Stephen King publicó su novela Under the Dome
(hay traducción al español de editorial Plaza & Janés: La cúpula) en 2009. El libro, de unas 1.000 páginas con grandes caracteres,
como aconseja el manual de ediciones populares, fue celebrado por casi toda la
crítica, que observó en las respetadas páginas de la NPR,
el New
York Times, Los Ángeles Times
e, incluso, en el
blog del escritor Neil Gaiman, que este nuevo relato retomaba los temas de
las primeras ficciones de King. La trama plantea el más antiguo esquema del
género terrorífico: personas encerradas involuntariamente en un lugar sin
escape que van convirtiéndose de a poco en enemigas. Acá se trata de un pequeño
pueblo de Carolina del Norte, Chester’s Hill, que un día amanece encapsulado en
una gigantesca cúpula transparente e infranqueable que lo aísla del resto del
mundo. Bien, la novela es ahora una serie de verano de 13 episodios que produce
Steven Spielberg y desarrollan Brian K. Vaughan (responsable
de Lost) y Neal Baer (guionista de ER Emergencias). CBS, el canal productor,
que comenzó a emitirla el 24 de junio pasado, ya anunció que habrá una segunda
temporada en 2014.
Hasta ahora hubo dos episodios de Under the Dome, protagonizados
por Mike Vogel (como el ex militar Dale Barbie Barbara), Rachelle Lefevre (como
la periodista Julia Shumway), Natalie Martinez (como la asistente del comisario
Linda Esquivel) y, entre otros y para nuestra felicidad, Dean Norris (como el
corrupto concejal James Big Jim Rennie); Jeff Fahey, pálida estrella
de algunos films de Quentin Tarantino, quien interpreta al comisario Duke,
tiene la decencia de desaparecer en el segundo episodio.
Stephen King en el set de la serie. Imagen tomada de Parade.
El libro es otra cosa
Según declararon
al Hollywood Reporter los
guionistas de la serie, la trama será muy
distinta a la del libro, con la venia incluso de King. Sin embargo, el
mismo Vaughan advirtió que cada misterio será resuelto antes de plantear uno
nuevo –a diferencia de lo que ocurría en Lost.
Al misterio que literalmente “engloba” toda la trama, el de
la cúpula: de dónde proviene, por qué Chester’s Mill, se responde, claro, con
el de las historias de cada personaje. A modo de una fábula moral –cosa de la
que King no renegó jamás–, las intrigas que arrastra cada personaje configuran
de algún modo el orden moral que justificaría esa suerte de castigo o de prueba
que significa el aislamiento. A la vez, las relaciones entre los personajes
atrapados –el ex militar, Barbie, que está de paso y a quien vemos enterrar a
un hombre en la primera escena; el hijo desequilibrado de Big Jim; la pareja de
lesbianas (una de ellas es la maravillosa Samantha Mathis) que
atravesaban el pueblo cuando se interpone la barrera, más los mismos habitantes
de Chester’s Mill– va adquiriendo de a poco un tinte siniestro, el de una
familiaridad que se empaña y se disuelve.
Detalles políticos
El primer episodio, asimismo, suma algunas imágenes
destinadas a perdurar en la memoria de los televidentes: una vaca partida al
medio cuando cae o se levanta la pared transparente de la cúpula, un camión que
vemos estrellarse y aplastarse de frente contra una pared invisible en la
carretera o un avión que se hace trizas en el cielo contra la misma barrera.
Como suele suceder, en los detalles están los guiños más inteligentes. Sabemos
más sobre Big Jim cuando vemos a su hijo Junior meterse en un viejo refugio
antinuclear que su padre abandonó en el patio de la gran casona; entendemos que
ese pueblito con pretensiones bucólicas que ahora está aislado del mundo,
rodeado del otro lado de militares que investigan de dónde ha salido la cúpula,
es en realidad un rezago rural cuando Barbie vuelve a la cabaña abandonada en
la que mató a un hombre y descubrimos –siempre según nos lo enseña la puesta en
escena– en uno de los extremos del porche una mecedora vacía, de espaldas al
bosque. Chester’s Mill es, en esta visión y en la historia misma, un escenario,
un set como el de Truman Show.
El mismo Stephen King declaró en 2009, cuando se publicó la
novela –en cuya trama eran extraterrestres los responsables de la cúpula–, que
el argumento provenía de páginas inconclusas que había abandonado a fines de
los 70 y mediados de los 80, algunas bajo el título “Los caníbales”, y que lo
había tentado la alegoría política: “Intenté reproducir a pequeña escala la
dinámica que (el ex presidente George W.) Bush y (su ministro de Defensa Dick)
Chaney impusieron en la sociedad. Me atrajo siempre de esa administración el
aura de fundamentalismo religioso que la rodeó y su incompetencia”. En la serie
–recordemos que King dio vía libre a los guionistas para modificar la
historia–, los máximos representantes institucionales y políticos –el concejal
Big Jim, el reverendo Coggins o el jefe policial, porque el resto está fuera
del pueblo cuando lo encierra la cúpula– de Chester’s Mill esconden con su
familiaridad y su cercanía negocios sucios, secretos criminales y, en el caso
del jefe policial Duke, culpa, en la primera imagen que lo vemos está tirado
sobre un catre de una celda y le dice a su asistente: “Estoy probando las
instalaciones”.
Pequeño apocalipsis
Si bien todos los involucrados se encargaron de aclarar que no
se trata de una serie apocalíptica, el aire de fin de mundo que se cierne sobre
los habitantes del pueblo cuando se cierra sobre ellos la bóveda, más la
revelación que suponen los actos de las personas en situaciones extremas,
sugieren un apocalipsis a la medida de Chester’s Hill.
El último en ensayar con
maestría la traducción de una obra de King al cine fue Frank Darabont (creador
de la serie The
Walking Dead), cuando en 2007 adaptó La niebla
en un film que homenajeaba también a John Carpenter y encerraba a sus
personajes en un supermercado rodeado de una espesa niebla en la que había
seres desconocidos y hostiles. El resultado fue cruel, ninguno de los
personajes que seguía la puesta en escena se “salvaba” –para decirlo claro y
pronto: no salvaban el pellejo ni el alma. El planteo de Under the Dome se le parece de algún modo. Las cosas que balbucea
el jefe de policía interpretado por Fahey a su asistente –le sugiere que la ha
preservado de la suciedad del pueblo– deslizan la idea de que la cúpula podría
ser un castigo a las malas acciones y de que su arribo es una oportunidad para
arrepentirse, para reparar el daño. También, lo poco que se vio hasta ahora da
pie para metáforas ecologistas: tras un incendio, el humo no se disuelve en el
cielo y amenaza con intoxicar la atmósfera, y así, como si la fábula moral se
trasladase al medio ambiente. De los extraterrestres de la novela hay un débil,
casi podemos decir, un moribundo indicio cuando desde una estación de radio se
escuchan comunicaciones militares que dicen que no tienen idea de qué está
hecha la cúpula y cuando los mismos personajes descubren extrañas ondas en el
dial de la radio. La bóveda que encierra a Chester’s Mill es un misterio
suficiente –como ocurría en Lost–
como para que cada personaje incremente la intriga. Pero también, su alusión
tan directa –en términos visuales– a los dispositivos como los que encierran
colonias de hormigas, nos recuerdan la desagradable idea de que alguien ha
llegado a darnos una lección que no queríamos tomar.
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