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lunes, 27 de diciembre de 2010

sergio delgado > contemporáneo

Lo que sigue es una correspondencia con Sergio Delgado, autor del que me siento “contemporáneo” en un sentido que me cuesta definir pero que parte de un territorio que común que compartimos, más allá del geográfico. Santafesino (1961) de la ciudad de Santa Fe —a la que fui tantas veces cuando vivía en San Nicolás (dos ciudades coloniales)—, Delgado está radicado en Francia desde hace muchos años. Luego de leer El corazón de la manzana (Mondadori), Parque del sur (en la misma colección naranja en la que apareció San Nicolás de la frontera) Estela en el monte y Al fin (Beatriz Viterbo), pedí su correo a un amigo y le escribí.




Querido Sergio: pido disculpas por demorar tanto esta respuesta. Sé que acaso no haga falta pero necesito disculparme porque en ello quiero decir que aunque no escribía sopesaba todo este tiempo la respuesta (al fin y al cabo, “escribía”). Si mal no leí tu respuesta acerca de lo “religioso”: la que ha quedado como en suspenso ahí, generacionalmente quiero decir, es como el vacío de una experiencia —“we had the experience but lost the meaning”— y, sobre todo, una experiencia que se parece mucho a la de la lectura. Con respecto a eso comienzo ahora una serie de anotaciones que hice sobre tus libros: primero, hay como figuras con las que me topo que tienen siempre la forma de ritos de pasaje, en especial las escenas en las que está presente el agua, que son casi escenas bautismales: cerca del final de Al fin, por ejemplo, todo el grupo cerca del río, donde encontraron un muerto —presencia que extiende su influjo sobre el narrador y la muchacha enferma, rozada ella también por eso indecible de la muerte, como si sobre su aura misma flotase el cadáver— y, luego, el vómito, la bebida que una y otra vez lava y contamina, mata y hace renacer. También la lluvia en El corazón de la manzana, o las mismísimas aguas de la laguna en Parque del Sur: como si en su “siempre estar a punto de morir” (cito de memoria) enseñaran una inminencia de otra cosa y, de hecho, señalás que lo que esplende en esas aguas, ahí en ese parque casi guacho, es la orilla que, si convenimos con el clásico neologismo, implica otra orilla. Esos indios en la bruma de Estela en el monte me hacen pensar en muchas otras figuras de ese tipo. Bueno, ¿qué hay de esas escenas, cómo las construís? Cito de Estela: “No pregunto a la realidad si un texto ha sido capaz o no de decirla, de decidirla...” A mí me parece que esto que barrunto acá, que —me repito— no tiene otro fin que ponerle palabras y un poco de trabajo personal a esta fascinación por tus libros, tiene que ver con eso que cité: qué se le pregunta a la realidad, qué textos la leen (en Parque hay momentos “claves” en torno a tu lecturas de las actas del ataque del tigre al convento, de cómo lo leyó Saer, de cómo Booz, el reciénvenido, preguntó a la reaidad por Santa Fe, en fin) y la deciden.
Parque es tanto el libro de un regreso, como decís, como el libro de un estarse yendo —y te digo que esos jueguitos á la Blanchot-Cueto me tienen sin cuidado—, como escribís: no terminar de llegar ni de irse. A mí me parece, por ponerlo de algún modo, que se trata como de una literatura de la irradiación, por eso mismo es una literatura del Hijo, de hijos. No el hijo pródigo, ni el que viene a recoger no sé qué legado del padre. En Al fin León viene a cumplir algo así como el sueño invertido y oscuro de su padre, el escribano. Está esa escena que el narrador descubre: el padre observa con ternura cómo duerme León, como si la vigilia del padre y el sueño del hijo tuvieran su comunión en un lugar que el relato sólo irradia y como si en esos opuestos se hubiera hallado un orden, un cosmos. Ahora, es a la vez un cosmos amenazado, en la cuerda floja, a punto de volatilizarse, hecho de restos (como el Parque del Sur, como el pasado en la facultad de la protagonista de El corazón): por aquello del poder de “autoaniquilamiento” del hijo único (y vos disculpame, pero la primera historia de autoaniquilamiento de hijo único que se me viene a la cabeza es muy conocida y tiene una apostilla genial en el Biathanatos). 

Me escribe Delgado: Retomando el final de tu último mensaje, por supuesto que me siento comprometido a responder. Me compromete una lectura como la tuya, que se produce, para decirlo con tus palabras, “con placer y sorpresa”. Qué más puedo pedir. Es agradable que ese espejo que es la lectura me devuelva esas palabras: placer y sorpresa. Me compromete, además, ese leer-escribiendo que venís tentando. Desordenado decís, sí, quizás... Confieso que por ahí me cuesta seguirte... Pero es el juego, también, de un leer-conversando y particularmente me gusta que las conversaciones sean desordenadas. Para orden están los manuales de Lógica.
Siempre es difícil “leer” una lectura sobre lo que uno escribe. Lo es, al menos, para mí. En un primer momento “me lo creo” totalmente, como si lloviera o hubiera sol, pero luego lo miro con escepticismo, como si no tuviera nada que ver conmigo. Como si estuviera dicho o escrito en un lenguaje, al menos incomprensible para mí y entonces entiendo que toda lectura es algo que me pertenece parcialmente (yo no puedo leerme a mí mismo). Te confieso además, que no estoy acostumbrado a hablar de “mi” literatura y que me fastidian enormemente los escritores que lo hacen. Todo esto para hacer un elogio de la “Conversación” como género. E insisto en que tus anotaciones de lectura me comprometen también por esto.
Entresaco entonces dos preguntas de tus mensajes, o que entiendo al menos como preguntas. Digamos, más bien dos frases que me tuvieron preocupado (en el sentido más literal de la palabra, es decir: pre-ocupado) estos últimos días.
En primer lugar, aunque creo que ya te lo dije, me sorprendió la relación que estableciste entre El corazón de la manzana y Parque del sur. Es cierto que son dos libros que aparecieron al mismo tiempo, pero esto se dio por esas casualidades del mundo editorial y no porque yo lo hubiera programado. En realidad no tienen mucho que ver y nunca había pensado que existiera alguna relación. El primero fue escrito en 1998 y el segundo en 2008. Diez años de diferencia. Muchas cosas pasaron en el medio. Vos me preguntabas, en relación a El corazón de la manzana “¿qué es?, ¿un testimonio, una petición de principios, una crónica de los años próximos a la partida (esos a los que se vuelve ‘en secreto’, como quería Mircea Eliade?)”.
Efectivamente este libro, escrito antes de venirme a Francia, puede leerse como una “crónica” de los años de la partida. Se podría verlo así en relación, sobre todo, con la descripción de ciertos lugares o ciertos ambientes. Si esto que vos decís y que yo intento justificar es correcto, el contrapunto con Parque del sur es interesante porque se trata, curiosamente, de la “crónica de un regreso”.
En segundo lugar, me sorprendió tu lectura de lo que llamás “trato de lo religioso”. Decís: “me alegra inmensamente ese trato de lo religioso, ese ‘mesurado’ trato con lo religioso (ya sea por la conversión de Silvia como por el tratamiento de lo ‘ominoso’) de la novela, cosa tan ajena a nuestra generación y tan próxima”.
Es probable que “lo religioso” sea uno de mis temas. Lo digo con prudencia porque está presente desde mis primeros textos y no sé hacia dónde irá evolucionando. Hay por ahí un proyecto de novela que por ahora llamo Nuestra señora. Me es muy difícil encontrar la manera de “tratar” este tema que, coincido con vos, es algo a un mismo tiempo muy próximo y muy lejano a nuestra generación. Hacerlo, por supuesto, evitando los lugares comunes de toda “confesión” religiosa (no soy creyente), pero también los del pensamiento “anti-clerical” de nuestra historia, de base liberal o marxista. Veo que lo religioso fue siempre una suerte de rara moneda de cambio... La educación, la literatura, la política, la percepción de los sentimientos, la melancolía, en fin: la realidad, nos llegaban filtrados por un enorme dispositivo religioso que en un momento dado se desvaneció como un fantasma. ¿Adónde fue? Habría que ponerle cadenas o tirarle pintura fosforescente para reconocer sus pasos torpes, como al fantasma de Canterville (¿el de Wilde y el de León Gieco?).
Por supuesto que no me interesa hablar del aspecto institucional de la religión, a pesar de que sigue dando materia novelística, novedosa pero banal, como el reciente caso del cura nazi inglés que acaba de ser echado del país. En todo caso me interesa la “institución” religiosa que viene a reemplazar a otras instituciones. Por ejemplo, la familiar. El profesor que en el curso de ERSA (Estudios de la Realidad Social Argentina), en tiempo del Proceso, definía a la familia como la cédula básica de la sociedad, pecaba no por reaccionario sino por ingenuo. La realidad escapaba, en nuestra historia reciente, a la estructura familiar. Ahí hay algo sobre lo que me gustaría trabajar. Todavía no sé cómo.



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