Publiqué este texto a fines de enero de 2016 en La Capital bajo el título “El lenguaje de la precariedad política” (descubro recién que en el archivo no lleva mi firma). Lo escribí a pedido de Hernán Lascano, que entonces dirigía el suplemento cultural. Reúne las opiniones de Alejandro Horowicz, María Esperanza Casullo, Juan Bautista Ritvo y Pablo Hupert sobre el entonces flamante gobierno de Macri y la política que inauguraba. Había propuesto la siguiente bajada:
Macri se presenta como un demócrata moderno y saltea el Congreso. Sus antecesores critican su demora en dar indicadores públicos pero desmontaron el Indec. ¿Cuál es el valor de la palabra en política? ¿Pueden fundarse rutinas políticas nuevas con cambios de tono o de habla? ¿La acción política desnuda como simulacro lo que se prometió con palabras? ¿Es inevitable no decir lo que se va a hacer? Pensadores de campos diversos opinan
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Según una extendida simplificación del análisis del voto en las últimas elecciones, se eligió un cambio de formas, es decir, un cambio de “lenguaje”. A un mes y chirolas del nuevo gobierno, es claro que con el cambio de lenguaje vino un cambio político, mucho más agudo incluso de lo que se quería cambiar. Parafraseando una hermosa línea de diálogo de Los expedientes secretos X (que vuelven pasado mañana a la conspirativa pantalla de la televisión argentina): “No voy a preguntar si dijiste que cambiarías lo que creo que escuché porque creo que escuché lo que dijiste que cambiarías”.En su Ciencia Nueva (1730), Giambattista Vico –uno de los primeros en
observar que los cambios políticos devienen cambios culturales– anota que del
término griego polis (ciudad: de ahí
política) proviene también polemos,
guerra (en español conservamos “polémica”). La política es entonces una tensión
entre lo que se pronuncia en la polis y lo que se calla o, mejor, lo que ese
mismo pronunciamiento no puede decir. Lo pronunciable y lo impronunciable son
los límites no sólo del lenguaje político, sino de la política misma. Porque la
política, la organización y el gobierno de la “ciudad” es una puesta en escena,
una representación montada sobre ese gran y terrible fuera de campo que es la
política en la que no funcionan las palabras, es decir, la guerra.
Con mayor precisión y acierto nos
lo dice el historiador Pablo Hupert, autor, entre otros, de El estado posnacional, donde lleva al
terreno histórico las últimas tramas políticas en torno al estado argentino
durante la década pasada: “En el lenguaje político aparece esa batalla entre lo
pronunciado y pronunciable, por un lado y, por otro, lo no pronunciado y lo
impronunciable. Por un lado está lo impronunciable en el sentido de
caracterización de lo social. Hay precariedad en todos lados: laboral, pero
también de las relaciones de pareja, o en la relación entre votantes y
candidatos. Esta precariedad no se quiere asumir y se sigue pidiendo más
previsión, mejor gestión, más trabajo en blanco, cosas así. Y no se ve que en
el actual capitalismo, el trabajo que puede haber, el que se expande, es el
precario. El kirchnerismo lo reconoció de hecho y no lo pudo decir (porque su
lenguaje no se lo permitió). Lo reconoció al poner la AUH, y no lo pudo impedir
porque nunca pudo bajar el 34% de trabajo precario que hay y hubo a lo largo
del tiempo. Después, el kirchnerismo asumió la precariedad que tenía la
gobernabilidad en este país. Y por eso siempre intentó tener la iniciativa y
siempre zigzaguear”.
Hupert no entiende eso como una
incoherencia, sino como una perfecta coherencia en mantener la gobernabilidad. “En
un mundo que cambia todo el tiempo, la forma de mantener la gobernabilidad es
moverse mucho. Esa es una de las cosas no dichas, que tiene cierto grado de
pronunciabilidad. Hay otra cosa impronunciable cuando uno caracteriza lo
social, que es que el llamado ‘poder real’, el poder económico, está en lo
financiero. No estaba, para mí, en la gente que salió del campo a cortar rutas,
esos lockout patronales. El verdadero
poder real estaba en los pools de siembra, en las cerealeras exportadoras.”
El conflicto “entre lo
pronunciable e impronunciable” fue señalado por Walter Benjamin en su ya
clásico tratado sobre la violencia. Al reflexionar en estos términos el
ensayista Alejandro Horowicz (autor, entre varias obras clave de la historia y
la política argentina, de Los cuatro
peronismos) señala: “En el enunciado macrista hay una generalidad que presupone:
la política o es un malentendido de dos personas que no se ponen de acuerdo,
porque sencillamente no se escuchan, o es una terquedad del tamaño de un ego.
Entonces: es un choque de egos o es un malentendido. Este abordaje del tema
deja afuera el conflicto social, que en este razonamiento no existe. Así uno de
los polos del conflicto se toma como el único válido. Y en la lectura del CEO
está claro que el polo del conflicto se elabora desde la lógica empresaria y el
otro ni siquiera puede ser considerado porque no forma parte del problema. El
otro queda discursivamente excluido. La existencia de clases sociales no es un
debate para las ciencias sociales. Esas clases sociales tienen un conflicto que
es el escenario mismo de la política. La política es el modo en el que las
palabras intentan establecer la posibilidad de un cierto tipo de acuerdo en
este conflicto, pero para eso hay que considerar los dos términos de ese
conflicto. Si uno se sitúa, sencillamente, desde la eficiencia empresaria, el
otro término no existe. El otro término es simplemente un costo.”
“Creo –observa la politóloga
María Esperanza Casullo– que la palabra en política es central, porque el
juicio político es performativo: tiene la capacidad de alterar la realidad por
sí mismo”.
Las palabras y las cosas
Para Horowicz, el kirchnerismo
restableció la significación de la política, las relaciones entre los delitos y
las penas, entre las palabras y las cosas. “La política es también, aunque no
solamente, un sistema lingüístico que se organiza en base a las diferencias. Si
las diferencias no se respetan, si la lógica que articula esas diferencias no
está establecida, pues bien, la política no tiene capacidad significante y por
tanto carece de eficacia, se vuelve palabras vacías, relatos vacíos, vacío. Es
evidente que en el pasado reciente las palabras no decían nada. Las famosas
erratas y furcios de Menem eran proverbiales. Todos podían reírse, incluido el
propio Menem, porque sabían que no tenía ninguna importancia”.
Y el mismo Horowicz nos aclara:
“Conviene entender que la palabra pública ha sido degradada. Es cierto que el
kirchnerismo restablece la relación entre las palabras y las cosas, el problema
es que esto estuvo acompañado por la destrucción del Indec, y esto es algo más
grave que unas cuentas incorrectas. La Revolución Francesa estableció el metro
patrón. Esto es: una cuenta exacta, rigurosa, matemática de cómo una
determinada octava parte de un meridiano, el de Greenwich, se transforma en una
medida. Y con eso establece que esa unidad de medida es un instrumento
histórico y que es un acontecimiento garantizar que esa forma de medición pueda
sobrevivir. Cuando se golpea el sistema nacional de estadísticas el valor de la
palabra pública se pone en entredicho. Y no es sólo que se admite que esa
medición puede o no ser correcta: todas las mediciones quedan en tela de juicio
y pone a mediciones tendenciosas en pie de igualdad”.
El poderoso efecto de esto es
para Horowicz un golpe contra el sentido de la palabra pública, de la fe
pública, y de la posibilidad misma del debate. “Porque convengamos en que un
debate sólo es posible como un acto de buena fe de dos partes, donde ambas
están igual de interesadas en obtener la verdad y creen, subjetivamente, que
están en posesión de una cierta verdad y están dispuestas a confrontar
públicamente para demostrarlo. La ruptura del metro patrón es la ruptura de la
posibilidad de esta interrelación y este intercambio. Por lo tanto, cuando el
mundo de las palabras es corrido en estos términos aparece el mundo de la
acción directa, y los cuerpos sin palabras, ya sabemos, es la guerra.”
Hupert
asume que el kirchnerismo, que se proponía una suerte de retorno a las formas
políticas del siglo XX, no alcanzó a integrar al aparato estatal a algunos
movimientos colectivos, a los que dejó en posición, según entiende, de
consumidores aislados. “Y si
los consumidores aislados tienen que estar en una lucha individual por
consumir, el kirchnerismo no es un tipo de ‘discurso’ para el consumidor.
Porque el kirchnerismo todavía intentaba meter ideas como Nación, Patria o
‘solidaridad intergeneracional’, mientras que Macri no recurrió a ninguna
figura tercera, que medie o que regule a los consumidores aislados. La
interpelación macrista era muy claramente: ‘Creo en vos'. 'Vos podés estar
mejor’. Yo entré al sitio mauriciomacri.com,
fue muy interesante: la palabra República no está en todo el sitio. Y Macri
habla directamente al votante, casi todo el tiempo. Pero no sólo eso: el fondo
de pantalla es la cara de Macri mirando a la cámara. En ese sitio Macri te está
mirando a los ojos y se va acercando. Es piel a piel. Entonces, en ese punto,
no es lenguaje, es sensación. No es sentido, es sensación. Creo que el votante
sintió que con Macri se podía despojar de todo ese fárrago de sentidos
colectivos que poco tenían que ver con su vida práctica cotidiana. No digo sus
convicciones, digo su práctica cotidiana. Porque en la vida cotidiana estamos
solos en el mercado. Lo más que tenemos es un socio, que nos puede cagar.”
Anzuelo
“En el caso de Cambiemos –dice Casullo– es interesante porque hay algo
del bait and swith (enganchar con el
anzuelo y girar, como decimos nosotros) menemista. Mauricio Macri dijo un
montón de cosas en la campaña a sabiendas, creo, de que no iba a cumplirlas:
prometió que no habría despidos en la administración pública y que mantendría
una gran parte de las políticas del kirchnerismo que ‘medían bien’ en las
encuestas. En el debate llegó a decir que no devaluaría”.
En torno a lo que se dice y se calla en el discurso político hay
siempre, hasta donde se puede (porque estar inmersos en el lenguaje no deja
tantas posibilidades de maniobra, salvo en ciertos efectos comunicacionales),
cierto cálculo. María Esperanza Casullo ensaya: “El cálculo, como en el caso
del menemismo [la célebre confesión: “Si decía lo que iba a hacer no me votaba
nadie”], es que los votantes le perdonarían [a Macri] el abandono de las
consignas de continuidad en torno a ciertas políticas populares si podía hacer
dos cosas: a) convencer a la población de que la situación con la cual se
encontró es una catástrofe montada por el propio kirchnerismo, lo cual obliga a
repensar toda la estrategia y b) la situación económica mejora. La operación a)
está en curso, la b) hay que ver qué pasa”.
Pero, ¿cómo ha sido la historia de los presidentes recientes en relación
con su discurso político? “Los presidentes, creo –dice Casullo–, tienen un
margen para ‘cambiar de palabra’ pero no infinitamente y no en cualquier
momento. Creo que en Argentina la población sigue más y mejor la política de lo
que le damos crédito. Un presidente, sobre todo, no puede anunciar sólo
malas noticias. Hablar con sinceridad de lo mal que está o estará la economía
es una cosa, pero puede pasar a transmitir impotencia rápidamente”.
Los términos del conflicto
Con el ensayista y psicoanalista
rosarino Juan Ritvo, polemista memorable en temas políticos, conversamos a
partir de una observación de Roberto Espósito según la cual “el lenguaje es
objeto mismo de la política”. “El cambio de lenguaje era ya esperable: son los
ciclos de la política argentina que van de la lucha de las fuerzas de la patria
contra la ‘anti-patria’ (aunque muchos de los patriotas forman parte orgánica
de la llamada antipatria) al llamado a la conciliación, la armonía, la paz, en
fin, a la antipolítica. La política se neutraliza cuando entra en el terreno de
las buenas formas parlamentarias, aunque el horror y la violencia continúen
fluyendo y fluyendo. En una sociedad dividida en clases, la violencia es
inextirpable. Todos esos términos como república, militancia, libertad, batalla
cultural son, ya, meros restos de una batalla perdida. Las militancia
kirchnerista fue una parodia de otras militancias a sangre y fuego (esta era
una militancia para conseguir puestos en el Estado) y su batalla cultural
ocultó siempre el incremento feroz de la pobreza extrema en estos últimos años.
Todo empezó cuando Néstor (Kirchner) heredó el aparato de (Eduardo) Duhalde y
terminó haciendo lo mismo. El macrismo (pero es excesivo, Macri es un líder de
baja intensidad), bajo el manto de la república, lo que oculta es una tremenda
transferencia de ingresos. El desastre del gobierno anterior condujo a esto,
por eso yo no distinguí demasiado (aunque voté resignado a Scioli) entre un
frente y otro.”
En La tragedia, o el fundamento perdido de lo político, el ensayista y
sociólogo Eduardo Grüner analiza la doctrina de Carl Schmidt (de cuyos
fundamentos jurídicos se nutriera el nazismo) y sintetiza: “la verdad de lo político, el momento
auténticamente político, emerge en el ‘estado de excepción’, y no en la
normalidad ‘parlamentaria’ ni en la rutina institucional.” El “estado de
excepción”, definido por Schmidt en su Teología
política (1922), señala el momento en que la autoridad puede tomar medidas
extraordinarias, como definir al enemigo público en períodos de extrema crisis,
lo que pone en suspenso a la ley sobre quien ejerce la autoridad. En 2005 el
filósofo italiano Giorgio Agamben desarrollaría de nuevo este concepto en torno
al concepto de soberanía. Tomó como ejemplo los detenidos bajo la
administración de George W. Bush acusados de terrorismo para llevarlos a la
cárcel de Guantánamo. En otras palabras, el “estado de excepción” es un abuso
esperable de toda autoridad que ejerce el poder más allá de la ley.
Para Horowicz, la síntesis
incluye a Schmidt pero también a Karl Marx: “Uno explica por qué el estado de
excepción es el que permite la decisión política, el otro muestra cómo el
ropaje que la burguesía intenta dar a la república no sólo no resuelve la
conflictividad, sino que cuando la conflictividad pone en juego las decisiones,
a la hora de la verdad, queda el estado de excepción. Y basta recordar 1976
para saber que esto es así. De modo que lo que ruge por debajo y por detrás del
gobierno de Macri es el estado de excepción. Macri tiene el consenso requerido
para la práctica del estado de excepción sin los instrumentos materiales que
ese estado de excepción supone, esto es, sin las fuerzas armadas, que son parte
del proceso de descomposición general.”
—¿Qué otros actores participarían de esa
descomposición general?
—La idea de una conducción
sindical como la que vemos. Que veamos una movilización de ATE separada de una
de la izquierda, separada de una de simpatizantes del Frente para la Victoria
en relación a la defensa de la Ley de Medios, ahí uno se da cuenta de que estos
elementos, que son concurrentes y forman parte de un mismo escenario político y
obedecen a las mismas razones, no permiten un encuentro unificado,
sencillamente porque sus direcciones son incapaces de articularse. Esto puede
suceder un rato, pero si persiste el resultado del partido es obvio. Y el
proceso del peronismo también es de franca descomposición. Cuando se mira el
FPV no se ve una unidad política, sino que los gobernadores van a negociar como
negociaron siempre, los intendentes hacen lo propio y, al mismo tiempo, uno ve
un segmento de diputados que estaría dispuesto a juegos de mayor alcance, pero
lo que queda claro es que de ninguna manera hay una dirección reconocida por
todos, eso está en disputa salvajemente y el enfrentamiento allí tiene tan poca
amabilidad como el conflicto social. En consecuencia, esto va a producir una
decantación. Va a quedar muy claro qué quiere decir el peronismo en estas
condiciones históricas. Porque el secreto del peronismo es que podían coexistir
al mismo tiempo el gobernador de Chaco, el intendente de Lomas de Zamora y los
jóvenes radicalizados. Pues está bien claro que esto es una deliciosa utopía.”
Para Hupert, “la verdad de la
política no es representable, no es pronunciable a menos que haya un
acontecimiento.”
—¿Cómo diciembre de 2001?
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