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miércoles, 24 de febrero de 2010

"el sueño va sobre el tiempo..."



En el volumen de ensayos La ficción calculada, de Luis Gusmán, publicado en la colección Vitral de editorial Norma (1998), el autor de El frasquito reseña el diario de sueños de Graham Greene, Un mundo perfecto, que el escritor británico prefirió no ver publicado en vida. En el texto “El sueño de un sueño” (paráfrasis del poema de Poe, “A dream within a dream”), Gusmán enumera las relaciones de Greene con sus sueños y con esa larga tradición literaria que busca argumentos en trances oníricos, señala que de adolescente Greene tuvo sesiones con un psicoanalista jungiano y que para esa ocasión se le exigía llevar anotados sus sueños en un cuaderno. Acota también, Gusmán, que Greene se obsesionó con los sueños anticipatorios luego de que una noche de 1912 viera en la bruma de la pesadilla el naufragio de un barco que, al despertar, descubrió que coincidía con el naufragio del Titanic. Por último, Gusmán transcribe el párrafo en el que Greene confiesa que en aquella época temprana de su psicoanálisis “si no recordaba el sueño de la noche anterior, estaba obligado a inventarlo”. Entonces el escritor argentino, psicoanalista él también, anuncia: “ya no es necesario inventar un sueño para inventar un argumento sino que por el movimiento inverso es del olvido del sueño que surge el argumento”. A ver.
De los muchos sueños que Greene incluye en su obra, acaso el que postula con mayor inquietud lo que el autor se dijo en sueños es el que tiene como protagonista a Sarah Miles, personaje principal de El fin de la aventura. Sarah, esposa adúltera, ya muerta, se aparece en el sueño febril del hijo del señor Parkis, el detective que contrató el amante de Sarah para seguirla. El joven Parkis vuela de fiebre. “Apendicitis”, ha dicho el médico. El señor Parkis le teme a la operación de su hijo y lo mantiene en cama. El joven lee un libro que perteneció a la infancia de Sarah. En su sueño, Sarah se le aparece y le palpa el lado derecho del vientre. Luego, anota algo en el libro que está en la mesita de luz. Sarah tiene el rostro de su madre muerta, aunque el enfermo jamás conoció a su madre, esto lo aclara el padre. Al despertar observa en la primera página del libro que leía una anotación que no había descubierto. Allí Sarah, de niña, había anotado: “Una vez que estuve enferma me dio este libro mamá/ Si alguien me lo robara Dios lo castigará/ Pero si enfermo te encuentras/ Consérvalo y léelo mientras”.
Una digresión: Sara es un nombre hebreo que significa princesa –es decir, la prometida del Reino–, es el mismo nombre que escogerá, 30 años después de publicada la novela, un joven director de cine que, como en El fin de la aventura, quiere contar una historia de salvación: esta vez será Sarah Connor, la heredera del Reino en el film Terminator. En la Biblia, Sara es la esposa de Abraham, paradigma de Belleza que hizo temer a su marido la envidia de los poderosos. Su prolongada infecundidad –para usar las palabras del teólogo W.R.F. Browning– la llevó a sugerir a Abraham que procreara con su criada. Pero en su ancianidad, también prolongada, dio a luz a Isaac, el vástago que su progenitor estuvo a punto de sacrificar. A este hecho no fue ajeno una Fe –la bíblica– no exenta de sueños y visiones. Sobre los alcances alegóricos de la Belleza, la infecundidad y la Fe, que atraviesa las eras para traer al hijo, conjeturó Sören Kierkegaard en Temor y temblor, John Cameron en Terminator y, claro, Greene, en la novela que nos ocupa.
El tema del sueño, como anticipación o, como en el caso de El fin de la aventura, a modo de visión, lleva al tema del tiempo. Claro que el mismo Greene señala el asunto en su ficción y pone en boca de un sacerdote la siguiente reflexión: “San Agustín se preguntaba de dónde venía el tiempo. Decía que venía del futuro, que aún no existía el presente, que no tenía duración e iba al pasado que había dejado de existir. No me parece que estemos en condiciones de comprender el tiempo mejor que un niño”. Lo que, para nuestro autor, más de una vez obsesionado por la infancia perdida, podría leerse: “no creo que estemos en condiciones de comprender el sueño mejor que un niño”.
Pero, además, El fin de la aventura es quizás el más explícito homenaje de Greene a Léon Bloy. No sólo una cita de El alma de Napoleón inaugura la novela, en la trama del episodio narrado, en su maravilloso derrotero, puede leerse también aquella otra observación de los diarios de Bloy sobre el tiempo (un tema que lo obsesionaba y que Albert Béguin, con vocación de teólogo, desentrañó en Léon Bloy, místico del dolor): “Los acontecimientos no son sucesivos sino contemporáneos, de manera absoluta; contemporáneos y simultáneos, y es por esta razón por la que puede haber profetas. Los acontecimientos se despliegan bajo nuestros ojos como una tela inmensa. Sólo es nuestra visión la que es sucesiva”.
De modo que cuando Gusmán, en su artículo sobre el diario de sueños de Greene (y, cosa curiosa, diarios hay en El fin de la aventura y en toda la obra de Bloy), se pregunta si en la invención que surge del olvido del sueño se sitúa “el origen mítico de Graham Greene como escritor”, lo que en realidad señala es ese vidrio oscuro por el que miramos a través cuando nos acercamos al mito.

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