Martin Bohm y su hijo en Touch.
Todo el daño que Kiefer Sutherland hizo como Jack Bauer, en
la serie 24,
Martin Bohm (nuestro mismo actor) parece dispuesto a subsanarlo en Touch.
Y aunque Touch es lo suficientemente
santurrona como para que prescindamos de creer en sus historias, Sutherland es
lo suficientemente Kiefer como para que no olvidemos ni por un segundo de dónde
viene el hombre. No, no es que se trate de una continuación, 24 y Touch
no tienen nada que ver, pero en el mundo súper autorreferencial del cine y
la tevé ya no existen actores inocentes o impolutos: incluso el bodrio
superlativo de la versión 2009 de V,
invasión extraterrestre, incluyó a los actores del original. Además, la
previa a la séptima temporada de 24,
fue precedida en 2008 por un largometraje televisivo llamado Redemption que no
sólo intentaba limpiar al agente Bauer (experto antiterrorista y dueño de unos
métodos que incluían la tortura y la violación de embajadas, entre otras
sutilezas que veíamos fascinados), también pretendía rescatar al actor de la
serie de esas cosas que el inminente gobierno de Barack Obama pondría bajo un
cono de sombras. Es televisión y, parafraseando al poeta,
la actualidad –la del noticiero– es sólo la base, pero es la base.
Tim Kring
es el creador de Touch y fue el
showrunner responsable a la vez de Héroes,
su más prolongado éxito sobre personas comunes que se descubría con poderes
“especiales”, o las más olvidables Strange
World y Crossing Jordan (una
sobre investigaciones militares, la otra sobre investigaciones policiales).
Sutheralnd, en este panorama, viene a ocupar el lugar del santo laico, del gran
pontonero entre el mundo de la ciencia, lo militar y lo suprahumano que, en
definidas cuentas y en el particular mundo de Kring, viene a ser casi lo mismo.
La cuestión acá es la tecnología, antes que la ciencia: de
hecho, la ciencia no da pie con bola en la serie ante el fenómeno del hijo
autista de Sutherland-Bohm, quien ayudado por las comunicaciones satelitales
despliega unas conexiones con gente de todos los rincones del orbe en pos de
aliviar lo que un triste Danny Glover (¡perdón, querido Danny, vos tenés que
ganarte la vida!) define como dolor. Es decir, el dolor del hijo autista (que
en realidad es una suerte de ser superior, un mutante al estilo Héroes o X-Men) proviene de algo así como los cortocircuitos comunicacionales
entre una piba que está en Japón, un muchacho que vive en Irak y quiere ser
como Chris Rock, y así. Por lo general, se trata de locaciones involucradas con
la política exterior estadounidense (con sus categorías como guerra preventiva
y guerra al terrorismo aún vigentes), de modo que Touch es también una sublimación de esa política exterior; si se
quiere, una espiritualización. Y no se trata de que lo político inhiba en sí la
calidad de la serie: productos incluso más reaccionarios como Homeland
son capaces de proezas ficcionales o simbólicas. Lo que sucede, para ir al
grano, es que esa espiritualización de la política imperial es de una
cursilería tal que empaña cualquier cosa que pueda pensarse a partir del
argumento. O sea: ¿hay algo más que esa cursilería de imaginar a un niño que,
como en el último capítulo emitido (en su canal de origen, obvio, porque la
vemos por internet), a partir de un cortocircuito y una conexión global que
implica cierta predicción del futuro salva a un marine que huye de una
emboscada en Irak? Se necesitaría un poder semejante para salvar a esta serie
de la más crasa imbecilidad. 24 al
menos podía exhibir la franqueza casi criminal del régimen republicano. Touch apenas exhibe sus tibios
fundamentos teosóficos y postulan a Kring como la madame Blavatsky de la
era virtual.
La única ficción, en Touch,
parecen ser las posibilidades de la tecnología, lo demás es un turbio manto
dramático en torno al ataque a las Torres Gemelas (cuando enviuda Martin Bohm),
los pesares de un ejército invasor y un niño que se las sabe todas aunque es
incapaz de pronunciar una palabra.
Dicho sea de paso, y ahora que internet abrió la caja de
pandora, quiero decir, la caja “boba”, lo mejor que puede verse sobre este
asunto de las posibilidades tecnológicas de la comunicación es el primer
episodio de la miniserie británica Black Mirror:
no sólo no hay moraleja –no hay espiritualización cursi–, sino que lo que
podríamos llamar el mundo de la comunicación es señalado en el justo e inocuo
lugar que ocupa en un mundo en el que internet es todo aquello que queda por
fuera de la acumulación del capital. En ese primer episodio (“The National
Anthem”: “El himno nacional”), a cambio de una princesa que ha sido secuestrada
exigen al primer ministro inglés que se monte a un cerdo ante las cámaras de
televisión. El conflicto, además de la progresiva desesperación del funcionario
que ve aproximarse la hora del gran acto, reside en ese encuentro desigual
entre lo que circula en la red y lo que los medios, de acuerdo a su pacto
lector y sus obligaciones comerciales con la política oficial, pueden poner en
circulación. Este capítulo de Black
Mirror vuelve sobre la vieja teoría
acerca de qué es la red, hasta donde la conocemos: un laberinto de apariencias
que, lamentablemente, no interviene aún en la acumulación de capital.
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