, simulándolo con las manos, le guardo aun más rencor por cuanto en 1961 un travelling representaba todavía rieles, maquinistas, en resumen, un esfuerzo físico considerable. Pero me resulta más difícil imaginar los gestos del responsable del fundido encadenado electrónico de We Are the Children. Lo adivino apretando botones en una consola, tocando las imágenes con la punta de los dedos, definitivamente ausente de lo que (y de los que) ellas representan; incapaz de sospechar que se le puede tener rencor por ser un esclavo de gestos automáticos. Es que pertenece a un mundo —la televisión— en el que, al haber desaparecido poco a poco la alteridad, ya no hay buenos ni malos procedimientos de manipulación de las imágenes. Estas ya no serán nunca “imagen del otro” sino imágenes entre otras en el mercado de las imágenes de marca. Y ese mundo, contra el que ya no me rebelo, que provoca en mí aburrimiento e inquietud, es precisamente el mundo “sin el cine”. Es decir, sin el sentimiento de pertenencia a la humanidad a través de un país suplementario llamado cine. Y sé muy bien por qué adopté el cine: para que a cambio me adoptara. Para que me enseñara a tocar incansablemente con la mirada a qué distancia de mí empezaba el otro.
Esta historia, naturalmente, empieza y termina con los campos de concentración porque son el caso límite que me esperaba al comienzo de mi vida y a la salida de la infancia. En cuanto a mi infancia, hubiera necesitado toda una vida para reconquistarla. Es por eso —mensaje para Jean-Louis S.— que terminaré yendo a ver Bambi.
Publicado en Trafic Nº 4, otoño de 1992, Ediciones POL, París.