para Aldix Morello
Nunca estuvo en mis planes entrevistarlo, pero el mediodía recibí un correo
de Carina que
decía que por una cuestión de horarios no podría hacerlo ella y que
si yo me encargaba. Al llegar a la redacción,
antes de que me acomodara, la señorita Virginia, de Press Group, ya estaba
llamando, neurasténica, porque hacía más de 7 u 8 minutos que nuestro
entrevistado estaba esperando la llamada. El hombre en cuestión se llama Patricio Peker y acababa de
enterarme de su existencia. Es conocido en el ámbito del márketing y las ventas en muchos
países de América latina y España, incluso en Buenos Aires, pero pese a residir
en Funes, Santa Fe, y dedicarse al negocio desde hace más de una década, su primer taller intensivo en Rosario de
influencia personal aplicado a ventas lo dictó el jueves pasado. Y, como no
podía ser de otra forma, la convocatoria había sido “un éxito”, como me dijo al teléfono. Bien.
Hablemos del señor Peker, ya que el señor Peker no puede sino hablar del éxito,
de alcanzar metas, llenar salones, conseguir ingresos y colmar sueños que
puedan contabilizarse.
Tengo la humilde, mejor, la paupérrima teoría de que
la Argentina fue hasta no hace mucho un país poco fecundo para discursos como
el del señor Peker: demasiado sindicalismo, demasiado Estado de Bienestar
corrieron en la historia para pensar al ciudadano como consumidor. Incluso
la memoria más o menos cultural de su sociedad (lo que sea que eso signifique)
rechaza la idea del consumidor: en mi generación y en un par de las
posteriores, la idea del consumo es vivida o bien con culpa o bien con cinismo,
lo que asocia de inmediato el consumo al Mal. Hizo falta mucho libro de
autoayuda, muchos Bucay, Coelho, Cavallo y fritanga progre al estilo Galeano
cruzado con Hanglin para que las técnicas de un Peker tuvieran aceptación entre
las generaciones que creen que la carrera laboral de un padre de familia
argentino puede comenzar en un McDonalds, continuar en Frávega y terminar en la
audiencia de A fondo.
Pero Peker, al menos en la conversación que tuvimos
por teléfono, es un converso: parece uno de esos locutores tomados por lo
positivo de la comunicación, alguien capaz de sostener que el lenguaje es su "herramienta": si algo se interpone entre su audiencia y
un objetivo, él irá hasta ahí con palabras y conceptos de sentido común para salvar el escollo.
Va a dar un “Taller de influencia personal que incluye
técnicas de influencia y persuasión aplicadas a ventas, para poder vender,
convencer y poner en acción a las personas. Los ejemplos de numerosas
aplicaciones en distintas industrias para la venta de productos y servicios,
proveen a los participantes de ideas fuertes y de aplicación rápida en el día a
día de su trabajo, y también en su propia vida personal”.
“Este taller —me dice Peker por teléfono— está
destinado a comerciantes, empresarios, negociadores, cobradores, vendedores,
personas emprendedoras que tienen que negociar con un proveedor o con clientes,
o cualquiera que necesite potenciar su poder de influencia, desde un gerente a
un docente; o un padre de familia, con la idea de que no está mal que el padre
influencie a su hijo cuando quiere que su hijo comparta su punto de vista. También
para alguien que necesite ser tenido más en cuenta en cualquier ámbito, por
ejemplo el familiar”.
La declaración me recuerda de inmediato a Marroné, el personaje de La aventura de los bustos de Eva, la novela de Carlos Gamerro. Incluso le pregunto al señor Peker si leyó ese libro. "No", me dice y pregunta quién es Gamerro, qué ha escrito, dándome a entender que de inmediato lo ha ubicado entre los apóstoles del éxito.
Ya antes, cuando comenzó a describirme lo que hace –porque ¿qué hace Peker: enseña a vender, a comportarse de modo influyente, programa personas, qué es específicamente lo que hace?– le pregunté si su trabajo se parecía al de los vendedores de publicidad de la serie Mad Men. "¿Cuál?, no, ¿qué es?", me preguntó. Pienso, mientras me recita sus fórmulas sobre el precio como referencia de valor o algo así, que este tipo vive en su burbuja de autoafirmación, donde nada puede perturbar ese "carácter afirmativo" de la comunicación, de sus técnicas de comunicación.
Peker me dice que comenzó a estudiar abogacía en Rosario, carrera que no completó. Dice: “Lo que enseño lo aprendí como vendedor, como gerente, recibiendo portazos en la cara. Me formé en programación neurolingüística y hace 12 años que doy cursos en muchos países y comparto el escenario con gente muy capaz”. Es autor de dos libros, uno de ellos, El vendedor de los huevos de oro, ha sido best seller en Amazon.com en su rubro.
Ya antes, cuando comenzó a describirme lo que hace –porque ¿qué hace Peker: enseña a vender, a comportarse de modo influyente, programa personas, qué es específicamente lo que hace?– le pregunté si su trabajo se parecía al de los vendedores de publicidad de la serie Mad Men. "¿Cuál?, no, ¿qué es?", me preguntó. Pienso, mientras me recita sus fórmulas sobre el precio como referencia de valor o algo así, que este tipo vive en su burbuja de autoafirmación, donde nada puede perturbar ese "carácter afirmativo" de la comunicación, de sus técnicas de comunicación.
Peker me dice que comenzó a estudiar abogacía en Rosario, carrera que no completó. Dice: “Lo que enseño lo aprendí como vendedor, como gerente, recibiendo portazos en la cara. Me formé en programación neurolingüística y hace 12 años que doy cursos en muchos países y comparto el escenario con gente muy capaz”. Es autor de dos libros, uno de ellos, El vendedor de los huevos de oro, ha sido best seller en Amazon.com en su rubro.
Puede creerse que hay alguna osadía o virtud en esto de que Peker haya hecho del éxito una mercancía, o que haya convertido su relación con sus hijos –si los hubiera– en un terreno fértil para aplicar sus técnicas de influencia: "Hijo, yo busco el éxito y esta relación también debe ser una prueba de ello, si no te avienes a ello fracasaremos los dos, y esa es una mancha que no puedo permitirme en mi carrera", sería el trasfondo del pacto filial.
No debe de irle mal, insiste con la “empatía”
—supongo que a eso llama “teoría”—: escuchar al otro, es decir, escuchar cuál
es el mensaje que trae el cliente. Me recuerda lo que contaba mi amigo Hernán en la secundaria
cuando su hermano mayor se convirtió en mormón: conoció la verdad y no puede
menos que difundirla. Me recuerda otras cosas sobre este asunto de la comunicación y la transparencia del lenguaje a las que considero, lisa y llanamente, las armas del enemigo.
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