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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

martes, 26 de agosto de 2014

intemperie metafísica

El año pasado la primera temporada de Rectify (canal Sundance) nos sorprendió con su atmósfera de duermevela: después de 19 años, Daniel Holden (Aden Young) sale de la cárcel, donde estuvo en el corredor de la muerte y a la que ingresó con 18 años, acusado de violar y matar a su novia. 
Daniel Holden (Aden Young). Imagen tomada de Vulture.

Esa primera temporada, desarrollada en seis episodios, narraba los seis primeros días de Daniel en el pequeño pueblo de Georgia donde viven sus padres. Al séptimo día, según la fórmula bíblica, descansó, porque la paliza que le propició el hermano de la joven muerta hace veinte años lo dejó en coma en el hospital.
En cambio la segunda temporada –diez episodios que terminaron de emitirse el jueves 21 de agosto pasado– ya no es una cronología. Los dos episodios iniciales, en los que accedemos al ensueño de Daniel mientras está en coma son una clave: conversa con su amigo de la prisión acerca de ese estado mental en el que está ahora, la vida real, la libertad, lo que sea. Porque en el primer episodio de Rectify, cuando Daniel sale de la prición prisión y es acompañado por toda su familia hasta Paulie, Georgia, nuestro héroe elige dormir todo el viaje; dormir durante ese paseo que es su primer salida al el exterior en 19 años. Dormir, no importa la carretera, el día de sol, las praderas y la cercanía de su hermana menor. Dormir fue, en ese principio, la gran metáfora de los años de encierro: una suspensión de la vigilia, algo que no era un descanso, un intervalo brutal entre la adolescencia disuelta en el crimen –recién al final de la segunda temporada vuelve a cobrar importancia el hecho de que Daniel Holden acaso no mató a la joven– y esa salida de un hombre cerca de los 40 que pasó su vida adulta en una celda de 2 por 4.
En los primeros episodios de la segunda temporada Daniel vuelve a dormir porque, como dice ya en los últimos capítulos, "el mundo está organizado para tirarte hacia atrás". Duerme porque está en coma y visita así a su amigo de la cárcel, y conversa con él acerca de ese extraño estado de gracia que es ahora su libertad, la cercanía de su familia, el lugar donde lo conocen por ser el asesino de Hannah, la adolescente de 16 años que hallaron muerta y violada en el bosque.
Esa geometría: un crimen horrible que gravita sobre los personajes, un senador que construyó su carrera al atrapar a Daniel y encarcelarlo, una familia que se ha reconstruido –la madre de Daniel volvió a casarse cuando enviudó y ahora hay un nuevo hijo adolescente, un hijastro casado con la bella y devota Tawney, que regentea el negocio da la familia Holden.
El desarrollo de Rectify, como bien anota Matt Zoller Seitz en su nota en Vulture, parece trabajar en esta nueva temporada como una textura. Y es que sus personajes (Tawney quiere salvar a Daniel, pero se enamora de él y lo enamora; la hermana menor también quiere salvarlo, ¿o salvarse?; ¿qué quiere Daniel, tiene miedo de vivir, como le dijo otro condenado en la cárcel?) están impedidos de "rectificar" algo que se ha hecho y los condena a una vida sin gracia o, mejor, una vida que sucumbe a ese oscuro orden que estableció el crimen y el pasado.
 Abigail Spencer

En una entrevista concedida a Vulture, Ray McKinnon, creador de Rectify, dice que en esta temporada intentó que no estuviera tan presente la cronología, que prefería que el espectador no tuviese una certera conciencia del paso de los días. En otras palabras, pretendía sumir al espectador en el dilema "moral" –acaso el término adecuado es "metafísico"– en el que se hallan los personajes. La escena final, cuando hay una nueva audiencia con el senador que lo incriminó hace veinte años, viene a graficar la estructura en la que transcurrió la serie hasta ahora (habrá una tercera temporada el año próximo, acaso de seis episodios): con 18 años, aislado de su familia, la policía y el entonces ascendente senador le arrancan la confesión de culpabilidad porque, le decían, sólo así podría ver a su padre. Este abandono del padre (involuntario en el caso de la incriminación y la confensión de un crimen que, acaso no cometió), esa intemperie en la que se encuentran los personajes como Daniel, Tawney –su matrimonio se desbarranca, pierde el hijo que engendró con su marido– o Amantha (la bellísima Abigail Spencer), la hermana menor de Daniel, es una intemperie metafísica, que arroja al pasado a Daniel (aunque él se sabe un fantasma, un ser sin historia, que se hizo adulto en una celda, conversando con criminales), que empuja a Tawney a la incertidumbre y a Amantha a la disolución. Sin embargo, el relato no deja de mostrarnos, salvo excepciones, la esencia bondadosa de la mayoría de los personajes (el padrastro de Daniel, su madre, el mismo comisario actual, que era un crío cuando sucedió el crimen: todos de algún modo aceptan que la llegada de Daniel es una prueba que de alguna manera deben superar, trascender).
Sin gritos, con una serenidad a veces espeluznante, esta magnífica serie nos conduce la mayoría de las veces al corazón más oscuro del bosque en pleno día.
No recuerdo otra serie así. 

martes, 19 de agosto de 2014

rosario blues

La edición 2013 del premio municipal de poesía Felipe Aldana arrojó seis libros (una circunstancia inédita): dos primeros premios, otro primer premio para la categoría menores de 21 años, dos menciones y el segundo galardón otorgado a Folk, de Bernardo Orge (Rosario, 1988).
Folk es un libro de poemas con algo así como un eje vertical certero: un amigo ha muerto y esa ausencia, esa pérdida, además de convertirse en el principio de algo, envuelve la percepción de todo un paisaje que es a la  vez espacial y temporal. "Envejecí en ese colectivo, mirando la avenida/ cuando Alejandro vivía y aún cabía pensar/ que quien respeta la pureza de las cosas/ busca más bien la desafección que el afecto", escribe Orge en el poema inaugural. El libro es, así, tanto el relato de esa desafección curada con ausencia y un dolor que evita nombrarse, como el tránsito entre los lugares, los temas y las líneas precisas del universo del "folk" y, en ese punto, es tal vez de los más particulares poemarios surgidos en Rosario en los últimos años (y, hay que agregar: gracias a esa maravilla exploratoria de la poesía de la ciudad y su zona que es el concurso Felipe Aldana, que esta vez tuvo un jurado ejemplar: Mirta Rosenberg, Laura Wittner y el bahiense Mario Ortiz).
Folk procede como en aquella máxima del poeta: "la realidad es sólo la base, pero es la base". Es decir, dados los datos reales, lo que se juega aquí es cierto reordenamiento del sentido, cierta construcción a partir de esa base. Cada poema registra de algún modo momentos de una experiencia compartida. Quien narra está de alguna manera a un costado: por algo de aquella desafección que trae la pureza de la ausencia, pero también por el afecto sin pie que dejó esa muerte. La geografía en que transcurren esos registros son los viajes hechos en una camioneta, desde las Salinas hasta Córdoba, Pérez o una dirección en calle Donado, en Fisherton, en la caja de aquella u otra camioneta, con las luces de la calle de Rosario encandilando a ese que habla en el poema, iluminándolo, pero en otro tiempo, porque la iluminación no es sino (como dice el poema inaugural: "recuerdo del recuerdo".
Le pregunto a Orge si es así, si el título "Folk" proviene de ese universo de la canción folk: esa trama de milagro cotidiano que se urde entre vecinos, amigos y seres familiares. Me responde que sí y agrega: "Porque tiene reescrituras de varios tópicos del folk, pero además por el viejo significado de folk en inglés –ese cercano a camarada o compañero– que, bueno, como se habla tanto de la amistad y de los límites de la amistad, vino bien. Además el folk –nuestro folklore también– tiene esa ambigüedad hermosa: entre la precisión toponímica, los nombres de lugares, flora, etcétera, y la imprecisión referencial de ese léxico lleno de palabras que pueden significar mil cosas –blues, ramblin', road, border. Eso me encanta".
Y es cierto, Folk es tanto el paisaje del viaje como la evocación de nombres que señalan una zona afectiva: la calle Donado, el río Quilpo, el Chino, la terraza donde se secan unas plantas y se cocina el asado, el Parque Independencia, la cochería Caramuto.
 Hay temas que son como estribillos que se repiten, por ejemplo los "pibes": hijos de vecinos, unos chiquilines que avanzan en cueros por la calle y el narrador, el yo del poema señala como a una criatura fuera de sus fronteras. Leemos sobre ese pibe que revolea la remera: "Debe trepar los árboles bien, pensás,/ y debe ser un inútil con las nenas –ah,/ no parece como si muchos pueblos/ en donde sentiste lo mismo/ de repente fueran este?"
Ese fin de infancia, fin de mundo, paraíso perdido, está señalado de forma permanente pero, con él, se señalan también las huellas para retornar, sólo que de otra manera.
Orge me escribe y me adjunta un enlace que me lleva a uno de los temas que son, dice, "parte de la banda sonora del libro", es un blues de Townes Van Zandt en el que alguien abandona su lugar y dice que pone rumbo a Nuevo México, que allí va a vagabundear hasta regresar al lugar del que partió. Esa desolación cunde en los poemas de Folk: la de alguien que deambula porque sabe a dónde vuelve. Ese saber, ese recuerdo de un recuerdo es todo y es a la vez, apenas una línea de una larga canción; una línea a la que sigue otra, y otra, y así a lo largo del camino.
Orge, entre M.A. Petrecca y M. Moscardi.

Escribe, en un poema que habla de regalarle a los vecinos un frasco de aceitunas del parque: "Hay frutos que precisan sanarse/ antes de dejar el reino de los adornos/ y unirse al de los manjares". Así también el poema juega a no adornar, a ser él mismo un alimento.
Folk, me parece ahora, es de esos libros increíbles, casi milagrosos, en los que el poema nos alcanza porque creemos escuchar en él la canción que creíamos olvidada y perdida.
White Freight Liner Blues by Townes Van Zandt on Grooveshark
Bernardo Orge cursó el profesorado en Letras en la UNR. Integra la antología 30.30, poesía argentina del siglo XXI. Junto con Agustín Alzari, Ernesto Inouye y Matías Piccolo publicó 40 esquinas de Rosario

miércoles, 13 de agosto de 2014

escritores realistas



El libro 40 esquinas de Rosario (Rosario, editorial Pulpo, 2014) es, por un lado, un ejercicio literario del siglo XIX que emprenden cuatro jóvenes escritores de la ciudad y, por otro, un juego con el lector, que deberá descubrir a partir de una descripción puntillosa apretada en 500 palabras sobre qué esquina está leyendo.
Decimonónicos: Agustín Alzari, Matías Piccolo, Bernardo Orge y Ernesto Inouye –los cuatro vinculados a la carrera de Letras de la UNR aunque de forma acaso “inorgánica”–, se proponen describir esquinas transitadas o no de la ciudad de manera, si se quiere, caprichosa, e intentan que la descripción baste para que el lector la identifique, prescindiendo del principal elemento perceptivo que introdujo la representación moderna, la imagen y la información.
 Presentación de 40 esquinas: Piccolo, Inouye, Alzari y Orge. Foto de Ludmila Bauk.

Lúdicos: los autores no sólo apelan a que el lector pueda identificar la esquina –a veces contando los barrotes de una verja, el número de techos de tejas o los negocios que rodean a una esquina–, también esconden sus nombres o su autoría al firmar cada descripción con un ex libris, cuatro pequeños dibujos de flores, uno para cada autor.
La escritora y crítica contemporánea Beatriz Vignoli describió el estilo de estas 40 esquinas representadas como “un realismo tardío post autónomo, estilo de la Colección Naranja de crónicas de la Editorial Municipal de Rosario”. Es decir, de alguna manera 40 esquinas interactúa con ironía con esas crónicas personales de la ciudad y su zona de influencia encargadas desde la EMR a escritores vinculados con Rosario (desde Elvio Gandolfo, Vignoli o Sergio Delgado hasta los mismos Alzari –por estos días la editorial pone en circulación La internacional entrerriana– y Piccolo –quien publicó Contorno Don Bosco hace cuatro años–).
En la descripción de las esquinas aparece muchas veces “el escritor realista”, una suerte de alter ego paródico del autor que vendría a reunir a nuestros cuatro narradores. Sobre este escritor nos escribe Alzari: “Se volvió un personaje que cada quién usó para lo propio en el resto de su trabajo. Tiene, entonces, las naturales diferencias en cada caso. Pero siempre aparece, según creo, vinculado al territorio, al estar en la intemperie observando (o siendo observado, o incluso repelido). Su existencia obedece a la necesidad de remarcar que lo que se describe y escribe efectivamente es así. Y aconteció esto de reestablecer un pacto de confianza que permita una literatura realista. No es cualquier literatura, es literatura realista. Por eso, en un plano más obvio, «el escritor realista» alude a la literatura realista del siglo XIX, que intentaba describir en el formato novela la totalidad social. En este caso no es la totalidad social, sino esquinas de Rosario. Y no todas, 40. Competíamos a ver quién era el más realista de los cuatro, es decir, quién escribía con mayor acierto, a quién le adivinaban más fácil. Un entretenimiento del que deriva el sentido lúdico del producto final: se puede leer de a muchos quizás porque se escribió de a muchos, y más que a leer, invita a jugar, a adivinar, porque ese  juego está en la base de lo que hicimos. De allí las figuritas que completan el libro, hechas con las fotos originales (de calidad dispar) que cada quien sacó a modo de prueba, para que los otros, a los que les sobraba malicia, no dijeran «Che, pero esta puerta que vos decís que es verde es amarilla»”.
Algunas de las fotos, tomadas con celular, en el tránsito, son las que se reproducen acá. El libro puede adquirirse en librerías céntricas de la ciudad que se enumeran acá: Club Editorial Río Paraná: Catamarca 1427, local 12 (Galería Dominicis); Oliva Libros: Entre Ríos 548; El lugar: 9 de Julio 1389; Buchín Libros: Entre Ríos 735; Mandrake: Rioja 1869; El Juguete Rabioso: Mendoza 784; El Halcón Maltés: Mendoza 1438..

viernes, 8 de agosto de 2014

ready-made



El término “ready-made” (“arte encontrado”, según la traducción) nació en torno a las teorías del arte, a fines de la década de 1910 en Europa y Estados Unidos. Su creador, Marcel Duchamp, nunca halló una definición satisfactoria y se lo puede describir mediante su uso: el arte producido a partir del hallazgo y selección de objetos que normalmente no se consideran arte, como el mingitorio exhibido en Nueva York en 1917 con el título “La fuente” y que tan nefastas consecuencias trajo para el conceptualismo del arte contemporáneo.
Acaso la foto que la primate se tomó Indonesia con la cámara de David Slater –quien entabló un pleito con Wikimedia porque considera que la foto le pertenece (Wikimedia arguye que la foto la tomó la mona, quien no puede reclamar derechos)– puede considerarse, a partir del uso que se hizo de la imagen, un “ready-made”: una imagen ciega para la mona, que no sabe que está haciéndose un retrato, pero un objeto de contemplación para el fotógrafo, que la encuentra en la cámara.

Fotografía tomada de Wikimedia.

lunes, 4 de agosto de 2014

familias nucleares


Sí, como lo hizo el cine, muchas series –o, mejor dicho, sus creadores– están reescribiendo la historia. Al menos, la historia del imperio. Con el futuro atado al cinturón de plomo de la economía posliberal y global, y el militarismo de los Estados Unidos como único horizonte trascendente, las ficciones televisivas se han vuelto un espacio excepcional para los interrogantes sobre el estado actual del mundo.
Entre otras series, con Mad Men hubo un momento para explorar los umbrales de los tiempos que corren al revolver en los primeros años 60, así como Boardwalk Empire miró hacia el furor de la mafia tras la prohibición del alcohol en los 20, cuando casi un millón de soldados volvían de la Gran Guerra; y, yendo al pasado más reciente, la excepcional The Americans recrea los momentos de inagotable tensión de principios de los 80 entre la administración de Ronald Reagan y la Unión Soviética en los estertores de la Guerra Fría y la instalación en el espacio del escudo antimisiles conocido como “Guerra de las Galaxias”. Faltaba una serie que abordara desde una nueva perspectiva el período “heroico” de América, el de los años 40 –que es a la vez uno de los períodos más prolíficos del cine de Hollywood porque, precisamente, los directores y técnicos emigrados de la devastada Europa central habían emigrado al otro lado del Atlántico. Manhattan debe su nombre al Proyecto Manhattan, aquél que en casi dos años creó la primera bomba atómica.
 Imagen tomada de Vox.

En palabras de Sam Shaw, creador de la serie (y creador también de otra serie ambientada en el pasado, Masters of Sex, década del 50): “Manhattan es una representación de la maravilla, el peligro y el desencanto con el que quedaron ensombrecidas las primeras familias «nucleares»”.
Y es que la serie, que comenzó a emitir el 27 de julio pasado el canal WGN –que recién el año pasado se largó a producir sus propias ficciones con Salem– no se apega a los datos de la historia, sino que se acompaña de ellos. Por supuesto, está el célebre padre del monstruo, el científico J. Robert Oppenheimer (interpretado por Daniel London) o el entonces coronel Leslie Groves (aquí Alden Cox, interpretado por Mark Moses). Es una versión de algún modo libre de lo que fue el desarrollo del Proyecto Manhattan a partir de 1943, cuando el país había entrado en la Segunda Guerra mundial. La bomba atómica, el arma más grande del mundo –según el argumento esbozado desde el episodio piloto y con el que Estados Unidos se justificó del horror nuclear–, era la única garante de que cientos de jóvenes dejaran de morir entre los escombros del viejo mundo.
Así, la serie está ambientada en un pueblo en medio del desierto de Nuevo México cuya mera existencia es clasificad. Allí seguimos a Frank Winter (interpretado por John Benjamin Hickey) y su equipo de científicos brillantes y fallidos, quienes fueron reclutados para trabajar en un proyecto del que no saben nada hasta su arribo a The Hill, el pueblo secreto que concentra la mayor cantidad de genios del mundo, pero está borrado de todos los mapas y donde los esposos no pueden decir ni una palabra de cuál es su trabajo bajo pena de ser extraditados por traidores.
El clima de asfixia y claustrofobia se siente desde el primer plano de la serie: Frank Winter, de noche, iluminado por los faros de un viejo Chevrolet, practica tiros de golf envuelto en una tormenta de polvo. Es decir, la vastedad del desierto se redujo a una mínima porción de terreno, mal iluminado, convulsionado e interferido por la polvareda. Lo mismo le cabe al mundo, más allá de las luces del auto clavado en la arena.
Como si se tratara de héroes involuntarios, los científicos llegados a The Hill deben renunciar a la serena mecedora en el porche y los placeres del hogar. Llevaron a sus esposas, quienes les reclaman la vida de la ciudad, el desfile cotidiano que lleva al ascenso social, pero ellos no sólo no tienen otra cosa que ofrecer que el desierto y la vida reducida a los límites militarizados del pueblo, sino que ese horizonte, esa utopía que los depositó en ese lugar fuera del mundo, es un secreto. Así el núcleo familiar –que es en la familia moderna el lugar donde depositar los secretos– muta hacia la familia nuclear. 
La revista Vox califica a Manhattan como el encuentro entre Mad Men y la guerra nuclear. Y es que “Manhattan”, hecha 60 años después de comenzado el proyecto de la bomba atómica, desde luego narra también el mundo que despertó con Hiroshima y Nagasaki, el de la Guerra Fría, el del espionaje y la sospecha como formas de la política, el de los mundos aislados y la experimentación concentracionario. Al igual que en Mad Men (serie en la que sus protagonistas, en la segunda temporada, se burlan de la posibilidad de que John F. Kennedy llegue a presidente), el público ya sabe el final de la historia y conoce mucho más que los personajes el devenir de la historia. De modo que lo que realmente sucede es una nebulosa que aparece iluminado –como en la escena inicial– por el resplandor de ese hongo atómico allá al final de un camino que –ahora sí– público y protagonistas avanzan a tientas.
Ese juego, el de ir a pisar un umbral, un límite a partir del cual la historia cambió, es el procedimiento frecuente de ciertas series, como decíamos al principio, que, en realidad, escrutan el presente en su condición de abismo, de lugar sin fondo al que contemplamos con terror y fascinación, atracción y repelencia; y cuya comprensión exige, como en el caso de los científicos encerrados en The Hill, una renuncia pero, a la vez, el pecado y la redención.