Debe haber sido en el año 1979 cuando conocí al padre Eduardo Jorge. Con unos amigos que, a su vez, tenían amigos en el Don Bosco (nosotros íbamos a la ENET 1), fuimos a un recital de la banda que entonces lideraba el Cabezón Gil, que hizo en el viejo teatro de ladrillos pegados con barro temas de Moris como “Pato trabaja en una carnicería”. Me deslumbró el trato de ese sacerdote con pibes de mi edad que se dirigían a él como a uno más, como alguien que participaba de ese desacato del que muchos de esos muchachos no estarían a la altura en sus años de adultez. Pero ese es otro tema.
En ese mismo año,
junto con el Paupe Funes, el Ratón Gómez y Pablo Díaz nos unimos al padre Jorge
en un viaje a Buenos Aires, donde el
filósofo Viktor Frankl –acaso una de las lecturas más fervorosas de esos
años– daría una serie de clases magistrales en el Aula Magna de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Más allá de las conferencias del
autor de El hombre en busca del sentido,
recuerdo una charla sobre los campos de exterminio del nazismo –Frankl había sido sobreviviente de Auschwitz– en el borde de
las escalinatas de esa facultad, sobre la plaza Houssay, a la que
volvería tantas veces solo y con mis hijos. Volvía a fascinarme no sólo la
capacidad de entendimiento del padre Jorge, sino su forma de devolvernos
aquello que Frankl había dicho en términos que comprendíamos porque nos
resultaban cercanos, familiares. Había algo que el padre Jorge decía que nos
hacía contemporáneos.
El recorte de un
diario correntino que encuentro a través de Google me dice que había
cumplido 77 años el domingo, cuando murió. Lo imaginaba de 100, de 180 años, no
por viejo, sino por la matusalénica edad de su conocimiento, que no era otro
que la sabiduría de la transmisión, la transmisión de una intriga, la intriga
que nos lleva a conocer y a conocernos.
Volví a tratar
con el padre Jorge en 1994, cuando me recibió como docente del Don Bosco
(primer colegio salesiano fuera de Italia que, como lo dice el magistral autor triestino Claudio Magris o el amigo nicoleño Walter Alvarez, se erigió tras las
tratativas de políticos locales para traer a los inmigrantes de la incipiente
Italia algo de su cáliz disperso y entrañable).
Mientras fui
docente en el Don Bosco, como nuestra materia era el cine, la literatura y eso
que se empeñan en llamar la comunicación –en realidad el catolicismo conoce ese
término desde hace siglos como la “comunión”–, el padre Jorge se prestó alguna
vez a un ejercicio de video que encomendé a unos atorrantes impredecibles que
tuve como alumnos. Lo habían hecho actuar de fantasma. Alguien ingresaba a la institución,
preguntaba por un personaje y se encontraba con él, pero de repente ese
personaje desaparecía y, cuando el protagonista volvía a la entrada y
preguntaba, le decían que no había nadie con esas características en el lugar.
Entonces le señalaban una foto en la que estaba el padre Jorge y el interpelado
respondía: “Murió hace muchos años”.
Quisiera
recuperar ese video y recuperar con él ese espíritu lúdico con el que el padre
Jorge se prestaba al trato con sus alumnos y los que lo seguíamos: algo había
de su enseñanza fantasmagórica y ánimo burlón que lo representaba en esa
actuación.
A mí el padre
Jorge me recuerda a Walter Brennan,
ese actor de los westerns de Hollywood que siempre conocimos viejo, como si su
vejez fuese no un producto de los años, sino de una sabiduría sin edad que
encarnaba en un cuerpo viejo y majestuoso.
Alguna vez,
preocupado por el griterío y el escándalo de mis alumnos del Don Bosco de
mediados de los 90, le pregunté al padre Jorge qué hacer, cómo arreglármelas
con esos caníbales por completo indiferentes a mis citas de André Bazin o
Héctor Álvarez Murena. Me preguntó cómo se desempeñaba en clase un alumno en
particular, uno que estaba becado en la institución y carecía de una biblioteca
en su hogar. Bueno, tuve que dedicar unos minutos a pensar en ese muchacho. No,
el pibe estaba siempre atento; no es que despreciara el caos que montaban sus
compañeros, pero se mantenía fiel a la clase y fiel al grupo al que pertenecía.
Eso me estaba señalando el padre Jorge: que ahí tenía un aliado y a alguien
interesado en mis pobres conocimientos, que eso que quería enseñar era también
materia de debate, el debate por el interés de un conocimiento que debía hacer contemporáneo
y, sobre todo –como me daría cuenta más tarde– tenía una fundamental relación
con lo que entendía como el cine: ¿cuánto dura un plano?, ¿cuánto dura el interés
por las cosas que nos han interesado?, ¿cómo hacer contemporáneos de ese interés
a quienes pertenecen a otra generación?
En 1995, en una
ceremonia que tuvo como prólogo las lecturas de Leon Bloy y Graham Greene, el
padre Jorge me bautizó en la fe católica a los 32 años. De esa misa de conversión
no sólo participó mi amigo y padrino Adolfo Vergara y su esposa de entonces,
también mis alumnos del Don Bosco, unos desvergonzados que llegaron a la casa
de mis padres más tarde y la inundaron de una alegría que desconocíamos desde
los años de la infancia, cuando esa casa eran unas habitaciones que cada día se
abrían al enorme patio de juegos de los años dorados.
Me gustaron sus palabras, escritas con hondo sentimiento. Encontré la noticia por casualidad. Fui mallinista en mi adolescencia y el padre Eduardo nos dio un mallin cuando el grupo ya era universitario (1984 o 1985). Nunca me olvidaré de él. Debería hacer lo posible para encontrarse con el video. Gracias por escribir tan sincera y emotivamente.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Lilia. Qué hermosura esos grupos salesianos como los mallinistas, a los que nada de lo social les era ajeno. Si en esos años eras universitaria debemos tener una edad semejante. Voy a encarar en estos días una busca de ese video. Tu comentario vuelve a estremecerme, ¡cuánto le debemos a personas que nos dimos el lujo de dejar a un lado! –hablo por mí, desde luego. De nuevo el catolicismo nos da la oportunidad de volver al padre Jorge como lo hicimos de críos, con admiración y los ojos llenos de lágrimas.
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