Pensada como una historia de cómic
para adultos, con personajes que llevan su madurez hasta la alcoba, Alias,
que protagoniza la heroína Jessica Jones, fue publicada por primera vez en
Marvel en 2001 dentro de la línea Max. Cuando Netflix se hizo cargo del
proyecto de llevar Jessica Jones a una serie de televisión no sólo cuidó la
complejidad de los personajes, también mezcló en la trama otros héroes de
Marvel que, aunque no están del todo presentes, comparten la escenografía –el
barrio Hell’s Kitchen, en Manhattan– y figuras secundarias, como la enfermera
Claire Temple, interpretada por Rosario Dawson.
Imagen tomada de AVClub.com.
Netflix alojó los 13 episodios de la
primera temporada de Jessica Jones el viernes 20 de noviembre pasado y al
poco tiempo anunció que habría una segunda en 2016. La serie está protagonizada
por Krysten Ritter (la vimos en el segunda temporada de Breaking Bad como
Jane Margolis, la novia de Jesse Pinkman), quien da cuerpo a una detective
privada –Alias es el nombre de su agencia– que se dedica a investigar casos en
los que hay implicadas personas que tienen poderes, como ella –su fuerza le
permite derribar forzudos, levantar autos, caer desde una gran altura o saltar
algunos pisos, pero no tiene, como se bromea en una escena, vista de rayos
láser ni la capacidad de repeler las balas.
Además de poderes, Jessica Jones tiene una insaciable sed de alcohol duro –whiskey de maíz de cualquier calidad– y una tristeza que roza la amargura.
Un amigo que comenzó a ver la serie
me dijo que le parecía asistir a algo que había empezado antes de que él
llegara. Y así es –no es un recurso nuevo en los relatos del cine y las
series–, Jessica Jones va descubriendo en su relato el pasado del mundo en el
que transcurre. La señorita Jones –huérfana, porque sabemos que en la mitología
heroica el héroe borra sus orígenes– participó en algo que en alguno de los
seis primeros episodios llaman “el evento”, una suerte de trifulca que incluyó
a los superhéroes de Los Vengadores y generó caos y muerte en la ciudad. Jones
colgó los guantes, se encerró en su agencia de investigaciones y pena por ese
pasado que sólo el alcohol conoce y materializa.
Porque (y esto es importante) tanto
esta serie, como su pariente cercana, Daredevil,
no intentan escapar a las reglas de su género, pero el tratamiento del relato y
de sus personajes es por completo distinto del que solemos ver en los grandes
tanques del cine (a excepción, quizás, de las incursiones de Christopher Nolan
con Batman o Sam Raimi con El hombre araña y Darkman. Acá a duras penas
hay despliegue de efectos especiales y las mujeres no están para llevarle el
equipaje a los hombres, por el contrario, Jones es una mujer que se las arregla
como puede, aunque eso duela, porque de repente la mayoría de las personas que
la rodean comienzan a ser víctimas de un villano tan letal como magistral,
Kilgrave (literalmente, “tumba que mata”, interpretado por un magnífico David Tennant).
La Jessica Jones taciturna e irónica
viene a transmitir también el pulso de una ciudad.
La ciudad distorsionada
Como en Daredevil, la ciudad es
Nueva York, pero reducida a un vecindario, Hell’s Kitchen,
hoy llamado Clinton. Un barrio que tuvo desde 1990 dos gentrificaciones, es
decir, dos veces cambió su población por otra de ingresos más elevados, elevó
el precio de su metro cuadrado y mutó su fisonomía. Ese proceso es el que
intenta impulsar en Daredevil el villano Wilson Fisk, quien quiere limpiar su
pasado criminal dedicándose a la especulación inmobiliaria y a través de su
protagonismo político.
Es decir que el Hell’s Kitchen de la
serie no es necesariamente el actual (aunque el show transcurra en la
actualidad), sino una versión sobre la que se despliega el fantasma del viejo
barrio de inmigrantes irlandeses, con callejones sucios que daban a “slums”,
las pocilgas y tugurios de la Nueva York de hace algunas décadas, por ejemplo
la serie “Public
Morals”, ambientada a fines de los 60, o el film “Taxi Driver”, de Martin
Scorsese (1977), en el que Nueva York recibía a los veteranos de Vietnam.
Esa “distorsión” de la ciudad real y
la que se materializa en la ficción es acaso de lo más interesante que ofrece Jessica
Jones (lo mismo que Daredevil),
porque allí vemos refulgir la luz de la historia, allí los personajes no sólo
son figuras de una trama de acción, sino que cobran espesor los tiempos que nos
tocan.
Dos personajes
Sobre el encuentro sentimental de la
señorita Jones y Luke Cage (otro héroe de Marvel que el año próximo, según
anunció Netflix, tendrá su primera temporada) hay otro tanto que decir,
pero preferimos observar dos personajes de la serie: Trish (Rachael Taylor), hermana
postiza de Jessica y periodista con un célebre pasado como adolescente
mediática; y el villano, Kilgrave, quien tiene el poder de dominar la mente de
las personas con su sola palabra.
La madrastra de Jessica y madre de
Trish es una mujer vinculada al mundo del espectáculo que retocó la apariencia
de su hija en los 80 para hacerla famosa a través de un show de televisión.
Trish continuó ese camino abierto por la madre, pero hace tiempo se alejó de
ella, quien a la vez posee cierto influjo sobre la hermanastra de Jessica (en la
primera temporada apenas si podemos apreciar de qué se trata).
Kilgrave, en cambio, evita la
exposición pública y los primeros episodios nos muestran a la señorita Jones
dudando sobre la posible muerte de Kilgrave. Sin embargo, en Kilgrave, como observó
un amigo, se cumplen las aspiraciones de muchos protagonistas de la escena
mediática: sus palabras son órdenes, sus órdenes determinan acciones muchas
veces catastróficas (hay una escena en la que Kilgrave le ordena a un
personaje: “Metete una bala en la cabeza”. El personaje tiene un revólver y
gatilla, pero no sale el disparo. Jessica aparece y encuentra a esta persona
intentando meterse con la mano una bala en las sienes y le dice: “Ponétela en
la boca. Ya está, la bala está dentro de tu cabeza. Cumpliste la orden”).
A su vez, Jessica Jones busca, a
través de su propia investigación y de una abogada inescrupulosa (Carrie Ann
Moss) probar los poderes de Kilgrave para exponerlo y lograr una condena. Como
sabemos, la lucha del héroe (la heroína en este caso) es desigual y solitaria:
no sólo debe llevar adelante ese combate con un enemigo que es la contracara de
sus virtudes, también debe dar la pelea contra todas las instituciones que sus
virtudes supuestamente sustentan.
Como en Daredevil (un abogado que
de noche es un justiciero ciego que intenta toda la primera temporada hacer
público el plan demoníaco de Wilson Fisk), el territorio de lo público
pertenece a los medios, no a las instituciones ni a la democracia. “Por más que
publiques tu investigación, es demasiado difícil de comprender –le dice el
villano a un periodista en Daredevil–, y la gente sólo quiere que le digan
que las cosas van a estar bien para seguir alimentando a sus perritos”.
Trish y Kilgrave, la periodista y hermanastra de
buen corazón y el villano son de alguna manera dos caras de esa sociedad del espectáculo en
la que viven sumidos los ciudadanos de la serie; una sociedad en la que los
superhéroes tienen como poder fundamental el construirse una vida (casi siempre
dolorosa) mientras la “gente” (esa amable e interesada definición de la masa)
vive en una representación, una vida prestada y de segunda mano.
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