reseñé este libro hace como cinco años, tal vez más. ahora que edito unas páginas de historia un tanto áridas recuerdo con placer los desvíos del manualcito sobre el que se expiden estas líneas. como el título de cohen, también quisiera declarar yo una nueva piel para la antigua ceremonia.
“En busca de un abrazo verdadero muchas veces yo mismo quedé en un segundo plano”
Iggy Pop, “Cry for love”
Hace dos mil años el mensaje de Jesús –que sólo pudo esparcir la Cruz y la historia– traía la buena nueva del amor antes que la ley del Antiguo Testamento. Interpretado por el neoplatonismo alucinado de Juan, “el más amado de los discípulos”, y por el radicalismo de Saulo de Tarso, aquel mensaje asumió las formas mortificadas, sublimes, redentoras, torturadas y prohibidas “según pasan los años”, para hacer perfecta la historia de aquellos amantes que al separarse echaban sobre un público conmovido el fantasma del amor puro y eterno. Amar no fue siempre lo mismo. Y de tener sexo, ni hablamos.
Pese al título un tanto melifluo, para el lector menos informado, el que ignora, como dice Jacques Solé, que el Renacimiento fue “una vasta empresa de moralización”, La más bella historia del amor trae algunas revelaciones que borran la imagen distorsionada del arte, la literatura y el cine, como que los romanos eran unos fiesteros empedernidos, o que los hippies de los 60 y 70 eran unos barbudos suaves y despreocupados que se habían desentendido de todo autoritarismo.
En La más bella historia del amor, la periodista parisina Dominique Simonnet, redactora de L’Express, entrevista a siete de los más destacados historiadores franceses, Jean Courtin, especialista en Prehistoria; Paul Veyne, especialista en el mundo antiguo; Jacques Le Goff, exhaustivo conocedor del medioevo; Jacques Solé, especialista en la Modernidad; Mona Ozouf, especialista en mujeres y en la Revolución Francesa; Alain Corbin, lo que se dice un historiador de las mentalidades, escrutador de los sentimientos y las sensaciones; y Anne-Marie Sohn, profesora de historia contemporánea. El libro convoca también las lúcidas voces del escritor y ensayista Pascal Bruckner y la novelista Alice Ferney. Todos se explayan sobre la idea y la práctica del amor en su período específico. Ninguno olvida que, en su signo ambivalente, el amor es una especie de chimenea cuyas bocas comunican el cielo y el infierno.
En una de las páginas del libelo filosófico que escribe contra Swedenborg, Immanuel Kant pronuncia: “Un hombre y una mujer son ya la humanidad”. Sin declararlo, Bruckner –compañero de ruta de la generación de Mayo del 68 y autor de El nuevo desorden amoroso (1977), recoge la frase y agrega: “Se creyó que se podía domesticar la sexualidad. El amor está sobrevalorizado. En cuanto al sexo, se ha convertido en nuestra nueva teología. No se habla más que de eso y se habla mal, con vulgaridad y complecencia. La única arma que tenemos contra eso es la risa”.
Pero el descubrimiento más asombroso de este librito medido y magnífico acaso sobreviene en sus páginas iniciales, en las que Courtin cuenta que son los cuidadosos modos de inhumación de los hombres de Cro-Magnon, de hace entre 100 y 35 mil años, los que delatan la presencia de esos sutiles sentimientos que la humanidad conocería como el amor. Incluso, la entrevista con Courtin señala que “la revolución del arte, en esa época, acaso sea también el nacimiento del amor”. Esa pre-civilización nómade, dedicada a la caza, cuyas tribus erraban por un mundo cuyo nombre ignoramos, al historiador le recuerda el Edén (al punto que, según señala, fue la llegada de los agricultores, con sus tierras y su idea primitiva de la propiedad lo que ocasionó las primeras muertes violentas de la historia y, como la guinda del postre: el arte realista) y apunta una interpretación del arte rupestre, hallado entre otros lugares en las cuevas de Lascaux, que suele olvidarse: “El arte parietal –dice– sólo muestra algunos animales (el reno, que era la caza de base, es minoritario; las aves, los conejos, también; mientras que el caballo, el bisonte, el mamut, no tan presentes en la alimentación, están muy presentes). Porque representan no la vida cotidiana, sino símbolos. El caballo pudo simbolizar la fuerza; el ciervo, la virilidad. Por tanto, es inútil tratar de leer en ellos la realidad de la época”. Courtin, también novelista, buceó los 175 metros de largo del túnel submarino que lleva a las grutas de Cosquer para ver los grabados y pinturas creados por la sensibilidad de hombres que vivieron hace 27 mil años.
La misma observación sobre el arte, que suele distorsionar la escena romana y medieval, hacen en sus entrevistas Veyne y Le Goff. En el mundo esclavista y militarizado de Roma la esposa es “una herramienta más del oficio del ciudadano” y en la lectura que hace Veyne del encuentro amoroso resuena el pacto burgués del matrimonio como relación contractual. Le Goff, que trabajó junto con Michel Foucault muchos aspectos del mundo medieval, sacude un poco el polvillo de oscurantismo que el Iluminismo echó sobre el medioevo. Con la difusión y el gobierno del cristianismo, el matrimonio reclama ahora el consentimiento de los esposos que incluye, a diferencia del mundo antiguo, el de la mujer. Pero es el año 1215 la fecha que marcó la psicología y la cultura de Occidente, al hacerse obligatoria la confesión a partir de los 14 años. Un papel que en la modernidad cumpliría la ciencia y la medicina higienista, que colaboraría muchas veces con la política anti-placer de los más moralistas con ablaciones de clítoris. Hasta entrado el siglo XIX, salvo excepciones, la sexualidad fue condenada desde los romanos en adelante, aunque en todas las épocas, hasta la más reciente contemporaneidad, la sexualidad fue la tarea del cuarto del fondo, con esclavas, con brujas, con la mujer de vida ligera del burdel, el sexo fue la escena antagónica del matrimonio.
El amor es también “la otra patria”, según lo define Mona Ozouf a propósito de la Revolución Francesa, período en que la moral revolucionaria invade la vida privada. Es este período también contradictorio en su ataque a la mujer, que encarnaba las prácticas políticas cortesanas “de alcoba”, contra la política viril y pública de los revolucionarios. Sin embargo, los nuevos aires de libertad traen la idea fresca y casi desconocida de la libertad, que asola a los amantes al hacerlos responsables de sus desdichas, una dicotomía que se acentuará aún más según pasan los años y las sombras se tragan la figura del Absoluto y el amor y la sexualidad se cruzan y entreveran.
Habrá que esperar hasta el desacato de los años 20, cuando los hombres despertaban de la pesadilla de la Gran Guerra y se encaminaban hacia la hecatombe financiera liberal de los 30, para conocer el beso en la boca, para que los amantes se desnuden y descubran el placer.
Contra el rigor de la Iglesia y, sobre todo, la moralina burguesa decimonónica, los jóvenes hippies habían interpretado la teoría desopilante de Wilhelm Reich según la cual –como explica Bruckner–: la ausencia de orgasmo explicaba el fascismo y el stalinismo: “precisamente –dice– porque la gente no gozaba elegía a un Hitler o un Stalin”. El escritor también señala al movimiento trotskista Sexpol: la gran noche de la Revolución debía apurarse y actualizarse, como un Apocalipsis profano, cada noche en la cama por el obrero y la obrera, “de no ser así –cuenta Bruckner entre risas–, quedaba un peligros residuo de energía del cual los patrones podían apropiarse por la fuerza, lo que podía acentuar la regresión social”. El asunto, lejos de liberar la práctica sexual, impuso lo que el entrevistado llama en sus libros “la dictadura del orgasmo”, que lejos estaba de desatar del sentimiento amoroso las leyes de la selección y la preferencia y arrojaba cada noche, en las comunidades que intercambiaban parejas, a la menos deseada a un rincón aislado y despreciado. Las últimas palabras de Bruckner son algo alarmantes: “Si, desde la Edad Media, el individuo se liberó lentamente de las tutelas feudales, administrativas, religiosas, sociales, morales y sexuales que lo obstaculizan, ahora descubrimos en Occidente, con estupor que esa libertad tiene un precio, un peso, que su contraparte es la responsabilidad y la soledad. El individuo moderno está obligado permanentemente a inventarse y evaluarse”.
En Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq (1958) trazaba un diagnóstico de tono profético y desangelado sobre el futuro de las relaciones amorosas: “Definitivamente no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como éste. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la «ley del mercado». En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el desempleo y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. A nivel económico, Raphaël Tisserand está en el campo de los vencedores; a nivel sexual, en el de los vencidos.”
En su entrevista, Jacques Solé cita: “El problema del historiador es que se guardan los libros de cuentas y se queman las cartas de amor”. Queda entonces la pregunta por lo que depararán a la historia estos años, en los que los ideales paulinos de la carne y los más fraternos de Juan parecen olvidados, así como los amantes sepultados son cuerpos anónimos por un mismo trámite funerario; años en los que todo se registra, desde la vida privada en televisión hasta la maquinaria mortífera de Auschwitz; años en los que el amor, apuntalado por elecciones y erecciones de todo tipo, sigue siendo una pregunta y, en el mejor de los casos, un misterio.