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lunes, 30 de noviembre de 2015

un herodes argentino

El 2 de abril de 1982 se concretó un plan llevado adelante por un Estado terrorista que estaba en decadencia: un ejército comandado por militares que se habían formado en la tortura y el asesinato de civiles desarmados y mujeres embarazadas desembarcó en Puerto Stanley (Puerto Argentino) con el fin de tomar las Islas Malvinas. La orden para el desembarco era no causar víctimas entre la tropa inglesa que fue tomada por sorpresa. Y así fue, murieron sólo dos militares argentinos. Durante la guerra, que duró dos meses y doce días, la gran mayoría de los jefes militares argentinos llevaron adelante la tarea para la que habían sido formados: estaquearon y torturaron a los soldados conscriptos y huyeron como ratas cuando se acercaba el enemigo. Sin embargo, los soldados fueron valientes, pelearon solos, se repusieron de la hambruna a la que los sometieron sus jefes –tan estúpidos que llevaron cocinas de campaña para alimentar a leña en un territorio donde no hay árboles ni madera– y, a su vuelta, fueron silenciados y ninguneados por las autoridades y también por una sociedad que no quería saber del fracaso estrepitoso de esa guerra y esa dictadura que había sido aclamada por la mayor parte de la prensa y la ciudadanía.

Si se quisiera contar esa historia, ¿cómo hacerlo? ¿Hay algo para decir de semejante atrocidad? 650 soldados argentinos murieron en esa guerra y otros 450 se suicidaron más tarde, solos, tildados de locos. La guerra de Malvinas es aún, pese a las pensiones y reivindicaciones de los últimos años, un agujero negro en la historia. Pensar en su perversidad lleva al desquicio.
En “Hedor”, el primer relato de Herodes, Pablo Bilsky de algún modo atenta la resolución de ese interrogante: ¿cómo narrar la atrocidad?
La anécdota de ese relato inaugural y capital es más o menos así: un periodista va a cubrir el descubrimiento de un cadáver en un bosque de eucaliptos de Capitán Bermúdez. Es un hombre, pero está vestido de mujer, lleva las prendas chillonas de una mujer y yace bajo los árboles, el cuerpo está descomponiéndose y despide un olor que inunda el bosque. El hombre es un ex combatiente de Malvinas, es un soldado que sobrevivió a la guerra y yace allí con un vestido de mujer raído. Los vecinos le dicen al periodista que no era un travesti, que sencillamente se disfrazaba de mujer y se ponía un almohadón bajo la ropa para parecer embarazada. Como aquél psicótico de Freud, que se decía “la novia de Dios”.
Pero el relato no es la anécdota, sino un festín casi orgiástico de palabras e imágenes que reactualiza esa guerra, esas batallas ahora recuperadas y ganadas gracias a unas municiones hechas de lencería pobre y baratijas. Allí desfila la guerra por Rosario, por el bosque de eucaliptos; desfila con todos sus protagonistas, desde el intendente adepto a la última dictadura, Alberto Natale, al director de la UNR, Humberto Riccomi, pasando por jefes militares y policiales, por los programas de cine –encabezados por Olmedo y Porcel– y televisión –donde se emitía Calabromas; hasta el Topo Gigio desfila en esas páginas. Una procesión que se desprende como un vaho de una libreta de periodista que se humedece con la bruma allá en Capitán Bermúdez. Pero no sólo Malvinas, los comandantes de las guerras imperiales y coloniales británicas también flotan en esa bruma e impregnan con sus nombres una escritura que, cuando parece volcarse hacia el delirio muestra su verdadero nervio: la furia, una furia arrasadora como aquella que leímos en LèonBloy cuando vomitaba su rabia sobre los ricos parisinos que habían muerto quemados en el Bazar de la Caridad.
Con el tono de los ácratas y los blasfemos, Bislky ensaya un relato de ese desquicio en un hallazgo tan macabro como el plan de aquella contienda: el cadáver de un ex combatiente –el hecho es real y fue cubierto por Bilsky mientras era periodista de un diario de Rosario. El plan recuerda aquél de El corazón de las tinieblas, en la que el capitán Marlowe descubre en un rincón del África profunda, en medio de una orgía de sangre y desenfreno, que en la otra punta de esa expedición había unas tiernas viejitas que tejían calcetines en la oficina de la compañía naviera en Amsterdam.
Un plan que sólo la literatura puede llevar a cabo, un plan que no acepta la comunicación –por eso su protagonista es un periodista, no un comunicador; por eso lo que narra es algo que parece desprenderse de una libreta empapada y escapa al hecho duro que tiene enfrente y se disuelve en la bruma– y deja todo en ese magma de palabras con las que descender al fondo más oscuro del gran agujero de la Historia.
Horacio Çaró y Pablo Bilsky presentan Herodes este miércoles a las 19.30 en Ricchieri 452.

jueves, 26 de noviembre de 2015

halperin donghi y gonzález: desencuentro y homenaje

Sobre las Jornadas Halperin en la Biblioteca Nacional

UNR/UNER | amoreiraar@yahoo.com.ar

La Biblioteca Nacional ha editado las Jornadas Halperin Donghi. Entre el espejo de la historia y la tormenta del mundo que tuvieron lugar en junio de este año 2015. Pero lo que me interesa es recomendar el video de la apertura del encuentro a cargo de Horacio González, que se reproduce al lado de la ponencia Los tiempos que se quiebran.
Como se verá, en el comienzo de su alocución González recuerda sus intentos de vincularse con Halperin, su invitación para escribir en la revista de la Biblioteca y las sutiles y no tan sutiles negativas del historiador, entre ellas la última carta en la que afirma que no quiere “participar de una experiencia que me recuerda tan fervorosamente los pasos decididos que da un país hacia su necesaria decadencia”.
El enlace está arriba, pero acá va de nuevo: Video de H. González. 

Ese breve pasaje me recordó que hacia el 2006 [en realidad fue en octubre de 2004, año del III Congreso internacional de la Lengua Española] la cátedra de Literatura Argentina de la Facultad de Humanidades y artes de Rosario, a cargo de Martín Prieto, organizó un ciclo en Biblioteca Argentina. En una de las jornadas expusieron Horacio González, el mismo Halperin y el escritor Sergi Raimondi de bahía Blanca quien a la sazón resultó la revelación de la noche. Después el grupo fue a cenar a la vuelta, por calle Roca. Y allí fuimos testigos del momento en que González se retiraba a medianoche para pegarse la vuelta en ómnibus a Buenos Aires, como tantas otras veces. Pero antes se acercó a Halperin y a Adolfo Prieto que lo acompañaba y los invitó a hablar en Biblioteca Nacional. El gesto de González era de respeto, el de un alumno que saluda a sus viejos profesores, a dos bronces, y su invitación no era un formalismo para cerrar la conversación sino que se la advertía muy seria e insistente. Tanto uno como el otro se mostraron sorprendidos por la invitación y sus La respuestas fueron amablemente evasivas, Halperin respondió que ya regresaba a Estados Unidos, que quizás podría ser en el futuro. Apenas retirado Horacio, Halperin, irónico, agregó que ese futuro no llegaría nunca porque si algo era seguro era que González no duraría mucho en su cargo, y cualquier otro lo ocuparía al año siguiente.

martes, 24 de noviembre de 2015

vuelta a la manzana

Hace muy poco un amigo volvió de un viaje de dos meses por China y me decía que es notable la ausencia de la cultura del rock, que no sólo se manifiesta en la música (loas pop al Partido Comunista, entre otras cosas), sino en la vestimenta (entre la etnia dominante, la han, casi no existe la posibilidad de ver a alguien con la remera o la camisa fuera del pantalón) y en los distintos gestos sociales.
Definido como cultura, el rock viene a ser un modo de apropiarse de ciertos bienes inmateriales, de hacerlos circular; la matriz de un relato, el marco de un retrato que tiene a la calle como paisaje y a la ciudad como escenario.
En “La vuelta a la manzana”, un proyecto transmedia –puede verse, escucharse y recorrerse en la web en vueltaalamanzana.net– que se difundió también radio Universidad, Federico Fritschi invita a un músico a recorrer las calles de Rosario en las que creció, o las que lo vieron trasnochar en los años explosivos de la juventud, o las que dibujan un mapa creativo sentimental: salas de ensayo, de concierto, bares y fondas. En ese trayecto Fritschi –acaso uno de los periodistas que mejor encarna en la ciudad eso que, a falta de un término mejor, llamamos cultura del rock– conversa con César Coki Debernardi, Pablo Pino (Cielo Razzo), Juani Favre o Carlo Seminara entre otros que suman hasta ahora treinta y cinco invitados.
Este jueves a partir de las 21 en McNamara (Tucumán 1016), Fritschi y su equipo harán una intervención para “visibilizar el proyecto”: se podrán ver piezas audiovisuales, habrá música en vivo de Pablo Pino y Tato Vega (de Los Schoklender), que son dos de los invitados a dar la vuelta a la manzana.
“Rosario es el rockanroll”, dice Diego Popono Romero (cantante de Los Vándalos) mientras recorre calle Arribeños al 1200, en barrio Luz y Fuerza (Rondeau y Circunvalación). La gente lo saluda a los gritos a veces. Fritschi cede el micrófono al sonido ambiente.

En 16 minutos y chirolas Pablo Pino recorre Carriego, San Luis, Gutenberg y San Juan, las calles de su infancia. La corneta del churrero es la música de fondo mientras Pino habla de su pasión por el dibujo, que dejó por la música (también la intervención en McNamara reivindicará ese oficio de dibujante). Las fotografías de Maximiliano Conforti en cada vuelta a la manzana son otro de los aciertos que pueden apreciarse en el sitio: imágenes que retratan detalles, un ángulo de un edificio, una postal anacrónica, el entrevistado a veces a contraluz, dibujan otra trama en la superficie de la entrevista.
“Gente que habla un mismo idioma”, dice Pino. No se refiere necesariamente al español, sino a algo, acaso un tono en el que está Rosario, está el rock, el barrio, una visión del mundo y, en definitiva, una percepción de la “calle”, ese espacio que hay que desandar para volverlo privado, único, barrial, para al fin hallarse en un camino menos público que comunitario.

Debernardi en cambio elige una vuelta por las calles del bajo rosarino de los 80: Tucumán, avenida Belgrano, Urquiza, San Martín; adonde aterrizó a principios de esa década desde su Cañada de Gómez natal para hacer Bellas Artes antes de convertirse en el líder de Punto G. Del cabaret Las Vegas a los ya desaparecidos Luna y El Barrilito (en Tucumán y Belgrano), una mitología antes que una topografía.

“La vuelta a la manzana” es también una arqueología de la ciudad: es su pasado el que se escucha en las voces y la música que trae, pero es un pasado que la reconstruye, la celebra y le señala un destino con héroes a veces pequeños y desencantados que lo llevan a cabo. Con otro formato, no dudaríamos en llamar a esto literatura.

dos series inglesas

Bien, para los que buscan en la pantalla chica algo que, más allá de su calidad, traiga el sello de calidad europeo, la televisión inglesa estrenó dos series, a falta de una, con unos preciosos temas decimonónicos.

1827

La serie se estrenó en la televisión privada de Reino Unido el 11 de noviembre y marca el retorno de Sean Bean (Eddard Stark en la primera temporada de “Game of Thrones”) a la tevé. Se llama “The Frankenstein Chronicles” y se emitirá también en Estados Unidos pero en 2016. Por supuesto, se consigue en internet.
Ambientada en la Londres de 1827, “The Frankenstein Chronicles” recrea el mito del monstruo del doctor Frankenstein –la novela de Mary Shelley transcurre en una villa y el monstruo ataca en los bosques que la rodean– en una época en que Inglaterra se asentó ya sobre la modernidad que trajo la revolución industrial y el capitalismo global. En otras palabras, Londres es la cabeza de un imperio que crea monstruos y se enfrenta a un monstruo propio.


domingo, 15 de noviembre de 2015

burucúa: intelectual macrista

Cuando leí que José Emilio Burucúa estaba en la lista de intelectuales que apoyaban a Mauricio Macri presidente le escribí a un amigo que vive en Estados Unidos y con quien habíamos compartido la lectura de la Cartas norteamericanas.
Sí, debí imaginármelo cuando lo entrevisté para la presentación en Rosario de Cómo sucedieron estas cosas, un libro del todo innecesario, una colección de lugares comunes de la academia que incluso se traslucieron cuando Burucúa (que se hace llamar "Gastón" en la intimidad académica) y Nicolás Kwiatkowski presentaron el libro: comentarios de gente que se la pasa bien estudiando las tragedias ajenas con dinero de fundaciones y universidades del primer mundo.
Incluso cuando lo entrevisté por teléfono, "Gastón" apuró el final de la entrevista porque tenía una reunión de consorcio en su edificio: un pequeño propietario urgido por la necesidad de resolver los problemas del palier y el ascensor.
Desde Estados Unidos, mi amigo me responde la respuesta más lapidaria: "Querrá inaugurar la versión macrista de carta abierta. Te confieso, no me sorprende del todo. En sus Cartas norteamericanas, muy gratas por otras razones, se le nota un ansia de ser fino, y de «pertenecer». No otra cosa alimenta las fantasías de una parte de la mersa macrista."  

jueves, 12 de noviembre de 2015

cromo

Viendo Cromo en CDA. De los hermanos Lucía y Nicolás Puenzo y Pablo Fendrik (con la colaboración del escritor y realizador Sergio Bizzio).
Doce episodios tendrá (en CDA sólo hay cinco hasta ahora). La historia más evidente nos cuenta el derrotero de dos hombres, el esposo y el amante de Valentina (Emilia Attías), una bióloga que muere en los Esteros del Iberá, Corrientes, en lo que la policía primero califica como accidente y la investigación que lleva adelante su amante (Germán Palacios) comienza a delinear como un asesinato. Valentina envía unas muestras de agua de los esteros a sus colegas del Conicet en Buenos Aires y allí descubren que esas muestras tienen un alto contenido en cromo, letales cantidades de cromo. Sospechamos que su investigación compromete a la curtiembre que, desde Capital Federal, administra el padre (interpretado por Daniel Veronese) de su tesista y amiga (Malena Sánchez). Entonces, al principio la intriga es quién mató a Valentina.

La serie se filmó en Corrientes, la base Marambio de la Antártida (donde están el esposo --Guillermo Pfenning-- y el amante de Valentina cuando ella muere), el Calafate y Buenos Aires, centro neurálgico de todo el film y de la investigación que se desarrolla dentro de la ficción.
En Télam, leemos: “Creada a partir de cuentos del periodista Martín Jáuregui, productor asociado, Cromo cuenta con el asesoramiento del biólogo Fernando Meijide del Conicet, ya que las cuestiones relacionadas con la ecología y los daños causados al medio ambiente se basan en hechos y datos reales.
“’Se intenta mostrar esa faceta ardua de las geografías elegidas, por eso cuando alguien destaca la belleza de postal que caracteriza a ciertos paisajes no representa del todo un elogio, la intención es que se vea algo más, la fuerza de los lugares, sus secretos’, detalla Nicolás Puenzo.” (La serie ganó el concurso Prime Time 2015 de Fomento TDA (Televisión Digital Abierta), organizado por el INCAA y el Ministerio de Planificación Federal. Según Lucía Puenzo, que descree a esta altura del ráiting y apuesta a la difusión de la serie en plataformas digitales, ya hubo llamados de Netflix para comercializarla).
Lo que nos entusiasma de Cromo es que hay en su puesta en escena una escritura, a diferencia de muchas otras series hechas en Argentina, donde la falta de industria impide pensar en series en términos fílmicos o escriturarios.
Es decir, hay acá una lectura del pasado que incluye a los personajes (les relaciones de Valentina con su esposo --el insoportable actor Guillermo Pfenning, que nos recuerda siempre al quejumbroso Miguel Ángel Solá: actores hechos para el cuerpo a cuerpo del teatro e inútiles para la pantalla-- y Palacios) y a la trama (el pasado de un paisaje humano de los Esteros del Iberá a la Base Marambio, de un paisaje social y geográfico). Y es de esa lectura que surge una intriga, un misterio que excede al whodunnit, el quién mató a quién: nos introducimos en esa intriga como si se tratara, a nivel genérico, de un drama nacional (como lo fue el Martín Fierro, por ejemplo), que excede las controversias personales y, a la vez, las reclama.
El modo en que Veronese se perfila como villano (con todo lo que a la ficción argentina le cuesta generar villanos) es acaso el "punctum" de esta magnífica serie. 

miércoles, 11 de noviembre de 2015

infancia africana

Desde hace un tiempo está de novio con la misma chica con la que bailó el vals de los 15 en el club Español de San Nicolás, hace 35 años. Por eso viene seguido a Rosario. Durante la semana vive en Córdoba, donde escribió algunas de las novelas más vendidas entre las que se publican en Argentina. Su trilogía de África, que comenzó con África, hombres como dioses, agotó seis ediciones en la cordobesa Ediciones del Boulevard hasta que la publicó Plaza y Janés en Buenos Aires, en 2003.

Hernán Lanvers (o H. Lanvers, como firma sus novelas) se autodefine como un mercenario de la literatura. “El día que dejen de pagarme –dice– me dedico a otra cosa”. Sin embargo, permanecemos 45 minutos de charla en la que me cuenta las penurias por las que pasó en su vida familiar –la de sus padres y su hermano mormón que vive en Canadá y al que casi no ve. Le pregunto si no va a escribir eso, me responde: “¿No será que ya lo escribí?”
Entonces toma un bolígrafo y garabatea en un papel una línea de tiempo que atraviesa la vida de su personaje Tom Grant: “Es huérfano. Sabemos de su vida hasta los 14 años, que es la edad a la que yo llegué a San Nicolás –dice–, y después arranca desde los 24, que es la edad que tenía yo cuando empecé a ganarme la vida”.
Hernán se recibió de médico cirujano en la Universidad de Córdoba a principios de los 90. Pero antes ya había logrado mantenerse (con cierto respaldo económico como para viajar a África) dando clases para los cursillos de ingreso a la carrera de Medicina. Una sobremesa, en Rosario, me contó que el día que finalmente rindió su última materia, la que le dio el título, llegó muy temprano al examen y a las 9 de la mañana estaba al frente de su clase, como cualquier otro día.
El primer libro de Hernán me llegó hace casi quince años. Por correo. Contenía una carta escrita a mano sobre papel resma de 80 miligramos en la que celebraba de algún modo el reencuentro y su Kilimanjaro. Guía médica para su ascenso, un tomo breve en el que me enteré, por el relato y las fotos, que Hernán había ascendido a la montaña más alta de África: un monte en el Ecuador con nieves eternas en la cima.
Nos conocemos desde que cursamos juntos la secundaria. Hablamos de la familia el viernes pasado. De la madre, que murió hace poco más de tres años. De su única herencia familiar: su padre médico, hoy hemipléjico en un geriátrico de Córdoba. La casa de San Nicolás está alquilada. Cuando murió la madre un representante de su hermano, que es abogado, llegó para disponer de los bienes. Arregló, entre otras cuestiones, cosas pendientes con personas que habían hecho trabajos en esa casa: desde el plomero hasta una empleada doméstica, todos mormones.
Caminamos, hablamos de África: un continente que expulsa al hombre blanco, aunque el hombre blanco siempre vuelve. A treinta kilómetros de Johannesburgo, que todos vemos como una ciudad moderna, donde se hizo el mundial de rugby (Hernán practicó rugby en San Nicolás, durante la adolescencia, y en Córdoba, cuando estudiaba medicina), me cuenta, la gente en los pueblos tiene que encerrarse durante la noche porque merodean leones. O Tanzania, donde la población vive pendiente de “La gran migración”: el movimiento de dos millones de cebras y antílopes que en determinado momento del año se trasladan en masa en busca de pasturas y arrasan las villas que encuentran a su paso. Hablamos de la poligamia: las mujeres africanas no son celosas y no entienden por qué las blancas se empecinan en tener un hombre en la casa de manera permanente. Desde que lo conozco, Hernán es un curioso casi infinito, capaz de memorizar detalles y desparramarlos en un relato al modo del “¿Sabía usted?” o de los grandes reportajes del periodismo norteamericano. No es un fabulador, porque su formación enciclopedista no le permitiría la hipérbole. Sus historias se construyen con cierto saber, con datos, con laboriosidad. Son la contabilidad de historias e información recogidas con meticulosidad de lector que sus novelas visualizan con un orden casi imperativo. La frase que oficia de advertencia, al principio de “África, hombres como dioses”, ambientada en los años 20 del siglo XIX, reza: “Sólo las partes más increíbles de este relato están basadas en hechos que ocurrieron en la realidad”. 
Volvemos a hablar de la familia. “Dicen –dice– que el miembro más perverso de una familia es el que la domina”. 
El 26 de septiembre de 2003, en Córdoba, Hernán fechó una carta escrita a máquina (sí, a máquina de escribir) que corrigió con liquid paper en algunos renglones en la que me decía: “Apreciado Pablo: Habida cuenta del regocijo con que has recibido mi anterior libro ‘Kilimanjaro’ y de en cuánto has ampliado tu vocabulario con el aquí injustamente poco usado idioma swahili, te envío esta novela que he escrito y así aumentes tu conocimiento del idioma y estilo de vida zulú.
“Es una novela sólo concebida para el entretenimiento, que me gustaría que leyeras y luego me contestaras, teniendo en cuenta que apunta a entretener, al igual que una película de Spielberg.”
No lo leí. Una desatención grosera de mi parte. Incluso Hernán lo sospechaba porque en la dedicatoria que me hizo de su libro me escribía: “No te solicito hagas una reseña en el suplemento literario que vos dirigís, ya que se que este tipo de narraciones no están dentro de lo que se espera leer en esas secciones”. 
Pasaron unos años hasta que me metí en la historia de Tom Grant entre los zulúes. Por qué no me interesan este tipo de novelas se lo dije a Hernán, creo, hace mucho. Pero no es este el lugar para explayarme sobre eso. Pasa el tiempo y el territorio más extraño que descubro en los libros que leo es el Río de la Plata. En fin. Pero la conversación de Hernán ya es buena literatura. Si sus libros son el eco de Wilbur Smith, sus charlas –con sus anécdotas de África y sus idas y venidas familiares– son como el discurso de César Aira sobre los chinos en El mármol.
El viernes último, cuando lo escuché en el programa “Los dueños del circo”, que conducen Marcelo Tapia y Maru Pezzoto en Sí 98.9, lo llamé por teléfono y allí me esperó hasta que nos encontramos.
Además, Hernán entendió algo del discurso público y mediático que lo vuelve fascinante: no ya concitar la atención a partir de la historia del escritor que más libros vende en el país y se ve a sí mismo como un perdedor o un antihéroe (como lo declara y como lo puso en la dedicatoria y la carta que me envió hace 12 años), un desplazado de los círculos literarios; sino el sustrato lúdico de ese discurso, en el que se pone a girar una rueda que le reclama anécdotas y un personaje que supo construir con el mismo esmero con el que redactó sus novelas.
Dice que su fascinación por África le viene de cuando era niño y vivía con sus padres en Comodoro Rivadavia, donde se habían asentado a principios del siglo XX bóeres holandeses que participaron de las guerras bóeres en Sudáfrica. Las novelas de Lanvers son esa infancia recuperada, una infancia hecha de relatos y de voces extrañas que Hernán tradujo y despierta en su conversación con un humor enrarecido, cargado de ironía y de juego.
Y

Publicado en RosarioPlus.