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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

miércoles, 16 de febrero de 2011

dos heresiarcas




Bloy
1.
León Bloy nació en julio de 1846, el mismo año en el que apareciera llorando la virgen sobre la montaña de La Salette, hecho que Bloy relacionó siempre con su vida y su misión de escritor y testigo de lo absoluto. Furibundo católico, Bloy fue una molestia para las autoridades de la Iglesia para quienes, como postula Jorge Luis Borges, fue considerado al fin casi un heresiarca. En vida Bloy publicó artículos, diarios y novelas centradas en una preocupación única y sublime: el dolor. Fue soldado, mendigo (porque entendía que Dios es mendigo), esposo de una prostituta, padre y un incansable injuriador. Como Gustave Flaubert, cercano contemporáneo, entendía que el lenguaje estaba siendo devastado por el uso mercantilista que le daba el burgués, “un cerdo que quisiera morirse de viejo”, según una de sus definiciones. Puede leerse la intención de la redacción de su Exégesis de lugares comunes, comenzada en 1900 (de cuyas 300 páginas se reproduce aquí un breve fragmento), tal como lo refiere el mismo Bloy, en estas palabras clarividentes: “El verdadero burgués, vale decir, el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar y que parece vivir sin sentirse un solo día solicitado por la necesidad de comprender cosa alguna, está circunscrito en su lenguaje a un limitadísimo número de fórmulas. ¡Qué paradisíaco silencio caería de inmediato sobre nuestro globo consolado si un bendito tuviera la gracia de arrebatarle este humilde tesoro!”
Bloy murió en 1917, entre sus discípulos se cuenta a Jacques Maritain y Pieter Van Der Meer, entre sus lectores más devotos a Graham Greene y a Borges, que rescató su don para la injuria y editó a mediados de los 80 los últimos libros que se publicaron de Bloy, una serie de cuentos para la editorial Siruela. El texto que sigue está tomado de la porteña edición de Carlos Lohlé de 1977 y hasta no hace mucho podía hallarse el libro en las librerías de usado o en los depósitos de las grandes casas del ramo.
«Trabajar es orar: “Labiis orare”: orar con los labios. Tal es la etimología probable del verbo latino lab-orare, que significa trabajar y también sufrir. Los ciudadanos de Babel que usan este lugar común casi ni lo sospechan. Cierto es que la construcción de Babel fue dos o tres mil años anterior a la fundación de Roma y cinco o seis mil del nacimiento de los sorbonistas que se esfuerzan hoy por reedificar la famosa Torre., donde la palabra humana será reemplazada por ladridos. (...) ¡Preciso es que el lenguaje, aunque devastado y convertido en una especie de sepulcro, haya conservado todavía fuerza divina para que obligue a los más lamentables imbéciles a proclamar a pesar de todo la Verdad, exactamente como el demonio es obligado a confesar a Jesucristo por la virtud del exorcismo! (...) He nombrado Babel. Vuelvo a pensar en esa prodigiosa Empresa humana, que nos cuesta trabajo concebir y que sólo pudo ser interrumpida por el milagro de la confusión de las lenguas, y me digo con estupor que los lugares comunes nos llevan precisamente a la época que precedió de inmediato a la catástrofe. “En aquél tiempo –dice el Génesis– toda la tierra era de una lengua y unas mismas palabras.” ¿No es evidente que los lugares comunes realizan algo semejante y que son acaso, en realidad, el material de indestructible bobería que nos servirá para reedificar la soberbia Torre que Nuestro Señor no quería?»

2.
Como Gustave Flaubert, Bloy entendía que el lenguaje, las palabras debían ser mensajeras del misterio y lo sagrado y que para ello había que devolverle el enigma del que la modernidad capitalista las despojaba. En el umbral del Apocalipsis es el séptimo de los diarios que Bloy publicara en vida (que se iniciaron con El mendigo ingrato) y registra sus días entre 1913 y 1915. En julio de 1915, antes de entregar el diario a la imprenta, hace una acotación sobre una anotación de un año y cuatro meses antes de que Alemania declarara la guerra a Francia (el 3 de agosto de 1914), el autor observa no sin escándalo que los alemanes llaman a sus tropas “material humano”. Ve en ello, como el poeta religioso que era, el huevo de la serpiente, un anticipo de lo que Alemania traía al mundo.
En la selección de esta reseña, escrita el 1º de octubre de 1914, ya en plena guerra, Bloy advierte los métodos del káiser Guillermo II para mantener a su pueblo en la convicción de las armas:
«La locura colectiva del pueblo germano se halla bien expuesta por el abate de Wetterlé en un artículo sobre la Alemania moderna. Para Alemania, completamente transformada en Prusia, no hay más que una sola doctrina, una fe única: Deutschland über alles. Parecerá una locura, una monstruosidad, pero así es y así será en adelante. Todo lo que existe de hermoso, de grande, de encantador, es o ha sido específicamente alemán. Todas las taras, todos los vicios, fatalmente de importación extranjera. El maestro de primeras letras, el profesor del liceo, y sobre todo el sabio universitario, infiltran sistemáticamente esa creencia en el alma de las nuevas generaciones. Sí, Alemania se halla por encima de todos, por las incomparables cualidades de su raza y por una predestinación divina, muy semejante a la asignada al pueblo hebreo en el Antiguo Testamento.
“No hay, pues, motivo para sorprenderse de los excesos cometidos por las tropas alemanas. ¡Se las había preparado tan bien para eso! Asesinato, pillaje, incendio y violación, todo les está permitido, pues sólo Alemania tiene derechos y todo lo que está bajo el cielo les pertenece.
«Pero como a pesar de todo se necesita una sanción, Alemania, profunda y universalmente impía, ha sentido la necesidad de mezclar a Dios en todas sus manifestaciones. Las monedas, lo mismo que la chapa del cinturón del soldado, llevan la inscripción Gott mit uns, “Dios está con nosotros”. El emperador Guillermo trata a Dios como a su hermano menor. Cuando por casualidad no le da órdenes, le da consejos. Dios sería más perfecto si fuese alemán. Los germanos se lo anexan todo, hasta el cielo.»
El dudoso antagonista del nazismo Ernst Jünger sostendría una reveladora cordura leyendo estos diarios (que no se reeditan en castellano desde los años 50) mientras se movilizaba con las tropas germanas durante la Segunda Guerra.


Papini
Giovanni Papini nació Florencia, en 1881, y murió en la misma Italia, en 1956. Autodidacta, mucho más un crítico y un filósofo que un narrador, a los 30 años Papini ya comandaba un círculo de intelectuales y artistas en Florencia. Unos quince años más tarde Papini se convirtió al catolicismo y encontró la “maniera” justa de adecuar su visión del mundo a la representación católica en su por momentos desopilante obra Gog (1931) y en su continuación, El libro negro (1951). En 1953, cuando ya era un escritor de renombre, su iglesia se escandalizó con la publicación de El Diablo, que la editorial Emecé editó en castellano un año después en Argentina, con traducción de Vicente Fatone. Un número de la época del semanario L’Osservatore Romano califica a El Diablo de “ipso iure prohibitus” (prohibido por la misma ley) y señala que la obra es en daño del catolicismo de Papini, no del catolicismo. Como lo serían luego las obras de Graham Greene, de Genet o de Julien Green, como lo habían sido las de Léon Bloy, El Diablo fue señalado como uno de esos libros no recomendables que papas y obispos (como un pontífice le confesó a Greene) leían con fruición.
El Diablo fue escrito para comprender las “verdaderas causas de la rebelión de Lucifer que no son las que comúnmente se cree” y la tentativa humana “de hacer que Satanás vuelva a su condición primera y nos libere a todos de la tentación del mal”. Papini murió tres años más tarde de que se publicara su obra.
Aquí se transcribe un fragmento de “El Diablo y las artes”, de El Diablo:
«Miguel Alejandro Wroubel había nacido en 1856. Obsesionado (...) se puso a dibujar y a pintar a Lucifer en diversas formas. Antes de que lo persiguiese la imagen del demonio, había ejecutado importantes obras en las iglesias de Kiev inspirándose en el antiguo arte bizantino; pero cuando lo asaltó y trastornó la manía de representar a Lucifer, se despreocupó de todo otro tema. Parecía un obseso y un poseído. Joven tuvo que ser encerrado en un hospicio donde poco a poco se fue quedando paralítico, ciego y loco. El ejemplo del infeliz Wroubel no parece confirmar la famosa teoría de André Gide, según la cual no puede haber gran obra de arte sin la colaboración de Satanás.
«Enrico Sacchetti cuenta que vio un día en el estudio del escultor Libero Andreotti una gran cabeza de Cristo y junto a ella un boceto más pequeño que también representaba al Redentor. Sacchetti le dijo que el boceto le parecía mucho mejor. El escultor empezó a reírse en forma extraña y dijo “¿Te gusta más ésa? ¿Pero sabes quién la hizo? El Diablo”. Y parecía de veras que hubiese visto al Diablo; allí, en el estudio, modelando la cabeza de Cristo. Y agregó: ¡Por suerte; me di cuenta!
«Sacchetti me decía que creía haber comprendido la razón que le inspiró al amigo tan extraña certeza. El boceto de Cristo era realmente hermoso; pero se parecía muchísimo a la cabeza del escultor. Andreotti albergaba, pues, la legítima sospecha de que las obras donde predomina demasiado el ego del autor, tienen origen satánico y deben, por ello, ser desechadas. También en el arte, el egocentrismo es un pecado y se debe, casi seguramente, a la inspiración y a la colaboración del demonio. En la afirmación de Gide hay algo de verdad. Todo artista es a su manera un revelador de la obra divina; pero al mismo tiempo es, lo quiera o no, un imitador del Antidios. Sin un poco de orgullo, sin una punta de soberbia, no sería posible la creación de la obra de arte. Quien pretende ofrecer una visión propia de las criaturas o de las cosas del mundo en forma de provocar conmoción o de excitar la fantasía, se siente y se declara, aún sin conciencia de ello, superior a los demás hombres, provisto de virtudes que lo hacen capaz de realizar ese milagro que es el arte. Y en cuanto las artes figurativas están dedicadas a la imitación de la realidad; podría insinuarse que también el artista merece ser llamado, aunque en un sentido más noble y puro, simia Dei, como se llamó al Diablo en la Edad Media. La insinuación diabólica ha adquirido hoy, sobre todo en pintura, una forma totalmente opuesta a la que venimos señalando. En efecto, muchos artistas de estos días se rebelan tenazmente contra la vieja costumbre de representar lo natural, y pretenden independizarse de toda forma sensible exterior y sueñan con crear un mundo que no conserve rastro o reflejo alguno del mundo creado por Dios. Aquí ya no nos encontraríamos con la simia Dei sino precisamente con lo contrario, es decir, con la simia Diaboli, porque lo que se quiere es imitar al Diablo justamente en su carácter esencial, que es el de la rebelión. La afirmación de Gide podría parecer confirmada por el hecho de que en muchísimas obras modernas, especialmente en las narrativas, la parte principal queda absorbida por la representación y el análisis del pecado y del delito, es decir, del mal.»

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