Para Tiempo
Argentino
Trasfondo, la tercera novela de la escritora tandilense Patricia Ratto que publicó la
editorial Adriana Hidalgo, cuenta, de algún modo, la campaña del submarino ARA
San Luis durante la guerra de Malvinas: 39 días sumergidos en el mar austral,
con una computadora de tiro que no funciona, de modo que los cálculos para
lanzamientos de torpedos deben hacerse manualmente; con torpedos que no
funcionan, de modo que el disparo delata la posición de la nave antes que
provocar un daño al enemigo; sin embargo, una misión que los tripulantes
cumplen y completan. Trasfondo es una
ficción. Patricia Ratto insiste con esto: una ficción, una novela, el relato de
una escritora que vive en las sierras bonaerenses y entrevistó a algunos de
aquellos submarinistas que en abril de 1982 fueron arrojados a la noche y la
niebla, a desaparecer en el mar, único modo de que la tarea del submarino
resulte efectiva. Una ficción: un discurso que opera allí donde la historia aún
no ha podido tejer sus discursos.
Trasfondo cuenta, sí, la campaña del ARA
San Luis (éste submarino, como el ARA Salta –las naves, de acuerdo a la
tradición, reciben el nombre de una provincia que comience con “s”–, que la
escritora conoció para hacerse una idea del escenario de su relato, fueron
traídos de Alemania), pero a través de la experiencia de esos 39 días de
navegación a ciegas, en la que los hombres a bordo dependían del oído del
sonarista, de su destreza para distinguir un pesquero de un buque de guerra. La
novela es un episodio de la guerra de Malvinas, y es, en su sinécdoque
magistral, la guerra misma, aquellos días entre abril y junio de 1982 en que se
navegaba a ciegas, con datos y voces que llegaban del exterior como rumores,
como fantasmas.
Patricia Ratto
publicó en 2008 Nudos,
que transcurre en Tandil y tiene como protagonista a Manuel, un ex combatiente
de Malvinas que prefiere, como sabemos de muchos de los veteranos, no hablar,
callar. Y antes, en 2006, la misma editora publicó su primera novela, Pequeños
hombres blancos, que transcurre en un pequeño pueblo de Chubut, durante
la última dictadura, en el que el terror de estado es una reverberación, una
agitación en el aire, casi un ruido. En estas primeras novelas Ratto ensayó
esto que Trasfondo trae ahora con una
precisión, con una “realidad” que abisma: le percepción de un exterior hecho de
la vibración del sonido, la imposibilidad de poner en palabras eso que la
Historia nos arroja en la cara, la idea de que andar por el mundo es despertar
sus fantasmas.
Trasfondo es, por último, una novela
sobre la espera de la guerra, la espera de la batalla, la espera de la vuelta,
la espera de los 30 años que transcurrieron desde aquellos días de 1982 hasta
hoy para que los hombres que fueron echados al mar contaran su historia. “Todo
está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo”, la frase es de
Yves Bonnefoy y es el epígrafe de Nudos,
podría ser el de Trasfondo, o el de Pequeños hombres blancos, porque lo que
este último libro completa es una suerte de trilogía que Patricia Ratto, quien
responde las preguntas que siguen, ha hecho del sur, es decir, una trilogía de
ese territorio descentrado, en espera.
Fotografía de Tefa Schegtel Torres
—Es como si Trasfondo viniera en dos partes. La primera, tu tarea
de recolección de datos, es decir, el trasfondo “real” de la novela; la
segunda, la narración misma, la de una misión que se cumple aunque fracase. ¿Cómo
conociste la historia del ARA San Luis y a los tripulantes que entrevistaste?
—La historia me llegó en un acto de Malvinas, en 2009, en la Escuela Nacional
Ernesto Sábato en donde doy clases. Allí había un veterano de guerra que contó
que tenía diecinueve años cuando estuvo en el submarino y comenzó a relatar
cómo había sido su experiencia; yo me interesé por su testimonio, pero como tenía
que ir a dar clase a otra escuela me tuve que retirar. A pesar de lo poco que
había escuchado, la historia hizo su impacto, quedó en mi cabeza, me rondaba
todo el tiempo, no podía evitarla. Entonces me puse en campaña para tratar de
localizar a esta persona, algo que me dio bastante trabajo, hasta que
finalmente conseguí su dirección. Me reuní con él y –debo confesarlo– mientras
lo escuchaba comencé a pensar en abandonar el proyecto, porque me di cuenta de
que no se podía escribir esta historia si no se sabía mucho de cuestiones
técnicas de la navegación y de la guerra, y cuestiones prácticas de la vida en
el submarino. Además, un único testimonio era poco para una historia que tenía
tantas aristas. Y desistí, sí, pero seguía sin poder olvidar. Creo que a los
escritores las historias nos obsesionan, nos persiguen, a tal punto que uno
puede llegar a dedicarle años a una sola novela, quedándose hasta la madrugada
para escribir, robándole tiempo a la vida misma. Así que reconsideré y, allá
por octubre de 2009, me fui a visitar el Museo de Submarinos. Pregunté si podía
visitar un submarino, pero estaban en campaña. Entonces me volví a Tandil y
entré en Internet, en una página de veteranos que se llama El Malvinense, y dejé un mensaje
diciendo que tenía intención de contactarme con tripulantes del ARA San Luis,
veteranos de Malvinas, para conocer mejor esta historia.
—Y hubo una respuesta a través de
ese sitio de internet.
—Me contestaron dos de los tripulantes que en febrero de 2010 me
acompañaron a visitar el ARA Salta, un submarino idéntico al San Luis. Y estos
dos submarinistas se encargaron de ir contando mi proyecto de escribir una
novela al resto de la tripulación, gente que incluso no estaba viviendo en Mar
del Plata. Así conseguí entrevistar a la mitad de la tripulación y, a varios de
ellos, en más de una oportunidad.
—¿En la novela hay mucha
precisión acerca del funcionamiento del submarino, desde cómo es hacer snorkel
hasta cómo se va al baño, o qué es un rumor hidrofónico, ¿cómo eran las
preguntas que hacías a esos hombres?
—Entrevisté a tripulantes que cumplían diferentes funciones en el
submarino, en diferentes localizaciones (el enfermero, el cocinero, el timonel,
el planero, el torpedista, el motorista, el electricista, el técnico en
computación, etcétera). Por lo general, le hice más de una entrevista a cada
uno. En la primera, les pedía que me contaran lo que ellos quisieran. Luego,
como ya tenía más información, mis preguntas apuntaban a confirmar hechos o a
pedir aquellos detalles que me permitirían reconstruir literariamente la
historia (por algo habla Roland Barthes, en La
preparación de la novela, del texto
como un tejido de detalles). Las del sonarista fueron entrevistas clave, porque
(eso lo fui entendiendo de a poco), el submarino es una nave ciega, nada se ve
bajo el agua, todo lo que ocurre en el exterior debe ser reconstruido a partir
de la escucha de un oído atento y entrenado que debe determinar, en segundos,
si lo que oye es un submarino o un banco de krill, o tiene que contar las revoluciones
de los motores para determinar el tipo de embarcación que la produce, si es una
fragata misilística, un carguero, un portaaviones; sobre todo en esa época en
que no había tantos adelantos como ahora, menos en Argentina.
—¿Y cómo recibían esas preguntas?
—Las recibían bien, creo que empezaron a entender el tipo de trabajo que
yo tenía que hacer para llegar a sentir, ver y actuar como uno de ellos en esa
campaña de 1982. En cierto modo, creo que las preguntas se convirtieron en un
indicador de interés y de intención de hacer un trabajo serio.
—¿Qué hacen esos hombres ahora?
—Algunos están todavía en la
Fuerza de Submarinos, otros se jubilaron, muchos se fueron de
baja y trabajan en ocupaciones tan disímiles que van desde ser remisero a
electricista de circo.
—¿Cuál es la percepción que
tienen los hombres que entrevistaste de la represión?
—Lo que más pesaba, a la hora de hablar del tema de la represión en las
entrevistas, son las consecuencias que tuvo para ellos ser, por un lado,
veteranos de Malvinas (parte de un fracaso que se quería olvidar) y, por otro
lado, militares o ex militares, porque en general se los condenaba sin
conocerlos, como se dice vulgarmente, “metiéndolos a todos en la misma bolsa”.
Eso era en mayor medida lo que manifestaban.
—Ya en Nudos habías
abordado el relato de alguien que volvió de Malvinas, que hablaba de la maldita
guerra y que callaba lo que había vivido: ¿cómo te parece que la escritura
enlaza esas cosas que están en una y otra novela?
—En Nudos Malvinas aparecía
narrada desde el presente, fundamentalmente desde las secuelas y cicatrices (físicas
y de las otras) que había dejado en Manuel. En Trasfondo, la guerra aparece narrada desde el momento mismo de la
guerra. Es un tema que ya me inquietaba cuando escribí Nudos, creo que por eso necesité ir hacia el pasado en busca de
respuestas, para tratar de entender qué fue esa guerra. Yo tenía, por aquel
entonces, la misma edad que ese primer submarinista al que entrevisté.
—¿Y cómo es la relación con tu
propia experiencia: ese diálogo con esos hombres, cómo volvió en tu escritura,
cómo dialogaste con ellos mientras escribías?
—Por un lado, en la mayor parte del tiempo que duró la escritura de esta
novela, yo estaba atravesando un problema serio de salud, es decir, peleando mi
propia pequeña guerra personal. Creo que eso me ubicó en un lugar de proximidad
frente a un otro (que era el entrevistado) que también había vivido la
experiencia de la amenaza, de la proximidad de la muerte.
Pero esa proximidad trajo también sus consecuencias negativas. Yo estaba
muy atrapada por la historia y sentía la enorme responsabilidad de respetarla,
de no traicionar lo que me habían confiado, porque estaba trabajando con un
hecho histórico, y sobre todo porque estaba entrevistando a personas a las que
les dolía revelar su historia. De alguna manera pensaba que tenía que responder
a esa confianza que ellos habían tenido para conmigo, de exponerse y contarme
cosas personales. Yo me había propuesto estar a la altura de ese testimonio que
recibía y en un momento me pareció que no iba a poder escribir, esa
responsabilidad me paralizó. Hasta que una charla que tuve con el editor y con
mi amiga, la escritora Elsa Drucaroff, me vino bien, porque destrabó ese tema y
yo entendí que mi oficio es escribir novelas –no crónicas periodísticas o
libros de historia– y que, en última instancia, yo tenía que hacer eso:
escribir una novela.
—Entre Trasfondo y las novelas
anteriores hay un cambio que se percibe en el tratamiento del espacio en la
página, cómo aparecen los diálogos, el modo de detenerse en ciertas cuentas:
los minutos que tarda un torpedo, las cosas que llevan, etcétera. ¿Por qué ese
cambio?
—Creo que uno escribe, en cierto modo, para tratar de entender qué es la
literatura, qué es escribir una novela, qué es, en este caso, escribir una
novela sobre una guerra como Malvinas. En ese tratar de entender, uno realiza
búsquedas en el terreno literario y lee, y entonces, finalmente, es inevitable
que uno escriba atravesado por esas lecturas. Pero, a su vez, esos cambios en
la escritura no fueron a priori, sino durante la escritura, en el sentido de
que esta novela particular pedía (¡más bien reclamaba!) una forma diferente. Y
allí hubo un par de cuestiones determinantes. Una de ellas, la cuestión del
narrador, la construcción del relato como un largo monólogo en el que
esporádicamente aparecen los ecos de las voces de los otros. No podía escribir
eso como un diálogo tradicional, con sus guiones y puntos aparte, pues esas
líneas de diálogo eran fagocitadas por el narrador, por decirlo de algún modo
un poco voraz. Y, por otra parte, después de varias entrevistas se empezó a
configurar en mi cabeza una idea de las percepciones y del tiempo dentro del
submarino, muy diferente a la que uno tiene en la vida diaria. En los
testimonios me llamó la atención que, dentro del submarino, no se accede a nada
de la realidad exterior sino a través del sonido y del Sonar. Ellos no tenían
manera de ver la luz del día, ni la de la noche, no veían el mar, ni el
continente, ni las islas, ni otros barcos, ni nada. Y encima, en dos o tres
oportunidades en que pudieron sacar el periscopio, sólo vieron niebla u
oscuridad. Entonces comprendí que la percepción de la realidad se construía de
un modo sumamente particular.
—Lo que trastorna también la
percepción del tiempo.
—En las historias que contaban, aunque no lo decían explícitamente,
había una cuestión con el tiempo, como si éste fuera elástico y,
constitutivamente, otra cosa. Perdían la noción de cuándo era de día y de noche
porque estaban encerrados en un lugar hermético, con luz artificial y, salvo en
algunos sectores donde el cambio de luz era sutil cuando llegaba la noche, era
difícil saber qué hora era. El tiempo del reloj pasó a ser algo artificial y
absolutamente externo a las situaciones, por oposición al tiempo vivido en el
propio cuerpo. En ese sentido, traté de hacer un trabajo con el tiempo desde lo
literario, que va desde las variaciones en los periodos de la frase, hasta la
fragmentación de las acciones en los momentos álgidos, para detener y dar,
asimismo, idea de simultaneidad. En la novela no hay fechas: cuando las cosas
pasan, pasan. Si bien al comienzo sí hay algunas referencias concretas: es
domingo de Pascuas e incluso festejan un cumpleaños, luego, a lo largo de la novela,
eso se va desdibujando. Los hitos temporales empiezan a ser otros, los que trae
la propia guerra: antes y después del hundimiento del ARA General Belgrano,
antes y después del primer lanzamiento de un torpedo, entre otros. El tiempo se
construye, dentro del submarino y en la novela, teniendo como referencia los
hechos que van ocurriendo
—Los hombres navegan a ciegas,
hasta sus ruidos pueden crear “un sonido con firma”, es decir, un sonido que
los identifica y delata al enemigo, como el bicho taladro que recuerda el
narrador en las maderas de su casa y del que dice: “el ruido era el bicho”. ¿Cómo
pensaste ese mundo en el que los oídos eran el sentido principal?
—Hay cuestiones, en esta novela, que parecen recursos literarios y en
realidad no lo son. Uno de ellos es esa niebla que los hace desaparecer cuando
parten de Mar del Plata, y esa niebla que les impide ver, las pocas veces que
sacaron el periscopio. Eso fue así (iba a poner que “en realidad” fue así y
cada vez me cuesta más hablar de “realidad”). Y está, por otra parte, la
imposibilidad de ver hacia fuera del submarino (no hay ojos de buey, ventanas,
o como se las quiera llamar, en un submarino). Eso es así, no es un recurso de
la novela. Sin embargo, empiezo a pensar que quizá fueron esas cuestiones las
que me hicieron interesarme por la historia. Ya en Pequeños hombres blancos había un trabajo en torno a eso que
tenemos frente a nosotros y sin embargo no podemos ver, que acá vuelve a
aparecer. De todos modos, en literatura uno no toma todas las decisiones, ni
piensa absolutamente todo. Por eso después yo misma me sorprendo, cuando
alguien me lo hace notar, de las coincidencias, de las constantes.
—El narrador lee un libro que podría
aludir a Los Pichiciegos, ¿cómo influyó lo que se ha escrito sobre
Malvinas, desde la novela de Fogwill hasta la de Carlos Gamerro (Las islas), en la escritura de Trasfondo?
—El narrador lee “La
madriguera” de Kafka. Cuando empecé a escribir la historia del submarino y a
meterme en el cuerpo y la mente del narrador, hubo momentos de la historia en
que tuve la sensación de ser un animal amenazado, encerrado en una madriguera.
Y ahí recordé ese relato y salí en su busca. Lo increíble fue que, cuando volví
a leerlo, había tramos que parecían no hablar del animal, sino de mi narrador,
como si algunas de esas escenas hubieran sido escritas, anticipadamente, para
mi novela. Una novela que releí con atención mientras escribía fue Viaje al fin de la noche, de Céline (de
ahí la escena del caballo de guerra que el narrador recuerda haber estado
leyendo antes de partir). He leído, por supuesto, Los Pichiciegos y Las islas,
dos excelentes novelas y, como creo que ya dije anteriormente, uno escribe
atravesado por sus lecturas.
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