Lo
que yo quería, porque estaba operado en un sanatorio y me padre se había
ofrecido a comprarme un libro, era un best seller de entonces (era otoño de
1977) que se llamaba El
triángulo de las Bermudas. En cambio, mi padre me trajo Crónicas
marcianas y me dijo: uno de los cuentos de este libro fue el que leyó
Andrés Percivale en el programa. El programa era La
noche de Andrés, que culminaba con Percivale sentado en un taburete,
contándonos un cuento. Creo que se emitía los domingos y por alguna razón
coincidimos frente al televisor con mi padre un par de veces, en especial la
noche que leyó “La tercera expedición”, uno de los relatos más fascinantes de
las Crónicas marcianas. “Su horror
(sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes
del capitán John Black –escribe Borges en el prólogo de la edición original de
Minotauro– insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es,
para Dios, nuestra cara”.
Más
tarde, cuando fui docente en varios colegios secundarios, repetí la operación
de Percivale y leí a mis alumnas y alumnos “La tercera expedición” con un
resultado maravilloso: silencio, expectativa y asombro. También hallé en ese
cuento el paradigma del cuento fantástico –lo excepcional ocurre como irrupción
en la lógica de la razón iluminista–: la tripulación de la tercera expedición a
Marte, comandada por el capitán John Black, encuentra en el planeta rojo algo
así como el idílico exilio de los parientes muertos; un pueblito del interior
de los Estados Unidos (Illinois, preferentemente) alberga a padres, abuelos,
hermanos y tíos muertos que hospedan a los viajeros estelares en casas con
puertas mosquiteros, sobre las que cae la noche cálida. Pero ¿quiénes son estos
finados tan amables y familiares? Tarde el capitán y sus hombres descubren la
terrible fantasía. “La tercera expedición” es de algún modo Caperucita roja:
el bosque queda reemplazado por el espacio estelar que separa la Tierra de
Marte y los marcianos, que adoptan las formas de abuelos, padres y hermanos
muertos que los tripulantes terrícolas llevan en sus mentes, ocupan el lugar
del lobo. Lo que aquí nos horroriza, como con el antropomorfizado pero lejano
lobo del cuento, es la familiaridad, el antiguo terror a despertar entre seres
que falsificaron la familiaridad de los nuestros.
Pero
la evocación de Bradbury,
muerto el miércoles 5 de junio pasado, me trae siempre la imagen de los porches
de mi infancia, la de unos hombres mayores empujando la cortadora de césped
bajo un sol radiante, la de hombres comunes sumergiéndose en un paisaje extraño
y, a la vez familiar. Compruebo, al releer el prólogo, que Borges en el
cincuenta y pico anota una impresión similar e imagino que para cualquier
lector los paisajes de Bradbury, en Marte o en el país de Octubre, se han transformado en esas visiones de la propia
infancia. El mismo Bradbury, al que cualquiera recuerda en aquella foto, con
sus lentes culo de botella y de camisa, moño, tiradores y un pantalón corto de
tenis, era un niño crecido: caprichosamente enemistado con la tecnología y lo
que sea que destruyera aquél paisaje que es su legado y, diría, su “lengua”. A
Bradbury, como niño crecido, nunca le interesó el futuro, sino el pasado, el
presente, el paisaje lúdico en el que un hombre en su porche es un capitán de
un barco con proa a las estrellas.
Leí
todos los libros de Bradbury hasta El árbol de las brujas
(noten qué bien resuelta la traducción de la gran Matilde Horne para The Halloween Tree), una breve novela
(un cuento largo, mejor) acaso fallida por su exceso de Bradbury, incluida su
cosa poética, que funciona bien en la adolescencia, como muchas cosas que deben
quedar ahí. Pero el recuerdo de las tardes de lectura y el hallazgo en las
librerías, entre los tomos de editorial Minotauro, de su nombre son, ahora que
ese abuelo algo ridículo ha muerto, una compañía infinita.
Bradbury
pertenece además a una suerte de legado cultural. Fue su cuento “El ruido de un trueno”
(en Las doradas
manzanas del sol) el que inauguró la figura del “Efecto
mariposa”: ¿una mariposa que aletea en Brasil puede causar un tornado en
Texas?, en base al que hubo teorías, películas y series, incluso una en curso: Touch.
Bradbury
escribió también la que es acaso su novela más conocida, Fahrenheit 451, una fábula moral y progresista que no por nada es
un manual de buenas intenciones en las clases de literatura de la secundaria,
un paisaje distópico en el que la cosa infantil y genial del escritor se vuelve
desconfianza y presagio. En un futuro totalitario los bomberos queman libros y
lectores a los que consideran peligrosos.
Peter Segal escribió en
el sitio de la NPR que hoy día los adolescentes crecen con J.K. Rowling y Neil
Gaiman: “Leerán los obituarios de esos hombres y mujeres y se sentirán tan
tristes y desamparados como yo ahora. Porque son estos escritores los que
trazaron el mapa de dónde hallar —para rendir tributo a otro ícono de la
juventud– el lugar donde viven
los monstruos”. Ni más ni menos.
Foto tomada de The Guardian.
Foto tomada de la NPR.
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