Fotos tomadas del sitio de la serie en AMC.
La detective Sarah Linden vuelve a fumar en algunos de los
episodios de la primera temporada de The
Killing, cuando no sólo el caso que tiene entre manos parece estancarse en
aguas muertas (muertas y heladas como las del lago donde hallaron el auto y, en
su baúl, el cadáver de la adolescente Rosie Larsen: la intriga motriz de la
serie es ¿quién mató a Rosie?), sino cuando su vida, es decir el trato con su
hijo también adolescente, con el novio que la espera en otra ciudad, todo eso
se viene abajo.
También fuma su compañero, el detective Stephen Holder, que
viene de la división Drogas y trae de su pasado algo turbio, desprolijo. Pero
Holder (Joel Kinnaman) fuma siempre: su pasado y su presente, a diferencia de
ella, se debaten por dominar el tiempo detrás de la brasa encendida. El
cigarrillo, como nos enseñó a verlo Guillermo Cabrera Infante en Puro humo, es una
señal y acá, en The
Killing (2011), versión norteamericana que cargó con los mejores
premios del gremio, para la cadena AMC de la serie danesa Forbrydelsen (2007), el cigarrillo es el signo de esa otra vida que
regresa para enseñar la fantasmagoría de los ausentes.
Tiempo suspendido
The Killing sigue –en su
primera y segunda temporada, de 12 13 episodios cada una– el día a día de la
investigación del asesinato de Rosie Larsen. En
doce días, una sola muerte, en una historia ensimismada en el interior de la
vida de los investigadores policiales, de la familia de la víctima y de los sospechosos
principales (en la primera temporada, el candidato a intendente de Seattle,
Darren Richmond, que interpreta Billy Campbell).
La puesta en escena, con escasos grandes planos generales
que por lo general aparecen empañados por la neblina o la lluvia, abunda en
tomas cortas, centradas en los personajes, en la escena doméstica, en el primer
plano de Linden o Holder tras la ventanilla mojada del auto. Esta escenografía
de la intimidad es también la de la claustrofobia, la de seres atrapados en la
telaraña de un Mal que se despliega minuciosamente sobre todos aquellos que
toman contacto con este único y terrible crimen. Si algo de magistral hay que
celebrar en The Killing es su
novedosa operación para convertir lo terrible en un mecanismo que se despliega
hacia todos los rincones del tiempo, por eso el cigarrillo aparece aquí como
metonimia: el pasado de cada personaje consume cada instante del presente,
desde la antigua relación entre Stanley, el padre de Rosie (Brent Sexton) con el mafioso
polaco Janek Kovarsky, hasta la compleja unión entre la detective Linden,
obsesionada con el caso, con su hijo adolescente.
“Es el pasado que vuelve”, sí, como en el tango: los
personajes se han implicado en esta trama desatada por el crimen y toda su
historia está en juego. Sin embargo, en esta pieza maestra –que a todo esto la
productora y guionista Veena Sud (también creadora de la original) desarrolla
de acuerdo a los estándares de audiencia– en la que la escenografía es siempre un
rincón de la ciudad donde siempre llueve, que recuerda a la puesta de Seven (Siete pecados capitales, David Fincher, 1995), donde no sólo la
ciudad había sido reducida a la lluvia y a sus datos escenográficos mínimos,
sino que también trataba sobre el Mal y su poder para reducir la vida a un
único y miserable instante; sin embargo, decíamos, la temporalidad que se
percibe en The Killing es mucho más
shakespeariana que tanguera: hay aquí una suspensión, un estado de “avance del
mundo de las tinieblas” (Thomas De Quincey)
en el que se disuelve todo el cotidiano de la vida. Así, el bosque en el que
asesinan a Rosie, el bosque de la isla donde está la reserva india y funciona
el casino en el que la víctima fue vista por última vez; toda esa naturaleza
oscura remeda el paisaje europeo en América del Norte, le da una pátina de “gótico
americano”, de herencia trasplantada y sombría.
Identidad
Sarah Linden está protagonizada por la inmejorable Mireille Enos, a quien
recordamos como una de las esposas del mormón polígamo en esa otra gran serie Big Love (una suerte de Los Soprano pero en clave mormona), sólo
que aquí ya no hay poligamia. La libido, el deseo quedó suspendido por el
crimen de Rosie, cuyas pistas sugieren un complot político con derivas hacia
redes de tratas de personas, desvíos de fondos para campañas partidarias y un
entramado económico entre poderosos locales. En su camino hacia el asesino,
Linden deja atrás su inminente matrimonio, su hijo, su amistad con la asistente
social que intervino en el pasado inmediato, cuando la obsesión de la detective
con un caso anterior llevó al Estado a intervenir por el abandono del niño.
¿Qué es lo que convierte a The Killing en un whodunit (designación que
daba Hitchcock con cierto desprecio a esos films que terminaban cuando se
descubría al asesino) extraño, desviado?: el misterio que se instala a partir
de cada punto de vista. Si hay una intriga que se establece en cada episodio
con mayor hondura es la de la identidad de cada uno de estos personajes.
De
este modo, The Killing es también una
preciada muestra del universo de las nuevas series de televisión hechas en el
norte: en las mejores (desde Boardwalk
Empire, producida por Martin Scorsese y ambientada en Atlantic City en
los 20, hasta Mad Men–Nueva York, una
agencia de publicidad en los primeros 60– o Breaking
Bad –la actualidad, en Albuquerque, donde un profesor de secundario con
cáncer produce droga para dejar una herencia a su familia–) hay una
intersección fundamental entre la Historia y la historia privada que vuelve a
cualquier personaje un ser político.
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