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sábado, 27 de febrero de 2010

civilización y crimen


 
óleo del fuerte de buenos aires hacia 1536, antes de su arrasamiento

El anónimo viajero inglés que hacia 1827 publicó en Londres Cinco años en Buenos Aires (1820-1825) –reeditado en el Río de la Plata en 2002 por Taurus, en la colección “Nueva Dimensión Argentina” que dirigía el finado historiador Gregorio Weinberg– cuenta, como al pasar que el gobernador Martín Rodríguez y su ministro, Bernardino Rivadavia, habían tomado medidas para evitar las rencillas con cuchillos, cuyas hojas afiladas salían a relucir a la menor controversia. También, que en la plaza principal solía verse los cadáveres tendidos con un platito al lado donde se depositaban las monedas que donaban los transeúntes para el entierro. El inglés aclara: “Estos asesinatos se producen entre el populacho y suelen ser consecuencia de una disputa entre ebrios”. Y luego acota: “Los anales de crímenes de Buenos Aires están exentos de los refinados asesinatos de nuestra refinada Europa; y hasta, siento decirlo, de los de nuestra Inglaterra. No podemos citar nuestra patria como ejemplo al censurar los crímenes individuales de otros países”.

Género
La observación, proveniente de un inglés de paso en Buenos Aires –nunca se pudo precisar cuáles eran las ocupaciones del anónimo escritor que legó este libro para deleite de futuros historiadores– ofrece una excelente excusa para pensar y probar aquella relación en torno al género y la Historia y, sobre todo, al género y sus lectores, tal como lo planteara Borges en su muy frecuentada conferencia “El cuento policial”: un género es menos una forma de producir un texto que de leerlo. En otras palabras, los géneros nacen antes en la lectura de un acontecimiento que en su escritura (aunque se sabe que en Borges esto tiene casi un mismo significado: no hay diferencia entre escribir y leer).
En fin. Para que exista un género, entonces, es necesario, primero, que haya un lector capaz de leerlo. En 1820, pese a que una mirada retrospectiva –es decir, actual, ya empapada en las leyes del género– pudiera encontrar antecedentes de la literatura policial en las páginas bíblicas del profeta Daniel o el Quijote (es el caso de Rodolfo Walsh en “2.500 años de literatura policial”), Edgar Allan Poe no había dado a conocer aún sus Crímenes de la calle Morgue, ni su Carta robada, ni su artificioso y racional detective parisino; cosa que sucede recién unos veinte años más tarde. Por entonces (1820), las únicas tramas que se acercaban al esquema criminal que surgiría luego, eran las conspiraciones del poder que urdían los personajes de Shakespeare, de las que diera cuenta con su habitual maestría Thomas De Quincey en las páginas de Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827-1829). Pero nada había, hay que insistir, que trajera a la escena literaria a esa persona que luego cobraría forma y se extendería a lo largo del siglo XX bajo la figura del criminal. Es que, como bien ha enseñado Michel Foucault en su Vigilar y castigar, el criminal es el primer sujeto moderno. Y los viajeros ingleses, como el ignoto autor de Cinco años, son los primeros contemporáneos de esa modernidad. En este caso, el libro del explorador –como señaló inédita y oportunamente el ensayista Juan Pablo Dabove– da cuenta de la relación crimen-modernidad, que puede percibirse de manera privilegiada en la zona de contacto entre esa modernidad en ciernes y la barbarie premoderna.
Por otra parte, el pasaje citado (“Estos asesinatos se producen entre el populacho y suelen ser consecuencia de una disputa entre ebrios”) pone en evidencia que nuestro viajero observa la escena porteña a través del filtro de su clase: no puede tampoco hablarse de crimen aún, porque los muertos son la chusma y las causas obedecen a los imprevisibles designios del alcohol; es decir, los muertos no son producto del crimen, no son algo que irrumpe en ese orden que va amoldándose en ese entonces al paradigma organizado, “científico”, positivo de lo social, sino algo que es parte del paisaje secundario de la escena urbana. Claro que este análisis le debe sus términos al capítulo “Knowable Comunities” (“Comunidades conocibles”, según la edición castellana) de El campo y la ciudad, de Raymond Williams (Paidós, Buenos Aires, 2001), en el que su autor analiza la relación de los personajes de Jane Austen y George Eliot con su comunidad campesina.

Selección social
“La comunidad conocible –dice Williams–: una sociedad selecta vista desde un punto de vista selecto. Los bajos niveles de pobreza, aquél índice del énfasis en la necesidad, ¿son una ironía o un consuelo? Porque cuando súbitamente aparecen los pobres, no lo hacen como personas sino como «un pauperismo fornido y que se reproduce abundantemente»: esa es la palabra, «reproducen», que George Eliot utiliza con tanta frecuencia cuando lo que está en cuestión son los pobres, como si se tratara de animales; en todo caso, no son hombres sino una condición, un «ismo»”.
De modo que, siguiendo a Williams, una comunidad conocible puede ser “socialmente selecta: lo que pierde en referencia social completa, lo gana en una eficaz unidad del lenguaje en todos sus usos principales.
Cuando el anónimo inglés acota: “Los anales de crímenes de Buenos Aires están exentos de los refinados asesinatos de nuestra refinada Europa”, puede percibirse ese punto en el que el lector se anticipa al género que su misma lectura está originando. Por una parte, su escritura es irónica: por “anales de crímenes” lo único que hace es confrontar la enajenación del territorio porteño de la Historia (primero, no hay anales, luego, no hay crímenes que irrumpan en el registro de la Historia).
Por otra parte, si el primer policial, el de Poe, es un producto del refinamiento, de la inteligencia, de la lógica que exige de una “clase” que perciba el artificio, es porque sus lectores son refinados y pertenecen a un mundo que no podría permitirse los arrebatos del alcohol y la bravía del cuchillo. En ese mundo, ajeno a las escaramuzas del “populacho”, un crimen –que, por cierto, ya no ostenta la trama conspirativa de las luchas del poder– es un artificio de la razón, un juego civilizado y exquisito que protagoniza la inteligencia. El viajero que recorrió el Buenos Aires de 1820 a 1825 observa pertinentemente –según su lógica– que no tuvo “noticias de ningún asesinato deliberado, ya fuera la víctima criollo o extranjero”. De modo que lejos estaba la sociedad porteña de entonces de generar un sujeto moderno –de acuerdo al concepto que forjó Foucault– capaz de una obra criminal digna de mención en los salones europeos. Cuando el autor de Cinco años nota esto, está a dos años de que De Quincey, en sus célebres artículos citados bromeara, en boca de un miembro de una hipotética sociedad de Conocedores del Asesinato, que se aproximaba la decadencia del “buen” arte del homicida: se empieza por un asesinato, se sigue por el robo y se acaba bebiendo en exceso y faltando a la buena educación. El alcohol, en este caso, como el robo, señalarían motivos para el crimen ajenos por completo a la lógica refinada, puramente cerebral, de un asesino civilizado.

Matar y progresar
“La composición de un buen asesinato –escribe De Quincey en su nota de 1827– exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro”. En el mismo texto traza un breve decálogo del tipo de homicidio que puede ser desmenuzado en términos estéticos y cosecha la genealogía del asesinato a través de los clásicos latinos, griegos, franceses e ingleses. En el agregado que hiciera en 1854 para sus obras completas (Los golpes a la puerta en Macbeth), anota: “En el asesino –en un asesino por el cual puede interesarse un poeta– tiene que levantarse una gran tempestad de pasión –celos, ambición, venganza, odio– hasta crear dentro de él un infierno, y este es el infierno que debemos contemplar”.
A mediados del siglo XIX, cuando De Quincey afila su veta más irónica, las sociedades occidentales llevaban un buen tiempo desde que comenzaran las reformas que habían transformado los sistemas penales en torno al principio del poder político, que descartaba en la aplicación de las penas el acatamiento de otras leyes (naturales, religiosas, morales) que no fueran la “positiva”, es decir, la que representaba todo aquello que era útil a la sociedad. Entre los muchos intelectuales abocados a pensar estas transformaciones hay que señalar a Jeremy Bantham, cuya correspondencia con Rivadavia era frecuente y fecunda en los años en que el viajero inglés pasó por Buenos Aires. Williams, en el capítulo citado, observó que la comunidad conocible era aquella que trastocaba las relaciones sociales de la sociedad “conocida” en valores individuales-morales que los personajes (de las novelas de Eliot) medían con los hitos del pasado. No otra cosa es “el infierno que debemos contemplar”, según el párrafo de De Quincey.
Son los años en los que el criminal encuentra una nueva definición: es el enemigo social. La idea aparece expresada en Jean Jacob Rousseau, “quien afirma que el criminal es aquél que ha roto el pacto social” (Foucault). De allí sólo hay un paso para considerar al criminal como “el enemigo interno” y, luego, a pensar la penalidad en términos de “peligrosidad”. Pero, para que esto suceda, los individuos peligrosos deben haber abandonado su condición de paisaje y pasar a interpelar la selectiva mirada de su tiempo. Acaso es ese el momento fundacional de la literatura policial. Borges, con su discreta elegancia, lo nota como al descuido al señalar que con Poe nace la idea de la literatura (policial) como un hecho de la mente, no del espíritu. Es decir, un acto de la razón antes que de la inspiración. Del mismo modo, el crimen ya no será un arrebato inspirado en el alcohol, sino un deliberado atentado al orden social. Y, para decirlo con De Quincey, “cuanto más avancemos en nuestros descubrimientos, más pruebas encontraremos de un plan y una construcción que se sostiene a sí misma, allí donde los ojos descuidados sólo veían un accidente”.

viernes, 26 de febrero de 2010

fumar

fumar es una actividad metafísica: entablamos una relación con un objeto que consumimos y nos consume. en unos minutos  tenemos la belleza, el gesto, el sabor, el aire turbio y el humo tornasolado; y también la ceniza. así como a la larga el cadáver.

 
los nuevos parliament, siete pesos el paquete. atrás, un vuiejo y arrugado paquete de richmond, uruguayos, cuando aún no tenían las leyendas higienistas de los reformistas del frente amplio.

los oxi bitué, que dejaron de hacerse en uruguay a mediados de los 80. si no me equivoco venían de los años 50, cigarrillos muy finitos y cortos, con una mezcla de tabaco negro y rubio del que el 43.70 parece una muy mala copia.


el papel araña que envolvía los cigarros willem ii (tabaco de las colonias holandesas en áfrica). sólo ese papel justificaba comprar la cajita.


jueves, 25 de febrero de 2010

carta de juan manuel


juan manuel me escribe desde acá nomás, desde la ciudad, esta maravillosa carta que abrevio y acoto a cosas más generales: la lectura de faretta en internet y un viaje a uruguay. hay una sabiduría de juan manuel que se muestra en estas líneas como postergándose, y es ese su mayor logro y mi mayor felicidad al leerlo.
año 2000, protesta de los trabajadores del desaparecido diario el ciudadano y la región frente a la capital, foto de cecilia vallina.


Recibí tu comunicación (también vaya mi agradecimiento) sobre la aparición en la galaxia internet del “maestro a distancia” (le llamo así porque es el único maestro puntual, y espeso, que reconozco; y me gusta pensar la cosa como si hubiera hecho uno de esos cursos que ya no existen de dibujo a distancia, esos que prometían el oro y el moro y las mieles del éxito y olían bastante a chantada pero que eran atendidos por dibujantes buenísimos de historietas a los que aún hoy les tengo afecto). Bueno, de resultas que me pasé una buenas tardes de calor leyendo "lo nuevo" de Faretta (a propósito, ¿ya tenés "la pasión manda"? / como verás estoy dispuesto a seguir con la tradición que impone que me prestes cada libro suyo nuevo). Es verdad que ese relato biográfico que destacás, ese con viejas galerías por lavalle al 1200 (no recuerdo si era así la dirección pero esas galerías que nombra con viejos locales de oficios en desaparición la asocio a las imágenes de la galería que está debajo de "la favorita" donde no hace más de un par de años llevé a reparar la cámara fotográfica "analógica" —y lo hicieron estupendamente—, había zapateros, modistas viejas y venidas a menos, y empezaban a proliferar los locales de tatuajes... /dicho sea de paso valentina quiere hacerse uno.../), estaba muy lindo (otra vez diarios con progresistas y fascinerosos, ¿no?). Aparte del regocijo de esa lectura, empiezo a sentir, saludablemente creo, una especie de hastío por su prosa. Es decir, a pesar de reconocer que el hombre sigue siendo más inteligente que el cretinaje extendido de críticos locales (agentinos, no sólo rosarinos), y que por supuesto toma muchos más riesgos que cualquiera de ellos y que en su obsesión de sentido (y "trascendencia") hay mucho más para encontrar que entre los profetas de una inmanencia eterna e histérica, sin solución de continuidad, y que, por último, me siguen divirtiendo enormemente sus brulotes y animosidades, a pesar de todo esto, digo, me genera resistencia reingresar en ese universo programático y moliente.

(…)
Además, como al gordito de alfonsín, no me va tan mal (si puedo lograr milagros con la guita tengo la firme decisión de hacer algo de natación en invierno por este tema). Estuvimos unos días en Uruguay, fuimos a Salinas (a 40 km de Montevideo), medio río y medio mar, olas no muy bravas pero en compensación aguas no tan frías, lo cual me permitió estar mucho tiempo en el agua (me puesto un poco cagón de frío y en los últimos años estaba un ratito y salía lo cual me disgusta un poco porque me gusta estar en el agua). Salinas lindo, tranqui, había un hotel buenísimo, de película, muy años cincuenta, arquitectura con curvas y puertas mosquitero con mangos de madera y agarraderas de metal, pero se ve que a los tipos le fue mal y lo que habían hecho era vender o alquilar las piezas a perpetuidad a familias de modo que el hotel funcionaba como una pensión de clase media veraneante y era imposible conseguir una pieza. Nosotros estuvimos en carpa, en un cámping con montevideanos de la clase trabajadora, como siempre los uruguayos son infinitamente progresistas (pero al menos lo son por naturaleza y no por esnobismo o acomodo y contumacia como los nuestros). El Ruben (sin acento), de 60 años, trabajador en la industria del calzado hasta el 2001 y después albañil o plomero o lo que fuera (con su mujer vivieron en la argentina en el año 74, lo cual es toda otra historia...) definió, ortodoxamente, a Mugica como "reformista" y de quien no cabía esperar grandes cosas aunque le reconocían algunas mejoras en el sistema de salud (claro, me imagino, los uruguayos como los entrerrianos vivieron un siglo entre caudillejos mediocres y ramplones, allí mugica o tabaré vázquez son reyes, todavía no entiendo cómo los psp no mandan un clon de binner a ER y se alzan con el electorado. Aunque claro, la diferencia que sacaron en Rosario después de usandizagas, peronios, milicos y natales ya se les va gastando, hoy no es la salud sino ciudad ribera su mayor promesa! y la marcha cada vez peor de las cosas, de las que son cómplices, ni siquiera les va a dar para aprovechar demasiado tener Santa Fe creo). Siguiendo, lo de la carpa tuvo lo suyo, asados, piza o fideos con salsa, todo era a la parrilla (no llevé calentador). De regreso hicimos parada en Carmelo, nos hospedamos en una pensión berreta con dueño que se sentaba en la vereda con vaso de vino blanco (el río también es genial) y antes de eso una aterrizada un mediodía soleado en montevideo con parada a comer hamburguesas en uno de esos bares hermosos (aceptemos que los uruguayos son pródigos en ellos) y visión de tipos tomando wisky de parado en la fabulosa barra amarilla con listones de chapa rojos, veía al mozo servirle las medidas y llenando el vaso y a los tipos bien vestidos despacharlos en unos segundos que fue como ver una bellísima película en tridimensión y a un metro de distancia, y las ganas de tomar wisky que me dio no te imaginás...

miércoles, 24 de febrero de 2010

Ciudad y terror


en mayo de 2002 robbie kawano vivía todavía en valladolid, españa, donde hacía su doctorado en urbanismo.  el 11-s estaba fresco aún y le pedí que escribiera para las páginas de cultura del desaparecido diario el ciudadano y la región una nota sobre un tema del que habíamos hablado mucho: terror y ciudad. envió este texto que publiqué entonces y aún me parece magnífico.


Joseph Cotten en The Third Man (Carol Reed, 1949)

por Roberto Kawano


Dentro una perspectiva universalista contraria a los enfoques dominantes, podría decirse que cada ciudad no es otra cosa que una manifestación sensible de la idea de ciudad. La historia de este concepto encarnado en infinidad de prototipos imperfectos, se presentaría así como la de los diversos avatares que rodearon al proceso de perfeccionamiento de un artefacto que, cual deus ex machina, se ha propuesto primero resistir y luego conjurar el terror hacia lo desconocido dentro de un universo signado por la tiranía de un orden caótico.

1. El miedo al infinito

Alguna vez, Borges conjeturó sobre la posibilidad de encontrar otros significados para la gran muralla china, construida por orden de Shih Huang Ti, que fuesen más allá de los meros, indiscutibles, datos históricos. La consideración de esta obra en conjunción con la quema de libros –propiciada por el mismo emperador– le servía al escritor para abstraerse de esa vasta fábrica defensiva que la muralla fue y pasar a verla como artilugio quimérico para detener lo inexorable, o como “cofre” gigantesco destinado a salvaguardar la memoria de un imperio, o como metáfora desmesurada sobre la inutilidad de reverenciar el pasado.
Análogamente, podría aventurarse una interpretación de la necesidad de amurallar ciudades en la Antigüedad, alejada de las vicisitudes castrenses. En este caso, el otro dato que habría que considerar es la aversión existencial del hombre antiguo frente a la ausencia de límites.
Es cierto que los griegos tendían a regodearse en torno al concepto de ápeiron, de lo indefinido; no menos cierto es su terror –compartido con todos los pueblos antiguos– a lo informe, es decir, hacia todo aquello que se desborda. Spengler relacionaba este sentimiento íntimo con la imposibilidad de trascender el punto corpóreo. Esta afirmación es relativizable, pero es verdad que la patria, para aquellos hombres, no se extendía más allá de lo que la vista podía alcanzar desde las torres de la ciudad. Lo que quiere decir que si la urbis era expresión de la civitas, esos recintos urbanos eran la cristalización explícita de un rechazo hacia todo lo que no era aprehendible con los sentidos. Bien puede decirse que la ciudad antigua adolecía de agorafobia.
Pero además, el amontonamiento, el carácter cerrado, son indicios que permiten vislumbrar una voluntad de forma –ciudades como Roma y Alejandría son la excepción que confirma la regla y anticipan la dispersión de nuestros conglomerados urbanos. En este contexto, las murallas devienen un elemento crucial: son condición necesaria para definir la polis como objeto mensurable, proporcionado, sensible –es decir, como lugar– y separarlo del espacio que es infinito, desmesurado, inabarcable. Y es en esta operación que el hecho urbano accede a la categoría de hecho estético: la construcción de los muros explicita lo bello de la ciudad infranqueable e implica la presencia acechante de lo siniestro más allá de sus confines.
Del miedo a lo incognoscible surgen las ciudades como bastiones de una resistencia que, sin embargo, estaría condenada de antemano a catar el fracaso. Efectivamente, hay algo que sobrevuela todas las historias de la mitología y que comprendieron muy bien los antiguos: es la conciencia de lo inevitable, más poderoso que la voluntad humana o divina. Siempre existe una falla troyana que traiciona la pretendida cualidad de pureza de todos los sistemas ingenuamente cerrados. La empresa urbana antigua queda así convertida en un derrotero quijotesco.

2. La conjura del infinito

La irrupción del paradigma judeocristiano en el Medioevo, cambia radicalmente la relación del hombre con la idea de infinitud –espacial o temporal– que, con el correr de la historia, irá perdiendo su aura ominosa hasta llegar, en el siglo XVII, a la idea científica del espacio y tiempo absolutos, indefinidamente extensos.
En lo que respecta a lo espacial, la incorporación del infinito comienza con las investigaciones renacentistas pictóricas y cartográficas, en las que se intenta reemplazar pautas de orden cualitativo por otras de orden cuantitativo. Es decir, mientras en los cuadros y mapas de la Antigüedad, el tamaño se definía en función de una jerarquía, las nuevas técnicas perspectivas permitían su subordinación a la neutralidad de unas coordenadas ortogonales que surcaban el espacio ininterrumpidamente. La matematización del infinito inicia el exorcismo del ámbito de lo no sensible.
Estas ideas se traducen en la ciudad de manera más lenta, en parte por motivos prácticos como las aún vigentes necesidades defensivas, en parte por la inercia de los hábitos estéticos que –como afirmara Hume- suelen mantener correspondencias con valores que el intelecto considera anacrónicos. Recién en el cinquecento se hacen más comunes algunas operaciones urbanas que, tímidamente, se encaminan en este sentido. Pero la aplicación de la perspectiva a la representación del espacio ilimitado alcanza su esplendor en Francia entre mediados de los siglos XVII y XVIII, con el arte barroco de los jardines, en los cuales la apertura de extensos ejes enfatiza un paisaje perspectivado al infinito. La factibilidad de concreción de estas obras se debe al absolutismo monárquico, que concentra autoridad política, poder económico y una desaforada voluntad de representación.
El primero de estos trabajos es el castillo de Vaux. Allí, el arquitecto y el pintor subordinan la especificidad de sus disciplinas a las atribuciones del diseñador de jardines André Le Nôtre. O sea: no se trata de un edificio y su entorno, sino de un paisaje de extensiones inusitadas, diseñado como totalidad, y estructurado según recorridos que antes de perderse en el horizonte se unen con la naturaleza sin solución de continuidad. Escribe Benevolo: “El arte intenta explorar por su cuenta la nueva noción del infinito edificable y fuerza, con este objetivo, las fronteras habituales de la perspectiva”.
En una carta de 1663, Colbert reprochó a Luis XIV no haber realizado estas obras en la capital francesa –incluso Voltaire, en 1741, llegaría a comentar que de haberlo hecho, “París sería en toda su extensión tan bella como es entre las Tullerías y el Palacio Real”. En realidad, el poder del absolutismo no llegaba tan lejos como las perspectivas monumentales que construía parecían sugerir. Sin embargo, de las críticas mencionadas, y del hecho de que dos siglos después Haussmann reconstruyera París siguiendo los mismos principios, se deduce que el “limitado” poderío del Ancien Régime fue más que suficiente para imponer un modelo urbano en el cual el tabú de la expansión ilimitada se presentaba ahora como explícita virtud.
La idea de ciudad, mediante una serie de artilugios apoyados en las limitaciones fisiológicas del ojo, asimila lo que en la realidad escapa a sus posibilidades, conjurando de este modo el terror cósmico a aquello que Spengler describía como “ese mundo naciente de la extensión”.

3. Los miedos seculares y la obsolescencia del artefacto

En el siglo XIX se cierra un camino y se abre otro, quizás más árido. Por un lado, un capítulo parece terminar cuando la captura del infinito deja de ser una ilusión para pasar a ser un hecho –las inacabables ciudades especulativas que se expandían y multiplicaban por Norteamérica son fiel testimonio. Por el otro, la secularización de la cultura abre paso a nuevas formas del miedo. El “terror cósmico” es suplantado por temores más prosaicos, como los miedos al hacinamiento, a la explotación, a la violencia social espontánea o concertada. Parece una ironía que cuando la fábrica urbana se encuentra al fin enmarcada dentro de un contexto histórico adecuado para la resolución de su viejo nudo gordiano, éste pase a formar parte del arcón de los recuerdos.
A partir de este nuevo escenario, las soluciones urbanas se multiplican en una serie de propuestas que cubren diversos arcos que van desde el escapismo utópico al pragmatismo más descarnado, desde la aceptación de las nuevas posibilidades de la técnica a la mirada nostálgica hacia el pasado. Lo que la afinidad cimentada en torno a un miedo desacralizado no consigue ocultar es la explosión definitiva de la urbe como una idea. Ya no se trata de discernir entre ciudad y caos, sino entre cuál ciudad y caos.
Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el cinismo en aumento ha conseguido al menos disimular la pervivencia de ese terror cimentado sobre la base del descontento social. Pero la puja entre modelos urbanos irreconciliables continuó. El mejor espejo de la vida durante el siglo XX, el cine, ha reflejado este dilema: ciudades ajenas reemplazaron al desierto inagotable como encarnación de lo siniestro. Una Viena derruida en The Third Man, un París foráneo en Frantic, una Praga paranoica en Mission: Impossible, un pueblo europeo paradigmático en Shadows And Fog: todos se presentan, de algún modo, como el reverso oscuro de la seguridad de una ciudad conocida y ausente, la cual, no obstante, en producciones cinematográficas recientes se ha visto azotada por la furia de extraterrestres, monstruos antediluvianos y terroristas despiadados.
En los últimos años, en numerosos puntos del planeta –incluido nuestro país–, muchas ciudades se han visto trágicamente involucradas en una realidad que se empeña en devolver a la pantalla esos reflejos que ésta generosamente le regalara. Si es verdad que las películas están hechas de la misma materia que los sueños, quizás no hayan hecho otra cosa que presagiar, si no una reedición aggiornada de la oposición ancestral entre ciudad y desierto –entre el adentro y el afuera, entre la forma y lo informe, entre lo acabado y lo inacabado, entre la razón y el caos–,al menos el inevitable declinar de un artefacto obsoleto.

"el sueño va sobre el tiempo..."



En el volumen de ensayos La ficción calculada, de Luis Gusmán, publicado en la colección Vitral de editorial Norma (1998), el autor de El frasquito reseña el diario de sueños de Graham Greene, Un mundo perfecto, que el escritor británico prefirió no ver publicado en vida. En el texto “El sueño de un sueño” (paráfrasis del poema de Poe, “A dream within a dream”), Gusmán enumera las relaciones de Greene con sus sueños y con esa larga tradición literaria que busca argumentos en trances oníricos, señala que de adolescente Greene tuvo sesiones con un psicoanalista jungiano y que para esa ocasión se le exigía llevar anotados sus sueños en un cuaderno. Acota también, Gusmán, que Greene se obsesionó con los sueños anticipatorios luego de que una noche de 1912 viera en la bruma de la pesadilla el naufragio de un barco que, al despertar, descubrió que coincidía con el naufragio del Titanic. Por último, Gusmán transcribe el párrafo en el que Greene confiesa que en aquella época temprana de su psicoanálisis “si no recordaba el sueño de la noche anterior, estaba obligado a inventarlo”. Entonces el escritor argentino, psicoanalista él también, anuncia: “ya no es necesario inventar un sueño para inventar un argumento sino que por el movimiento inverso es del olvido del sueño que surge el argumento”. A ver.
De los muchos sueños que Greene incluye en su obra, acaso el que postula con mayor inquietud lo que el autor se dijo en sueños es el que tiene como protagonista a Sarah Miles, personaje principal de El fin de la aventura. Sarah, esposa adúltera, ya muerta, se aparece en el sueño febril del hijo del señor Parkis, el detective que contrató el amante de Sarah para seguirla. El joven Parkis vuela de fiebre. “Apendicitis”, ha dicho el médico. El señor Parkis le teme a la operación de su hijo y lo mantiene en cama. El joven lee un libro que perteneció a la infancia de Sarah. En su sueño, Sarah se le aparece y le palpa el lado derecho del vientre. Luego, anota algo en el libro que está en la mesita de luz. Sarah tiene el rostro de su madre muerta, aunque el enfermo jamás conoció a su madre, esto lo aclara el padre. Al despertar observa en la primera página del libro que leía una anotación que no había descubierto. Allí Sarah, de niña, había anotado: “Una vez que estuve enferma me dio este libro mamá/ Si alguien me lo robara Dios lo castigará/ Pero si enfermo te encuentras/ Consérvalo y léelo mientras”.
Una digresión: Sara es un nombre hebreo que significa princesa –es decir, la prometida del Reino–, es el mismo nombre que escogerá, 30 años después de publicada la novela, un joven director de cine que, como en El fin de la aventura, quiere contar una historia de salvación: esta vez será Sarah Connor, la heredera del Reino en el film Terminator. En la Biblia, Sara es la esposa de Abraham, paradigma de Belleza que hizo temer a su marido la envidia de los poderosos. Su prolongada infecundidad –para usar las palabras del teólogo W.R.F. Browning– la llevó a sugerir a Abraham que procreara con su criada. Pero en su ancianidad, también prolongada, dio a luz a Isaac, el vástago que su progenitor estuvo a punto de sacrificar. A este hecho no fue ajeno una Fe –la bíblica– no exenta de sueños y visiones. Sobre los alcances alegóricos de la Belleza, la infecundidad y la Fe, que atraviesa las eras para traer al hijo, conjeturó Sören Kierkegaard en Temor y temblor, John Cameron en Terminator y, claro, Greene, en la novela que nos ocupa.
El tema del sueño, como anticipación o, como en el caso de El fin de la aventura, a modo de visión, lleva al tema del tiempo. Claro que el mismo Greene señala el asunto en su ficción y pone en boca de un sacerdote la siguiente reflexión: “San Agustín se preguntaba de dónde venía el tiempo. Decía que venía del futuro, que aún no existía el presente, que no tenía duración e iba al pasado que había dejado de existir. No me parece que estemos en condiciones de comprender el tiempo mejor que un niño”. Lo que, para nuestro autor, más de una vez obsesionado por la infancia perdida, podría leerse: “no creo que estemos en condiciones de comprender el sueño mejor que un niño”.
Pero, además, El fin de la aventura es quizás el más explícito homenaje de Greene a Léon Bloy. No sólo una cita de El alma de Napoleón inaugura la novela, en la trama del episodio narrado, en su maravilloso derrotero, puede leerse también aquella otra observación de los diarios de Bloy sobre el tiempo (un tema que lo obsesionaba y que Albert Béguin, con vocación de teólogo, desentrañó en Léon Bloy, místico del dolor): “Los acontecimientos no son sucesivos sino contemporáneos, de manera absoluta; contemporáneos y simultáneos, y es por esta razón por la que puede haber profetas. Los acontecimientos se despliegan bajo nuestros ojos como una tela inmensa. Sólo es nuestra visión la que es sucesiva”.
De modo que cuando Gusmán, en su artículo sobre el diario de sueños de Greene (y, cosa curiosa, diarios hay en El fin de la aventura y en toda la obra de Bloy), se pregunta si en la invención que surge del olvido del sueño se sitúa “el origen mítico de Graham Greene como escritor”, lo que en realidad señala es ese vidrio oscuro por el que miramos a través cuando nos acercamos al mito.

lunes, 22 de febrero de 2010

calveyra por juan manuel alonso

en septiembre de 2004 arnaldo calveyra vino al festival internacional de poesía de rosario y juan manuel alonso tuvo una larga charla con él que luego devino entrevista, publicada en las páginas de cultura del desaparecido diario el ciudadano y la región en noviembre de aquel año. de esa visita tuvimos en el diario unas fotos magníficas que le hizo héctor rio y que ya encontraré. la foto que acompaña este refrito de la nota de juan manuel es la de la tapa de la obra completa que publicó adriana hidalgo en 2008, de la que también hizo juan manuel una nota y una crónica de una visita de calveyra a mansilla (también: ya la encontraré). como la única imagen que teníamos era la de esa tapa (con las letras que tapaban detalles de la foto), palmi, fototratador experto, magistral, eliminó con phtoshop esas letras de manera casi mágica y dejó la imagen limpia y maravillosa, tal como queríamos verla.



Calentar la palabra
por Juan Manuel Alonso

Arnaldo Calveyra viajó a Rosario invitado especialmente al XII festival de Poesía que concluyó hace quince días. Su estadía nos permitió cambiar unas palabras con un autor de textos bellísimos, inclasificables y casi secretos debido a su reducida circulación.
Residente en París desde 1961, Calveyra desarrolló en Francia una extensa labor teatral en su mayoría desconocida en nuestro país –una pieza suya, Cartas de Mozart, fue presentada en el teatro San Martín de Buenos Aires en 1987–. Casi toda su poesía (siempre escrita en castellano) fue publicada originalmente en francés en la editorial Actes Sud; en Argentina, Libros de Tierra Firme (Buenos Aires) editó en 1987, en un solo volumen, sus Cartas para que la alegría, de 1959, e Iguana, iguana, de 1985. Luego le siguieron El hombre de Luxemburgo (1997) y La cama de Aurelia (1999) en Tusquets de Barcelona. Pero es al Diario de Poesía al que le cabe el mérito de haber sido el gran interesado en hacer circular los textos de Calveyra. Ya en su número 4 (abril de 1987) publicó un largo reportaje y poemas de Cartas para que la alegría, de allí en más fue un lugar de aparición intermitente de su obra. Es más, el último número del Diario, pronto a llegar a los quioscos, le dedica un completo dossier a la obra de este entrerriano anclao en París.
Siguiendo con sus libros, y más cerca en el tiempo, se produce una serie aleatoria pero atenta y persistente de pequeñas ediciones –Libro de las mariposas, Alción, Córdoba, 2001, Diario del fumigador, Vox, Bahía Blanca, 2003, entre otras–, las que sumadas a las anteriores, a la insistencia del autor por entablar una relación con los lectores de su país y a la permanencia que sus textos generan en el lector, lograron hacer de la obra de Calveyra una presencia levemente tangible y de inevitable necesidad.

Antes de Francia. Calveyra nació en Mansilla, Entre Ríos, en 1929. Cursó el bachiller en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay y en 1949 se fue a La Plata a estudiar Letras. “Fueron 10 años platenses. No me animé a Buenos Aires, me pareció mucho. Viniendo de Concepción del Uruguay, que fue mi primera ciudad, Buenos Aires era demasiado”. En ese 1949 se celebró el centenario del Colegio Nacional y Calveyra viajó para la conmemoración. Otro ex alumno del colegio, Carlos Mastronardi, también estaba allí. Mastronardi, entrerriano y ya un poeta reconocido, había asistido como periodista del diario El Mundo. Ahí se conocieron.
—Yo fui a saludarlo y le pedí que me ayudara —cuenta Calveyra—; durante los diez años que siguieron todos los fines de semana yo iba a su casa.
—Quiere decir que durante los años 50 viajabas de La Plata a Buenos Aires a la casa de Mastronardi.
—Sí, fue una vida de lujo con ese hombre tan generoso.
—Es casi increíble.
—Para mí, ahora, cada vez más. Que alguien haya tenido esa generosidad, esas ganas ¿no? Tomar a alguien, tenerlo en su casa, darle comida, darle libros, acostarlo en una pieza y al otro día levantarlo y seguir las conversaciones.
Nada es casual, Calveyra completó su etapa de formación siendo el discípulo extra-académico de uno de los más grandes –y taciturnos– poetas de la Argentina. Está presente cuando Mastronardi realiza sus traducciones de Rilke, de Mallarmé, pero además de esos estratos culturales que recorren juntos, comparte con él la devoción por un paisaje. Es aquel paisaje entrerriano al que Calveyra define como nítidamente asociado al color verde. ”No hay en el mundo otro verde como ése —dice—. Es porque viene del fondo del mar que fue. Yo creo que el mar alimenta al color verde”.
En 1959, poco antes de partir, publica Cartas para que la alegría. Traducido, Cartas “ fue publicado en Francia a principios de los 80 y se convirtió en un libro de culto. Calveyra no termina de sorprenderse ante esa recepción.
—Te trató bien París.
—Hasta ahora yo estoy en una pieza allá. París fue, en mi caso, un instrumento de concentración. Una ciudad que te permite escribir en tu lengua, que no te modifica, donde hablo todo el día en francés y al llegar a mi pieza puedo dejarlo de lado. Otra lengua seguramente me hubiera deformado.

La estructura de la memoria. A menudo viajan los textos de Arnaldo Calveyra a un paisaje sedimentado de infancia, nítido y confuso a la vez, donde su escritura indaga el modo en que se produce el recuerdo. Cómo una extrañeza, creada a partir de una discontinuidad de lo recordado, instaura un temblor en la memoria que permite recobrar la vibración entre imagen y ausencia. Recién entonces existe el recuerdo, al reconocerse la <falla> en la serie de lo recordado. Sin dudas esa falla se debe a una distancia, pero no necesariamente espacial o geográfica, ni siquiera temporal. Es aquella distancia que destila lo que está siempre en trance de perderse y, sin embargo, es casi imposible que desaparezca.
La escritura, al transcribir la memoria, intenta recomponer esa antinomia entre lo conservado y su ausencia para volver a disponer de una totalidad, incluso a pesar de su frágil constitución.
“Había en los aledaños de ese pueblo una casa semiderruida a la que indiferentemente llamaban la casa rota o casa de los vidrios rotos, cuando no la tapera. (...) ¿Había sido nueva alguna vez?, «La hermosa casa a medio caerse» ¿Cómo hacer para que con mi mero pasar pueda volver a la salud?, ¿Cómo conocer la palabra capaz de devolverle la vida?” (“Dos casas”).
Por estos días, de reciente aparición, es posible hallar en librerías de Rosario otra obra de Calveyra; El origen de la luz (Sudamericana). Luego de leerla, en Francia, un crítico afirmó que de ahora en más, todos sus lectores tendrían una infancia argentina.
—Son cuentos —explica Calveyra—. Cuentos entrerrianos.
—¿Son escritos nuevos?
—No, en Francia tiene dos ediciones. Para mí, es ya un libro viejo.
—¿Y “El Maizal del Gregoriano”?
—Ese sí, ese es un texto nuevo.

Un largo fragmento de este texto central de Calveyra fue publicado en Argentina por el Diario de Poesía en su número 64 (abril de 2003). Para el año que viene la editorial Adriana Hidalgo ya ha prometido su publicación completa.

Maizal. El Maizal del gregoriano describe los efectos de una alucinación estática inducida por el canto coral. En su progresión el texto convoca los dos ámbitos excluyentes que ha transitado la escritura de Calveyra: las marcas que la alta cultura occidental le provoca y la tenaz ansiedad por rescribir un paisaje específico. Su lectura ofrece la inquietante sensación de que toda la cultura no es más que un complejo trazado (ineludible, en muchas ocasiones) para instalarse en la luz de la lluvia.
Como “Dos casas”, como “Apuntes para una reencarnación”, sin asumir un tono narrativo pero desdeñando toda vaguedad, también El maizal está escrito en prosa.
—¿Cómo ocurre, en tu escritura, esa relación de proximidad entre prosa y poesía?
—Siempre pensé que cuando Baudelaire le puso poemas en prosa, Petit poèmes a prose, Baudelaire no entendió. –Calveyra se refiere a esos textos que constituyen una suerte de apéndice imprescindible y posterior a Las Flores del mal; y que comúnmente aparecen agrupados bajo esa denominación–. O no entendió o fue muy modesto, aunque no creo que haya sido modesto; quizá no fue él quien le puso así, tal vez fue el editor. Estoy de acuerdo que allí se está narrando algo, ves cómo es un vidriero en el siglo XIX, cómo se arreglaban las calles, pero al final lo que te queda es un poema. Yo creo que si el ritmo vehícula el sentido ya no hay más prosa y poesía. Si la palabra está caliente, si podés calentar a la palabra, cohesionar la siguiente con la anterior, es poesía. Y, en cuanto a lo que uno llama prosa, que tiene principio, desarrollo y fin, ocurre que quien da la voz de aura, quien la abre al poema es el ritmo. Si hay ritmo, no te preocupes, es poema.

Objetos (emblemas). “Los míos no son textos abstractos. Por alusión mis poemas llegan a cosas concretas: éste plato, ésta cuchara... cosas concretas. Que se hable de una cosa vez, eso me colma. Es lo que más espero de un poema, una cosa por vez, y sobretodo, nada de abstracciones”.
La lavadora Brutti. La imagen de un curioso artefacto sobrevivía en la mente de Calveyra, se trataba de una especie de “proto-lavarropas”, anterior a la electricidad, que funcionaba por medio de émbolos que al introducirse en un barril de madera, con movimientos alternados, limpiaban las prendas. Ya en su recuerdo aparecía como un trasto olvidado al que alargaban la vida “llevándolo al tajamar para hundirlo en el agua porque la humedad evitaba que la madera terminara de resquebrajarse”. Lo que se preguntaba era de dónde había salido, quién la había traído, dónde fue construida. La respuesta llegó desde su pueblo natal. Sabiendo cómo le interesaban a Calveyra las historias perdidas, el hijo de un viejo conocido le envió el libro de una señora de Mansilla donde consignaba memorias de la zona, y allí estaba, con foto y todo, la revelación del enigma. No venía de Norteamérica como Calveyra imaginó durante muchos años, era un producto mansillense. En la fotografía, de pie junto a la máquina, aparecía su inventor, un antiguo vecino del pueblo “con la pinta inconfundible de los Brutti”.
—También, como la lavadora —cuenta Calveyra—, había en mi casa tirado en los galpones un mortero. Haciendo limpieza un día mi hermano lo había puesto a quemar junto a otras cosas en desuso y yo se lo saqué, así es que tiene una mancha negra todavía, pero nadie la ve, sino yo. Después de no sé cuántos años, en mi último viaje me lo llevé. Ahora yo quiero saber qué madera es, porque... ¡cómo ha resistido! Está hecho de una sola pieza, grande, se ve que tomaron un árbol generoso. Debe ser ñandubay nomás, que es una madera dura.