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miércoles, 11 de mayo de 2011

libro del engaño y del desengaño

© Angel Faretta. Leído en la presentación de Libro del engaño y del desengaño, de Jorge Aulicino. Librería Hernández, Buenos Aires, 9 de mayo de 2011. Tomado de Estación Finlandia.

Todos –creo– recordamos la música que escribiera Nino Rota para la versión de El Gatopardo de Luchino Visconti. Es una serie de variantes de notas altas y bajas que se suceden formando breves compases de tonos muy contrastantes. Las primeras parecen aspirar a ser un prólogo, pero luego, en decrescendo, las segundas afirman lo contrario, frustrando intencionadamente a la primera entonación.
Si no he entendido mal, aquí quiere expresarse como un correlato musical uno de los sentidos posibles del film. La de una épica frustrada, tan solo prologal. Claro que el film –no Lampedusa– intenta salvar siquiera la belleza de ese prólogo de una épica no cumplida.
Si no hay épica o ésta es el eco o el prólogo de una ópera que jamás llegara a ponerse en escena, queda la expresión lírica como el único lugar poético posible para preguntarse por esa posibilidad épica. Claro que la lírica muchas veces se vuelve un cuarto demasiado estrecho, y como en un relato de terror o una pesadilla ambas paredes o el cielo raso y el piso comienzan a moverse, amenazando con aplastar al solitario huésped lírico de tal habitación.
Para evitar esto se busca una expresión lírica abierta que incluya el eco histórico que fuera llamado a volverse épica. Aunque el llamado no fuera oído o llegara tarde, queda –nos queda– la posibilidad de sumarlo a una poesía lírica que se ve y se oye así abierta hacia otras posibilidades expresivas.
Creo que la mejor poesía que se viene escribiendo entre nosotros en los últimos veinte o treinta años mantiene esa tensión entre ambas voces. Atrás quedó por fortuna esa lírica estrecha de tarde de domingo nublado. Se consolida una expresión poética que participa tanto la evocación histórica con acento coral como del doliente yo que debe pese a todo seguirle cantando.
El más subrayado, destacado, alto exponente de esta corriente poética es mi amigo Jorge Aulicino. Lo declaro así no solo para enorgullecerme de tal condición sino para dar la otra mejilla crítica a todo aquel que desee juzgarme como parcial en mi admiración por su obra poética.
Su breve poemario Máquina de faro nos ofreció resumido en breves ocasiones –tal el correlato poético italiano de la epifanía– lo que será esta voz que se dilata hasta torrencialmente en el siguiente libro Cierta dureza en la sintaxis. Aquí, claro, lo duro no sólo es lo sintáctico sino lo que debe rememorar el poeta. Este tiene –como todos los hombres– dos historias. La propia, familiar, casi intransferible, y la general, la de su tiempo y país y la de sus pasiones y elecciones civiles y religiosas.
Como argentino descendiente de italianos –como somos ambos y aquí me permito pasar al plural– el doble vínculo se hace todavía más dilatado. Porque a diferencia de casi la otra mitad de nuestros compatriotas, esta no era la lengua a la que estábamos destinados. Entonces ella, la lengua castellana ya en gran parte reconfigurada por nuestros primeros poetas gauchescos, tuvo por parte de los descendientes de europeos no hispano-parlantes, una segunda reconfiguración cuya primera formulación es sin lugar a dudas la poética del tango.
Pero ahora corre por cuenta y –claro está– que de riesgo de poetas de las últimas décadas proseguir esta reconfiguración. Para ello se prefiere el empleo de esta lírica con lejanas resonancias épicas que actúan a modo de bajo continuo de la melodía solista que no desea ser solipcista.
Así en la primera sección, Libro del engaño y del desengaño, el poeta parece recorrer un paisaje en ruinas pero que no pertenece a ninguna zona terrena o catastral localizable en algún punto ciudadano o de extramuros, sino a un paisaje mental. Pero un paisaje recluido a su vez en una sección de la mente que ya la ha transfigurado en otra cosa. “ávida de habitar los huecos grises del pensamiento” como dice Aulicino.
Claro que en estos huecos habita también la historia vivida como épica concreta, partidaria, partisana. La que el poeta ve también en ruinas. Pero aquí no tenemos Las cenizas de Gramsci sepultas en un patricio cenotafio romano, sino las cenizas de fantasmas que sorbieron café sentados en los mismos muebles y que solo pertenecen a la memoria particular que trata de llevarlos, casi de parirlos hacia un afuera lírico en el cual esperan el nacimiento cada uno de los lectores de este libro.
A veces los fantasmas se personalizan como en la segunda sección, llamada doblemente “Epílogos” y, entre paréntesis, “Ghosts” es decir “fantasmas”, “espíritus”. Como si lo doble fuera aquí emblematizado por su binaria signatura idiomática. Estos pueden ser Stalingrado, el amigo poeta Raúl Gustavo Aguirre, el primer maestro González Tuñón, o el propio yo lírico que se refleja en el desdichado protagonista de la novela Soy leyenda de Richard Matheson: el ultimo hombre en una sociedad de vampiros. Siendo –como se recordará– ese único humano el ahora anormal y monstruoso.
Así esta lírica doble, esta doble lengua por habitar una que no nos estaba destinada, se vuelve emblema con la identificación con el Robert Neville de esta fábula fantástica.
Tras ello Aulicino nos llevará en su periplo poético a sus variantes de dos poetas chinos como –en un gesto que también ya es historia– ese repetido pedido de socorro europeo y occidental a un Oriente que finalmente solo era poesía. Otra poesía...
Llamar a la última sección del libro “El árbol de Baudelaire” es una cauta declaración de principios. Más bien una declaración púdica. Ya que Jorge es un poeta de pudores. Claro está que si a pudor le devolvemos su auténtico significado que no refiere a vestimentas ni menos a evitar llamar las cosas por su nombre. El tema, el problema es que llamar a las cosas por su nombre auténtico es la tarea esencial del poeta. Pero ahora el poeta ya no debe ser un fingidor sino un cavador. Un arriesgado espeleólogo para hallar la veta originaria sepultada por tanta profusa flora parasitaria. Claro que para ello el yo lírico debe una vez más confesar cuál es el hábitat en donde se mueven sus recuerdos personales.
Escribe: “El problema te lo diré sin vueltas, es que yo podía, digamos hace cuarenta años, entrar en un café que era oscuro y verdadero” Aquí puede caerse en la auto trampa de someter y embutir esto en la mohosa cárcel de la nostalgia. Pero en los versos sucesivos esto se hará muy claro: “Verdadero en el sentido de que era nuestra posesión, y había sido la posesión de los viejos, de los nuestros, y desconocidos viejos, aunque familiares pues estábamos seguros respondían a consignas migratorias, podía nombrar sus pueblos tan antiguos como el café a que me refiero”.
Así que no se trata aquí del treno alzado por el reemplazo turístico de un pasado fabricado al gusto de otros europeos ahora apocopados en “euros”, sino porque ese era el ámbito cuyas coordenadas se confundían con nuestro lugar de origen.
Ya en comienzo mismo del primer poema de esta sección –titulado “La clase”– se habla de un jardín interno. Allí se desliza una sombra, pero atención la sombra es de antigua evocación aunque no tan antigua como lo que evoca. Parece que este jardín interior más allá que haya existido y siga existiendo en algún patio trasero real de algún lugar de Buenos Aires, se ha vuelto figura de un pequeño paraíso particular y seguramente un retoño de esos verdes paraísos infantiles del propio Baudelaire. De cuyo árbol ha salido este gajo injertado en suelo americano y que clavado en estas llanuras parece ser esa misma sombra que se desliza por el jardín de lo propio. Y la sombra evocada y que no ha faltado a la cita comienza a cubrir a toda nuestra ciudad.
Dice “Ese hilo de oscuros entramados se extiende por las fachadas desde el barrio norte a la Boca cuyas nieblas londinenses no huelen mejor que en Londres cuando el Támesis no había sido despojado del barro de siglos de fajina portuaria”. No podemos –como se ve– salir de la historia por más que el árbol de Baudelaire nos ofrezca su sombra para cobijarnos de nuestra intemperie.
Así también aparecerán el tango y la ópera como dos voces sucesivas una traída y otra retraída aquí. Dos melodramas, uno extenso y otro breve, pero ambos con una misma intensidad. Ambos que son también la forma posible de una épica lejana que se transfigura en la lírica cercana cuya cercanía es la resolución de esa dualidad originaria. En esta sección el árbol de Baudelaire tiene ramas particulares crecidas en ese transplante trasatlántico pero que no por ello dejan de retrotraerse a lo europeo originario. Claro que no por eso la razón lírica olvida la abigarrada posibilidad de habitación de la hasta prácticamente ayer altiva ciudad porteña: “Todas y cada una de las ventanas de esta ciudad/son otras tantas perspectivas: a menos que entremos/en los detalles, no entraremos en historia, tal vez.”
Este espacio hecho de detalles, que conocemos como historia se ha vuelto tarea en general y lírica en general de buena parte sino todos los argentinos de nuestra generación. Ya no es el espacio abierto e ignoto de la gauchesca, ni la fundación lírica de Buenos Aires con la poética del tango, dos cosas, por cierto, perfectamente conseguidas. Tarea cumplida, podría saludárselas.
Ahora se trata de otra cosa. Y –si puedo expresarme así– tras la prieta ensoñación lírica doméstica –con las excepciones del caso, claro–, de la generación que nos antecedió se trata de un tarea lírica muy diferente...
Ahora se trata, quizás, de hacer propia una desposesión diría con cierta temeridad conceptual. Precisamente es en esta misma sección del libro, “Todas y cada una”, donde Aulicino hace las paces que como toda paz implica ciertas concesiones. Con asombro mira su ámbito familiar, con menciones al hilo de Ariadna y al Aleph para proseguir sin pausa la doble signatura de todo este libro. Al ver el tráfago cotidiano y buscar su correspondencia poética con la materia que la ciudad le presente reflexiona: “Claro está, Baudelaire: nos rodean símbolos familiares. Esos símbolos son ¿cómo te diría? extremadamente familiares; señales de tránsito, semáforos, bocinas. Un bosque de símbolos completamente familiares. Las caras son símbolos familiares. Las carteleras son símbolos familiares. Pero si salimos de ese tejido en el que nos movemos, familiares, no encontramos una gramática nueva o extraña.”
De nuevo la desposesión. Una que se nos da también doblemente, la personal con su historia de europeo desplazado a cuestas y la general de todo aquel de ese origen que contempla, comprende también melancólicamente que este laberinto o bosque de signos que no guardan más que una correspondencia banal, debe, tiene necesariamente que decir y decirnos algo. Ese “nos” imperativo es el que mueve este libro del engaño y del desengaño en rumbo hacia una fe ¿Cuál? Aquí es cuando callamos por nuestra parte...

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