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miércoles, 12 de enero de 2011

kennedy is dead

Sería en el año 1991 cuando Osvaldo Aguirre me invitó a escribir juntos algunas notas para revistas como El Amante, Barrio Jálouin y no recuerdo qué otras. Se había estrenado JFK, de Oliver Stone, y Osvaldo dijo que por qué no escribíamos algo más de contexto acerca de la muerte de Kennedy. Escribimos este texto, pero no se publicó. Antes de poner en el blog la nota le pregunté a Osvaldo si estaba de acuerdo. Me dijo que sí, que claro y le pasé la versión —que no recuerdo si es la definitiva, y me acuerdo, sí, que fue escrita en el programa Wordpad. Osvaldo también me dice: “Es curioso, lo único que recordaba de este artículo es que mencionábamos la filmación de Abraham Zapruder. ¿Será un recuerdo erróneo o faltará en esta versión?”, cosa de la que yo no me acordaba para nada. A todo esto, tras el asesinato de Giffords en Tucson, el New York Times llamó a debatir a varios historiadores sobre el asunto, entre ellos Steve Mintz profesor en Columbia, quien hace una lista interesante: "Nueve presidentes fueron blanco de asesinatos, junto con un presidente electo y tres candidatos presidenciales. Además, ocho gobernadores, siete senadores nacionales, diez representativos, once intendentes y diecisiete legisladores fueron atacados violentamente. Ningún otro país occidental con una población de más de 50 millones tiene cifras tan altas.
Los atacantes de figuras políticas son por lo general marginales paranoicos, con frecuencia poco sensibles a las sensaciones políticas del momento". Bueno, la nota agrega más de estos datos, y sus colegas convocados por el NYT opinan del modo correcto y vacío con el que también lo hacen la mayoría de nuestros académicos.

por Osvaldo Aguirre & Pablo Makovsky 


El escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky escribió Vudú urbano en el exilio y en inglés. El libro es una suma de recortes que dibujan por fuera de su centro de gravitación (ex—céntricamente) la Argentina. O esa cualidad enigmática que trans­forma en argentinas las cosas de esta extraña tierra. Entre estos recortes o fragmentos hay uno, Star Quality, en el que Cozarinsky ejercita el recuerdo de un film que ya no va a filmar. El film trataría de María Eva Duarte e iba a comenzar con una comadrona india que cruza una carretera de la pampa par asistir en un parto. “Qué justo que sea uno de los últimos seres de una raza en vías de extinción quien la traiga a la vida! También –escribe Cozarinsky–: que sus orígenes, como corresponde al héroe o al santo, hayan sido oscuros...” No son nada extrañas estas líneas en un texto que comienza con una cita de Walter Benjamin tomada de Tesis sobre filosofía de la Historia: “El verdadero rostro de la Historia pasa raudamente. Sólo puede retenerse el pasado como una imagen que, en el instante mismo en que se deja reconocer, emite un resplandor que nunca volverá a verse”.
Evita, como la llamó esa voz que nunca termina de estar dentro de la Historia, encarna así a aquél personaje capaz de darle forma a la Historia porque ya está fuera y más allá de ella. En Evita, para decirlo sin rodeos, puede vislumbrarse el resplandor, el “aura”, si se prefiere, del mito. Como si un país, una nación, no fuera sino las huellas, las marcas de algunos seres ejemplares que revelan en sí la máscara sin atributos de la historia. Más allá de la presencia de estos seres la nación se arma y se desva­nece en las brumas del sueño.
John Fitzgerald Kennedy ha cumplido con este “trabajo” donde se cruzan los caminos del héroe y el profeta. Al menos así nos lo permiten ver los films cuyo centro es su misma muerte. Algunos de estos films son directamente calamitosos, pero no buscamos en ellos hipótesis fílmicas, sino la marca de aquello que señalamos.
Otros films son excelentes, y son estos precisamente —por la especial relación del mito con la realidad y temporalidad de lo que convendremos en llamar “arte”— los que mejor dejan traslucir aquél resplandor que ilumina la cita de Benjamin.
 Según esta distinción entre los films en que está presente la muerte de Kennedy podríamos establecer dos tipos: los que la tratan como un problema (o enigma) a resolver según se logre acceder a información que permanece oculta y los que la tratan como un “misterio” cuya resolución no llevaría sino a un oculta­miento mayor. En otras palabras, es dentro de ese misterio que la Historia despliega sus posibilidades. Ubiquemos dentro del primer tipo de películas a Flashpoint, En la línea de fuego, etc., y en el segundo tipo a Un mundo perfecto, Blow out, etc.
En 1936 John Ford filmó Prisionero del odio, el film resumía la desgraciada vida del médico que atiende ocasionalmente al asesino de Abraham Lincoln. En el colmado Teatro Ford de Washington, en noviembre de 1863, en medio de una representación, un actor, John William Booth, por fuera de la obra que se ponía en escena, apareció en el palco donde estaba el presidente Abraham Lincoln y descerrajó dos disparos contra el presidente.
Booth se presenta en casa del médico en medio de la noche, quien lo atiende sin hacer preguntas. Cuando por fin termina la improvisada operación el asesino le extiende un fajo de dinero que el médico rechaza. Este vive en el sur, rodea­do de sirvientes negros con quienes se permite discutir y bromear respecto a las nuevas leyes abolicionistas con las que no acuer­da. Los soldados llegan a su casa un día después de los sucesos del Ford’s Theatre y ahí empieza su calvario.
Todo el “aparato” del Estado, las instituciones: policía, ejér­cito, dependencias gubernamentales, comienzan a mostrar un costa­do siniestro y una naturaleza conspirativa que aíslan y despojan —o, mejor dicho, destierran— al poseedor del secreto (un dato cercano a la muerte del presidente), etc.
El cine se va a hacer cargo de la tarea que no pudieron cumplir las instituciones desde un lugar distinto, donde las “explicaciones” no se hacen esperar, pero deben ser “leídas” dentro de cierto lenguaje propio del cine.

La promesa perdida
A excepción de JFK, el cine no apunta a resolver el caso en la instancia judicial, a descubrir el rostro o el nombre de los culpables —es decir, el nombre individual, ya que le ha cabido en varias oportunidades dar nombres “emblemáticos”: Fulano es el FBI, Mengano es la CIA, etc.—, sino en una dimensión en la que puede pensarse el caso desde una perspectiva tal que, salvando las anécdotas personales, es la misma América la que extiende su pesadilla sobre la pantalla.
Podría decirse que el hecho de que el caso Kennedy no haya sido resuelto ha generado las películas acerca del mismo. Pero no ubicaría esos films sino como una cuenta pendiente con los tribu­nales de justicia. Hay algo que se cifra en este episodio que va más allá de la Historia, precisamente porque la Historia no ha podido abordarlo con claridad. La película de Oliver Stone, con toda su artillería documental, no cierra el ciclo. Lejos de llevar sus elementos al territorio que le es propio —el fílmico—, lo devuelve a la instancia política: de hecho Stone consiguió reabrir archivos en la justicia para hacer su película.
Así mismo, existe algo, una matriz de acontecimientos que parece inevitable y que se impone en estos films como una suerte de musa terrible: el Estado aparece como una organización conspi­rativa, sustraída al control público, y que opera en secreto. No es posible participar del secreto estando por fuera de ese orga­nismo. Pero, según podemos inferir, el asesinato de Kennedy va transformándose en una especie de “signo”: ya no importa tanto en sí como por la trama siniestra de cosas que genera y encubre. Es esta trama de cosas lo que queda por fuera de la historia ofi­cial, aquella historia que puede ser sometida a debate en el tribunal y cuyo espacio no es otro que el de la ficción. Así, lo que precariamente podríamos llamar “novela popular” va haciéndose cargo de una realidad hecha carne y hueso en cada ciudadano y que podría expresarse en la contracara del célebre slogan: “En Améri­ca cualquier ciudadano puede llegar a Presidente”, o sea: “Cual­quiera puede matar al Presidente”. La historia de un hombre que “accidentalmente” da con un dato que puede ser revelador y que en consecuencia debe ser perseguido y eliminado es la anécdota central de muchos films.
La muerte de Kennedy se instituye así como la pérdida de aquella América que iba a ser “la tierra prometida”. Pero ya no es una pérdida histórica, política, pensada y vista desde un lugar abstracto: es cada ciudadano quien asume las vicisitudes de esa pérdida.

La muerte le sienta bien
Kennedy fue depurado por su muerte. Una muerte pública y, de alguna manera “espectacular”, que recorrió el mundo del mismo modo que América (USA) lo conquistó: por siempre fijada en los fotogramas de una cinta de celuloide Kennedy sigue recibiendo aquellas misteriosas balas en el desfile de Dallas”
En las películas de John Ford y de Frank Capra —por dar ejem­plos— América era pensada como un territorio en formación y a conquistar, había que asumir una herencia de sangre, pero esto podía ser asumido “positivamente” porque América era aquello que aun quedaba allá adelante, América era todavía un puñado de dólares llenos de promesas. A partir del Crimen, América queda atrás, entre las ruinas de lo que no llegó a ser.
Obsérvese que lo dicho va cobrando la forma —la distribución espacio-temporal— del mito (respecto a esta cuestión de la prome­sa, el mito del Paraíso Perdido, que podríamos resumir así: somos lo que somos porque aquello que podríamos haber sido quedó perdido en los remotos tiempos del Origen). En otras palabras, la muerte de Kennedy puede ser vista como el intrincado punto de contacto entre el mito y la Historia.
Acaso esta relación entre lo que hemos llamado el mito y la Historia aparece en más de un film —de hecho Un tiro en la noche (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1961), rodado dos años antes de la muerte de Kennedy no trata de otra cosa—, pero es quizá en El sonido de la muerte (Blow Out, Brian De Palma, 1981) donde se muestra de forma más explícita, aunque en ningún momento se menciona a Kennedy. Hay, sí, la muerte de un goberna­dor, candidato seguro a presidente, a manos de un asesino profe­sional contratado por el partido oficial. Varios datos “reales” se han tenido en cuenta: la relación de este ficticio gobernador con las mujeres, la muerte a bordo de un auto por un disparo de rifle, etc. Pero, claro está, no son estos los elementos que nos relacionan con la muerte de Kennedy: Jack Terry (John Travolta) es un sonidista que graba el “accidente” —tal es la versión oficial— en la que muere el gobernador. O sea, graba la “banda de sonido” de esa muerte. Ampliando el registro sonoro descubre que no se trata de un reventón del neumático (blow—out significa reventón) sino que éste es producto de un impacto de bala. A partir de allí, imponer su versión lo lleva a desafiar la versión del accidente que se ha difundido oficialmente. Todo culmina con un final “espectacular” (en el mismo sentido en que usamos este término para referirnos a la muerte de Kennedy) en el que Terry atraviesa a contramano el desfile del Día de la Independencia para rescatar a Sandy (Nancy Allen) quien lleva un micrófono oculto para grabar la conversación con el asesino y así desenmas­cararlo. Tenemos aquí ese “compromiso” personal con un aconteci­miento que ha quedado relegado de la historia —o, por lo menos, de la historia oficial— y la necesidad de revertir —por eso Terry se lleva por delante el desfile— esa suerte de show con que la Historia quiere verse representada para dar con la verdad. A la vez, en ese lugar donde deberíamos encontrarnos con la verdad —para el caso: el asesino del gobernador desenmascarado—, está ocupado por otro enmascaramiento: el asesino mata a Sandy de la misma forma que antes ha asesinado a otras chicas que se le parecen, de modo de encubrir con una serie de asesinatos atribui­bles a un “serial killer” un crimen político.
El cine, que nace en América, nace pensando en América: el western de los orígenes no fue sino una forma de reconocer ese territorio desconocido y poblado de peripecias. Quizás en la muerte de Kennedy el cine se encuentra nuevamente con un misterio semejante a su capacidad de especulaciones.

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