Eddie es el mayor de los tres hermanos Rico. Hace mucho que dejó su barrio en Nueva York, el Brooklyn, donde se inició de joven en la mafia. Ahora regentea una acotada y tranquila zona en Santa Clara, Florida. Siempre siguió las reglas, siempre supo permanecer en su lugar: no presumir, ni ostentar, ni pretender el poder de los grandes jefes, a los que apenas si trata. Vive bien, tiene una hermosa familia: su esposa y tres niñas. Babe, la menor —tres años—, no habla: ya se arreglará, le dice el médico, pero Eddie no confía mucho en los médicos. Es que el mayor de los problemas de Eddie Rico es que es un personaje de Georges Simenon.
Simenon escribió Los hermanos Rico en 1952, cuando hacía ya unos ocho años que vivía en Lakeville, Connecticut. La novela, que se lee de un tirón, abunda en ambientes del suburbio americano y en esa cosa familiar siciliana que conoceríamos recién en películas de los 70. Pero no por estos detalles —los asuntos y los códigos de un mafioso— es una novela distinta a sus mejores obras dentro de la categoría que Paul Nizan, con desprecio, llamó sus “policiales sin policías”.
Entonces Eddie Rico, el personaje, es de nuevo en la línea de Simenon una suerte de doctor Bovary, sin los cuernos de su par flaubertiano: apegado a su rutina, con las aspiraciones burguesas de un profesional mediocre, un esclavo de sus ideas prestadas y pequeñas. Un burgués, sólo que con un cargo en la mafia.
Leonardo Sciascia escribió que la técnica del comisario Jules Maigret se parece mucho a la de Georges Simenon. Que en ambos casos, personaje y autor proceden por evocación e invocación de un ambiente, una atmósfera, en la que la muerte no deja de ser un misterio, pero es ya una respuesta.
Simenon parece haber encontrado en esa vida suburbana y mafiosa del american way of life una escenografía para esas discretas tragedias que se repiten en sus novelas —las que no tienen como protagonista al comisario Maigret—, a saber: que aquellos sueños que se cumplen, como señala el visitado texto de Freud, provocan la más siniestra de las experiencias. Los personajes de Simenon como Eddie Rico, “matan lo que aman”, para usar de nuevo aquél verso. Pero lo que el autor gusta enseñar en sus maravillosos relatos es cómo esa cadena rutinaria de pequeños sucesos, esos pactos no hablados —y aquí el problema de la pequeña Babe, que a los tres años no habla, cobra la dimensión de un presagio: está allí eso que Eddie no se dice al seguir las reglas, y también un nuevo borde sombrío de la omertá, la ley del silencio—, esa normalidad y esa convencionalidad que habitan los personajes de Simenon va enturbiándose por aquellas mismas decisiones que habían ofrecido una alternativa clara. Esta forma perturbada del destino conoció el término griego “moira”: lo no elegido de la elección. Eddie Rico es un jefe discreto que se ha ganado un lugar en su organización mafiosa al empequeñecerse. Hasta que la moira, a través de sus lazos familiares, llama a la puerta: su hermano menor, Tony, se ha mandado una macana y Eddie debe dejar su feudo suburbano para ir a buscarlo. El viaje es también una visita a ese que Eddie ya no es: el reencuentro con su madre, que vive en la vieja casa de Brooklyn y es, como otras mujeres de Simenon, una harpía; el paseo extrañado por las calles del barrio de la infancia; la otra vida que transcurre en el medio oeste americano donde intenta sonsacarle información a un hosco granjero.
“Aquella noche —describe e Eddie la página 117 de esta novela— tuvo el sueño más deprimente de su vida. Pocas veces sufría pesadillas. En esos casos, muy de tarde en tarde, casi siempre era la misma: se despertaba sin saber dónde estaba, rodeado de gente a la que no conocía y que no le prestaba atención. A eso la llamaba para sí mismo el sueño del hombre perdido. Porque, desde luego, jamás hablaba de ello a nadie”. Huelga señalar que ese irradiación de deseo que alberga esa pesadilla termina cumpliéndose como se cumplen las más funestas sentencias.
Faulkner leía a Simenon porque decía que le recordaba a Chejov. El escritor, ensayista, cineasta y traductor argentino Edgardo Cozarinsky, el director de cine francés Bertrand Tavernier (que llevó a la pantalla dos novelas de Simenon: El hijo del relojero y Los fantasmas del sombrerero); André Gide y Dashiell Hammett: todos se fascinaron con la obra de Simenon, nacido en Lieja, Bélgica, el 13 de febrero de 1903 y muerto en Lausana, Suiza, en 1989. Hay algo de visión terrible en muchos de los títulos de Simenon: los respetables vecinos de pueblo chico que juegan bridge en el bar de la esquina sin saber que entre ellos se esconde un discreto asesino serial, son un invento de Simenon (Los fantasmas del sombrerero, El hombre que veía pasar los trenes). Los ambientes sofocantes, llenos de sobreentendidos y voces cruzadas que transforman un escenario familiar en tierra de exilio, como en El extranjero de Albert Camus, son un invento de Simenon (La viuda Couderc). Las historias de espionaje en las que el oficio revela su costado más doméstico, absurdo y atroz, en las que los mecanismos del poder político socava el territorio más íntimo son un invento de Simenon (Los vecinos de enfrente, Lluvia). Su centenario, hace seis años, hacía suponer que la bamboleante industria editorial argentina pondría de nuevo sus libros en circulación a precios razonables. Por lo menos ahora llegan estos hermanos Rico. Los hermanos Rico
Georges Simenon
Punto de Lectura, Madrid, 2008
Traducción de Carlos Pujol
185 páginas
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