El domingo, en San Nicolás, un mensaje de la NPR por
correo electrónico me anotició de la muerte de Rodney
King, quien fue hallado muerto ese día en la pileta de su casa, en Rialto,
California. Caramba, era un año más joven que yo. Recordé que en abril de 1992 2002, cuando se cumplían diez años de los disturbios de Los Ángeles,
tras la liberación de los policías que apalearon a King un año antes, le mostré
a Luciano
Couso todo lo que había en internet sobre el tema y le pregunté si no
quería escribir una nota para el suplemento de Cultura que editaba entonces.
En algo así como una semana Luciano me pasó esta
nota que se publicó bajo el título Tres
días de película el 29 de abril de 2002 y ahora vuelvo a leer con mucho
placer.
Rodney King cuando presentó el libro The Riot Within, escrito con Lawrence J. Spagnola. Imagen de la NPR.
por Luciano
Couso
Tiene algo de Policía
corrupto y nada de Arma Mortal
(en cualquiera de sus numerosas versiones). Tiene huellas de Sérpico, un poco de Haz lo correcto de Spike Lee y hasta circunvala colateralmente a la
más abyecta de las pornos holandesas. La historia de la televisada
golpiza al afroamericano Rodney King a manos de la fílmica policía de
Los Ángeles, y el levantamiento
aderezado de feroces saqueos que protagonizó la comunidad argelina en LA cuando
la Justicia liberó a los robocops, un año después, bien puede ser contada como
un gran film condimentado con los mejores ingredientes. A saber: coreanos
armados hasta los dientes disparando a ciegas para salvar sus negocios; una
turba de argelinos descontrolados chamuscando y lacerando cuanto comercio y
propiedad privada encuentra a su paso; muertos por decenas, golpizas
policíacas, incendios masivos, un jurado cómplice de oficiales corruptos,
motines y agentes que se quiebran y delatan a sus compañeros. A 10 años del
levantamiento multiétnico en Los Ángeles por “el caso” Rodney King, que en tres
días dejó 54 muertos, 2 mil heridos, 13 mil detenidos y unos mil millones de
dólares de pérdidas, no se pierda esta historia de película.
Los policías
robocops
Desde hacía ya algunos años asolaban las calles de
LA. Se habían convertido en los dueños de la situación, del terreno, de la
vida. Patrullaban bajo el método luego extendido en New York por el alcalde
Giuliani, montado sobre la idea de la “mano dura” para combatir al crimen y, a
su manera, no les iba mal. Gozaban de una vasta impunidad para ello. He aquí su
foja de servicios: tráfico de drogas, palizas, arrestos ilegales, matanzas a
tiros, intimidación de testigos, pruebas falsificadas, acusaciones fraudulentas
y perjurio (Policía Corrupto). Una
lista de antecedentes que más vale excluir del currículum vitae a la hora de
buscar empleo, y que los policías se empecinan en llamar “frondoso prontuario”.
Esos eran los buenos muchachos que el Departamento de Policía de Los Ángeles
anidaba entre sus filas.
De entrada, el nombre de la brigada era, a fuer de
carente de metáfora, directamente tremendo: C.R.A.S.H. (que en inglés significa
quebrar, partir). Así se denominaba la unidad del distrito de Rampart
que en teoría era un “programa antipandillero”. La sigla correspondía al nombre
Community Resources Against Street Hoodlums, lo que podría traducirse como
Comunidad Contra Rufianes Callejeros. Evidentemente, y a pesar del escándalo
que se desató tras la paliza a Rodney King en medio de la calle, los policías
no se guardaban nada. No porque su fuerte fuera la obviedad, sino porque
gozaban de la legitimidad que los ciudadanos de LA otorgaban a sus métodos, que
habían hecho del racismo una política de seguridad. Al fin y al cabo, quién iba
a oponerse al brazo duro de la ley aplicado contra grupos de pandilleros que,
en casi todos los casos, estaban integrados, encima, por negros.
Rodney King no lo sabía pero estaba en la mira.
Estaba condenado a ser el protagonista de su película. Su existencia no
discurría al margen de la ley pero sin embargo llevaba todas las de perder: era
negro, africano y vivía en un barrio obrero. Aunque en un primer momento los
mismos habitantes de LA juraron que el caso King había cambiado para siempre la
historia de brutalidad policial contra los inmigrantes, Abner Louima, un negro
haitiano, puede testificar lo contrario. En agosto de 1997 fue sodomizado en
una comisaría. “Se le introdujo un bate de baseball en el ano –dice un informe
posterior del Senado de EE.UU– hasta destruirle la vejiga y los intestinos”.
La
escenografía
La LA de aquellos días, marzo de 1991, yacía
“castigada” por la falta de empleo, según detallaban las crónicas de la época.
Sin embargo, esos índices no asustarían a nadie acá. Menos del 10 por ciento de
la población estaba desocupada, aunque la pobreza se había extendido entre la
juventud hasta rondar el 35 por ciento. Para las tomas del 3 de marzo no
hicieron falta los recursos de Hollywood: se filmó en “teatros naturales”.
LA recibió un gran flujo inmigratorio de
africanos, latinos (muchísimos mexicanos) y coreanos que fueron los primeros en
recibir el pasaporte de marginados del mercado laboral. Mientras tanto,
funcionarios del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) junto a agentes
del FBI y de la unidad CRASH cargaban con paciencia una base de datos sobre 15
mil personas que, según ellos, tenían cierta relación con la pandilla de la
“Calle 18” de Rampart. Esa cifra tan ridícula equivalía a tratar a la gran
mayoría de la población adolescente masculina como criminales.
Los hechos
Holliday, George Holliday, jugueteaba con su
cámara de video desde el balcón de su departamento, en la zona noreste de Los
Ángeles. Ese mismo 3 de marzo del 91, cerca de allí, Rodney manejaba su coche
en compañía de Bryant Allen, que viajaba en el asiento trasero. Una patrulla de
CRASH lo interceptó en Sunland Bulevar haciéndole señas para que detuviera la
marcha. Rodney, según las crónicas de aquellos días, aceleró y, tras una breve
persecución que culminó en Foothill Bulevar, detuvo el automóvil. Esa decisión
haría viajar, unos días después, la cinta de video de Holliday por todo el
mundo y lanzaría a la fama –muy a pesar suyo– a King, quien pagó su celebridad
con una feroz paliza.
Rodney había cometido graves errores,
irreconciliables con la ideología del grupo CRASH. No sólo desobedeció durante
un rato una orden policial sino que cuando bajó del coche le mostró a los
cuatro agentes que, además de irreverente, era negro y afroamericano. Apenas
dos minutos les bastaron a los capacitados oficiales Stacey Koon, Laurence Powell (Larry Powell), Theodore Briseno y Timothy
Wind para propinarle 56 bastonazos seguidos de seis duros golpes, que le
causarían al protagonista de la primera parte de esta historia 11 fracturas,
conmoción cerebral y daños renales. Todo quedó registrado en la cinta de
Holliday.
El juicio
También el proceso judicial siguió los cánones de
ese género cinematográfico que cruza el policial con los tribunales de
Justicia. El 15 de marzo Koon, Powell, Briseno y Wind, los cuatro policías
blancos, fueron arrestados bajo diferentes cargos. Once días después
consiguieron la libertad provisoria y al poco tiempo fueron reubicados con
destinos disímiles en la misma fuerza, mientras aguardaban el proceso judicial.
Los policías corruptos triunfaban. Más de un año después de la golpiza que el
mundo entero vio en la TV, el 29 de abril de 1992, el jurado que instruía el
proceso penal contra los robocops californianos –conformado también por carapálidas–
entendió que los agentes de CRASH eran inocentes, que no habían hecho nada tan
malo como para quedar alojados en una mazmorra. Los jueces cómplices no podían
faltar ni fallar. Su determinación aceleró la segunda parte de la película.
La furia
(Escenas ideales para filmar con cámara en mano.)
El mismo 29 se desató lo que, para algunos analistas, fue la mayor tragedia
americana entre la guerra civil y el derrumbe de las Torres Gemelas. Los
periódicos de entonces relataban que “extraños jaloneaban a extraños de sus
coches. Los negros atacaban a los blancos”, los latinos cargaban
electrodomésticos extraídos de comercios derruidos por la ira irrefrenable y
los negros, cientos de miles de negros, quemaban todo.
En un comienzo, para algunos era una película ya
vista, otro Detroit, otro Harlem, otro Watts, una historia cuyo hilo narrativo
conocían de memoria. Lo que nadie alcanzó a captar en aquellas primeras horas
fue el problema de tener un motín de negros en una ciudad de negros. Desde el
sur de LA –zona liberada de blancos– comenzaron a subir las hordas morenas
alumbrando su paso con fuego, saqueándolo todo, todo lo de los blancos. Y los
coreanos (comerciantes) se plantaron en las azoteas con pistolas y escopetas en
mano. Y tiraron. Y el tumulto de negros confundía a los vietnamitas con los
coreanos. Y jóvenes salvadoreños andaban por el centro vociferando consignas
revolucionarias en español.
Las calles, además de albergar hogueras, se
revistieron de policías de todas las fuerzas mientras llegaban refuerzos de
otros puntos del estado. El caos fue designado rey. Durante tres jornadas
seguidas Los Ángeles echó humo y no provenía justamente de las chimeneas de sus
fábricas. El gigantesco motín encabezado principalmente por argelinos
marginados sumado a los incendios masivos hicieron pensar a muchos habitantes
de LA que era hora de buscar reparo en una ciudad vecina. Así fue como se
congestionó la autopista a San Diego y el pánico se cotizó aún más en medio del
embotellamiento. 54 muertos, 2 mil heridos, 13 mil detenidos. La furia se había
aplacado.
El fin
Para Rodney King el final de su papel protagónico
no fue feliz. Los bravos policías de CRASH le contaron las costillas a
cachiporrazos, su cabeza emuló a un globo durante días y los malos quedaron
impunes. Pero como en tantas películas americanas, cuando todo parecía perdido
y el Mal se imponía sobre el Bien, apareció en escena un salvador –no
necesariamente un galán–, un Sérpico tardío que para reafirmación de los
prejuicios raciales instalados en los robocops californianos, era latino.
Rafael Pérez se quebró. El agente del Departamento de Policía de Los Ángeles
habló de todo y de todos, y lo que el cop tenía para contar no era poco.
Rompió el pacto de silencio y habló. No fue el único, una larga lista de
agentes lo siguió, lo cual permitió conocer en detalle el intestino de una
fuerza brutal que operaba bajo el ala protectora del Estado.
Sinopsis
Lo prometido. Una historia digna de Hollywood, y
por allí anduvo. Muertos, tiros, coreanos francotiradores, argelinos
piromaníacos, policías muy malos, jueces cómplices. Todos los ingredientes. Lo
triste de esta película es lo mismo que descubre el villano de la película que
se ve dentro de El último gran héroe
(un film en el que los personajes saltan el límite de la pantalla e ingresan al
mundo real) cuando le dice a un secuaz: “En la ficción siempre estamos
condenados a perder, pero allá afuera podemos triunfar”.
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