la imagen en relieve de don bosco en la pared frontal de la parroquia maría auxiliadora, la pimera iglesia y el primer colegio salesiano de américa, que comenzó a funcionar en la década de 1880 en san nicolás. la capilla del hogar del carmen, en urquiza y bustamante, allí acudió gladys quiroga de motta a realizar su primera consulta espiritual después del encuentro con la virgen, en 1983. de nuevo la iglesia maría auxiliadora, en la esquina de don bosco y benítez. el santuario de la virgen del rosario de san nicolás visto desde calle josé ingenieros, a una cuadra de la zanja melchora, contra la costanera y sobre terrenos donde antes se levantaba villa pulmón.
pasaron más de 25 años desde que me recibí, volví esta mañana, mientras mis hijos dormían, encontré a luchessi, a podestá, en los talleres, que me contaron lo duro que fue sobrevivir a los cambios de planes en los 90, cuando la ley federal de educación no contemplaba a las escuelas técnicas en la provincia de buenos aires. hay toda una parte nueva, en el ala sur, construida por siderar, que acude a buscar técnicos (durante los 90 se interrumpió la formación de técnicos y hoy día el uso del taller es limitado). me dijo podestá que a fines de los 40, cuando se comenzó la construcción de la escuela, el plan era que ocupara toda la manzana entre avenida moreno, belgrano, mitre y obligado, y que entonces se levantó uno de los primeros edificios de san nicolás, sobre calle mitre, que fue en realidad una operación inmobiiara para evitar la expropiación del terreno.
la base de la pajarera: una construcción de hierro y alambre que tenia la forma del apolo 11, en uno de los extremos del patio. la biblioteca donde leía arlt, ballard y no recuerdo cuántas cosas más. no busqué los libros, pero me quedé hablando con susana, la profesora de inglés (ahora en biblioteca por un episodio sobre el que preferí no preguntar). susana entró como docente a la escuela en 1973, tenía 25 años y el poder de hacer que nuestra sangre circulara con una velocidad febril. la pulidora de la carpintería, a la que recordaba enorme, es en realidad una máquina más o menos pequeña. el viejo cartel de la escuela de artes y oficios sobre la que se erigión la enet 1 (la enet es de 1949, la escuela de artes y oficios, que funcionó en urquiza al 100, es de mediados de los años 20).
la bajada belgrano, un corte que mandó hacer rafael de aguiar, el fundador, para alimentar su ganado en el arroyo yaguarón. el club de regatas barcazas de ganado en el viejo muelle la ex cervecería "el faro", una joya de lugar en lavalle y juan manuel de rosas (la costanera) que hace años está abandonado. barcos estacionados y hundidos en la zanja melchora.
en febrero de 2003, tras leer un cable de efe sobre la subasta de los diarios del verdugo anatole deibler, escribí esta nota con todo lo que pude encontrar, más el aderezo de unas citas de victor hugo y roger caillois que, como la faja de la sade, no se le niegan a nadie. al revisar la página con la hisitoria de la guillotina vuelvo a espantarme...
El 2 de febrero de 1939, hace 64 años, la muerte de Anatole Deibler conmovía a Francia menos por sus circunstancias que por el sorpresivo descubrimiento de la identidad de aquél anónimo viejito de 75 años fulminado por un infarto mientras esperaba el metro, en París, una mañana fría en la que se disponía viajar a las provincias a hacer su trabajo. Sus ojos, entreabiertos y perdidos en la tiniebla de la muerte, mientras yacía en el andén de la estación ferroviaria, habían visto rodar 400 cabezas humanas y ese día verían rodar una más si ese ataque al corazón no hubiese detenido sus tareas. Deibler era el verdugo oficial de Francia, trabajo que desempeñó desde los 19 años, cuando comenzó ayudando a su padre, Louis, y por el que el Estado le pagaba a través de un contrato. La República no quería tener entre sus funcionarios al hombre que era el último eslabón de su administración de justicia, el que mantenía, armaba, desarmaba y ejecutaba la guillotina.
Deibler era metódico, llevaba un diario en el que algunos pasajes mencionan, sin remordimientos aparentes, que de joven intentó sacudirse el sayo de la tradición del oficio familiar: su abuelo alemán y su padre, radicado en Francia, habían sido verdugos (le sucedería su sobrino). Esos diarios, 14 cuadernos manuscritos en lápiz y tinta que suman dos mil páginas, fueron subastados el 4 de febrero pasado por la muy distinguida casa de ventas Drouot-Richelieu, en París, a 109.400 dólares. La identidad del comprador, como hace 64 años la identidad del autor de esas anotaciones, fue mantenida en reserva.
Un asesino legal
Cuando aún no había fundado la Escuela de Sociología parisina y u curiosidad escarbaba en los sucesos cotidianos como en los libros, el precoz Roger Caillois, en su Sociología del verdugo, describió la cobertura minuciosa y prolífica que la muerte de Deibler tuvo en la prensa de Francia y anotó: este hombre había hecho rodar las cabezas de cuatrocientos de sus semejantes y, cada vez, la curiosidad se había orientado hacia el ejecutado, nunca hacia el ejecutor. Es decir: el verdugo no tenía nombre, era todos, era el Estado, no tenía cara, no era nadie como no son nadie los cuatro tiradores innominados de los fusilamientos sumarios. Y algo más: era como si una interdicción misteriosa y omnipotente prohibiera evocar al maldito; como si un obstáculo secreto y eficaz impidiera hasta pensar en hacerlo.
En 1898 Anatole Deibler sucedió a su padre, que era el verdugo oficial desde 1879, aunque su trabajo en el uso de la guillotina había empezado antes, a los 19 años, cuando Louis, el progenitor, lo llevó consigo para que fuera sus asistente.
La de asistente de verdugo no era una tarea menor. Leon Berger, en 1870, asistente y carpintero del verdugo Nicolas Roch, desarrolló y puso en práctica un modelo de guillotina (cuya imagen es la que tenemos grabada: el filo oblicuo, la hoja suspendida y trabada en la cima) que se usaría hasta el fin de las ejecuciones públicas, en 1939.
Pero a los 19 años, cuando Anatole comienza a colaborar con su padre, que había heredado el cargo de Roch, su suegro, lejos estaba de querer continuar la tradición familiar. Atraído por la obra de Victor Hugo (que abundaba en ejecuciones). El joven Deibler podía pasar por un poeta taciturno, narcotizado por una obra futura, cuya oscuridad percibía en la oscuridad de sus lecturas. Faltaban aún dos largas décadas para que el mote de poeta maldito se difundiera en Francia y, para entonces, Deibler ya era un verdugo consumado: un ejecutor personal, un asesino legal, empleado del Estado que, como observó Caillois: no hablaba ni era objeto de manifiesta atención, se le volvía literalmente la cara y como el condenado –su par, su complemento necesario– sólo existía a partir y en función de su muerte, que lo legitimaba, la daba identidad, le quitaba la capucha. Al menos en esa simultánea atracción y repulsión que le provocaba su trabajo, Deibler podía ser observado como un poeta maldito.
Los 400 golpes
Un día antes de morir, encerrado en su despacho, en la prisión Santé, en las afueras de Versalles, Deibler se sentó frente a su cuaderno gris y anotó en tinta roja: “396”, hizo correr la pluma en el papel, trazó un firme guión y escribió: “300”. La primera cifra mentaba el número de cabezas que había visto rodar desde 1890, cuando su padre lo obligó a ser su ayudante, es decir, llevar y traer los cestos donde se depositaban las cabezas de los ejecutados, limpiar el filo de la guillotina y dejarlo reluciente y afilado, para que el corte acabara de un golpe certero con la vida del siguiente condenado; desarmar todo el aparato y dejarlo en condiciones para la próxima ejecución. El segundo número cifraba las cabezas que el mismo Anatole había hecho rodar desde que se había hecho cargo del negocio.
Gérard A. Jaeger, en L’homme qui trancha 400 têtes, describió la vida de Deibler de un modo tan gris como dejaban intuirlo las anotaciones del diario del verdugo, que un anónimo comprador se llevo hace unas dos semanas por poco más cien mil dólares. La biografía de Deibler salió en el 2000 y aún espera una traducción al castellano.
A los 19 años el joven Deibler, quien ya entonces mantenía en secreto hasta último momento el oficio de su padre entre las doncellas de la época, imbuido de las lecturas de Hugo, sintió por primera vez aquello que su autor favorito describía en un pasaje de Los Miserables: “Nadie permanece neutro ante la guillotina. Quien la divisa se estremece con los más misteriosos escalofríos”. Una marea de olor acre lo punzó con las sensaciones más crispadas la primera vez que el tronco de un condenado escupió sobre la cesta un baldazo de sangre. Anatole sintió náuseas y presintió que ese olor lo perseguiría por las noches. Entonces se desentendió de sus emociones y se aferró a los instrumentos que le habían asignado como si espantara esos fantasmas al afirmar el tacto. Su abuelo Joseph, en cambio, lo mismo que su padre Louis, le habían advertido ya, como anotó Anatole en 1885, que cada vez que dejaban caer el pesado filo sobre la testa de un condenado “no hacían más que expresar la voz del pueblo” y que eso eximía al trabajo de cualquier tipo de emoción. En ese año, en Argelia, Anatole comenzó su ayudantía, que consistía en transportar hasta el sitio de la ejecución el patíbulo, además de montarlo y desmontarlo; guardar la guillotina, mantenerla en perfecto estado y correr con los gastos de la reparación si se estropea. La cuchilla es afilada antes de cada uso.
Cinco años y catorce ejecuciones corrieron antes de que el muchacho obtuviera su licencia para matar y se convirtiera él mismo en el verdugo de Francia, como mandaba la ley desde 1870, que establecía un solo ejecutor jefe para las dos guillotinas de todo París y Córcega.
La primera vez
El primer condenado que ejecutó Anatole se llamaba Lantz y había sido acusado de haber matado a golpes a su padre hasta hacerle estallar la cabeza. Los hechos se empeñaban en desparramar signos por el camino de Anotale. Él, que siempre había deseado escapar del oficio paterno debía ajusticiar a un parricida.
En 1892, dos años después de establecerse Anatole en París, cuando se sucedían las ejecuciones a anarquistas, la doncella (como se le llamaba a la guillotina en el condado de Gibbett, en Inglaterra), le arrebató de sus manos a su prometida, la hija de una fabricante de guillotinas, quien le espetó que no aceptaría jamás ver a su hija en brazos de un hombre que cada día acariciaba las cuchillas que él fabricaba. Anatole anota al pasar esta circunstancia antes de ejecutar al anarquista Émile Henry, de 20 años y dotado de una excepcional inteligencia, como remarcaron las crónicas periodistas de entonces, que antes habían pedido al presidente de la República, Sardi Carnot, el indulto. Pero el perdón no llegó jamás y otro atentado anarquista acabó con la vida de Sardi. Y de nuevo la guillotina decapitó a un hombre, esta vez acusado de magnicidio.
Tras presenciar la ejecución de Henry, el escritor y pensador George Clemenceau escribió: «Sólo el espectáculo de todos esos hombres asociados para matarle, por orden de otros funcionarios, igualmente correctos, que, mientras tanto, duermen con un sueño apacible, me subleva como una horrible cobardía (...)». Se iniciaba la discusión acerca de la pena de muerte en Francia, que culminaría con la última decapitación, en 1977.
Durante los primeros años del nuevo siglo XX, en el club de ciclismo al que concurría a diario, Anatole cortejó a Rosalie Rogis, unos catorce años menor que él. Cuando las conversaciones con la chica prometieron algo más que charlas galantes, Anatole se limitó a decirle que era un funcionario de la República, cosa que de un lejano modo era cierto. Hasta que un día le confesó cuál era el tipo de cargo que desempeñaba en la estructura del Estado. Rosalie no pareció incómoda por el oficio de su futuro esposo aunque, de todos modos, ese dato no figura en el acta matrimonial. Un día más tarde, en ocasión de una nueva ejecución, Deibler anotó en su cuaderno: «La muerte, cualquiera que sea la razón que la provoca, debe mantenerse digna».
Rosalie le dio a Anatole una hija, Marcelle, por la que el verdugo profesó un amor lleno de cuidados que lo distraía de su trabajo metódico y preciso (como el doctor Guillotin, creador del aparato de ejecuciones que lleva su nombre, creía que la guillotina era la forma menos dolorosa de infligir la muerte).
Seis mil francos en doce entregas distribuidas a lo largo del año era el salario del verdugo oficial de Francia. El monto, del que Deibler debía descontar los gastos de reparación y mantenimiento de la guillotina, no figuraba en la contabilidad de la Administración pública. El verdugo de Francia, en los papeles, no existía. André Obrecht, sobrino de Anatole, casi como en la película de Luis García Berlanga, El Verdugo (1951), continuó la tradición familiar.
hice una entrevista con el arquitecto rafael iglesia para una revista española. pongo acá una cosa que seguro no entra allá, la parte en que hablamos de la ecología: Dice: "Medio ambiente es la mitad, la otra mitad es la gente. La otra vez en un congreso, hablando con un finlandés, le decía: ¿cómo hacen ustedes que hacen todo en madera, cortan árboles y son los reyes de la ecología? No, me dice, el árbol consume el dióxido de carbono en la época de crecimiento, cuando es adulto no lo consume más y hasta algunas especies lo producen, entonces la actitud ecológica es cortar ese árbol y plantar dos. Pero nosotros trabajamos con ladrillos que se hacen con la capa vegetal que es un recurso no renovable."
el pasaje figari, en francia entre bustamante y lisandro de la torre, donde vive gladys motta (la casa con la vereda con líneas blancas). al fondo el santuario de la virgen del rosario de s an nicolás. el círculo marca el lugar donde la virgen tuvo un coloquio con motta en 1982. canillas para cargar bidones de agua para bendecir en el campito el santuario desde los últimos veinte metros del pasaje figari.
san nicolás, moreno y nación. de la gasolinera sólo quedó el nombre. estuve ahí cuando recién llegué a san nicolás y también hace tres días. el que ya no está es martínez.
Anotación del 10 de septiembre de 2011: debía esperar que se hicieran las 22.05 para tomar el ómnibus que me traería a Rosario y fui al Citex con mis padres. Hallé una muestra de fotos que no vi en detalle y un cuadro en el que se contaba la historia del bar, fundado por Ponte en 1946 (¿o 1948?), perteneció a unas cinco generaciones. Menciona la grandeza de los inicios y, también, el hecho de que en los 70-80 era el lugar al que concurrían a desayunar los jóvenes a la salida de los boliches. Evidentemente, los años en los que fui joven en San Nicolás dieron también la medida de un esplendor que aún no termino de descifrar o, mejor, no termina de "iluminarme".
en septiembre de 2004 la secretaría de cultura hizo un encuentro de escritores, en el marco del III congreso de la lengua española, que escrutaban los clásicos de la literatura argentina. iba a venir laónidas lamborghini, pero a último momento no vino, entonces lo llamé por teléfono y le hice una entrevista que publiqué el 18 de octubre de ese año en mis páginas de cultura del ex diario el ciudadano. una noticia de pablo gianera en twitter y otra de guillermo piro en facebook dicen que hoy murió lamborghini. alejandra correa deja un enlace para que veamos y escuchemos al poeta.
Leónidas Lamborghini, precursor de una poesía que hurga con el grotesco el desencanto argentino, habla del gauchesco y de la resistencia peronista Áspera, pero interesada en la conversación, en “la payada”, como dirá al final de la charla, la voz de Leónidas Lamborghini dice por teléfono: “Occidente ya fracasó. Creo que estamos viviendo no tanto el principio de un mundo nuevo como el fin de un mundo viejo”. Acompañan su pesimismo las palabras finales de Kurtz en El corazón de las tinieblas, que repite Marlon Brando en Apocalypse Now: “«El horror, el horror», eso es lo que estamos viviendo”. Y remata: “Todos estamos derrumbándonos. Todo es una ruina. Yo no me engaño con los viajes a Marte, la tecnología de punta, la computadora, yo estoy con lo que decía Voltaire: cuanto más perfecta una civilización, más bárbara”. El primer libro de Lamborghini, El solicitante descolocado, data de mediados de los 50. El tomo, que rompió entonces con las tendencias elegíacas de la época, incluía el poema “Las patas en la fuente”, toda una declaración de principios que marcó su filiación política peronista y su visión estética, que puede leerse en las palabras del poeta cuando vuelve al tema civilización y barbarie: “En mi obra, si se puede decir así, hay una reacción contra el modelo, porque el modelo se pretende como perfección. Al modelo hay que criticarlo constantemente, porque si se impone morimos. La perfección del modelo es su propia caricatura, porque es mentira eso de la perfección”. Convocado por la Universidad de Rosario y la secretaría de Cultura de la Municipalidad, el miércoles pasado Lamborghini iba a participar de una mesa en la Biblioteca Argentina, junto con Julio Schvartzman y Laura Milano, para disertar sobre la obra de José Hernández. Pero, no llegó. Más de una vez Lamborghini, cuya poesía es releída hoy como precursora de una literatura que cuenta entre sus cimas a Copi y a Osvaldo Lamborghini (1940-1985), subrayó el parentesco entre su literatura y la gauchesca, a la que lee en clave de parodia. Fue compañero de ruta de Paco Urondo, de Oscar Massotta, hasta que en 1977 se exilió en México y regresó al país en 1990. Daniel Samoilovich, director del Diario de poesía y reconocido discípulo, escribió sobre el maestro: “La patria de Lamborghini no existe como cosa dada, debe ser construida en el exilio y la soledad. Para existir necesita la lejanía y la errancia”. —Usted hace una lectura paródica, caricaturesca del “Martín Fierro”. —He estado trabajando sobre la risa en la gauchesca y digo que esa risa es toda una poética y una política. Poética porque no es un tópico más, sino que “es” la gauchesca. Porque sin esa risa no hay gauchesca. Esa risa paisana oblicua, sardónica, trágica a la vez. Y política porque con esa risa es como que horada la muralla de seriedad del sistema, detrás de la cual no hay nada más que una gran mentira. Sobre todo en el tema de la justicia. —Incluso sostiene que en esta caricatura, que se vincula con lo trágico, se percibe la verdad del sistema, o la relación del burlesco con el modelo mismo. —Bueno, esa risa tiene una coloratura infinita, pasa por el grotesco, por la parodia, por la caricatura; está muy cruzado con lo serio, también está lo feo con lo muy bello. Es una combinación explosiva que inventaron (los poetas gauchescos) desde Bartolomé Hidalgo, pasando por Hilario Ascasubi, siguiendo por Estanislao del Campo y culminando, dicen, por el Martín Fierro. En realidad habría que prestarle igual atención a las otras obras: son escalones que le sirven a Hernández para hacer el poema magistral. —Tal como lo interpreta usted, el sentido paródico puede interpretarse en su acepción original: cantar al lado. —Cantar al lado del sistema, digamos de la poesía culta. Y quedarse con el cetro finalmente, porque quién se acuerda hoy de los poetas cultos de aquella época. Después de 35 años de publicado, el Martín Fierro no se leía en serio, recién Leopoldo Lugones lo entroniza y, al entronizarlo, lo sacraliza, y lo acartona y lo vuelve un estereotipo, entonces empieza ahí el ojo folklórico. —Que viene a restituir esa seriedad de la que se había despojado el poema. —Claro, Lugones le da el verosímil necesario. Porque, además, Hernández en el momento de escribir el poema está leyendo La Ilíada, entonces dice que es una Odisea y le explica a la oligarquía que para nada ese gaucho es un enemigo, que iba a servir para las tareas que se venían, las rurales, con el programa del 80, después pasa ser un peón de estancia en Ricardo Güiraldes y, bueno, qué tenemos de aquél gaucho rebelde... —Que es un poco lo que se ve en la segunda parte del “Martín Fierro”, que es más reconciliatoria. —Claro, la segunda parte, como toda obra grande, es capaz y lo hace bien, de mediatizar, instrumentar, mejor, el poema en favor del programa del 80 en el que Hernández ya estaba metido de cabeza, creía en eso. Si en la primera parte se van a los indios como una paradoja insuperable de que van a buscar algún calor entre los salvajes y deben abandonar entonces la civilización; en la segunda, esos indios que los habían cobijado ya aparecen como objeto de un exterminio, de un genocidio. Porque es la Campaña del Desierto. Entonces, cambia el genocidio del gaucho por el del indio. Porque de genocidio estamos hablando. En su genialidad el poema alberga también esa contradicción. —Esta lectura suya en torno a la caricatura y la risa recuerda el texto clásico de Charles Baudelaire, “La risa y la caricatura”. —Ah, eso es genial, porque ahí alcanza a definir el grotesco como una forma superior: el hombre frente a la naturaleza. Aparece en Nietzsche también. —Lo paródico o lo cómico que termina en la tragedia. —Bueno y ahí aparece la idea con la que me he manejado en este último tiempo, la del bufón: se ve clarito en el inventor del género gauchesco, Bartolomé Hidalgo, en sus Diálogos Patrióticos crea ese bufón gauchesco que se ríe de soslayo, oblicuamente. Por ejemplo, una de las cosas que le dice un paisano al otro: “Bueno, pero qué nos está pasando” –lo está escribiendo en 1820 y a diez años de la Revolución–, dice: “Esto ya fracasó”. Y en vez de revolución le llama “revulución”, y hay que tener cuidado, porque el ojo folklórico dice: es un barbarismo, para mimetizarse con el lenguaje del gaucho. No, porque ahí mismo, en la palabra está el objeto caricaturizado. Ya no es una revolución, es una “revulución”, ya no es la constitución, es la “costitución”. Y en otro diálogo más explícito alguien dice: “Alguna vez seremos libres”. Y el otro le responde: “Sí, paisano, cuando hable mi mancarrón”. Que me hace acordar a aquello de Discépolo, ¿no?, “Un día cansado me puse a ladrar”. Así que hay una desesperanza desde el principio, y la idea del fracaso de todo un proyecto... —A la vez, estas voces provienen del margen. —Es como el bufón shakespeariano, controla la locura del poder, estos hombres se disfrazaron de gauchos siendo cultos de la ciudad y bufonearon con el poder de su propia clase advirtiéndoles que iban a la tragedia de la guerra civil, durante 20 años. Fíjese que este diálogo está escrito en 1820 y ese es el año de la anarquía, con los tres o cuatro gobernadores en un mismo día. O sea que abonaría la idea de que es una advertencia. En todos esos diálogos de Hidalgo hay una advertencia de que la cosa va mal, de que hay una desunión entre los argentinos, de que hay corrupción, de que se llevan la plata a rolete y de que no hacen nada y están mintiendo, es decir, la clase gobernante. Hay que leer esos diálogos, que son tan humildes. Me fascinan, ahí está la semilla del género y de todos los contenidos de lo que luego iban a advertir los otros autores. —De acuerdo a sus textos puede pensarse en un sustrato paródico en los orígenes y en las grandes líneas de la literatura argentina, porque hasta Borges puede verse como un gran parodista. —Sí, cómo no, lo es, porque trabaja con modelos. Por ejemplo, agarra un compadrito y le pone la metafísica de Berkeley. Y él se dedicó toda su vida a hablar del gauchesco y, sobre todo, del Martín Fierro. Sí, porque hay esa risa, ¿no?, esa risa que descoloca, porque es una risa enigma, porque esa risa está sobre el fondo de una gran tragedia nacional, que después se la encuentra en Discépolo, en los grandes autores del tango que, en realidad, dice: “De qué nos reímos”. Es que como dice Discépolo: “Tanto dolor que hace reír”. El torturador de un personaje de Shakespeare al que se ríe le pregunta por qué y responde: “Porque no tengo más lágrimas que verter”. Y Cicerón: “Si hablamos del fenómeno físico que es la risa podemos hablar de la convulsión de los pulmones, de los músculos faciales. Pero si vamos a hablar en serio, es un enigma”. —Había también un proyecto político en Hernández y los grandes clásicos. Usted también ha sido un hombre político, ¿cómo aparece la política en su obra? —Llegué a descubrir por qué se rechazaba El solicitante descolocado con sus poemas, “Las patas en la fuente”, “La estatua de la libertad”. Por la risa, era una risa fuera de lugar. Los elegíacos del 40 y 50 no entendían cómo la risa podía entrar en la poesía, que era una cosa seria. Se habían olvidado de los gauchescos y cuando yo decía que estaba escribiendo un gauchesco me decían “Pero, che, otra vez con las boleadoras y la guitarra”. —Lo medían con el ojo folklórico. —Sí, se habían olvidado. Estaban con otros modelos, que yo también frecuentaba, pero para mi era un infierno deshacerme de ellos. Trataba de escapar furiosamente de Rilke, de Milosz, de todos esos grandes poetas que no se me adecuaban para lo que yo quería decir, y ahí encontré a los gauchescos, pero sin boleadoras, sin caballos y sin guitarras. Pero con esa risa grotesca, oblicua, soterrada, paródica. —Sin embargo usted fue un precursor para toda una serie de autores que hoy son muy frecuentados, como Copi, su hermano Osvaldo, que han apelado al recurso de la risa y a otra cuestión que podría ser vista como lo paródico en la política, el peronismo. —No se entendió todo lo que había de eso en la marchita y en las manifestaciones, las mujeres peronistas, etcétera. En fin, ese carnaval. Bueno, el aluvión zoológico, ¿no?, como lo llamaba Sanmartino, el radical, cuando se produce el 17 de octubre dice: “Es el aluvión zoológico”. Y yo, con el eje este que siempre tuve, de asimilar la distorsión y devolverla multiplicada, le puse a mi poema “Las patas en la fuente”, pero como una respuesta, no peyorativamente. Y tuve mis problemas también dentro del movimiento, porque me decían: “Las patas no, los pies”. Las patas daban esa cosa desacralizadora del poder, de meterte ahí en ese patio sagrado de la Plaza de Mayo y refrescarse los pies en la fuente... Y era como decir acá estamos. —¿El peronismo ha oficiado como una especie de cantera temática para la literatura? —Claro, no se entendió muy bien aquello de “Alpargatas sí, libros no”, toda la intelectualidad estaba de la vereda de enfrente, incluso el Partido Comunista. Como decía (John William) Cooke, “El peronismo es el monstruo maldito en la política argentina”. —Pero este peronismo era el de las patas en la fuente, el de la resistencia. —Sí, yo me refiero a eso con “Las patas en la fuente”: uno ahí tomó conciencia de la monstruosidad de la exclusión que pretendió ser absoluta. Pero esto fue la resistencia, después es otra cosa... —Su poesía habla siembre desde un margen, en ese sentido, ¿que significó para usted el exilio? —Digamos que uno es un vencido. Lo digo sin ninguna connotación melodramática. Yo me podría haber quedado en el exilio. Volví, pero sabía que la cosa había cambiado mucho. Hernández mismo lo dice, porque es un poeta genial, cuando un hombre viene del exilio lo llama “charabón en el desierto”. Que se encuentra como desconociendo su propio país. Y acá tenemos toda una política hecha por los grandes exiliados, que vivieron 20 años fuera del país y entonces mecánicamente volvieron y quisieron traer un modelo pero, ¿y la realidad que había cambiado? También la genialidad de Hernández es que no nos ha dado un héroe, sino un antihéroe, con una complejidad dostoievskiana. Es bravo, se achica, es racista, mata pero al mismo tiempo parece que es bueno. El héroe en realidad es Cruz. Además, volviendo a la risa, es la risa la que salva la continuidad de la primera parte. En el canto octavo termina Fierro y dice que no tiene más hacienda ni prenda y no va a ninguna parte. Ahí entra la voz de Cruz, como contrapunto, y dice: “Pa’ sufrir han nacido los varones/ estas son las ocasiones/ pa’ mostrar que un hombre es fuerte –le está diciendo flojo–/ hasta que venga la muerte/ y lo agarre a coscorrones”. Y ahí ya está la figuración cómica. Entró la risa, Cruz se rió del tipo y le ofrece una experiencia de despojo igual o más intensa a Fierro. Incluso le dice, en una de las coplas de ese contrapunto: “A otros le salen las coplas/ como agua de manantial/ a mi me salen como ovejas/ que se saltan del corral”, se está riendo. Entonces, en la primera parte, cuando deja a Cruz, vuelve la voz de Fierro y es alguien que se va a los indios, pero ha quedado en ridículo. —Como una caricatura del sufrimiento. —Claro, y eso lo hace Hernández que llevaba los dos adentro, y al viejo Vizcacha... Hernández es misterioso. Todas le salen, y no es porque era un espontáneo, yo he visto los cuadernos llenos de tachaduras, el tipo corregía. No es que le salían las coplas como agua de manantial... —Es una poesía que salta el corral como las ovejas. —Claro, me gustó eso de que le salen las coplas como ovejas del corral...