Desde el 1 de junio pasado, cuando empezaron a morir celebridades
como Carlos
Fuentes o el local Mario
Trejo, además de otros finados ilustres que ya olvidé, no dejé de pensar en
Lorenzo García Vega, al que habíamos invitado al festival de poesía de 2009 y se excusó por
la edad, el cansancio. Como la mayoría de los cubanos que he leído, no vivía en la isla y, como todos estos, la isla es siempre el lugar del regreso secreto: así florecen esas escrituras, que sólo pueden enemistarse con el discurso afirmativo y "positivo" del castrismo. Para horror de los cagatintas de siempre, vivía en Miami, a la que llamaba "Playa Albina". Leí de él Devastación
del Hotel San Luis (un regalo de Francisco Garamona, quien también me contó muchas cosas de las visitas de García Vega a Buenos Aires) y No mueras sin laberinto (publicado por Bajo la Luna y recomendado por Mirta Rosenberg, quien también agregó detalles, en varias charlas, sobre el autor, su esposa, su obsesión con el Río de la Plata), cuyo prólogo (a cargo de
Liliana García Carril) revisé para precisar los términos de una necrológica que
nunca escribí. Por suerte no lo hice, jamás hubiese podido estar a la par de
esta que escribió Rafael Cippolini y
puede hallarse en su página:
La pluma torrencial
por Rafael Cippolini
Dicen que fue uno de los integrantes de Jefferson Airplane,
quizá Marty Balin, quien sentenció “si recordás algo de la década del sesenta
es que no la viviste y si la viviste estás mintiendo descaradamente”. El pasado
viernes primero de junio falleció en ese lugar tan improbable llamado Playa
Albina (en el estado de Florida, Estados Unidos) un escritor fundamental para
la literatura del Siglo XX, especialmente para la latinoamericana: Lorenzo
García Vega. Tenía 85 años, había nacido en Jagüey Grande, en Cuba, y su visión
del mundo fue el exacto negativo de la aseveración que inicia esta nota: jamás
conocí a un hombre tan memorioso y que odiara tanto la década en cuestión.
No somos pocos los que llegamos, en nuestra adolescencia, a
Lezama Lima de la mano de Cortázar. No fue difícil, aunque tardamos unos años,
descubrir a Lorenzo como el secreto mejor guardado del grupo Orígenes,
comandado por el autor de Paradiso.
Desde la primera lectura (en mi caso fue Los
rostros del reverso, publicada en Caracas en el 77) fuimos legión los que
supimos que, al igual que con su amado Macedonio, el nombre de pila ya bastaba
para señalar toda una literatura. Lorenzo conectaba con aquel Lezama Lima
lector de Raymond Roussel y no demasiado con el transitado Lezama gongorino.
Fue un vanguardista ensimismado y anómalo hasta sus últimas líneas. En él, la
neurosis era ante todo un don divino. En sus primeros libros, a mediados del
siglo pasado (Suite para la espera o Ritmos acribillados) su voz se impone
como una marca irrevocable: sus signos de interrogación delinearon un paisaje
en el cual los sueños, el delirio y lo inmediato se entremezclaron con su
mitología.
Durante años, ya encarnando una leyenda, se ganó la vida
como cargador de bolsas en un supermercado, el Públix.
Amaba la literatura argentina y enseguida fue cómplice de
varios escritores locales. Héctor Libertella –tuve el honor de presentarlos– le
dedicó su testamento estético, Arquitectura
del fantasma, convirtiéndolo en una de sus presencias. También corrigió y
de alguna manera fue productor de una de las obras capitales de Lorenzo, Devastación del Hotel San Luis, editada
por Mansalva. Se cerraba así el círculo: había sido Libertella quien me
recomendó la lectura de Los años de
Orígenes, quince años antes de que se reeditara también en Buenos Aires
(por el sello Bajo La Luna, que ya tenía una miscelánea suya en catálogo). Con
este muy polémico ensayo biográfico, Lorenzo cerró una etapa y comenzó a
delinear sus mejores páginas.
La nota completa en Cippoplasma.
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