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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

jueves, 19 de mayo de 2011

una civilización desflecada

Publicado en el Anuario 10.


No sé si vieron la serie Fringe. Trata sobre una guerra entre dos universos paralelos —el nuestro y otro, ligeramente distinto— desatada por un gesto afectivo y desesperado. Esta guerra —y esperen, ya vamos a lo nuestro— implica una carrera tecnológica titánica. El universo alternativo al nuestro tiene agentes de este lado y su forma de comunicarse con su mundo es mediante una máquina de escribir y un espejo en una habitación cerrada, en la que el agente se recluye: las respuestas le llegan a través del reflejo de la máquina, que tipea sola —sin que se vean las manos de quien la opera— en el espejo.
Ahora bien, en el marco de esa carrera tecnológica que postula la serie, la máquina de escribir y el espejo son objetos de colección —no son los únicos— y, lo que más nos interesa: son objetos de colección que funcionan como pasajes entre dos mundos. Es, para decirlo con las palabras de nuestra coterránea, la filósofa Silvana Rabinovich, “un porvenir que asalta desde un pasado remoto, siempre extranjero”.

Me gusta pensar que al menos dos de los trabajos que vi en octubre, entre las varias muestras que hubo en Rosario, se emparentan con esta “idea”: la de objetos de una colección que operan como pasaje entre dos mundos.
Me refiero a la muestra Collages, de Eduardo Stupía —en las Galerías del Centro Cultural Parque de España—, y a El silencio de Virginia, de Paulina Scheitlin —en Curando a Alfonsina, el espacio de la biblioteca popular Alfonsina Storni, de Ovidio Lagos 367.
En ambas los artistas operan con materiales “tradicionales” —ya me explicaré—, en ambas se percibe, antes que nada, un gesto: la recolección de imágenes, de escenas, de iconos, de ilustraciones, de trazos de un mundo que se descubre en retirada en el mismo momento en que cristaliza ante los ojos.

Fringe significa fleco y, por extensión, margen, marginal. Las imágenes de Scheitlin caben acaso en la definición de “marginales”, pero es mejor decir que son como flecos. A ver, el diseño de una ciudad es una pantalla política: nos muestra las decisiones políticas, el modo en que su élites y su gente habitó un espacio y peleó por él; nos muestra qué fue considerado central, qué quedó relegado a los márgenes; qué de aquél centro no pudo sobrevivir a las nuevas centralidades y así permanecen como flecos, irradiando una suerte de penumbra sobre el espacio mutante de lo central.
Scheitlin escogió una serie de fotografías tomadas en distintas ciudades: Rosario, Buenos Aires, Montevideo. Pero aquí las ciudades importan menos por su faz más luminosa que por aquella penumbra irradiada. Lo que vemos de esas ciudades en las fotos de Scheitlin es, de alguna manera, lo que la agente Olivia Dunham , en la serie Fringe, ve en el espejo de la habitación cerrada.
La muestra de Paulina se llamó El silencio de Virginia. Digo “se llamó” porque cuando Scheitlin me lleva a ver las fotos a Alfonsina la muestra ya fue levantada y para ver las imágenes enmarcadas tenemos que ir recogiendo cada cuadro de una pila. Luciano Ominetti, observador sensible e inquieto —un guía para mí en esta comedia del arte—, insistió en que echemos un vistazo a esas fotos, pero cuando al fin nos encontramos en el centro para ir hasta Lagos al 300, una gavilla de inspectores de tránsito le llevó el auto al corralón y allá está, desembolsando unos 200 pesos para sacarlo, mientras miramos estas fotos entre viejos ejemplares de la editorial Tor o Claridad de los años 50.
El silencio de Virginia es por Virginia Woolf, me dice Scheitlin, y señala, impresa una cita de La señora Dalloway: “Todo aquello, tranquilo y razonable como era, hecho, como estaba, de unas cosas ordinarias, era ahora verdad; ahora la verdad era la belleza” (en el original, incluso, Woolf escribe: “Beauty was everywhere”). Se refiere —Scheitlin se refiere— a que esas imágenes que ha “robado” —porque su técnica consiste en pasar desapercibida mientras dispara con una Canon analógica que hay que enfocar a mano— en hoteles sin estrellas, en lavanderías, en viejas galerías, en boliches, verdulerías o en la calle, desde el colectivo, sin que los sujetos en el cuadro sospechen que están siendo fotografiados, esas escenas de una ciudad desangelada son parte de algo bello, acaso de la Belleza. En fin, es lo que Paulina dice.
Porque antes estuvimos charlando, caminamos como ocho o nueve cuadras hasta que encontramos una esquina de Pichincha con un bar que tiene mesas en la vereda, donde podemos fumar y charlar. Me dijo que saca fotos todo el tiempo y que un texto, como la cita de Woolf, es un punto de partida, como si las imágenes vinieran a desarrollar ese postulado de la lectura, como si eso “ordenara la mirada”.
En sus imágenes hay muchos tubos fluorescentes, espejos —espejos manchados, como desteñidos—, vidrieras que conocieron días mejores, gente sola en los bares, en un mostrador. Trataba de explicarse sobre estos lugares y, a falta de un término mejor, les llamó “no-lugares”, y enseguida me dijo que no le gustaba esa expresión. Y después me dijo que esos espacios “son realmente el espíritu de la ciudad”, pero que son bares, hoteles, lavanderías que “están  pero no sabés dónde”. Me digo, le dije entonces: sitios que atraviesan los límites de una ciudad y se revelan como el sustrato, el humus sobre el que se erige la vida en la ciudad. Algo así.
Son unas 26 fotos. Me gustan todas. Vistas ahora en esa pila, en la biblioteca, parece que pertenecen al lugar, que son parientes de esos libros viejos —influyen los marcos, claro. Reconozco un lugar en una de las fotos, una galería del subterráneo de Buenos Aires. Lo que aparece en primer plano es un mostrador de cerámicos amarillentos, un servilletero de plástico y, en el medio, un espejo cachado y sucio y, reflejado en el espejo, el puestero de lo que parece una cerrajería que ha descubierto la cámara. La luz —Scheitlin no usa flash— tiene ese tono uniforme y esmerilado del fluorescente, y las paredes son de un azul viejo y, arriba, a la derecha, se ve, fuera de foco, la imagen de un gatito en un almanaque.
Y hay otra, llamémosla “Compro oro”, porque lo primero que llama la atención es el letrero de “Compro oro” pintado en el vidrio del negocio. La foto fue “robada” desde la calle y la toma captó la serie de reflejos. Resalta nítido, en el fondo, el joyero, bajo la luz de la lámpara de escritorio. Tiene puesto unos lentes de marco metálico y observa una pieza en las manos. Lleva puesto un saco, una corbata. El hombre que está sentado frente a él en el escritorio tiene la camisa arremangada y un pulóver colgado de los hombros. Y sobre el margen izquierdo de la imagen se ve, casi diluida en la zona más oscura de la foto, el rostro aindiado de una mujer de campera blanca con las tiras de un bolsa colgadas del hombro derecho que, evidentemente, espera su turno para ser atendida por el joyero. A mí se me hace que esta foto, que no es acaso la que prefiero, sintetiza esos flecos de ciudad que retrata Scheitlin: una penumbra llena de reflejos y allá, en el fondo, una luz artificial que ilumina la más antigua de las transacciones comerciales —la compra-venta de oro—, mientras los pobres esperan ser atendidos a un costado. Tal vez por eso le digo que me recuerda a Edward Hopper —por eso y porque lo poco que sé de pintura lo sé en relación al cine—: por la soledad de los personajes, por la luz de esos cuadros urbanos. También Hopper trabajaba sobre aquellas escenas en que la modernidad se desflecaba. Pero quién sabe.


Me dice Paulina que Scheitlin, en alemán antiguo, era el nombre dado a esas raquetas que se usan para caminar sobre la nieve. Y se me ocurre que también sus fotos son un modo de caminar con ese tipo de raquetas: evitan que ciertas imágenes se hundan en la ceniza del tiempo.
Edward Hopper: Automat (1929) y, arriba, Hotel Windows (1955)

Paulina Scheitlin retratada por Luciano Ominetti.

Moderna ingenuidad
Decía que tanto Scheitlin como Stupía trabajan con materiales “tradicionales”. Me refiero en realidad a que ninguno de los dos (y salvando las distancias, porque Stupía es un maestro sobre quien no hacen falta introducciones) se ha preocupado por montar alguno de esos aparatosos dispositivos del arte moderno que a fin de cuentas desnudan una intención antes que una pieza, producto del oficio y la reflexión. Como dice César Aira: “Lo moderno está habitado por una gran ingenuidad, es una corriente de ráfagas pueriles”.
Bien, Stupía no es moderno en ese sentido. Y, en otro, se me hace que es muy literario, o al menos lo es —lo fue— Collages. De hecho, la muestra está dedicada a Héctor Libertella, al trato que Stupía tuvo con Libertella, y se inauguró en el marco del XVIII Festival Internacional de Poesía de Rosario, el 21 de septiembre de 2010. Confieso que tuve acceso al material del catálogo —textos de gente muy vinculada a la literatura: Daniel Samoilovich, director del Diario de Poesía, del que Stupía es director de arte; Edgardo Dobry, Guillermo Saavedra, entre otros— muy temprano. Leí esos textos, a caso a las disparadas, y ahí quedaron, diluidos en el fragor de otros trabajos. Pasado el momento de la inauguración, cuando todos estábamos demasiado ocupados en nosotros mismos como para distraernos con las obras, volví a las Galerías del CCPE para ver los collages. Volví con mi hijo de 4 años. Porque era un sábado, o un domingo, y estaba con él y, si bien no era una gran salida para un borrego que le gusta jugar al balompié, se me ocurrió que algo podíamos inventar.
Lo primero que le mostré fueron las imágenes de esos señores siglo XIX cuyos rostros habían sido reemplazados por botones, por artefactos fabricados en serie. Me decía que acaso cierto terror que emanaba de la mutación de la figura humana, tan central y tan expuesta en esos patches de imágenes que había hecho Stupía, podía influir en mi hijo. Y algo de eso debe haber sucedido, porque la primera reacción fue un “Vamos”, con el que mi niño catalogó varias secciones de la muestra, que a su vez ocupó los tres túneles del CCPE. Entonces tenemos al niño, que en un momento opta por jugar solo debajo de la mesa de una de las vitrinas donde hay unas revistas de los años 40, tenemos esas figuras decimonónicas transfiguradas y otras, que simplemente han sido pegadas a un bastidor —imágenes en color de niños jugando en una ilustración cercana al 1900: unos juegos en jardines, con aparatos lúdicos sencillos y extemporáneos como unos palos con ruedas o ramas convertidas en caballos, siempre ahí afuera, ajenas todavía a la intimidad de la casa, que permanece siendo territorio del adulto (me refiero a lo que muestran las ilustraciones), en un jardín cedido a la infancia, de cuando la casa (citando a Le Corbusier) no era aún “una máquina de vivir” y, sobre todo, cuando el interior de la casa era todavía el ámbito de intercambio simbólico y económico de la burguesía; bueno, cerremos: de cuando la casa no había llegado a ser el producto en serie de esa burguesía que, en las imágenes, aún jugaba en el jardín—. Sí, ya sé que lo que está entre guiones es un entrevero de cosas. ¿No lo es un Collage? Como último detalle de esa escena que había empezado a describir estoy yo con una libretita —tapas imitación del libro Suite francesa, de Irène Némirovsky y hojas en blanco, regalo de editorial Edhasa— donde anoto mis impresiones.

Conspiración
Quería decir que salí de la muestra, llegué con el niño a casa y volví a mirar el catálogo, hasta que me encontré con que lo que había escrito Samoilovich se parecía mucho a lo que anoté yo: los dos —y guardemos las distancias de nuevo, por favor— insistíamos con cierta cosa enciclopédica en Stupía, y los dos, junto con Dobry, señalábamos el afán del coleccionista: la muestra, los collages, eran también una colección de accesorios en “libros menores” —lo escribe Graciela Fernández en el Catálogo—; ilustraciones, figuras, en todo su sentido, que daban cuenta de una operación enorme y pueril —con “pueril” me refiero a la tarea de esas ilustraciones, no a la de Stupía—: la fabricación del hombre contemporáneo, del hombre moderno —y vale recordar que Baudelaire, quien acuñó el término “moderno”, lo hizo para referirse a las relaciones sesgadas, fragmentadas— y, a la vez, los Collages de Stupía, dedicados a ese escritor gigantesco y solapado que fue Libertella, parecían contar, a través de sus secciones —Mensajes cifrados, Anónimos, Enmascaramientos, Paisajes, etcétera— el crimen y su escena de ese hombre. Es decir, no sé si esto que digo de Stupía y sus collages funciona así. Pero me despierta sospechas este texto, que Stupía escribe con retazos de letras tomadas de revistas —el icono clásico de la nota del secuestrador— en uno de sus “Enmascaramientos”: “El extraordinario Error de un conspirador ECHA NUEVA LUZ SOBRE las relaciones de la forma”. Vamos, que las relaciones de la forma no son otra cosa que el arte. ¿Y quién es ese conspirador?
Entonces miro las vitrinas con revistas viejas —debajo, recuerden, está mi hijo jugando Dios sabe con qué— y me encuentro con una que se llama Hobby, de 1940, y con otra abierta en una publicidad de Kodak que dice: “En un retrato… los que amamos están siempre muy cerca. Para un retrato magistral confíe en un profesional”. Y así, las páginas amarillentas informan sobre un futuro lleno de cercanías (por ejemplo el túnel París-Londres, los avances de la medicina), una promesa de futuro que acaso conspira contra ese futuro que ya llegó y del que parece aislarse la muestra donde estoy con mi niño, anotando en el falso librito de la Suite francesa. Y me digo claro, es como en Fringe: cada comunicación entre este mundo y ese otro, postulado en las revistas, es una conspiración y, a la vez, implica una serie de objetos coleccionables como anacronismos.
Lo de Stupía nos recuerda que mirar las miradas del pasado sobre el futuro es un acto de conspiración, y que esa conspiración no es otra cosa que el arte. Pero, de nuevo, quién sabe.

 El catálogo de Collages y una imagen de Luciano Ominetti de Un jardín francés.

Glow
Por último, con Luciano Ominetti fuimos a otras muestras. Por ejemplo, estuvimos en la inauguración de Un jardín francés, de Lisandro Arévalo y Noelle Liëber en el espacio WIP (de Work in progress, men) de el Café de la Flor, en Mendoza al 800, a media cuadra de El Círculo. Donde la idea, concepto o whatever de los artistas era intervenir el espacio, una acción antes que una obra —el que me explica esto es Luciano—. Liëber, una joven de un atractivo decimonónico, me dijo que lo del Jardín francés venía de unos viejos papeles de pared con figuras exóticas, a las que ella y Arévalo habían reconvertido según una iconografía personal de libros y películas, desde el afiche de La guerra de los mundos, el film de los 50 basado en la novela de H.G. Wells, hasta la más reciente Sed (Bakjwi, o Sed de sangre, ignoro cómo se llamó comercialmente el film en el país, al que se puede acceder fácilmente en la red), dirigida por el surcoreano Park Chan-wook. Estas figuraciones se agrupaban en dos franjas en las dos paredes enfrentadas del espacio del bar y funcionaban de forma distinta según estuviese la luz encendida o apagada. En el último, caso unas líneas de pintura fluorescente —a la que se llama glow— sobrevivían a la oscuridad generando una inquietud divina. El momento terrorífico de la muestra aconteció cuando unas jóvenes damas repartieron unas copas de vino Septiembre.

Realpolitik
También, un agradable viernes 8 de octubre al caer la noche, fuimos con Luciano al maravilloso Museo Castagnino a ver la muestra Un invento del tiempo, del arquitecto Oscar Niemeyer, donde logramos llevarnos un flyer de El Puerto de la Música, el proyecto que firma Niemeyer para la realización en los muelles rosarinos de un complejo cultural con salas de conciertos, de exposición y un montón de cosas más. La muestra, donde había objetos inventados por Niemeyer en los que intentaban jugar los hijos de los funcionarios que visitaban la inauguración, fotos y planos de otras obras del brasileño centenario desparramadas por el mundo, además de maquetas explicativas, videos y toda la parafernalia necesaria para entender la importancia de Niemeyer —fue el arquitecto de Brasilia, lo que amerita una y cien exposiciones—; la muestra, decía, se convirtió en un acto político en el que intervinieron el intendente rosarino, el gobernador santafesino y un legislador, además de haber convocado un destacado número de funcionarios que de otro modo es difícil llevar a un museo. Todos hablaron a favor de la cultura y celebraron que una de las últimas obras de Niemeyer se realice en Rosario, ciudad que desde el principio de la gestión socialista se ha transfigurado, embelleciéndose en su urbanidad y multiplicándose en una monumentalidad que tiene escasos parangones: su nuevo hospital de Emergencias, sus centros de distrito, sus zonas ferroviarias remodeladas; su río, devenido hoy casi una construcción de la urbe. En fin. Sin embargo, pese a que el arte no puede no ser político, esta muestra, con toda esa afirmación de la necesidad del Puerto de la Música —que en los últimos días había sufrido los ataques de una oposición que arguye con la cháchara de la señora barreveredas—, resultó la menos política de todas: la grandeza explícita de su discurso y su puesta en escena borró con cualquier rincón penumbroso en el que un paseante pudiese hallar guarida para un acto de resistencia.
Pero quién sabe. Como decía aquél predicador del balompié que arrojaba sentencias como gárgaras desde la televisión, mientras sostenía en la mano un cigarrillo en una boquilla, “por lo menos así lo veo yo”.

 Niemeyer en el Castagnino: atrás el intendente Lifschitz y el gobernador Binner.